Nítida y sombría. Algunos apuntes sobre epílogos

I

La luz del día inunda el cuarto. Por la ventana, se cuela el piar de algunos pájaros. El sargento Galoup termina de tender la cama y se sienta. Agacha la cabeza. Tras haber sido repatriado, ya no le queda nada que hacer. Al plano medio del sargento lo sucede un plano general de los soldados de su antigua legión, enfilados, posando para la cámara con armas en mano, rompiendo la cuarta pared. Es una decisión de montaje expresiva, guiada por el estado psicológico del personaje, que anticipa una ruptura en el registro. Lo que sigue no sorprende: Galoup juega con su revólver, acostado, y lo apoya en su vientre. En el pecho, tiene un tatuaje que dice: “Sirve a la buena causa y muere”.

En términos dramáticos, Beau travail (1999) ya cumplió su cometido. El arco de evolución del protagonista alcanzó un desenlace claro: sus derivas emocionales lo llevaron a agotar su carrera y, por lo tanto, su vida. Esta noción tan clara de final es lo que habilita un subsiguiente espacio de libertad formal que sería sumamente arriesgado en otra instancia de la película, pero que, como último procedimiento, funciona: un tilt-up pasa del tatuaje en el pecho al brazo del sargento, en donde resalta una vena palpitando al ritmo de “The Rhythm of the Night”, canción que se cuela lentamente en la banda sonora hasta dar paso a la última escena. En un boliche vacío de Yibuti, Galoup baila frente al espejo. Por primera vez lo vemos distendido, transitando su goce con libertad.

Esta ruptura en el registro tonal a favor de la construcción del estatuto del personaje  se volvió un ícono de la película, sexto trabajo en la filmografía de Claire Denis. Pero el procedimiento no es nuevo, sino que encuentra exponentes interesantes en otras películas, dirigidas por realizadores muy diferentes. Explorando estos films, se puede percibir la potencia dramática del epílogo como instancia reveladora, precedida en ciertos casos por la irrupción de un sueño o la posibilidad de la muerte.

Algo similar ocurre en El sabor de las cerezas (1997). Ya en Close-Up, siete años antes, Abbas Kiarostami había introducido elementos disruptivos en los últimos minutos del metraje (diálogos interrumpidos por “problemas técnicos”, música extradiegética, un fotograma final congelado), pero en este film, posterior, la cercanía temática con la forma de epílogo de Beau travail es mayor. La película sigue las peripecias de un hombre decidido a suicidarse, que recorre las afueras de Teherán en su Range Rover, buscando a alguien que se comprometa a enterrarlo. A través de largos planos de seguimiento y una fuerte presencia de los diálogos en la construcción dramática, podemos construir un panorama en cierto modo cartográfico de la sociedad iraní, un entramado que combina ética, religión, un pasado traumático y una proyección a futuro. Sin embargo, la película no es en ningún modo dogmática, sino que habilita diferentes juicios y lecturas del conflicto dramático. Eso fortalece su final: el hombre ha convencido a un taxidermista azerí de que lo ayude. Recostado en un pozo que él mismo excavó para que sea su tumba, en un primer plano mira el cielo. Algunas hojas caen sobre su rostro. Falta poco para la tormenta. Entonces, se suceden un contraplano de las nubes cruzando la luna, ladridos de perro, una vuelta al primer plano del hombre, y un fundido a negro. Los relámpagos dejan ver su rostro intermitentemente. Le confieren un aspecto sobrenatural. Hay una construcción atmosférica densa que da lugar a una última secuencia, en donde el paisaje antes árido y grisáceo es luminoso, primaveral, y un equipo filma a un grupo de soldados que marchan y reparten flores. Recordemos que, en uno de los primeros diálogos del film, el protagonista describe sus años en el servicio militar como la época más feliz de su vida. Ahora lo vemos fumando entre la gente del rodaje, íntegro y vivo mientras suena “St. James Infirmary” (música extradiegética, al igual que en Close-Up y Beau Travail). 

En esta operación final, Kiarostami toma distancia de su protagonista, y parece reivindicar la vida o, como mínimo, recuperar un aspecto más fértil de ella. El paso del celuloide al video acentúa la sensación de registro documental, y entra en conflicto con el marco ficcional que se venía sosteniendo. En este cambio de perspectiva no solo se evidencia el dispositivo, sino que también se abre la posibilidad de resignificar el metraje entero en un par de minutos de epílogo. No sabemos si el señor Badii está o no muerto, pero poco importa. La vida se extiende más allá del personaje, aun dentro de la misma película.

II

Nadie parece advertir que todos los membrillos se están pudriendo bajo una luz… que no sé cómo describir. Nítida y a la vez sombría. Que todo lo convierte en metal y ceniza. No es la luz de la noche. Tampoco es la del crepúsculo. Ni la de la aurora.

Antonio López en El sol del membrillo

Hay una película cinco años anterior a El sabor de las cerezas que, además de construir su final de forma semejante, fue nombrada por el propio Kiarostami como una experiencia que lo hizo crecer “como director y como persona”(1). Hablamos de El sol del membrillo (1992), documental en donde Víctor Erice registra el proceso creativo del pintor Antonio López, quien intenta dibujar un membrillero, para finalizar con un comentario indirecto, en clave poética, al respecto del mismo cine y de su realización. 

Las similitudes entre los epílogos son evidentes: la secuencia de imágenes que incluye un plano de la luna entre las nubes; la música que ingresa de pronto; el protagonista que se duerme, cada vez más cerca de la muerte. Antonio López terminó su dibujo. Es diciembre: los membrillos maduraron. Pero queda una secuencia más.

La voz en off de López narra un sueño, en el que vuelve a la infancia. Este carácter de final-después-del-final hace que la reflexión onírica fluya de manera orgánica en una película de registro netamente documental. Erice revisita el membrillero por la noche, cuando la fruta madura está pudriéndose. Un ciclo vital terminó. Donde antes estaba Antonio López trabajando, ahora hay un trípode con una cámara. Ambos registraron la belleza, el cineasta y el pintor. 

Vistos en retrospectiva, todos estos epílogos le dan una capa nueva de sentido a la premisa de sus respectivas películas, pero lo hacen de un modo misterioso, sugestivo, sin subestimar a su espectador. “Nítida y a la vez sombría”, la imagen impresa en el celuloide se imprime también en la memoria de quienes la observamos. El sueño se vuelve nuestro. La muerte vive en su representación.

El sol del membrillo (Víctor Erice, 1992)

Notas:

1 Teresa Cendrós, “Diálogo entre dos maestros del cine pausado”, El País (09/02/2006). Recuperado de https://elpais.com/diario/2006/02/10/cine/1139526003_850215.html

One Comment

  • No puedo dejar de expresar mi fascinación post-lectura, tanto de la maravillosa y potente redacción, como del contenido del texto. Sin dudas ha despertado mi curiosidad, y ansío leer más pronto.

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