El VAR es un sistema arbitral por monitores: un equipo de asistentes del referí mira el partido en múltiples pantallas —que cubren la totalidad del campo de juego— y le informan sobre lo que observan. Si éste tiene dudas en alguna jugada —posible infracción o situación dudosa en un gol— puede frenar el juego, ir hasta una estación de video y pedirle a su equipo que le reitere la acción desde el mejor ángulo disponible. La inclusión de este arbitraje por video, que se estableció progresivamente durante los últimos años, vino acompañado de una posición ideológica a nivel mediático que equipara justicia con legalidad.
Ahora, seamos honestos, ¿cuántas acciones aportan a la mezquindad contemporánea del fútbol y no son ilegales en la cancha? ¿Cuántas veces un gol en offside o un penal dudoso son más justos que su inhabilitación? ¿Quién dirime el merecimiento y quién mide la justicia? ¿Cuántas veces un árbitro, que es aquí un legista, aplica arbitrariamente su concepción de la ley? ¿Cuántas veces la imposición mecánica e indisputada de la regla es más injusta que su incumplimiento?
La defensa del VAR no toma en consideración que la poética del fútbol requiere de la ilegalidad puesta en juego en la cancha, y que eso no lo hace menos justo: el que gana es quien mejor utiliza los recursos del juego, siendo la relación con la ley (personificada en el árbitro) uno más entre ellos. Eso no supone bregar por malos arbitrajes, ventajas en la legislación o partidos arreglados. Todo lo contrario. Es insistir en que el sentido de lo justo y la interpretación de la regla tienen que seguir puestas en juego, cuerpo a cuerpo, dentro de la cancha. Sin ello las grandes poéticas del fútbol se pierden, se interrumpen, se entregan a la repetición del pasado y a la interpretación ubicua del referí. Se fractura, además, la continuidad temporal del juego, la incapacidad de volver atrás, la dependencia de la mirada presente y de la poca fiabilidad de los jueces. Nada más triste que veintidós tipos detenidos, sin que la pelota corra, esperando a que la ley revise su sentencia en una pantalla. Nada más burocrático y desapasionado. Nada peor que salir corriendo a gritar un gol en diferido.
En su interminable defensa del VAR, el periodismo deportivo trafica dos ideas cruciales: que la justicia sobreviene cómodamente de la aplicación de la tecnología, y que la vigilancia visual de los pequeños ilegalismos es siempre señal de mayor equidad. Un partido más justo dependería, entonces, de la vigilancia hipertecnificada de quienes imponen las reglas. Pero eso simplemente reproduce la noción de la regla que tienen quienes las imponen y dificulta que sean desafiadas. Si los capitanes de cada equipo pudieran exigir una revisión o dos por tiempo al árbitro, sería otra cosa; porque se volvería, al menos, parte del juego, una estrategia interna. Así como está implementado, de justicia no tiene nada: basta con ver el arbitraje de Suecia-Alemania o los penales por mano sin intención que se han cobrado a piacere en el último mundial. La regla sigue siendo interpretada, pero ahora queda a disposición del árbitro (y su coro de asistentes arbitrales), que legitima con la tecnología su interpretación. ¿Convendrá perdernos la potencia pictórica de la mano de Dios por una idea abstracta e hipertecnificada de la justicia? ¿Vamos a quedarnos sin simulaciones teatrales, tan bufonescas como la de Rivaldo revolcándose junto al banderín del corner, porque implican la incapacidad del juez de ser un ojo que todo lo ve? ¿Vamos a dejar de disfrutar la poética de un gol bellísimo y laudatorio porque resultó ilegal, una volea impecable que el win enchufó justo en offside mientras el línea se acomodaba las medias?
La justicia en el fútbol ha estado siempre en entredicho, es objeto de interpretación y discusión acalorada, dentro y fuera de la cancha, en los bares, las veredas y los picaditos. Hace que se pongan en dudas las reglas y su relación con lo justo, hace que se reinterpreten continuamente y su legislación se vuelva una cuestión popular. Es una de las tantas cosas que lo hacen hermoso. Perderlo sería una verdadera tragedia.