El presente texto es una respuesta al artículo “Muerto el cine aún nos queda vasto mundo”, de Cristhian Flores, publicado hace algunos días en Taipei. Aconsejamos, por lo tanto, leer antes el texto de Cristhian, para contextualizar los argumentos y motivaciones de “El problema de la observación de la naturaleza”.
Los editores
Es difícil definir con precisión hacia dónde va el cine. O hacia dónde tendría que ir. Son definiciones que varían según los intereses particulares de quienes hablan, programan, financian y hacen cine. En el medio, cuestiones económicas, artísticas y simbólicas construyen un panorama no exento de tensiones. Lo que sí se puede decir sobre el cine, con mayor o menor consenso, es que se trata de un terreno de disputa estética.
El texto de Cristhian Flores, Muerto el cine aún nos queda vasto mundo, invita a discusiones importantes alrededor del cine que se hace y se programa hoy en Argentina. El artículo ensaya una puesta en valor de ciertas preocupaciones con respecto a las relaciones entre el cine y lo vital; una vitalidad que solo podría ser encontrada despegándose de las tradiciones que él define como “del cine”, algo solo hallable en la realidad inmediata o, para usar sus palabras, en “el mundo”. Es decir, bajo esta premisa el cine no sería parte del mundo, y esta vitalidad sólo podría encontrarse en la realidad. Dado que el artículo surge a partir de un consejo que el cineasta Gabriel Medina le da a un estudiante de cine, un consejo que Cristhian refuta y reemplaza por otro(1), se entiende que una persona que comienza a hacer cine o que quiere hacerlo debería, para Cristhian, dirigirse al “mundo” y no a ver cine mudo. Pero cuidado: no es una invitación a salir a la calle para mirar plantas. La propuesta es ver “el mundo” a través de determinadas películas que sí lo mostrarían, que sí darían cuenta de él.
A continuación hay una intención de reescritura de la historia del cine, en busca de mapear una tradición que se encontraría, al parecer, más allá de la narrativa, y ligada a algunos procedimientos visuales a precisar. Cabe preguntarse qué es lo que el texto define como cine y qué es lo que no. Es difícil. Se mezclan el guion, el clasicismo y las “tradiciones cinéfilas”(2) con el acto de narrar, propio del cine de ficción y de gran parte del documental. Para hacer ese movimiento, el texto pone en primer lugar el hecho de filmar elementos de ese “mundo”, generalmente asociados a la naturaleza, presentados como el imperativo del cine. Colinas, cielos, lluvias y bosques serían el propósito primario por el cual se hacen películas. Con el objetivo de evitar la generalidad y de delimitar la discusión en un terreno más concreto, me voy a concentrar en pensar cuáles son las consecuencias del planteo del artículo en el cine de ficción, escapando un poco al género documental y a las mezclas entre documental y ficción, fenómenos más sinuosos y que pueden llevar a cierta generalidad y confusión a la hora de pensar el oficio de narrar.
Ubicando de un lado las últimas películas de Clint Eastwood y Steven Spielberg como representantes de un cine que para el texto es tan conservador como clásico —y, en tanto clásico, muerto—, el artículo se para en la vereda de enfrente y convoca una extraña combinación de cineastas de décadas recientes como representantes de esta supuesta tradición alternativa, caracterizada por la observación natural(3). Al hablar de los films de Kelly Reichardt, se plantea que el objetivo último de sus películas es “restituir al cine la experiencia sensorial de habitar entre los árboles, con el crepitar de sus hojas, el fluir del agua y el olor de la tierra”. Es decir, toda la labor de la dirección tendría como justificación el dar cuenta de la materialidad de lo que está frente a la cámara. Resulta sintomático el hecho de que ninguno de estos “detalles naturales” esté situado, en el texto de Cristhian, en el contexto narrativo del cual ese elemento forma parte. Esas ruinas, esas montañas y ese bosque expresarían algo “más allá del cine” que no es relevante para la construcción dramática de la película. Y bajo esa bandera se pueden pasar por arriba cines tan diferentes como el de Reichardt o los de César González, Hong Sang-soo y James Benning. La selección resulta curiosa, pues si hay una realizadora con pulso narrativo y precisión dramática en el cine de ficción norteamericano de la última década y media es, precisamente, Kelly Reichardt. El ejemplo desarma el planteo: en gran parte de su filmografía, Reichardt demuestra que la oposición entre narrativa y percepción de lo real no es más que una antinomia forzada, fácil de desarmar, que confunde narración con Marvel y arte con cine para festivales y crítica especializada. Según esta falsa suposición, maniquea y más que extendida, en el espacio del medio habría poco o nada.
Un supuesto valor que el objeto poseería antes de ser filmado elimina de la ecuación la importancia de todo aquello situado más allá del objeto. Si el propósito primario de hacer cine fuera filmar la naturaleza, poco importaría qué es lo que hizo que ese bosque, esas colinas o esa lluvia hayan entrado en el montaje —y, ya que estarían aislados, menos importaría de qué manera. Se trata de una mirada que valoriza al elemento natural más allá del por qué se lo filma, más allá de su utilización narrativa, más allá de su función. A partir de este movimiento, podríamos pasar la misma topadora por sobre el cine del “clasicismo perdido” y decir que, en Hitchcock, un vaso de leche tiene valor por ser un vaso de leche, y que el motivo de filmar un pájaro sobre un parque de juegos fue simplemente filmar un pájaro. Con Reichardt se realiza un procedimiento similar; la única diferencia es que en ella hay una preocupación por los ambientes naturales. Bajo la falsa suposición de que el cine murió, se nos quiere hacer creer que estos elementos no narran, que no forman parte de un discurso narrativo-expresivo. Que actualmente existiría una especie de limpieza observacional a la hora de filmar cualquier cosa. Que lo que queda es una suerte de post-cine, donde no hay situaciones dramáticas, personajes ni preocupaciones temáticas; donde lo único que resta es la naturaleza y una cámara pasiva que observa. Y, finalmente, que esa es la dirección que el cine debe tomar.
Por suerte, eso es mentira; se trata de una ecuación reduccionista que, al descontextualizar el plano y quitarle su función dramática, le sustrae todo criterio al oficio de hacer cine y toda singularidad al acto de armar una puesta en escena. Si el eje del cine fuera filmar la naturaleza, sin pensar en las implicancias de cada plano en términos dramáticos (por ejemplo, en qué es lo que expresan los pájaros volando después de la muerte de un hijo en Satyajit Ray), la cámara estaría obligada a la mera observación pasiva de fenómenos naturales, de ciudades vistas desde afuera, a la captura de diálogos, situaciones y personajes, sin intervención ni intención alguna. Todos los planos tendrían el mismo valor, sin importar el modo en que son usados, sin importar la estructura dramática de la película, sin considerar siquiera la forma en que un globo, en Fritz Lang, puede ser mucho más que un globo. La pregunta de fondo es: ¿conviene maniatar la cámara y condenarla a la cómoda observación y al registro impávido de lo real? Si estuviésemos de acuerdo con esta hipótesis, estaríamos a un paso de decir que la vanguardia del cine está en fragmentos y fotos de paisajes y animales publicados en redes sociales. Tendiendo más a recoger planos de manera documental a lo National Geographic —aunque sin narrador— que al acto de hacer cine, el cineasta se convertiría en un sujeto desprovisto de intenciones, que solamente registra, y la cámara no podría crear mundos, construir fantasías ni, fundamentalmente, hacer ficción.
Más allá de una supuesta muerte del cine, y de una todavía más tirada de los pelos presencia de un post-cine relegado a la observación de la realidad, la pregunta de hacia dónde va el cine nos la hacemos todos. Pero, al mismo tiempo, es evidente que cualquier respuesta implica un punto de vista parcial, siempre incompleto. El problema es que esta tentativa de leer el presente y futuro del cine y, de paso, de reescribir su historia como parte de un consejo a un estudiante, no está estructurada a partir de obras no narrativas —con lo que se le podría recomendar directamente dirigirse al cine experimental— sino que se trata de una reescritura y un augurio surgido a partir de procedimientos y elementos puntuales completamente aislados de la totalidad de cada una de las obras que integran la supuesta tradición encontrada. Pareciera sugerírsele al estudiante de cine que, para dirigir una película, hay que dejar a un costado una serie de decisiones dramáticas y expresivas. Según este nuevo consejo, el estudiante de cine no necesitaría ir hacia atrás para entender algunas cosas sobre el tema. Y, así, se podría afirmar erróneamente que un director o una directora filma un cielo lluvioso nada más que para filmarlo, concibiendo a la dirección de cine como un oficio que consistiría en caprichos desprovistos de contexto, intención o estrategia dramática.
Cuando desde la crítica se esgrimen tentativas de definir el rumbo del cine, conviene hacerse un par de preguntas, para ver si la propuesta es verdaderamente convincente: ¿es necesario pronosticar el futuro del cine? Y, si ciertas inspiraciones carnales nos llevan a responder afirmativamente: ¿realmente queremos que sea un cine de cámaras atadas, relegadas a la observación y pasividad en la mirada?
Notas:
1 Gabriel Medina le dice al estudiante de cine: “vuelvan al (cine) mudo”; consejo que Cristhian reescribe como “vuelvan al mu(n)do”.
2 Resulta difícil comprender a qué hace referencia específicamente esta expresión utilizada por Cristhian en su artículo.
3 Más allá de la existencia o no de esta tradición, el texto reproduce un posicionamiento afín a un sector de la cinefilia argentina contemporánea, que tiene su correlato en un cine en el cual predomina la observación pasiva de la cámara frente a la realidad, la obsesión por la forma y cierto desinterés en pensar decisiones en términos dramáticos.
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