Hay un corto de Fischerman que durante mucho tiempo se pensó perdido: Operación no se respira. Cuando ya nadie esperaba encontrarlo apareció gracias al resguardo de su único actor, Oscar Ferreiro. Hasta entonces la única forma de poder saber de él era mediante la descripción minuciosa hecha por Sarlo en su texto alrededor de y también titulado “La noche de las cámaras despiertas”. Ahí ella repone todos los cortos que el Grupo de los Cinco y los cineastas cercanos a ellos realizaron en una noche maratónica para llevar al acto estudiantil de Santa Fe donde terminaron trenzados a las piñas debido a diferencias ideológicas alrededor del acto cinematográfico y su representación incidental de la realidad.
Cuestión que hasta hace algunos años no podía verse y ahora sí. Hace unos meses lo pasaron en el York antes de La pieza de Franz. El corto, hecho en Super 8 reversible, era mudo. Quiero decir: no contemplaba sonido, más bien silencio. Y digo “era” y no “es” porque la digitalización contiene a modo de banda sonora el traqueteo uniforme de un proyector fílmico. Un ruido fuerte y constante; percibible. A un volumen considerablemente alto que ni el proyector fílmico más bochinchero hubiese hecho jamás. ¿A qué se debió esta decisión? El corto va de un tipo al que torturan desnudo, atado de pies y manos, tapándole con cinta scotch los ojos y la boca para finalmente ponerle un broche de ropa en la nariz. Corto, conciso, preciso y áspero. Mientras lo veía con este ruido de fondo agregado pensaba si no sería más efectivo, más certero, si se lo pudiese ver en silencio. Bueno, en falso silencio. Porque en esa situación hipotética pasaría a preponderar el sonido de la sala en sí. Los ruidos de cuerpos incómodos acomodándose en las butacas, las tragadas de saliva, las sonadas de nariz, las respiraciones pesadas, las toses.
Están quienes dicen que el silencio es sagrado, que ahí reside Dios. En su inteligibilidad, en el misterio de lo incomprensible pero barajado. Sabemos de qué hablamos cuando digo silencio. Y al decirlo me antepongo a él, porque la palabra atenta directamente contra él. Melero en una canción homónima dice que odia las palabras porque todo lo infectan definiendo las cosas sin ser ellas. ¿Con las palabras obturamos lo sagrado indecible?

Béla Balázs, en uno de los primeros libros teóricos alrededor del cine, El hombre visible, escrito en el período exclusivamente silente, dice que uno de los mayores atributos de este nuevo arte es que justamente los personajes no pueden hablar, no pueden escudarse en las palabras para ocultar aquello que verdaderamente sienten. Así, la imagen liberada de sonidos nos permite ver la verdadera esencia, el espíritu de los hombres, sin las evasivas de las palabras. Rudolf Arnheim, en otro libro fundamental y también primerizo en el abordaje teórico del cine, El cine como arte, dice que el cine sonoro genera molestias en el espectador porque arrastra su atención simultáneamente en dos direcciones y, así, una le impide decir a la otra más de la mitad de lo que querría decir. Se pierde, según Arnheim pero barajando a Balázs, la pureza del nuevo medio. Y no sólo pureza, sino también aquello que lo alejaba del realismo perceptivo. Aquello que lo distanciaba de la experiencia sensible de vivir.
Arnheim se refiere a la novedad de la palabra como “parche verbal”, y dice que el silencio “no se experimenta necesariamente como la eliminación del mundo del sonido, sino más bien como un contraste neutro, vacío pero positivo, así como el fondo liso de un retrato forma parte del cuadro”. Para él el cine alcanzará sus máximas posibilidades cuando pueda liberarse de las cadenas de la reproducción fotográfica. Arnheim creía que debía ser “pura obra humana”, como los dibujos animados o la pintura. Es en este sentido que despreciaba el progreso técnico que significaba que los personajes ahora pudieran hablar. Esto lo acercaba al hecho de vivir; tamaña cadena.


Arnheim veía un problema en que la imagen y el audio fueran en direcciones simultáneas pero diferentes. Yo más bien creo que ahí radica todo su potencial. Es decir, en su utilización dialéctica. Que la imagen diga A y el sonido B y que el dispositivo cinematográfico se tense en convivencia. Ahí aparecería el arte de representar la mentira o la contradicción. Vetas características e indispensables de la vida humana. Mientras escribo esto se me viene a la cabeza una escena de la primera Misión imposible en la que Jon Voight le cuenta a Tom Cruise cómo logró zafar de un atentado contra el equipo que él lideraba. Escuchamos el relato de Voight pero vemos lo que verdaderamente ocurrió. Es decir, se narra en imagen y sonido (juntas pero distanciadas) la mentira. También me es inevitable pensar en el arranque de Luces de la ciudad, película que Chaplin se empeñó en hacer silente estando ya la técnica sonora instalada en Hollywood. Al comienzo vemos al alcalde de la ciudad dar un discurso de inauguración de un monumento. No se escucha lo que dice pero sí una suerte de pedo que va al son de sus gesticulaciones. Que elija justamente la figura del político para llevar a cabo el chiste es particularmente brillante. Si ya sabemos las promesas que esbozará, si ya sabemos lo bien que hablará de su gestión, ¿por qué necesitaríamos de las palabras? ¿Para redundar en ruido? Preferible la sátira y el chiste que genera el extrañamiento del pedo que escuchamos.
Ahora bien, volviendo a la cuestión de arranque: ¿por qué sumarle ese sonido a ese corto? El sonido armoniza la crueldad desplegada. Convoca al confort de la nostalgia anhelada de la misma forma que el aromatizante con olor a alfombra de Blockbuster. El sonido del proyector en fílmico resguarda en el estereotipo de lo esperado. Hay un placer cuasi fetichista en escuchar ese ruido, similar a la tendencia ASMR de escuchar en primerísimo primer plano el sonido exacto de los objetos. ¿Qué suena más a cine en abstracto que un proyector fílmico ruidoso? El silencio, por el contrario, incomodaría aún más y destacaría la inevitable posición cómplice del espectador ante ese acto de represión. Se vuelve un observador callado en la comodidad anónima de la sala de cine. El sonido dispersa el acto de observar lo que ahí ocurre. Curioso: el silencio ejercería el rol de ir en una dirección complementaria a la imagen. Tensando, jugando con los límites de lo tolerable. Así, el silencio cumpliría la función de sonido que barajaba Arnheim como problemática: la que lo acerca al realismo perceptivo. El ruido del proyector fantasma, por su parte, tranquiliza al espectador y certifica como ficción aquello que ve. No es que uno sea ingenuo y creyese que aquello no lo es. El problema es redundar en concepto. Como si estuviésemos viendo un árbol y alguien se acercara a señalar y decirnos que eso es un árbol. Más interesante sería que dijese todo lo contrario: que es una arteria reventada de la mano de un gigante enterrado debajo del suelo. Ahí aparecería la tensión. ¿En qué confiamos? ¿En el relato o en lo que nuestros ojos ven? Alcanza con entrar en las redes sociales para preguntarse una y otra vez esta última pregunta. Si ya nada es seguro, si todo carga con el signo de la construcción maleva, ¿por qué subrayar que el corto cinematográfico que estamos viendo es tan sólo un corto cinematográfico? Permítanme dudar.
