Fábricas de muerte, simulacros de guerra (22º DocBsAs #3)

22º DOC BUENOS AIRES: FOCO YULIA LOKSHINA

Una batalla histórica del ejército soviético recreada en un campamento de verano. Interpretaciones escolares de Santa Juana de los Mataderos de Brecht, con un reparto compuesto por chicos que no terminan de entender el libro. Disfraces de cerdos en una manifestación política, actores que representan cómo es el trabajo en un matadero, reconstrucciones de una escena del crimen desde un software de realidad virtual. En el cine de Yulia Lokshina, joven documentalista rusa cuyo trabajo se dio a conocer en la última edición del Doc Buenos Aires, se actúa, se entrena y se simula, porque actuar, entrenar y simular son claves de conocimiento: para atravesar el encontronazo epistémico con lo real, en un mundo donde abundan narrativas al servicio de la farsa, el fake y la perplejidad colectiva, parece necesario agenciarse, dentro de la práctica documental, el universo de la representación.

Rules of the Assembly Line, at High Speed

Rusia, mi amor

El primer mediometraje proyectado deja caer todo su peso sobre esta idea desde el minuto cero. Alcanza con remitirse a la secuencia de créditos iniciales, donde unos chicos rusos terminan de maquillarse en primer plano. Se pintan calaveras en la cara, hacen blackface; algunos incluso están vestidos con uniformes militares y sostienen armas. En un posible guiño a la secuencia final de Beau travail (1999), posan mirando a cámara, apuntan sus rifles y gritan “¡a la carga!”. Si bien la composición del plano es similar, está claro que los cuerpos curtidos de los hombres en Claire Denis traccionan otra cosa. Estos soldaditos rusos parecen de juguete, un poco incómodos, mucho menos erguidos. Es que en Days of Youth (2016) Yulia Lokshina sitúa su exploración documental en un campamento militar patriótico en la isla de Sajalín, al este de Moscú, donde alrededor de cincuenta chicos entrenan y se cultivan en la tradición rusa ortodoxa. Se trata de sujetos en plena formación, maleables al impacto que pueda tener esa experiencia en su modo de ver el mundo.

Por momentos, la estrategia de trabajar con un protagonista colectivo (el grupo de chicos) desordena la acción y diluye posibles arcos dramáticos que sí serán visibles en los protagonistas de su largometraje posterior, Rules of the Assembly Line, at High Speed (Regeln am Band, bei hoher Geschwindigkeit, 2020). Pero, después de todo, Days of Youth sobrevive a esa deriva del registro observacional gracias a una serie de hilos conductores: la recreación de una batalla librada al sur de Sajalín, que los chicos ensayan para un evento enmarcado en el 70 aniversario de la victoria del ejército soviético en la Segunda Guerra; y el testimonio de uno de los chicos, participante por cuarta vez consecutiva del campamento de verano, dividido en fragmentos que ingresan en el mediometraje por intervalos irregulares como una especie de anclaje. El foco excesivo en el hacer cotidiano, en una observación casi antropológica de los jóvenes y sus maestros, implica el riesgo de dejar fuera de campo una pregunta significativa: ¿cuál es la relación entre aquellos soldados soviéticos y estos muchachos nacionalistas?, ¿queda algo de esos ideales colectivistas e internacionalistas o solo se trata de una cáscara vacía, una silueta sin contenido?

En los tres films de Lokshina hay una preocupación por lo territorial, si bien el foco no está necesariamente puesto ahí; la diversidad geográfica es, podríamos decir, una condición y no una obsesión. El territorio interesa, en todo caso, como el marco donde se ponen en juego determinadas lógicas y problemáticas socioculturales. Tal vez toda la programación del Doc Buenos Aires traiga esta clase de tensiones: eso parecen sugerir Santiago Damiani en su texto sobre el foco de Martín Solá, organizado bajo la clave del desplazamiento, o Emilia Herrerías Martínez y Federico Bianchetti, enfocados en la retrospectiva dedicada a Gerd Roscher, cuyas películas describen como “viajes palimpsésticos donde el cineasta vuelve sobre las huellas apenas visibles de un trayecto antes recorrido por otros”. Lokshina, por su parte, interesada en ese semillero de discursos que supone cualquier sistema educativo, vendría a poner el ojo en trayectos todavía por recorrer. Como buena viajera, no clausura el camino de la significación; su trabajo es relevar los códigos y las reglas de un microcosmos cerrado en sí mismo, sin bajadas de línea, sin subrayados. De esta manera, una contradicción del nacionalismo esencialista se expone: el ser nacional debe ser construido a fuerza de entrenamiento y simulación; es un ser que tiene que hacerse

Algunas bifurcaciones y desvíos se cuelan en el derrotero de toda educación sentimental. Days of Youth, esa especie de coming-of-age documental de soldaditos y enfermeras en potencia, se detiene tanto en la voz monocorde de los milicos como en los susurros de las amigas, tanto en los deberes como en los juegos; pasa de grandes planos generales donde se desarrollan batallas simuladas a planos detalle de bichitos que son a un tiempo víctimas y cómplices de los chicos. Porque, aun conociendo el contexto bélico de Rusia y sin negar el futuro de dolor que podría caer sobre ellos, el tono general de la película convierte el proceso formativo de los jóvenes en algo así como una fiesta de disfraces.

Days of Youth

Imaginemos que llegó la guerra

Movimiento curioso el de Lokshina: para interrogar la subjetividad y la percepción individual en situaciones de peligro, realiza una codirección. Junto con Angela Stiegler, filman en Ginebra, Suiza y Múnich, Alemania. Es que el comportamiento perceptivo que les interesa no tiene mucho que ver con el yo de la autoficción ni con las peripecias de ninguna primera persona. Subjective Hill (2019) trabaja una serie de escenarios donde la cámara subjetiva, una bodycam de las que suele usar la policía, no revela nunca quién la porta. Hay, de hecho, un borramiento de toda figura enunciadora: para inventar un marco que habilite los saltos entre lugar y lugar, una voz en off anónima, modificada para sonar grave y lenta, reitera una estrategia discursiva en segunda persona: “Imaginemos que vas en una patrulla”. “Imaginemos que vivís acá”. “Imaginemos que viajás al sur de Francia”. Este recurso se completa con escenas policiales generadas en realidad virtual, en el marco de un experimento del Centro Suizo de Experiencias Afectivas, capturadas desde el punto de vista del usuario. Pero ¿quién es este usuario? ¿A dónde señala el imaginemos si no es a un punto ciego en el fuera de campo? Todo parece indicar que el casillero vacío de la deixis se completaría en cada espectador: mirando, imagino que soy la persona detrás de la cámara. Soy quien imagina.

Un documental guiado por el como si de la ficción, ¿seguiría siendo un documental? En el caso de Subjective Hill, la estrategia de tejer narrativas en suspenso, en tanto suposiciones a partir de registros documentales, mantiene el discurso en una tensión que se acerca más al cine ensayo que a la ficcionalización. La cámara subjetiva fortalece esto: como en la imagen viene inscripta la información de fecha, número de video y duración, el dispositivo está expuesto; la bodycam revela su modo de producción en esas inscripciones indisociables del plano. Así, recorro el distrito rojo de Ginebra, asisto al laboratorio donde la policía coopera con la Universidad de Ginebra (CISA) en diversos experimentos y participo de una cena íntima sin dudar nunca del estatuto de realidad de las imágenes. Por momentos, la narración toma frases seguramente dichas en un escenario y las enuncia sobre imágenes de otro: “¿Nivel de estrés en una escala del 1 al 10? Esto es la tristeza, ¿querés verla?”, dice la voz anónima, y es muy posible que sean frases oídas en el laboratorio de experiencias afectivas, pero lo dice en una cocina, mientras unas manos enjuagan mejillones. 

Como si la subjetividad trabajada a nivel temático estuviera exigiendo un correlato formal, Lokshina y Stiegler arman una máquina audiovisual que copia la naturaleza de la mente, con sus asociaciones caprichosas, sus memorias y sus afectos. Pero valdría recuperar las palabras de un hombre que aparece en la escena de la cocina y que, se presume, trabaja en el laboratorio: “La complejidad del camino hacia todo ese universo alternativo, de la cadena de acciones que podés visualizar, puede convertirse muy rápido en algo demasiado grande para cualquier mente”. Esto, que el hombre propone en relación a la psiquis humana, de algún modo parecería estar refiriendo también a la ambición de la película: en la sucesión de escenarios imaginados por la voz narradora, por la multiplicación de posibles destinos de la imagen, Subjective Hill se vuelve críptica. 

En literatura, a la hora de pensar el registro de un personaje con su manera de hablar y de expresarse, a veces se traza un espectro que va desde su voz social, extremo de la convención, hasta su voz íntima, extremo intransferible de lo propio. La cadena de asociaciones que ensayan Lokshina y Stiegler se inclina hacia esta última forma, replegada sobre sí misma, de registro. Las ideas están ahí, pero enrevesadas. Lo que interconecta los segmentos y los escenarios parece, ya desde el título del cortometraje, inaprensible. Algo es evidente: donde Days of Youth se interesaba por la formación de subjetividades, Subjective Hill parece más preocupada por la consolidación de una subjetividad ya establecida. Los finales de ambas películas ilustran esto con elocuencia. Como anverso y reverso de lo mismo, se trata de dos guerras, dos ensayos; lo que en Days of Youth se consumaba en un escenario bélico representado frente a los padres, que filmaban a sus soldaditos con celulares y cámaras digitales, en Subjective Hill pasa a ser un simulacro de nenes grandes: las fuerzas armadas preparan un escenario y juegan a la guerra frente a los flashes de la prensa y las sonrisas de sus superiores. Este es acaso el destino de esos chicos. Una subjetividad formada. Un universo consolidado, como el de la misma película. Una casa con cimientos, techo y vigas. Ahí está, recién refaccionada, esperando a que la habiten; a las cineastas solo les faltó darnos la llave.

Subjective Hill

Los obreros no leen a Novalis

“Ese también es un problema: podés hacer estos documentales y la gente puede verlos
y darse cuenta de que todo está realmente mal, pero no podés sentir cuán malo es”.

Estudiante de secundaria en Rules of the Assembly Line, at High Speed

Rules of the Assembly Line, at High Speed, el primer largo de Lokshina, propone, en principio, un movimiento diferente al de su mediometraje en solitario: ahí donde Days of Youth se enfocaba en un universo específico y delimitado, con sus propias normas y códigos, Rules of the Assembly Line… juega con lo coral. Un acontecimiento trágico —la muerte de un empleado de un matadero, destrozado por una máquina en pleno ámbito de trabajo— dispara una serie de acciones, debates y reflexiones en parte de la sociedad alemana. A su vez, el procedimiento es diferente al del corto colaborativo Subjective Hill: el vínculo entre los diferentes espacios no surge de motivaciones íntimas, crípticas, difíciles de descifrar, sino de una exploración minuciosa de carácter social. Son las disputas ideológicas internas al universo explorado las que establecen los discursos y sentidos; Lokshina, más bien, investiga, estructura, organiza.

De los tantos ámbitos analizados por la cineasta rusa, uno ocupa el lugar central en Rules of the Assembly Line…: una clase de teatro de colegio secundario en la que un docente intenta problematizar junto a sus alumnos la muerte del trabajador —que era, además, inmigrante—, poniendo en escena Santa Juana de los Mataderos de Bertolt Brecht. Si en Days of Youth los jóvenes danzaban alrededor del nacionalismo exacerbado, la reivindicación de tradiciones y la violencia física, estos estudiantes alemanes introducen un elemento de diálogo y análisis colectivo. En una entrevista con el sitio web Heise Online, Lokshina sugería que los estudiantes de su largo ocupaban el lugar de los acomodados, de esa parte de la sociedad que observa los acontecimientos trágicos desde cierta distancia: la muerte de un trabajador de cuello azul puede representar un acontecimiento curioso, puede ser materia prima para la reflexión y el aprendizaje, pero difícilmente impacte con furia en sus propias vivencias. El docente parece consciente de esto: los fuerza, de hecho, a poner el cuerpo, a encarnar el acontecimiento socialmente lejano; este acto no clausura la brecha de clase, pero tal vez ayude a construir empatía.

Dos disparadores resuenan con potencia durante las clases de teatro. Por un lado, los debates de carácter ideológico: la muerte del obrero visibiliza las pésimas condiciones laborales en las fábricas y eso lleva a preguntarse por la posibilidad de construir sociedades más justas. En plena clase, en discusiones nacidas en el seno de un grupo de jóvenes de clase media alta, aparecen palabras como “materialismo” y “comunismo”. El hecho de que representen a Brecht no resulta, en este sentido, un dato menor. El otro disparador tiene que ver, justamente, con la representación teatral. Al igual que en Days of Youth, acá Lokshina se interesa por la actuación: chicos interpretando a soldados, chicos interpretando a trabajadores. No sería justo establecer un paralelismo; en todo caso, sí es pertinente señalar el contacto entre educación y simulacro. La pregunta, en el caso de los jóvenes estudiantes alemanes, podría ser: ¿un proyecto educativo de estas características puede generar un auténtico cambio en las condiciones reales de existencia de las personas o funciona más bien como un placebo, una acción tendiente a hacernos sentir un poco mejor con nosotros mismos en tanto ciudadanos?

Los estudiantes no son los únicos personajes de Rules of the Assembly Line… (si bien, por el carácter sofisticado de su proyecto, en ese movimiento de la reflexión a la acción artística, ayudan a construir el arco del film). Lokshina se acerca a individuos y organismos diversos que suman matices a la recepción colectiva del fallecimiento del obrero; desde reuniones del Consejo Municipal de Integración hasta una manifestación performática con activistas disfrazados de cerdos, pasando por el relato de otra víctima —en este caso, no fatal— de una máquina de la industria de la carne. Esta multiplicidad permite observar distintas tensiones dentro de la sociedad alemana: así como los estudiantes son presentados con candidez, pero su distancia de clase no deja de ser perceptible, también es posible descubrir cierto racismo contra los inmigrantes en los discursos de integrantes de la propia clase trabajadora o cuestionar una presumible superfluidad en las performances militantes. Los intentos de alcanzar un “nosotros” arduo en tiempos de posmodernidad —el “pronombre peligroso”, como señala Richard Sennett en un libro sobre, justamente, cómo los cambios en el mundo del trabajo en las últimas décadas del siglo pasado impactaron en la subjetividad de los individuos(1)—  parecen chocar siempre con dificultades. Sin embargo, es imposible dejar de observar que, mientras los soldaditos rusos se habían constituido desde el rigor y la agresividad —¿un señalamiento alegórico del nacionalismo belicista que reina en el país de nacimiento de la cineasta?—, en la Alemania de Lokshina parece prevalecer la concordia; hay algo tal vez demasiado tranquilizador en esos intercambios siempre tan respetuosos, casi idealmente democráticos.

Si lo que conecta a los distintos ámbitos explorados en el film es la posibilidad del diálogo y la construcción colectiva, hay una imposibilidad que funciona como su disparador: el acceso concreto y efectivo a la fábrica donde falleció el obrero. “Deberías hacer una película sobre ese lugar. Pero es imposible, ni siquiera te dejan sacar una foto. Verías cómo trabaja ahí la gente (…). No hay chances”, señala la pareja de la mujer cuyo brazo fue herido por la máquina. Segundos después, un lento travelling nocturno por el exterior de la fábrica parece darle la razón al hombre. Vemos a los trabajadores entrar y salir, moverse por los pasillos del edificio en la distancia; tal vez charlen, se pregunten cómo están, emitan opiniones políticas, relaten cómo fue su jornada laboral, pero no tenemos manera de saberlo. Ahí hay un malestar, algo del orden de la impotencia(2). Es todo tan abstracto y lejano que difícilmente podría formar parte de Arbeiter verlassen die Fabrik, el film donde Harun Farocki recopila distintas escenas de la historia del cine de obreros saliendo de fábricas. En otra entrevista, Lokshina expresa una doble preocupación en este sentido: el problema no es solo que no se pueda acceder a las fábricas, sino que el cine documental ya no parece particularmente interesado en conocerlas. “Ahora la gente tiene la sensación de que ya sabe mucho sobre las condiciones de trabajo en la industria de la carne”, plantea la cineasta. No sería demasiado arriesgado afirmar que los ámbitos laborales tradicionales han perdido gravitación en la historia del cine en general. Las nuevas tecnologías, la computarización, el trabajo remoto y los empleos asociados a la noción de servicio parecieran ser, tanto en el cine como en la esfera de la opinión pública, las modalidades exclusivas del siglo XXI. Solo el destrozamiento de un cuerpo humano por una máquina —el ruido de caños, pistones y ruedas se confunde con el crujir de huesos rompiéndose— puede despertarnos de esa fantasía.

Rules of the Assembly Line… es una película interesada, centralmente, en dos aspectos del problema que analiza: cómo se llegó a la muerte del obrero y qué herramientas se despliegan socialmente para procesar ese trauma. En este sentido, la relación con Farocki —el gran documentalista alemán obsesionado, entre otras cuestiones, por el mundo del trabajo— se quiebra del todo: él buscaba conocer con detalle los procedimientos mediante los cuales funciona el mundo; sus análisis detallados, minuciosos, eran propios de una suerte de cineasta-científico con objetivos ideológicos. Lokshina, por su parte, construye una empatía con los sujetos que observa, pero sus observaciones no dejan de tener algo de global; a ella le interesa construir un mosaico, una polifonía que, como tal, requiere de cierto nivel de generalidad. Del cine-dispositivo al cine-diálogo. ¿Confiará Lokshina en las imágenes que ella misma crea?

Por lo pronto, surge algo destacable: el deseo de entender dinámicas sociales se despliega en diferentes niveles de apertura —lo micro, lo subjetivo, lo coral— y, por lo tanto, de complejidad. Lo que es más importante: no hay nada inocente en su mirada. Reconocer algo de opacidad en las representaciones lúdico-educativas nos pone en alerta: es necesario desconfiar de lo que parece palpable y evidente; lo mismo ocurre, por ejemplo, con la xenofobia inscripta en el centro mismo de la clase trabajadora alemana. En este sentido, el extrañamiento que genera la distancia geográfica en Lokshina, su propio carácter de inmigrante en tierras alemanas, es un elemento a favor; se concreta un movimiento que va de lo casi entomológico (en los soldaditos y sus docentes, observados con cierta displicencia) a una comprensión cabal de la complejidad del fenómeno social. En el descubrimiento de nuevas realidades, se vislumbra una certeza: la distancia y la ajenidad, podría decir Lokshina, pueden potenciar la comunicación en lugar de clausurarla.

Rules of the Assembly Line, at High Speed

Notas:

1 Sennett, Richard, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Anagrama, Barcelona, 2000.

2 Como señala Harun Farocki: “Gran parte del buen cine debe su origen a que una persona no pudiera mostrar algo y colocara en su lugar la reproducción de otra cosa, utilizando el recurso de la omisión para dar lugar a la imaginación” (“Un corte o la venganza de la televisión”, en Desconfiar de las imágenes. Caja Negra, Buenos Aires, 2013).

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