The Last Mile (1959) es un policial bastante olvidado de Howard Koch, basado en la obra teatral homónima escrita por John Wexley en 1930. Su premisa es sencilla: ocho condenados a muerte esperan su turno para la silla eléctrica en una sala común. La primera adaptación cinematográfica fue dirigida por Samuel Bischoff en 1932, en pleno surgimiento de los códigos noir durante la breve etapa del cine sonoro pre-code. La versión de Koch ocupa la posición inversa, ilustrando los últimos estertores del cine negro norteamericano. Su inicio sigue los pasos de la obra original: el timbre premonitorio, la despedida entre los presos, las denuncias inservibles de injusticia y la posterior ejecución. Koch toma una temprana decisión de puesta que evidencia sus intenciones. En lugar de acompañar al condenado de turno hasta el temido recinto, se mantiene atento a las miradas del resto de los presos. Hay una súbita baja de energía y las luces temblequean en el corredor de la muerte. Todo lo demás —la acción más relevante que acaba de ocurrir— queda fuera de campo. Los gestos de los presos son suficientes. Su lamento se sugiere compasivo pero demuestra ser de autoconmiseración, pues se saben prontos a asumir el mismo destino.
El diseño de producción se asemeja a propuestas señeras, como Alfred Hitchcock Presents (1955) o The Twilight Zone (1959), que trasladaron el lenguaje cinematográfico a la pantalla chica, obligando a equipos, directores y estrellas de la época dorada de Hollywood a asumir los tiempos acelerados del ámbito televisivo. Esos aspectos se perciben como limitaciones y constreñimientos en la película de Koch, mientras apenas un año más tarde Hitchcock los transformaría en libertad formal, expansión creativa y coraje narrativo con su adaptación de Psycho, filmada por un equipo de técnicos televisivos con presupuesto ajustado. La comparación no es justa con Koch, sin duda, pero destaca algunos aspectos sobresalientes de su película que se aprecian desde los primeros minutos: una secuencia de títulos bellísima, en el estilo de Saul Bass, una música rebosante y hermanniana, cargada de género, y la apelación a un fuera de campo literalmente fulminante. La película está filmada íntegramente en estudio, casi en un solo set, con personajes sin mucha posibilidad de movimiento y extensos diálogos sobre la vida y la muerte, que le deben tanto a su matriz teatral como al estilo epocal que impuso Serling en sus guiones televisivos. A diferencia de su primera adaptación cinematográfica, no hay contrapuntos en el exterior ni intentos de demostrar la inocencia de los condenados. El resultado es decididamente sombrío.
Limitado al ambiente cerrado, Koch acentúa la opresión y tensión creciente entre prisioneros y guardias a través de encuadres contrapicados, fotografía expresionista y la utilización estratégica de lentes angulares. En su existencialismo, planificación conceptual y uso de procedimientos penales como excusa para la fábula, emula la propuesta de Lumet en 12 Angry Men, estrenada solo dos años antes. Pero Koch falla allí donde Lumet triunfa, mayormente debido a la mediocridad de los diálogos, algunas sobreactuaciones y una estructura narrativa que recae en la acción y la tragedia como únicas estrategias para resolver —o más bien obliterar— los dilemas morales. Los disparos y la muerte no son, como en The Roaring Twenties (1939), resultado de las contradicciones, elecciones y disputas de los personajes durante la película. Más bien, revelan que la retórica existencialista del segundo acto escondía un fatalismo: no importa lo que hagan, van a terminar a los tiros. El conflicto carcelario acaba siendo una excusa narrativa que se siente como traición, hacia los presos y hacia los espectadores. No obstante, el manejo de la acción es efectivo y Mickey Rooney cumple, actualizando al criminal de tipo febril que Cagney había coronado en White Heat (1949). Así y todo, The Last Mile es una clara demostración de las razones por las que el cine negro se agotó definitivamente a fines de los ’50: de la complejidad sociológica que alimentó al género desde la gran depresión, caracterizado por personajes adustos y excluidos, moralmente grises pero fascinantes y queribles, se dio paso a una perspectiva criminológica que, bien adaptada al giro conservador del red scare y la administración Eisenhower/Nixon, sólo atina a señalar a quien se aparta de la norma como desequilibrado, enfermo o amoral.