Vi El sabor de las cerezas de Abbas Kiarostami por primera vez a eso de mis quince años, cuando todavía no era nada parecido a una cinéfila. La vi sola, en mi casa familiar. No puedo haber tenido ningún motivo para elegirla más que las frases favorables de algunos críticos impresas en la caja de VHS. Seguramente también me haya resultado atrayente —porque nunca deja de ser tabú— leer en esa misma caja la palabra “suicidio”.
Siempre tuve una buena impresión de la película, pero eso no significa que me haya quedado un recuerdo nítido de ella, ni de mi experiencia —sensaciones, pensamientos— viéndola. Mi juicio siempre fue bueno. Como si una vez finalizada El sabor de las cerezas yo simplemente hubiera suscripto a esas frases de la caja. Muchas veces la recordé y hablé sobre ella, pero no sentí la necesidad de volver a verla.
Pasaron muchos años. El nuevo visionado no fue solitario ni en privado ni por motivos cuasi arbitrarios. Esta vez, como cinéfila hecha y derecha, tuve miedo de que aquel buen recuerdo, que supe cuidar durante tanto tiempo, se perdiera a manos de una experiencia monótona y solemne. Si algo se aprende al consumir cantidades industriales de horas de cine es a no traicionar los propios sentimientos por inclinarse ante la legitimidad de ciertas instituciones.
Badii maneja su auto por las afueras de Teherán y se detiene cuando alguien le llama la atención. El target son hombres, en general jóvenes, que evidentemente realizan un trabajo duro y mal pago. Badii conversa un poco con ellos. Les pregunta de dónde son, por qué están ahí, cómo están compuestas sus familias, cuánto ganan en su trabajo. A cada uno de esos extraños les ofrece un trabajo que no les llevaría más de media hora, a realizar una única vez, en el que ganarían mucho dinero —algo así como el equivalente a seis meses de su trabajo habitual—. Lo que les pide Badii, y que cada uno de los extraños rechaza, es que tapen con veinte paladas de tierra el pozo en el que encontrarán su cadáver al día siguiente, luego de que se haya suicidado.
Entre la infinidad de virtudes que críticos, comentadores, estudiosos y aficionados han observado en El sabor de las cerezas se encuentran habitualmente la hermosura de los planos, la profundidad de la temática, las sutilezas cómicas y la elocuencia de Kiarostami para evadir la censura iraní. Sin embargo, vale la pena llamar también la atención sobre la manera en que se presenta el tema del suicidio, en tanto lo hace en la singularísima forma de lo que podríamos denominar un suicidio con otros. La decisión, sin embargo, es personal y privada: no sabemos por qué la toma, pero sabemos que está tan seguro de ella que ni las reacciones ni los argumentos de los hombres con los que habla pueden disuadirlo. La película tiene tanto respeto por la decisión de Badii que no solo no lo pone en la posición de explicar sus motivos, sino que además la cámara, que casi todo el tiempo hace primeros planos, toma la distancia del plano general en los momentos más decisivos del protagonista en soledad. Pero su voluntad no se termina ahí. El deseo de acabar con su vida no opaca el deseo de tener un control sobre lo que le pasará a su cuerpo. Es por ese otro deseo —el de tener control sobre lo que le pasará al cuerpo incluso cuando quede desposeído de los medios para ocuparse él mismo de ello— que recorre las afueras de Teherán conversando con desconocidos y, al hacerlo, la decisión privada e íntima de Badii alcanza un nivel, si no público, al menos intersubjetivo.
El primer chico con el que habla se escapa corriendo ni bien puede. Luego de eso, Badii le pide ayuda a un hombre joven, estudiante del seminario, quien intentará convencerlo de que no lo haga. Si el suicidio genera espanto en el primero y aversión en el segundo no es solo porque sea un tema tabú o reprobable desde la moral religiosa: es también porque se trata de la negación de todo aquello que es garantía de la intersubjetividad y de la vida en sociedad. No es que Badii se enfrente a la sociedad poniéndola en riesgo, pero sí elige decir “no” a su participación en ella. Es tan fuerte el rechazo de estos hombres a la decisión de Badii de acabar con su vida que, junto con ella, renuncian al bien más preciado socialmente: la suma de dinero que él les ofrece. Después de que el primer chico con el que habla —un soldado kurdo— rechaza los 200000 tomanes ofrecidos por el trabajo, argumentando que no es un sepulturero, Badii busca convencerlo apelando a que, como kurdo, pertenece a un pueblo históricamente valiente, que peleó muchas guerras y enterró a muchas personas. Más aún: particularmente él, por ser soldado, va a tener que matar. El soldado no deja de negarse; su gestualidad demuestra que el pedido de Badii lo horroriza. Hay una diferencia cualitativa entre actos realizados individualmente y actos respaldados por una comunidad. El suicidio con otros de Badii no solamente es algo personal llevado al ámbito intersubjetivo. Por tratarse de una opción asocial, lo que surge cuando el tema abandona el ámbito de lo privado para alcanzar el espacio común es la disposición a aceptar que alguien, eventualmente, elija no participar de aquello de lo que participamos todxs.
Así como en el primer chico al que Badii le pide ayuda hay una aversión que se manifiesta más física que verbalmente, también la afirmación de la vida o del “seguir siendo parte” se muestra desde lo gestual en al menos dos ocasiones. Cuando el protagonista, mientras maneja, se distrae mirando a algunas personas que descansan sobre el pasto, se sale del camino. Inmediatamente el auto es rodeado por hombres que, al ver lo que sucede, acuden a pedir ayuda, para mover el auto entre todos y ponerlo nuevamente en ruta. En otro momento, después de su conversación con el estudiante del seminario, Badii baja del auto y se interna, a pie, en una zona poco apacible en la que trabajan unas máquinas. Por la cantidad de tierra que remueven, da la impresión de que, al no conseguir a nadie que realice la tarea, Badii se dispuso a enterrarse vivo, como si ocurriera por accidente. A los pocos segundos, las máquinas se detienen y los obreros le piden a Badii que se retire porque si no lo van a tapar de tierra. Así, mientras los reiterados pedidos de ayuda del protagonista para dejar el espacio común son rechazados, su continuidad en ese espacio está garantizada por una solidaridad que irrumpe sin haber sido solicitada.
Los interlocutores de Badii —al menos los más importantes, es decir, aquellos a los que sube a su auto, les cuenta su plan y les ofrece los 200000 tomanes— son, en total, tres. Hay una progresión entre ellos en dos sentidos: cada uno tiene más edad que el anterior y habla más que el anterior. El seminarista —el único con el que tiene un diálogo fluido— se niega a hacer el trabajo argumentando que el suicidio es algo malo, mientras Badii, para justificar su pedido de ayuda, intenta fundarse en los mismos valores en los que se apoya aquel. El joven soldado kurdo casi no habla. El último es el señor Bargheri, un hombre maduro que trabaja en el Museo de Historia Natural y que habla tanto que casi deja a Badii en silencio. Más allá de lo mucho que habla, hay una fuerza particular en lo que dice.
El señor Bargheri se opone al suicidio, e insiste algunas veces sobre eso, pero respeta la decisión de Badii y asegura que va a palear la tierra sobre su pozo al día siguiente. Pero, mientras deja tranquilo a Badii prometiéndole que va a atender su pedido, se empeña en disuadirlo. Si este intento de disuasión no tiene el mismo efecto que el del seminarista es porque el señor Bargheri no acude a la argumentación. Cuando sube al auto le indica qué camino tomar y Badii le hace caso, a pesar de que dice no conocer el camino. El señor Bargheri le responde “yo sí, es más largo y hermoso”. Inmediatamente cambia el paisaje. Seguimos en las afueras de Teherán y, a grandes rasgos, el entorno es el mismo en el que transcurrió el resto de la película. Sin embargo, empiezan a verse árboles con copas de distintas tonalidades —verdes, anaranjadas— y hasta aparece por primera vez, en ese paisaje arenoso, casi desértico, un pequeño lago. Mientras tanto, el señor Bargheri habla. Cuenta un chiste con una moraleja bastante evidente y una historia larga, también con moraleja bastante evidente, acerca de los placeres de la vida. Apela a cosas carentes de utilidad —la belleza, el placer—, y eso es suficiente para retener la atención de Badii, quien prácticamente queda en silencio. Cuando se despiden, el señor Bargheri le asegura que al día siguiente irá a hacer lo que le pidió. Badii queda tranquilo pero un poco desconcertado, y después de un rato vuelve a buscarlo para confirmar que hará lo que le pidió, a lo que Bargheri responde que ya le dio su palabra.
Desde que vi la película en mi adolescencia retuve la sensación de no haber entendido el final. Hoy creo que podrían decirse muchas cosas, pero también que lo más interesante de El sabor de las cerezas no reside en esas posibles interpretaciones. Más aún: la fuerza de toda la película se ve potenciada por la reticencia del final a la interpretación.