La firma de un director famoso, ya sea en memorias, diarios, recopilaciones de entrevistas o de cualquier clase de material, es una estrategia usada en el acotado mercado local de libros sobre cine cuando se quiere levantar la vara, aunque sea un poco, en materia de ventas. Scorsese, Hitchcock, Burton, Lynch, Cronenberg, Mekas y Pasolini son los primeros ejemplos de los últimos años que se me vienen a la cabeza. Más allá del valor de cada obra, obviamente dispar, se trata de un material atractivo para una audiencia acostumbrada a ver películas, pero no tanto a —o no tan interesada en— leer crítica o teoría. Y claro, los propios apellidos, famosos, despiertan interés en sí mismos. En 2020, gracias a los marplatenses de Letra Sudaca, le llegó el turno a Dario Argento y su autobiografía Paura, editada originalmente en Italia en 2014 por Giulio Einaudi editore. (Dos años después, Letra Sudaca editaría otro libro de Argento, Horror. Historias de sangre, espíritus y secretos, dedicado a relatos de ficción).
Argento terminó de escribir Paura poco después del estreno de Dracula 3D, una de sus películas peor recibidas por el público y la crítica, y su último film hasta Occhiali neri, diez años posterior —de la que, dicho sea de paso, en Paura se revela que era un proyecto anterior que tardó muchos años en ver la luz—. De entrada, esto le da al libro un atractivo morboso: ¿qué dirá el maestro del giallo de la pésima recepción de sus últimas películas —a Dracula 3D hay que sumarle como mínimo su film anterior, Giallo, pobre en imaginación desde su título, y al cual señala como su único proyecto realizado por encargo—? ¿Les dedicará tanto espacio a estas películas como a otras anteriores, sobre todo aquellas reconocidas de forma casi universal como sus obras maestras? Las respuestas no son sorprendentes. Tampoco es sorprendente el estilo literario de Argento, limpio y directo, ni la estructura elegida para su relato: un avance cronológico desde su infancia en Roma, en la década del 50, cuando ayudaba a su madre Elda en su trabajo como fotógrafa de cine, gracias al cual conoció a actrices famosas de la época (“mientras yo repasaba la clase de geografía, no muy lejos de mí se encontraban Gina Lollobrigida, Isa Miranda y Silvana Pampanini […] que se cambiaban de ropa, que se arreglaban el cabello, que se sometían a larguísimas sesiones de maquillaje”), hasta estos últimos films, a los que despacha pronto y sin demasiado entusiasmo. La estructura expresa el espíritu: el libro ofrece un poco de cada cosa —familia, infancia, cine italiano y norteamericano, amores y amistades, viajes, éxitos y fracasos, especificidades técnicas, peleas, proyectos truncos—, sin detenerse en ninguna lo suficiente como para que pueda ser considerada el eje del relato.

Un libro así, en el que un artista relata su vida, su carrera, la inspiración para sus obras y anécdotas de rodaje, puede ser o bien un libro de ideas o bien un libro de aventuras. Así como sospechamos que en el diario de rodaje de Fitzcarraldo de Herzog (Conquista de lo inútil; Entropía, 2008) lo más emocionante serían las aventuras, pero terminamos enamorándonos de las ideas, en Paura hay algunas buenas ideas —fundamentalmente sobre la introspección que llevó a Argento a desarrollar una obra dedicada de forma casi exclusiva al terror—, pero su mayor belleza reside en las aventuras. El relato de los 50, 60 y 70, décadas de exploración y de la progresiva construcción de su vínculo con el periodismo, primero, la escritura de guiones, después, y por último la realización de películas, tienen el ritmo frenético y feliz de una novela de crecimiento. Allí aparecen por primera vez algunas de las claves que luego van a marcar su carrera: la relación con su padre —Salvatore Argento, quien trabajaba en Unitalia, ente de publicidad del cine italiano, y luego participaría en la producción de todas las películas de Dario desde su debut, El pájaro de las plumas de cristal, hasta Tenebre, de 1982 (SEDA Spettacoli, el nombre de su productora, refiere a las siglas de “Salvatore e Dario Argento”)—, el amor por Turín, la curiosidad intelectual y el interés aparentemente sincero por distintas disciplinas artísticas, como el teatro, la música o la pintura. Es comprensible que estas historias ocupen las primeras 200 páginas del libro: presentan un universo lejano, en el que Argento puede jugar con los recuerdos pero también con la imaginación, y en el que todo se encuentra teñido por una ligera pátina épica, donde el autodescubrimiento intelectual y emocional ocupa el lugar dorado que un lector desprevenido podría esperar que ocuparan el miedo o el terror. No conviene confundir la obra con el creador ni con el proceso creativo: los amantes irredentos del terror como un universo cerrado en sí mismo —que a esta altura parece subsistir con respirador artificial gracias a citas, guiños, referencias y nostalgias varias— probablemente se decepcionen o aburran con la riqueza de un Argento cuyo ritmo de vida, al menos en la adolescencia y primera juventud, se encontraba lejos del culto a los monstruos.
Los intereses del joven Dario eran felizmente amplios. Durante varios años escribió sobre cine para el Paese Sera, un periódico de izquierda cercano al Partido Comunista Italiano. Es el punto de encuentro entre su afición más famosa, el cine, y una mucho menos conocida: la política. Con bastante humor, relata las feroces tensiones políticas al interior de su familia, que alcanzan el punto cúlmine una tarde en un viaje en auto, cuando Salvatore sentencia a los gritos que en su familia no se va a hablar de política nunca más. Los motivos eran más que comprensibles: al comunismo de Dario hay que sumar que Salvatore era liberal y Elda, fascista. Dario sostiene que sus simpatías con la izquierda continúan hasta el día de hoy. Y es en relación con la política, de hecho, que aparece una referencia simpática a nuestro país que vale la pena citar, y no necesariamente por pasión nacionalista: “en Argentina, por ejemplo, [mi padre] conoció a Evita Perón, que le hizo una bellísima dedicatoria en su libro autobiográfico, La razón de mi vida”.



Salvatore fue, también, una de las puertas de entrada para Dario en el mundo del cine; un movimiento que se produjo poco a poco, a través de figuras clave como el guionista Sergio Amidei y el cineasta Duccio Tessari, hasta llegar a coescribir, junto a un también joven Bernardo Bertolucci, Érase una vez en el Oeste de Sergio Leone. Los problemas de financiamiento para su primera película, sostenidos por argumentos como que nadie quería confiar en un cineasta novato y joven o que hacer una película como El pájaro de las plumas de cristal generaría una asociación desafortunada entre Italia y la violencia (es divertido leer que había gente preocupada por esto en los albores de los 70, década del estallido del giallo y el poliziesco), son menos interesantes que otras apreciaciones cinematográficas, como la fascinación constante de Argento por los lugares —el tecnicismo “locaciones” aparece poco y nada—, que va desde su obsesión con filmar en Turín, originada en los viajes familiares a la ciudad cuando era chico, hasta frases como “el barrio Coppedè de Roma: un lugar onírico e hipnótico, hecho de edificios realmente inquietantes que desde siempre habían encendido mi fantasía. En conclusión: el lugar perfecto para un homicidio”. En las páginas de Paura es más frecuente leer oraciones ardientes dedicadas a edificios, barrios y calles de Italia que a las complejidades técnicas que llaman tanto la atención en las grandes películas del cineasta. Tal vez sea un indicio de que con frecuencia la maestría de los maestros reside no tanto en los terrenos evidentes y reivindicados sino fundamentalmente en otros, ocultos y más personales.
De hecho, la asociación entre horror y belleza es una constante que permite no solo indagar las raíces del lirismo del cine de Argento sino también algunos momentos significativos de su vida: la investigación sobre brujería junto a Daria Nicolodi, al inicio de su relación de pareja, para escribir el guion de Suspiria; los intentos de suicidio a fines de los 70, cuando la relación con Nicolodi se encontraba en un impasse; o las amenazas de muerte por parte de un acosador —que resultaron el disparador de Tenebre—, son secuencias narradas con intensidad, dentro de la simpleza característica de su escritura, y refuerzan con hechos concretos la idea, varias veces expresada por el cineasta, de que a través de su arte logró conjurar demonios internos —y alguno que otro externo, como el acosador— que se fueron acrecentando durante el transcurso de su vida. Porque más allá de la admiración por cineastas como Hitchcock, Riccardo Freda o Mario Bava —parte de un universo que también incluye a realizadores ajenos al género como Nicholas Ray, John Huston, Fellini y Antonioni— nada sugiere, en el joven Dario, que su futuro estaría marcado por el cine de terror: ya para su primera película, consciente de que se esperaba que hiciera un “clásico policial a la italiana”, tenía en mente algo fuera de toda norma, “hacer una película como nadie antes”, signada por lo onírico, lo simbólico y lo inexplicable. El camino de Argento es el de un artista que descubre el horror a medida que lo practica; alguien que, fascinado por la belleza del mundo exterior, la tuerce y moldea hasta convertirla en materia prima de una obra que logra perturbarlo a él mismo. Algunas obsesiones, por supuesto, son un misterio: “Es realmente curiosa mi fascinación por los animales y por los juguetes, elementos recurrentes en mis películas y a la vez tan poco presentes en mi vida”.

Para ser un libro que en ningún momento se propone de forma explícita caer en la nostalgia, transmite, tal vez de forma involuntaria, la distancia entre un pasado excitante, en el que un adolescente curioso podía pasar de un puesto menor en la redacción de un diario comunista a ser un director de fama internacional, y un presente más bien gris, donde tanto los proyectos en sí como su realización son pura rutina. En el último tercio, cuando el ritmo y la belleza amainan, llegan algunos datos de interés potencial para cinéfilos y curiosos. Ahí es cuando aprendemos, por ejemplo, que Argento entró en bancarrota después de El síndrome de Stendhal, al parecer por errores de un administrador financiero al que conocía poco; que estuvo muy cerca de filmar una película sobre Charles Manson con Vincent Gallo; que en los 80 le encargaron una puesta teatral de Macbeth pero finalmente la rechazaron por ser demasiado bizarra —ese fue el disparador para el guion de Ópera—; o que tiene una relación de aprecio mutuo con la escritora Banana Yoshimoto. Es comprensible: el pasado le permite a Argento ser más honesto, gracias a la distancia, y más inventivo, gracias al olvido. Cuando la novela de aventuras muta en acumulación de datos —algunos más interesantes, otros menos— el libro también se vuelve pesado en otros aspectos: la ausencia de estilo se hace más evidente, la poca inventiva para titular los capítulos empieza a cansar (el dedicado a la muerte de su padre se llama “El dolor más grande”; el anteúltimo, donde expresa satisfacción con su vida, “Un hombre afortunado”; y así).
Hacia la mitad de Paura, Argento relata una historia que le contó Leone. En un mal momento de la Metro Goldwyn Mayer, Samuel Goldwyn reunió a los guionistas de la productora y les dijo lo siguiente: “La otra noche tuve una idea para una película. Hay un volcán, que después de un sueño que ha durado cientos de años de repente comienza a despertar. Tienen que imaginar este corazón incandescente que se agita, que se calienta siempre con mayor violencia hasta que… ¡Baaaaam! Explota […] La detonación es terrorífica y llena toda la pantalla con explosiones ensordecedoras, ruidos, estallidos: en todos lados reina el caos. Piensen en la catástrofe natural más devastadora que puedan imaginar. Bien, la que yo tengo en mente es aún más grande… En fin, la próxima película que haremos será de más”. No sabemos cuáles fueron las películas de más que hizo la Metro —podemos sospechar que se trata de la crisis que sufrió Hollywood hacia comienzos de la década del 50 y que ese de más implicó un encarecimiento de las producciones y una mayor atención al cine épico—, pero a Argento la anécdota le sirve para contar que pensó en ella a la hora de encarar el proyecto que terminó siendo Suspiria. Y es cierto: Suspiria marca no solo su primer corrimiento del giallo dentro del terror —no olvidemos su poco vista Le cinque giornate, de 1973— sino también el inicio de una segunda etapa, todavía más excesiva y demencial que la primera, que incluye tres films sobrenaturales y dos giallos (además de la producción y escritura de dos películas de horror fuera de toda norma: Dèmoni y Dèmoni 2, de Lamberto Bava), y que podría extenderse hasta Ópera. Es ahí cuando Argento, ya alejado definitivamente de los jugueteos con el policial de sus inicios, desarrolla un estilo absolutamente propio. No es casual que en ese período haya creado la que, según él mismo señala, es para muchos la mejor escena de su filmografía (la secuencia subacuática al inicio de Inferno), y también el giallo favorito de muchos de sus fans más fieles: Tenebre, con sus escenarios despojados, casi futuristas, y algunas de las secuencias criminales más brutales e intensas de toda su filmografía.
Lo cierto es que un volcán no puede entrar en erupción todos los días. Y Argento, frecuentemente menospreciado por la cinefilia “oficial”, como ocurre con tantos cineastas que se dedican exclusivamente al género, fue capaz desde el inicio de su carrera de construir un estilo propio y generar un filone cinematográfico de enorme éxito comercial, sin por eso descansar en sus logros pasados, al menos durante dos largas décadas. Si recordamos que Argento interiorizó el horror de sus películas al punto de perturbarse a sí mismo con su imaginación y sus ideas, no puede sorprendernos que un libro que expresa los recuerdos de su vida emparde con su filmografía tanto en las cumbres como en los abismos.


Álvaro Bretal nació en La Plata, Buenos Aires, en 1987. Estudió las carreras de Licenciatura y Profesorado de Sociología (FaHCE-UNLP). Es director editorial de Taipei. Escribió para publicaciones como La vida útil, Pulsión, Détour, La Cueva de Chauvet, Tierra en trance, Caligari, Letercermonde, Vinilos Rotos, indieHearts, y los fanzines del Cineclub TYÖ. Colaboró en la edición del libro La imagen primigenia (Malisia, 2016), coeditó Giallo. Crimen, sexualidad y estilo en el cine de género italiano (Editorial Rutemberg, 2019) y Mumblecore. Exploraciones sobre el cine independiente norteamericano (Taipei Libros, 2023), y editó Paisajes opacos. Sobre las nubes en el cine (Taipei Libros, 2022). Participó con artículos en los libros Pull My Daisy y otras experimentaciones. La Generación Beat y el cine (2022; ed: Matías Carnevale); Cuadernos de crítica 01. Un nuevo mapa latinoamericano (2019), editado por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata; Cine argentino: hechos, gente, películas (2024; ed: Fernando Martín Peña); y Una historia del cine documental argentino (en edición). Dicta talleres y cursos sobre historia, teoría y crítica cinematográfica. Se desempeñó como redactor de catálogo en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Actualmente colabora con el Festival Internacional de Cine de La Plata Festifreak. Contacto: alvarobretal1987@gmail.com.