“Tengo la impresión de que ha pasado más tiempo del que ha pasado”
La cordillera de los sueños
En el desierto de Atacama, en Chile, se encuentra el interferómetro astronómico ALMA, formado por 66 radiotelescopios; oídos que escuchan los sonidos del espacio exterior. Ahí, un equipo de astrónomos estudia un pasado oculto en el abismo del cosmos, a millones de años luz de nuestro planeta. Su misión: descubrir el origen de la vida.
A pocos kilómetros de ALMA y cerca del observatorio espacial Llano de Chajnantor, se encuentran como pueblo fantasma las ruinas de Chacabuco, una mina del siglo XIX convertida en el campo de concentración más grande de la dictadura de Augusto Pinochet. Entre los centros de investigación de las estrellas y las instalaciones que antiguamente fueron celdas de tortura caminan bajo el sol un grupo de mujeres que exploran y cavan entre las rocas y la arena con la esperanza de encontrar los restos de sus seres queridos, exterminados y desaparecidos en los años de la dictadura.
Todos los días esas mujeres recorren largas distancias desde Calama, una ciudad al norte de Chile, para reencontrarse con la inmensidad del desierto de Atacama; sus ruinas, sus rocas con dibujos de civilizaciones ancestrales y sus observatorios espaciales. Como los astrónomos, ellas también buscan respuestas en el pasado. Esta intersección de historias, búsquedas y enigmas es el centro de la tesis del documental Nostalgia de la luz (2010), de Patricio Guzmán. Se trata de una mirada íntima a los lazos que se articulan en el complejo camino que la humanidad emprende para intentar entender el pasado: la creación de la luz, la oscuridad y la vida, y las rupturas de la cotidianidad humana a través de la historia, atravesada por contextos políticos que dejan heridas abiertas.
Nostalgia de la luz es la primera pieza de una insólita trilogía de documentales que, con un imponente lenguaje visual que transita por una contemplación poética, explica la historia natural del desierto de Atacama, el océano Pacífico que bordea las costas chilenas y la cordillera de los Andes, muralla de hielo y piedra que separa al país del resto del mundo. Es también el inicio de un ensayo sobre la memoria donde los elementos naturales se convierten en personajes que, a la distancia, atestiguan el paso de los años para convertirse en guardianes de voces que cuentan a la impunidad, pero también a la esperanza.
Patricio Guzmán, un exiliado de la dictadura de Pinochet, inició un recorrido que duró más de una década, viajando desde Francia hasta Chile, para enfrentarse con los fantasmas que aún lo atormentan y que, de cierta forma, se volvieron arcilla para moldear un ensayo fílmico que continuó con El botón de nácar (2015) y al que puso punto final en 2019 con La cordillera de los sueños.
Las tres películas juntas consolidan la visión de una de las historias más apasionantes de Latinoamérica, en una entrañable paradoja que es también un diálogo con las almas que todavía contienen fragmentos de la represión militar, recuerdos de épocas beligerantes y míticas, y con quienes han crecido en un mundo distinto, lejos del golpe militar del 11 de septiembre de 1973 contra el gobierno de Salvador Allende.
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Un bloque de cuarzo de tres mil años de antigüedad encontrado en el desierto de Atacama, la zona más árida de Chile, contiene en su interior cristalino una gota de agua. La misma agua que cubre el Pacífico. La misma que, previo a la colonización de Europa sobre América, sirvió de guía para nómadas kawésqar, selk’nam, aonikenk, haush y yámanas. Todos caminaban sobre el mar. El mismo mar cuyo oleaje devolvió a la playa los rastros de un crimen de Estado: el cadáver petrificado de una mujer que en los tiempos de la dictadura fue arrojada desde un avión militar al océano, atada de pies y manos a una viga de hierro, drogada y envuelta en un saco de papas y plástico.
El cuerpo de la mujer tenía una peculiaridad: en su rostro, los ojos estaban abiertos e intactos, con una mirada congelada. Una mirada directa. Una mueca indescifrable. Un grito mudo de dolor.
Según la justicia, las fuerzas armadas chilenas arrojaron entre 1200 personas y 1400 al océano, vivas o muertas.
Hay dos palabras que el idioma kawésqar no tiene: dios y policía.
En El botón de nácar, la segunda película de su trilogía, Guzmán revela la existencia de un tejido narrativo en su mirada sobre la historia de Chile, que se había desprendido ya desde Nostalgia de la luz a través de pistas que componen una gramática personal acerca del imaginario de su país. Si bien en una primera instancia uno cree que se enfrenta a una nueva película, y en sentido estricto es cierto, estamos ante una onda expansiva de sentires y pensares iniciados por la colisión del cielo y la arena del desierto de Atacama.
En ciertas regiones del desierto, explica un arqueólogo en Nostalgia de la luz, pueden encontrarse todavía los restos de civilizaciones antiguas que recorrieron Chile antes de que el país tuviera nombre, cuando parte de su superficie podía confundirse con el planeta Arrakis. Sus dibujos aún se conservan en rocas desperdigadas por laderas y basaltos, como señales fantasmales de un tiempo anterior en el que la humanidad convivía con los espíritus del viento, el fuego y el agua. Expresiones o irrupciones de una mitología secreta oculta en símbolos y visiones, en lenguajes que la modernidad, con su acelerado ritmo, silencia y olvida. Quizá por eso Guzmán les da tanto peso en esta segunda parte del tríptico, no solo a través del enigmático archivo fotográfico al que tuvo acceso —como el de la fotógrafa Paz Errázuriz, quien dedicó mucho tiempo de su vida a observar y documentar los rostros de los ancestros nómadas habitantes de la Patagonia, el sur del Sur—, sino también al darle voz a algunos de los kawésqar que aún viven y recuerdan el lenguaje con el que sus antepasados nombraban la esencia de las cosas. Estos ancestros y su conexión con los elementos, pero más específicamente con el agua, reflejan la dimensión histórica que ocupa el mar Pacífico en la memoria de largo alcance que explica a Chile. Una memoria interconectada con generaciones que, de distintas formas, han padecido la ignorancia del hombre blanco. Guzmán también proporciona el archivo del odio, de la esclavitud, de la ignorancia: En 1883 llegaron los colonos, los buscadores de oro, los militares, los policías, los ganaderos y los misioneros católicos. Después de convivir siglos con el agua y las estrellas, los indígenas sufrieron el eclipse de su mundo. El gobierno chileno, que sostenía a los colonos, declaró que los nativos eran corruptos, ladrones de ovejas y bárbaros.
El pasado y sus voces comienzan a tener resonancia en el agua, en el desierto, en las montañas, en el idioma que no sabe decir policía ni dios. En la violencia espuria que desde siglos anteriores al neoliberalismo ya empezaba a contar las marcas de una región. Muchos buscaron refugio en la isla Dawson, donde estaba la misión principal. Les quitaron sus creencias, su lengua y sus canoas. Los vistieron con ropa usada que venía contaminada con los microbios de la civilización. La mayoría enfermó y murió en menos de 50 años.
Cuenta el documental que quienes no enfermaron quedaron expuestos a los llamados “cazadores de indios”. Los ganaderos pagaban una libra por cada testículo de hombre, una libra por cada seno de mujer, media libra por cada oreja de niño. El exterminio de los pueblos del sur como inicio de la catástrofe latinoamericana. En el siglo XVI, los españoles también vieron monstruos en la Patagonia. Afirmaron que había salvajes gigantes. Les llamaron ‘patagones’ a causa de sus grandes patas. Es el prólogo de una historia que el mar de Chile volvería a contar siglos después, cuando aquella mujer fue arrojada al agua desde un avión militar por los fascistas de turno.
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Posterior al estallido social de octubre de 2019 en Chile, que provocó la redacción de una nueva Carta Magna a través de una Asamblea elegida democráticamente, Patricio Guzmán le aseguró a Cristina J. Orgaz, reportera de la BBC, que para él “el sueño no cambia”, el “sueño de un país más justo y digno está más presente que nunca”. Estas palabras hacen pensar en la reflexión contenida en La cordillera de los sueños, la tercera pieza de su tríptico. De las tres, es la que observa de manera más directa y contundente la terrible huella que dejó la dictadura de Pinochet en la sociedad chilena.
Las voces de los desaparecidos en el desierto de Atacama, que luego desembocaron en el exterminio indígena y las operaciones militares en el mar Pacífico, toman cuerpo y rostro en esta tercera entrega, completando la columna vertebral de un relato intimista (pero colectivo) que se ata al pasado para imaginar el futuro.
En una estación subterránea del metro de Santiago, mientras el tiempo de la modernidad fluye con sus itinerarios apresurados, un enorme mural se alarga en la pared del fondo, a pocos metros de la orilla del andén. En él, la imponente estructura de la cordillera de los Andes, nevada, rocosa y elevada a la altura de las nubes, se dibuja con la perfecta y a la vez accidentada simetría que erigen sus montañas. Parecen las espinas de la espalda de un monstruo gigante y alargado, fosilizado eones atrás. El fresco fue pintado por Guillermo Muñóz, un artista que vive en España y que, como Guzmán, sueña a Chile desde lejos.
La cordillera, por su fuerza y su carácter, es la metáfora de ese sueño.
Para Guzmán, esta muralla natural de 8500 kilómetros de longitud, que aísla pero también protege a Chile del resto del mundo, evoca esa frontera que por años ha significado un misterio y una maravilla geológica, que es capaz de romper el sentido del fin, volviéndose espacio para avanzar, observar, imaginar, para abandonarse en la búsqueda de un sentido común.
La cordillera no solo articula las edades del tiempo. También, en su silencio gélido interrumpido por el vendaval, guarda el discurso que solo podría pronunciar el ángel de la Historia. Es un testigo inmóvil que puede hablar tanto de dinosaurios como de dictaduras feroces. Es un país en sí mismo. Una utopía. Un núcleo de fuerzas.
Esta mirada sobre la cordillera es también una autobiografía velada a través de la historia de los otros. Es un relato que tiene que ver con el exilio; el físico pero también el espiritual. Es, como dijo Roberto Bolaño, el relato de haber perdido un país pero al mismo tiempo haber ganado un sueño. Patricio Guzmán fue detenido en 1973, luego del golpe de Estado, y convertido en preso político durante dos semanas. La dictadura de Pinochet lo retuvo junto a otras miles de personas en el Estadio Nacional Julio Martínez Prádanos, donde, según el informe final de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, fue acribillado con 44 disparos el cantautor y poeta Víctor Jara.
Ahí, en ese estadio convertido en territorio de pesadillas, Jara escribió su último poema: “Somos cinco mil”.
(…) Canto, qué mal me sales
cuando tengo que cantar espanto.
Espanto como el que vivo, como el que muero, espanto.
De verme entre tantos y tantos momentos del infinito
en que el silencio y el grito son las metas de este canto.
Lo que nunca vi, lo que he sentido y lo que siento, hará brotar el momento.
Voy a detenerme aquí para contar una anécdota; una de esas excéntricas y bienaventuradas casualidades que han provocado importantes avances en la historia del cine. Esta historia la relata Guzmán en una publicación de agosto de 2012 en la revista cinematográfica La Fuga, donde incluye íntegra una de las cartas más urgentes que se han escrito.
Un año antes de su arresto, en mayo de 1972, Guzmán recibió en su residencia de Santiago la visita de un hombre muy delgado, de rostro afilado, casi extraterrestre, y que vestía como un “obrero elegante”. “Soy Chris Marker”, le dijo tras golpear su puerta. Marker, nacido en Francia y naturalizado por el mundo, fue un cineasta, fotógrafo, viajero del espacio y tiempo, amante de los gatos, las revoluciones culturales y el proletariado, pero sobre todo poeta —de la palabra y la imagen—, cuya curiosidad y capacidad de observación provocaron algunas de las piezas cinematográficas más reveladoras del siglo XX. En el momento de la aparición de Marker, Guzmán, dice, ya había visto su mediometraje La jetée (1962) al menos quince veces.
La presencia de Marker en Santiago se debía a que tenía el deseo y la disposición de filmar una crónica sobre el ascenso al poder de la Unidad Popular y la esperanza que significaba para la clase obrera en Chile. Eran otros tiempos. Las conquistas políticas de los movimientos de izquierda, como la revolución Cubana, significaban las causas más nobles para una generación de defensores de la justicia social. Guzmán ya había hecho su ópera prima, que trataba sobre los primeros doce meses del gobierno de Allende: El primer año (1972). Marker la vio y pensó que la crónica que quería hacer ya estaba en esa película, así que buscó a Guzmán para comprarle una copia y pedirle permiso para exhibirla en Francia. Guzmán aceptó y su película pudo verse en Europa e incluso fue reseñada en la revista que fundó Sartre, Les Temps Modernes.
Fue un encuentro clave. El mismo Guzmán reconoce que, más de cuarenta años después, todavía es consciente de la importancia de aquel momento que ahora parece tan distante como la edad de los nómadas que navegaban en canoas. A finales del 72, el joven cineasta chileno estaba en medio de la realización de un largometraje, pero debido a que tanto él como su equipo habían sido despedidos de la productora Chile Films por la inestabilidad del país, les resultaba muy complicado continuar con el rodaje. Le escribió una carta a Marker para pedirle ayuda:
“Nuestra situación política es confusa y el país está viviendo una situación de pre guerra civil, lo que provoca en nosotros tensión… La lucha de clases se da en todas partes. En cada fábrica, en cada predio campesino, en cada población, los trabajadores levantan la voz y exigen el control obrero en sus centros de trabajo… La burguesía utilizará todos sus recursos. Utilizará la legalidad burguesa. Usará sus propias organizaciones gremiales con el apoyo económico de Nixon… ¡Hay que hacer una película de todo esto!… Un reportaje amplio hecho en las fábricas, campos, minas. Película de indagación cuyos grandes escenarios son las grandes ciudades, los pueblos, la costa, el desierto. Film muralista compuesto de muchos capítulos cuyos protagonistas son el pueblo, sus dirigentes, por una parte, y la oligarquía, sus líderes y sus conexiones con el gobierno de Washington, por otra. Película de análisis. Película de masas y de individuos. Película trepidante realizada a partir de los hechos diarios, cuya duración final es imprevisible… Película de forma libre, que utilice el reportaje, el ensayo, la fotografía fija, la estructura dramática de la ficción, el plano secuencia, todo empleado según las circunstancias, como la realidad lo proponga…”.
Cuando leo el fragmento de la carta de Guzmán, pienso en la trilogía de documentales que ha motivado este ensayo. Marker, que de cierta forma hizo películas de forma libre, le dijo a Guzmán que haría lo posible para ayudar, pero que una película como la que planteaba, al menos en aquellas circunstancias, era una odisea. Lo que pudo hacer fue enviarle una caja que venía directamente de la fábrica Kodak con 43 mil pies de película (aproximadamente catorce horas) en 16 mm a blanco y negro y 134 cintas magnéticas para poder filmar. Estoy seguro de que, si Marker siguiera vivo y viera la trilogía de Guzmán, pensaría que esa era la película que su amigo soñó: una memoria fílmica fragmentada; un retrato de los deseos y pesadillas de un joven y de toda una generación que tuvo que perder la patria a costa de balas y tanquetas porque el miedo se apoderó de su sociedad, marcando el pulso del devenir durante diecisiete años.
Cuando irrumpió la dictadura y sucedió el primer 9/11 de la historia, Marker fue la primera persona que lo recibió en París. El suyo fue el primer rostro que vio en el exilio. Después de esto, Guzmán siguió filmando y vivió en Cuba; Marker también siguió filmando y viajando. Sus caminos se bifurcaron y no volvieron a verse hasta 1993, cuando los horizontes ya habían cambiado y el mundo y el cine también.
Bajo esta perspectiva, sospecho que esta trilogía no habría sido posible sin aquella insólita visita de Marker a Santiago, en la que daba la sensación, por su gesto y mirada, de que había dejado mal estacionado el vehículo espacial en el cual había aterrizado.
Para mi vida ha sido lo mejor. ¡VENCEREMOS!
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“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”, lee en voz alta un grupo de mujeres en medio del bullicio provocado por una manifestación pública en la que los milicos golpean con brutalidad a hombres y mujeres por igual. La proclama es la declaración universal de derechos humanos. Luego le siguen otras imágenes.“¿Puede un cómplice de la tortura hablar en televisión? No, no puede. ¿Puede un cómplice de la torutura hablar de democracia en la televisión? No, no puede. ¿Puede un cómplice de la tortura hablar de justicia? No, no puede. ¿Puede un canal católico callar la tortura? No, no puede”. Las voces son muchas. Las preguntas y las respuestas las dicen en coro, gritando. El grupo es numeroso; las edades, diversas. Algunos sostienen pancartas. Es invierno y la protesta pacífica se ha instalado en las gradas de un edificio público de la ciudad. Sentados y rellenando todas los escalones, leen un panfleto. “Eduardo Jara, muerto en tortura. La televisión es cómplice. De los muertos en falsos enfrentamientos, la televisión miente”, gritan al unísono. “De los queridos desaparecidos, la televisión miente”, agregan. Pronto llega un destacamento militar con bomba hidraúlica incluída. El agua, que sale violenta en un chorro rígido y grueso, se convierte en arma. Los milicos limpian las calles de sus propios ciudadanos. Una cámara los mira de cerca.
En una universidad de Santiago, seguramente la pública, estudiantes, académicos y demás ciudadanos se aglomeran en un pasillo. Hay pancartas colgadas de los pilares y en las paredes figuran pintadas con proclamas revolucionarias. Los gritos de protesta contra la represión se convierten en ecos que resuenan en la acústica del lugar. Un megáfono irrumpe en el sonido del ambiente. La voz de un militar pide que desalojen. Más militares se hacen presentes. La cámara que filma es temblorosa. Uno de los agentes arrebata una pancarta. Se escuchan gritos. La cámara tiembla más, gira en dirección opuesta y se encuentra con un enjambre de uniformados. En medio de ellos, una mujer vestida con gabardina negra y bufanda a cuadros es empujada con fuerza mientras pide que la suelten. ¡No me golpeen, no me golpeen! La mujer choca con un pizarrón que todavía tiene escrita una lección con tiza blanca. Una mano tapa el lente de la cámara y hace a un lado a quien la sostiene. La imagen es confusa. Caos. La mujer vuelve a aparecer, arrestada, llevada por la fuerza a algún sitio. ¡Usted no tiene derecho a golpearme!, le grita a un militar.
Por la brutalidad de su contenido, por la postura comprometida que toman frente al terrorismo de Estado, por su afán de documentar una cotidianidad que parecería imposible, las imágenes asombran. Son algunas de las postales de la dictadura de Pinochet que Patricio Guzmán logró recuperar. Todas fueron filmadas por el documentalista Pablo Salas, que milagrosamente sobrevivió a la violencia. Con este tipo de imágenes aglutinadas, La cordillera de los sueños cierra una herida abierta. Cuando todo concluye, un imaginario se abre. Patricio Guzmán, a manera de protesta pacífica y reconciliación con ese estado, ese limbo, ese espacio inestable que es el exilio, condensa aquí sus alegatos finales frente al país que se metió como sarna al interior de su piel, pero que lo expulsó a él y a muchas otras personas que acabaron huérfanas de patria, desperdigadas por el mundo.
La trilogía de Guzmán también revela un presente, porque en diversas partes del mundo, como en la Centroamérica desde la que escribo, en la que la izquierda ya no es más la ilusión de los desfavorecidos, persiste el sueño de un país justo y la abrumadora incertidumbre que producen las decisiones de quienes nos gobiernan. La buena noticia es que el cine puede abrir un vórtice hacia la memoria a veces confusa. La geografía de Chile —y, en realidad, la de cualquier territorio— contiene testimonios, voces y también silencios. Algunos son dulces; otros, terribles, amargos.
Lejos de la cordillera y el desierto, al fondo del mar, brilla como perla el reflejo de la esperanza. En El botón de nácar hay un dato revelador y una pregunta que tiene que ver con el mar. Quizá, también, con la esperanza. Seguramente, con la nostalgia de un pasado que oculta el infinito. Hace poco, a una distancia enorme, se descubrió un cuásar lleno de vapor de agua. Tiene millones de veces más agua que todos nuestros mares. ¿Cuántas almas errantes podrían encontrar refugio en este inmenso océano que deriva en el vacío?
Fascinado con todo lo relatado,felicitaciones