Un padre busca a su hija. Lo acompaña su hijo menor. El territorio es una rave que tiene lugar en medio del desierto marroquí. Los créditos se imprimen sobre imágenes de gente bailando al ritmo punzante de la música electrónica. Entre esa gente aparecen los personajes principales, que conforman el grupo que protagoniza el film. Personas peculiares, con miradas y movimientos extraños o particularidades físicas que los vuelven inmediatamente distinguibles: un hombre con una pata de palo, una mujer con la cara tatuada. Entre ellos, folleto en mano, merodea Luis, el personaje interpretado por Sergi López, acompañado de su hijo de unos 12 años. Las diferencias entre ambos tipos de personajes son ostensibles, la inocencia y seriedad de López contrasta drásticamente con la actitud frenética de los participantes de la rave; estos disfrutan la música ensimismados mientras aquel acarrea una desesperanza contagiosa. La imagen es desoladora: un hombre notoriamente angustiado busca a su hija en medio del desierto. Esta angustia exaspera, es la música, los hombres y mujeres que bailan con los ojos cerrados, el aislamiento —territorial, emocional—, una búsqueda sinuosa cuya resolución parece improbable. Así arranca Sirât. Manos anónimas mueven cajas y parlantes, se ve el polvo, la tierra, el color tierra del suelo, el aire. Unos segundos más tarde, aparece el plano general que resume el escenario del film: el equipo de sonido, los enormes parlantes montados en la vastedad del desierto. Es una imagen distópica que conjuga dos mundos en apariencia incompatibles, al menos en el nivel acústico-espacial. La película fuerza su encuentro, busca oscuramente el punto donde esa conciliación puede tener lugar. De ahí sigue lo demás. El personaje de Luis condensa esa incomodidad inicial, y el viaje, su trayecto, lo encauza en un destino común a sus compañeros, concurrentes de raves, desertores o forasteros. Se dirigen al mismo lugar: después de cancelarse la fiesta inicial por la aparición de las fuerzas armadas, el grupo de ravers decide emprender viaje hacia el sur del país, donde en teoría se está llevando a cabo otra fiesta. Luis los acompaña con la esperanza de que su hija esté ahí. A partir de esto, la película los pierde en el desierto —se desdibuja de tal forma el objetivo de Luis, su búsqueda, que su extravío se equipara al de los demás— y los expone al mismo peligro. Esa es una de las principales operaciones del film: consolidar a los cinco, seis personajes, como una sola pieza en movimiento. Una unidad que, en el clímax, se desarma bruscamente.

También con manos y paisajes arranca O que arde, la anterior película de Oliver Laxe. Primero está lo natural, los enormes árboles en la oscuridad de la noche. Una extraña luz —como una falsa luz de luna, un farolazo de luz blanca— apunta hacia ellos, los recorre. A los pocos segundos, una taladora los arremete y caen. Plano siguiente, unas manos sin rostro se pasan entre sí un expediente: es el archivo de Amador Arias, “el pirómano, el que quemó la montaña”. Fuera de campo se discute sobre su estadía en la cárcel, se analiza una posible libertad condicional, dicen: “Es un pobre tipo”. Corte a Amador sentado en el asiento del colectivo, presumimos ya libre. Son, de alguna manera, los mismos elementos que Sirât. El intercambio entre manos establece ambos puntos de partida: la liberación de Amador y la rave en el desierto. Laxe no vuelve a este tipo de plano en ninguno de los dos casos, no repite el procedimiento, lo invoca como excepción formal en una suerte de excurso por fuera de la línea de narración. Más bien comunica algo puramente material, aislado del punto de vista que predomina luego en la película. Determina cómo aquello se pone en marcha. Por lo demás, marca una pauta, anticipa su final. “El que quema montañas” y la instalación de los parlantes en el territorio lleno de minas. Son imágenes espejo, formas que en la repetición muestran su reverso. La instalación inicial y final se filman de distinta manera. En la instalación inicial aparece la montaña, una firma del paisaje que varía de color, de tonos del marrón, con el horizonte por encima, en la punta de la edificación montañosa. En la final, el horizonte se difumina, aparece a lo lejos: hay parlantes y un gigante vacío tras de sí. El baile ahí es también un movimiento dentro de la nada. Y su puesta en escena, una puesta en vacío.
No es menor que el lugar de llegada sea un campo minado. Sirât dispone astutamente los elementos que afianzan el terreno político en el que se inserta. Un terreno que opera lateralmente, se esparce a lo largo del viaje, funciona como un telón de fondo que se aproxima con cautela. La rave que están buscando y que los hace emprender la travesía —excusa narrativa que unifica sus caminos— se encuentra en el sur de Marruecos, cerca de Mauritania. Es decir, se dirigen hacia los alrededores del Sahara Occidental, territorio declarado no autónomo, con gran parte de su población de procedencia marroquí. La radio está siempre encendida, y en determinado momento se escucha: “La guerra ha comenzado”. Lo cierto es que el Sahara es un espacio de conflicto, un territorio de nadie disputado violentamente hace más de cuarenta años —luego que España decidiera eximirse, dando lugar a la problemática actual— entre Marruecos, Argelia, Mauritania y la RASD. Un terreno indeterminado, sin una identidad clara, desértico. Que un cineasta español ponga ahí el ojo no es casual. El gesto político de Laxe es quizás un mea culpa, un juicio sobre el accionar histórico de su propio país. De alguna manera busca saldar una cuenta: entiende que gran parte del conflicto nace del abandono español y Sirât es su oportunidad de poner el asunto frente a ellos, forzarlos a que lo atraviesen, con Sergi López como español modelo.
Finalmente los ubica en el mismo vagón: después de las muertes, ya en el final, los sobrevivientes llegan a un tren. Logran subirse y viajan junto a un enorme grupo de inmigrantes —argelinos, marroquíes, saharauis, lo mismo da—, gente que huye, que escapa del estruendo. Se entremezclan, se pierden entre ellos, y con esta imagen Sirât alcanza su claridad máxima. Es el gesto que canaliza todo su propósito, su voz que, subyacente desde el inicio, al fin se alza.
