Para un nuevo viernes de Polvo rojo, Santiago Damiani invita a Federico Bianchetti a intercambiar una correspondencia a partir de una obsesión que comparten: el cine de China. En esta entrega, frutas que parecen postres de vainilla, películas sobre el sentido de pertenencia, una reflexión sobre la gracia y formas de filmar que ya no existen.
San,
Hace mucho no me pasaba: vi una película que no me puedo sacar de la cabeza. Estoy en un estado de fascinación que es más de lo que puedo manejar solo. Necesito compartirla, discutirla, pensarla con alguien; necesito ese diálogo trémulo y eufórico entre dos que salen de una proyección en sala. Entonces pensé en vos, en nuestra fascinación por China, y en la posibilidad de abrir esta correspondencia para recorrer, a partir de su cinematografía, el territorio y la historia del gigante asiático. La película en cuestión es un clásico del cine chino mudo. Se titula Shénnǚ [La diosa], es la ópera prima de Wu Yonggang, fue producida por la Lianhua Film Company, y se estrenó hace ya noventaiún años, en 1934.

La diosa narra un período de tiempo en la vida de una madre soltera (Ruan Lingyu) que trabaja como prostituta en las noches de Shanghái para sobrevivir junto a su hijo. La seguimos desde el momento en que un proxeneta, el Jefe Zhang (Zhang Zhizhi), comienza a explotarla mientras le roba la mayor parte de sus ingresos, hasta años después, cuando su hijo ya crecido (Hang Lai) logra empezar la escuela. Él logra un buen desempeño, pero carga con el estigma de ser hijo de una prostituta: los compañeros lo excluyen de sus juegos y los padres presionan al director (Li Junpan) para que lo expulsen por corromper la moral de su familia. Éste, conmovido por el sacrificio de la madre, lo defiende frente a la junta escolar, pero no logra cambiar su opinión y renuncia a su cargo. Sin oportunidades laborales en una sociedad que la juzga y excluye, y harta de los robos y abusos constantes de su proxeneta, la diosa lo confronta con un desenlace trágico.
Desde su estreno pasaron, como te decía, noventaiún años. Director, actrices, espectadores; no queda nadie vivo. Para no hacer una lectura aberrante y anacrónica es necesario reconstruir la época, aunque sea superficialmente. Contextualizar la película es sumergirla otra vez en las aguas del movimiento histórico; es despertar, por un rato, eso que late dormido en su interior.
Estamos en 1934, época de la República de China, año de la Larga Marcha y del Movimiento Vida Nueva. Para ese entonces Shanghái es una de las ciudades más grandes del mundo y continúa en proceso de expansión industrial y comercial. La población y la desigualdad crecen exponencialmente, lo mismo que el consumo de opio, las apuestas, y la prostitución como forma de subsistencia. Lo que no crecen son las oportunidades reales de trabajo y las condiciones de vida dignas para los inmigrantes que empiezan a asentarse en los alrededores. En la narración, como fuera de las salas, los billetes están manchados de sangre y humo, las razzias policiales corren a las prostitutas de las calles, y las agencias de empleo están desbordadas de gente.
Para frenar el avance de la amenaza japonesa y de las ideas marxistas que empiezan a tomar fuerza en el país, el Kuomintang impulsa el Movimiento Nueva Vida: un movimiento cívico que busca promover la moral social neoconfuciana a partir de principios y virtudes tradicionales. “Dios, patria y familia”, pero cambiá Dios por Confucio. La diosa hace una lectura de esta situación en caliente, y si uno hace una lectura en caliente de La diosa puede llegar a concluir que es una película conservadora, que la protagonista está justamente condenada desde antes del inicio de la narración por faltar a esa moral tradicional. Pero para mí no es así. La mirada sobre la situación de las prostitutas es crítica. La cámara no juzga ni condena el ejercicio de la prostitución porque lo entiende como una forma extrema de supervivencia en medio de un contexto que anula cualquier otra posibilidad de ascenso social o profesionalización. La cámara muestra y acompaña, y la intención de Wu era mostrar todavía más del ambiente y la violencia que se sufría, pero tuvo que restringirse para pasar los controles del Comité de Censura Cinematográfica.
Sospecho que es por esto último, y tal vez por una falta de confianza en la imagen, que aparece la figura del director de escuela. Su discurso frente a la junta escolar es la exposición verbal del posicionamiento político que Wu sostiene frente al tema en cuestión; es el director (de la película) traficando al interior de la narración su militancia y sus ideas de izquierda a través de la voz de un personaje que representa una figura de autoridad para la sociedad, alguien cuya voz puede resonar en los que toman las decisiones importantes. Dice, porque no puede mostrar; aunque las ideas ya se hayan sembrado y uno llegue a la misma conclusión por otros medios. Podría cuestionarse si la defensa que el personaje hace de la protagonista no es otra cosa que el silenciamiento de su voz. O si el único que puede brindarle a los hijos una educación formal es la figura paterna, como sucede hacia el final. “China siempre fue una sociedad patriarcal”, dice Hou Hsiao-hsien en Hǎishàng chuánqí [I Wish I Knew] (Jia Zhangke, 2011).


Y, sin embargo, la protagonista. Una mujer de gran integridad moral que se enfrenta constantemente a un sistema que no la incluye en su trazado o que, si la incluye, lo hace restringiendo su libertad de movimiento y decisión. No sé si es la forma en que está escrita, o que se la nombre desde el título, pero es como si ella excediera los límites de la ficción, como si se enfrentara no solo al mundo que se construye para contenerla, sino también a las lecturas tradicionalistas que puedan hacerse de la película misma. Eso es lo que uno recuerda al terminarla y en los días posteriores: una manera de existir teniendo todo en contra. Eso y un rostro. El rostro que encarna la complejidad del personaje, de la película, de la sociedad misma: el rostro de Ruan Lingyu.

Ruan Lingyu fue una de las estrellas fugaces del período clásico. Nació en 1910, empezó a actuar en su adolescencia y saltó a la fama después de firmar con la Lingua Film Company, una de las grandes productoras shanghainesas de la época. Acredita treinta películas en su haber, de las cuales sólo se conservan completas menos de una decena (estragos, creo, de la Revolución Cultural). Acosada por los escándalos que la prensa sensacionalista difundía acerca su vida sentimental, se suicidó ingiriendo una sobredosis de barbitúricos el 8 de marzo de 1935, Día Internacional de la Mujer. Tenía solamente 24 años.
Otro día me interesaría que charlemos sobre dos películas que orbitan alrededor suyo. Una es su último protagónico, Xīn nǚxìng [Nuevas mujeres] (Cai Chusheng, 1935), basada en la vida de Ai Xia, actriz y escritora cuyo suicidio a los 21 años también había provocado un gran impacto en el ambiente cultural. Y la otra es Center Stage (Stanley Kwan, 1992), biopic interpretada por Maggie Cheung que combina escenas de ficción con reflexiones del equipo de filmación y entrevistas a personas que la conocieron en vida.
Pero vuelvo a su rostro, a esa belleza tan lejana, a una forma de filmar que ya no existe. Los primeros planos tienen un tratamiento de clasicismo hollywoodense. El soft focus suaviza su piel blanca de algodón y difumina el fondo para que nos concentremos en ella, en sus ojos, en sus matices. La transforma en un ser etéreo, idealizado, de un mundo más simple que el nuestro: la vuelve una diosa. Pero es una diosa caída a la tierra, una diosa que sangra. Y eso está presente en su naturalidad para el dolor.

Mirala acá, por ejemplo, al comienzo de la película. Es de madrugada y acaba de llegar a su pieza después de una larga noche de trabajo. Cambia los tacos por pantuflas, tira la cartera arriba de la cama, y no llega a sacarse el hermoso qipao cuando su hijo, todavía bebé, se despierta llorando. Ella se acerca a la cuna, lo levanta en brazos, y es ahí, en su trabajo de madre, con los pelos despeinados y los ojos vidriosos, que su rostro se adueña por primera vez de todo el cuadro cinematográfico. En ese momento, mientras nos dejamos guiar por su mirada, se produce un chispazo que marca a fuego esa imagen en nuestra retina. La gracia está en la vitalidad con la que sus ojos convocan un rezo interno y solitario, en la sutileza con que sus cejas intentan aguantar el peso del cansancio, en la suavidad con la que su boca se entreabre para dejar salir un susurro lento. Es conmovedor cómo con tan poco trasluce el sufrimiento de una vida difícil. A lo largo de la película hay otras miradas hacia arriba, pero no como esta: son miradas hacia el rostro alto del Jefe Zhang, miradas de sumisión que se transforman en llanto, bronca y tragedia; excepto una. Una mirada que aparece al final y que se corresponde a este plano como en un juego de espejos, como si el tiempo de la narración comprendiera la demora que existe entre una plegaria y su respuesta.
Hace poco leí Viento del Este, un libro de crónicas de viaje escrito por Liliana Villanueva durante una visita a su hijo Max en China. En una conversación entre ellos aparece esta reflexión sobre la gracia: “Si alguien en China te dice ‘graciosa’ —me explica Max—, no significa que le das gracia. Es un piropo. Para los chinos la gracia está por encima de la belleza. […] La belleza puede ser una belleza muerta, abstracta, pero en la gracia siempre hay un halo vital. La gracia tiene que ver con la importancia que le dan los chinos a los gestos, a las actitudes, al movimiento y a las relaciones entre las personas.”
Los gestos, las actitudes, el movimiento; esa falta que intentamos convocar cuando escribimos; ese tonto deseo de seguir diciendo aunque sea un poquito más.


Te mando un abrazo enorme,
F.
Fede, querido,
Tu carta me llega una noche de insomnio y calor agobiante. La promesa de la lluvia es apenas una nube pasajera que no hace más que aumentar el porcentaje de humedad ya sofocante. La pantalla de la laptop es la única luz de la habitación, y el último sorbo de té, ya tibio, me acompaña en la madrugada. Sabés que no puedo evitar tomar té, ni aunque hagan 50 grados.
Leyéndote sobre La diosa pienso en lo presente que está la prostitución en el cine de Asia oriental. Recuerdo películas como La calle de la vergüenza de Mizoguchi, centrándose en el barrio rojo de Tokio mientras el senado japonés discute una ley para prohibir la prostitución; Flores de Shanghai de Hou Hsiao-hsien, que se posa sobre la historia de un grupo de “flores” en la China del s. XIX; y La mano de Wong Kar-wai, que cuenta el romance entre una prostituta y un joven sastre en los años 60 en Hong Kong. Inmediatamente pienso que la presencia en el cine equivale a una presencia en la historia de esa región. Seguro en alguno de tus recorridos por las librerías de la calle Corrientes encontrás algún libro sobre eso, como encontraste esa cita tan hermosa de Viento del Este (que me lleva, indefectiblemente, a la obra maestra que hizo Godard con el grupo Dziga Vertov). La que más me llama la atención de estas películas, y sobre la que te quiero contar, es Durian Durian, del hongkonés Fruit Chan. El nombre en inglés es, como mínimo, gracioso: un juego de palabras entre Duran Duran y el durian, una fruta de origen chino característica por su olor espantoso y aspecto picudo, pero —dicen— de sabor delicioso. Por ahí escuché decir que es como “comer postre de vainilla en un baño público”. Es como si el director hubiera querido simbolizar la dualidad de la situación geopolítica de Hong Kong en esa época, a fines del siglo XX; lo bello y lo terrible de vivir ahí. Para cuando se estrena la película, en el año 2000, apenas habían pasado tres años de que el Reino Unido se deshiciera de la soberanía de la isla y le diera cincuenta años de libertad hasta que pase a manos de la China continental, período que trata el mismo director en una película terriblemente rabiosa, como lo es The Longest Summer.

Durian Durian trata sobre una niña, Fan, que observa la vida de su vecina prostituta, Yan, a la vez que ambas narran la propia. Las dos son parte de una camada de inmigrantes ilegales del norte de China que se instalaron en Hong Kong y deben esconderse de la policía. Como siempre pasa en el cine hongkonés, el espacio es reducido: Yan y Fan viven en cuartos ínfimos en donde la cámara nerviosa de Fruit Chan encuentra recovecos en los que meterse y filmar los cuerpos apretujados, bañados en una luz mucho más dura y neorrealista que los neones de Christopher Doyle. Esto aleja a la película de los primeros planos que mencionabas en La diosa, llevándola a una poética más plural, de cuerpos que se esfuerzan en habitar espacios más reducidos.

Yan pasa los días en una especie de restaurante donde se reúnen las prostitutas, esperando a que la llamen para encontrarse con algún cliente (¡ni siquiera la dejan terminar de almorzar!) mientras su fiolo se pasea campante por los pasillos, sin remera, como si fuera el dueño de todo Hong Kong. Ella vive así, de hotel en hotel, con las manos peladas de tanto ducharse con los clientes, esperando a que su visa se venza y tenga que volver a su hogar en el norte de China.
Fan, por su parte, vive con su padre, que trafica cigarrillos a la China continental; su madre, a quien ayuda lavando los platos de un restaurante; y su hermano más chico. Lo que une a ambos personajes es que un vecino golpea al fiolo de Yan en la cabeza con un durian, que es extremadamente duro, frente a la vista de la familia de Fan. Nadie quiere llamar a la policía, porque significaría delatar su posición de migrantes. Me da mucha risa ese humor de los chinos de unir dos historias a través de una fruta. Durante una razzia policial (¡como en La diosa!), Yan y Fan se tienen que esconder para evitar que las echen de la isla, lo que luego da paso a una de las escenas más hermosas de la película: Yan ayudando a Fan y su familia a lavar los platos. Es un momento en que la vemos realmente feliz, por fuera de la lógica opresiva en la que aparece el resto de la película (las otras escenas donde el personaje respira es cuando se la ve caminando y bailando, libre, por las calles de la ciudad en escenas musicalizadas de estética videoclipera, muy parecidas al inicio de Millennium Mambo de Hou, nuestro Hou). Ahí es cuando Yan le da su dirección del noreste de China para que Fan le escriba, y se forja la amistad en las muchachas al darse cuenta que vienen de la misma ciudad, Shenzhen. Entre tanta sordidez, es un momento realmente precioso, sé que te encantaría.
Cuando Yan está por partir de nuevo para el noreste de China, Fruit filma la autopista en step-printing, mientras una voz canta “¿Por qué ella tiene que estar enojada? ¿Por qué tiene que estar indefensa? ¿Por qué tiene que llorar?”.


El plano transiciona a un carrito andando por las calles nevadas. Ya estamos de vuelta en China (los estandartes rojos con letras doradas son inconfundibles). El ambiente es completamente distinto. Hay más espacio, la luz es más clara, más natural. Ya no estamos en el ajetreo urbano de la ultrametrópolis hongkonesa. Fruit pasa a usar más planos fijos de pacing dilatado, dejando la cámara quieta por largo rato. Todo se siente más calmo, más doméstico. Incluso la familia del prometido de Yan le prepara un banquete de bienvenida. Nadie parece saber de dónde sacó el dinero que tiene, ni que trabajó cómo prostituta en Hong Kong.
La película da un giro nostálgico para detenerse sobre el sentido de pertenencia de la población china, como cuando Yan se encuentra con unos amigos de la escuela, rememorando esas épocas y cantando viejas canciones, o una amiga suya afirma que las personas que migran de China “no están de nuestro lado”. El futuro de Yan es igual de incierto que en Hong Kong: no sabe si quedarse o volver. Este aspecto me hace pensar en Jia Zhangke también, no solo por recordarme esa escena final de Lejos de ella en la que Zhao Tao baila “Go West” en un paraje nevado, o por las bicicletas transitando calles derruidas, sino por las mismas preguntas por la identidad nacional y los lazos afectivos con el territorio que plantea Durian Durian. Se me viene a la cabeza Platform, que trata sobre una troupe de actores y músicos que viajan por China transformando sus presentaciones a la par que se transforma el país, pasando del teatro tradicional a la música pop moderna. No la veo hace demasiado, debería volver a visitarla. Es una película increíble. Creo que es de las pocas que te faltan de Jia.

La escena del divorcio entre Yan y su ex-prometido es paradigmática: un largo plano fijo, frío, oscuro, de tonalidades verdes. Los engranajes de la burocratización de lo que alguna vez fue una república popular (aunque en los karaokes suene la versión china de La Internacional) muele las raíces que atan a la gente a su tierra de origen. Yan ya no camina jovial por la ciudad, camina triste por la tierra nevada.
Como regalo de año nuevo, Fan le envía a Yan un durian, como el que le regaló su padre por su cumpleaños, junto con una carta contando que la policía los encontró y los devolvió con su hermano de vuelta a China. Yan comparte la fruta con sus amigos antes de que ellos, una troupe de actores, como en Platform, se vaya de viaje. Uno de los pocos primeros planos de la película está en su final abierto, en el que Yan canta una ópera cantonesa. La cámara se va acercando a ese rostro pintado de blanco y rojo, que dibuja una mueca extraña, que no termina de dar ninguna certidumbre sobre su futuro.
En fin, conocés mi aprecio por este tipo de cine que se inmiscuye entre los hilos del tejido social para estudiar, a través de la ficción, cómo se ven afectadas las personas por los tránsitos sociales y políticos de los países en los que viven. Se le presta mucha atención a Wong Kar-wai por plasmar las contradicciones entre la desolación de las personas en uno de los lugares más poblados del mundo, pero quisiera que se viera más el cine de Fruit Chan, que tiene una poética mucho más feroz y un acercamiento más sociológico. Además de Durian Durian, te recomiendo Made in Hong Kong, sobre la juventud marginada, permeada por una incontestable pulsión de muerte.
Ya está por amanecer y bajó un poco la temperatura. Voy a intentar conciliar el sueño, en donde espero encontrarme los rostros de Ruan Lingyu y Maggie Cheung brillando en la oscuridad. Voy a ver La diosa y Center Stage apenas pueda. También espero leerte más, que siempre es un placer. Y verte, sobre todo.
Te mando un beso.
S.
San,
Vi Durian Durian y me quedé pensando en algunas cosas.
Pensaba en el durian y en esta descripción que está en Viento del Este: “El durián es una fruta grande como una sandía, de piel y carne amarillas con consistencia de babosa, sabor celestial y olor demoníaco. Fresca, larga hedor a podrido, pero elaborada en forma de helado o cocida sobre la mozzarella de la pizza es refrescante y muy rica”. Al parecer acá y allá tenemos la misma tara: poner cosas amarillas y pinchudas arriba de la pizza y escandalizar a medio mundo.
Pensaba en los primeros encuentros que Fan y Yan tienen con el durian. Son dos escenas en donde su función como alimento queda relegada a segundo plano y predomina otro uso: como regalo o como arma. Me interesaría rastrear otras películas en las que una fruta o vegetal sea utilizada de formas diversas, más allá del más frecuente uso simbólico. Se me ocurren la sandía en Tian bian yi duo yun [La nube errante] (2005) de Tsai Ming-liang, y el durazno en Call Me by Your Name (Luca Guadanigno, 2017), ambos como metáfora de la exploración sexual y el deseo.
Pensaba en lo que decías sobre el durian como metáfora de la complejidad de la vida en Hong Kong, y en cómo la ciudad cumple el mismo rol que Shanghai en La diosa: un centro urbano y ultradesarrollado propicio para el ejercicio de lo ilegal. La diosa y Yan ejercen la prostitución —por razones distintas y en contextos diametralmente opuestos—, el Jefe Zhang es proxeneta y frecuenta casas de apuestas, y el padre de Fan va y viene contrabandeando cigarrillos. También me llamó la atención lo tajante de la división entre Hong Kong y la China continental, no solo desde lo narrativo sino desde lo técnico. Ya desde el comienzo se apunta en una dirección de unidad escindida y casi irreconciliable al sobreimprimir la imagen de un río sobre sí mismo pero en otra tonalidad, como diciendo: miren, ahí está, el mismo país con dos sistemas, dos historias, dos realidades diferentes. En el último tercio, cuando Yan vuelve a su ciudad natal en el noreste, el quiebre es todavía más notorio. Como bien me comentabas, no solo cambia el tamaño y duración de los planos, sino también el paisaje, la vestimenta, y hasta el género musical y la forma en que se incorporan las canciones a la narración. Lo que permanece es la liviandad, el tacto que tiene Yan a la hora de relacionarse con las personas que la rodean: sus compañeras de trabajo, su familia, sus amigos cercanos. No había pensado en la diferencia con La diosa en relación a los tipos de plano. Es cierto: Durian Durian es una película de grupos, de comunidades, de sostenes. Y sin embargo, aunque pocas veces la vemos sola en el plano, hay en Yan —especialmente en su vuelta— cierta tristeza o confusión. Sentirse solo aún estando acompañado es mucho peor que sentirlo en soledad.
Pensaba, y la seguiré pensando a lo largo de los años, en la escena del cumpleaños de Fan. Es absolutamente conmovedora. La puesta de cámara te hace sentir parte de la familia, no solo porque el plano es muy cerrado —el lugar donde viven es tan chico que ni la cámara tiene espacio para maniobrar—, sino porque están sentados alrededor del durian de tal forma que ninguno nos da la espalda; es como si hubiese una silla más puesta exclusivamente para nosotros. Me hizo acordar a las pascuas en la casa de mi abuela cuando éramos chicos: todos sentados alrededor de un huevo de chocolate casero —de diferente tamaño dependiendo de la economía o de quien lo comprara— intentando abrirlo sin que se nos derritiera en las manos. La diferencia con el durian es que los confites que estaban adentro del huevo eran, sin excepción, absolutamente espantosos. Lo abríamos para compartir, no porque importara lo de adentro.
Vuelvo a la escena. Están —estamos— ahí, en el sucucho donde viven temporalmente, intentando abrir el durian que el padre trajo de regalo, dándole con un serrucho, con un cuchillo, con las manos, mientras la conversación fluye con una naturalidad improvisada llena de ocurrencias, humor y alegría, y cuando logran abrirlo no solo ese olor nauseabundo invade el lugar, sino que también un piano melancólico envuelve la escena en una nostalgia dulce y amarga que termina de cristalizar el recuerdo para siempre. Lo más lindo es que, como bien me comentabas, hacia el final Fan le manda a Yan un durian por correo, haciendo posible la respuesta en eco de esta escena: ahora son ella y sus amigos los que se pelean con “el Rey de las frutas” en el invierno crudo del noreste.
Pensaba que por esta escena y varias más tuve la sensación de estar viendo, de a ratos, un documental. Hay algo no solo en la textura de la imagen, sino en el acercamiento de Chan a sus personajes y en ciertas secuencias de montaje. Las escenas en los exteriores de Hong Kong, la cámara en mano, algunos momentos de humor, todo tiene una ligereza y una libertad inusual. Por esto no debería haberme sorprendido el cartel que aparece al final, antes de los créditos, que dice que la película fue interpretada por actores no profesionales. Y sin embargo lo hizo. No me percaté en ningún momento de su falta de “profesionalismo”. Esa soltura rígida de quien no se paraliza frente a la cámara traspasa las barreras de la ficción.
Pensaba en que para vos, para mí, y para todos los que la vimos en esa copia pixelada y con sonido comprimido, Durian Durian ya volvió a empezar. Solo se trata de conseguir, en el futuro, una mejor versión, y retomar el hilo que dejamos suelto. La veremos y será como estar frente a una película distinta, y no sé si por eso perderá un poco la gracia. Es una película del año 2000, pero siguen siendo los 90 en Hong Kong y los 80 en el noreste. Es como si el deterioro visual y sonoro ayudaran a mantenernos en ese ambiente sucio y ruidoso que es Hong Kong, y a viajar por las calles de una ciudad alejada en pleno desarrollo. Es de esas películas que quisiera conservar en VHS para verla en una tele de tubo chiquita, entre amigos, vaciando latas de cerveza y picando algunos maníes; o, quién te dice, intentando descifrar entre todos el misterio de un durian.
Nos vemos pronto,
F.
Santiago Damiani nació en Buenos Aires en el año 2000. Estudia la Licenciatura en Sociología en la Universidad de Buenos Aires. Colaboró con críticas para medios como Taipei o Izquierda Web, y para los fanzines del 18° Festival Internacional de Cine Independiente de La Plata FestiFreak. Coedita la revista En otro orden.
Si querés recibir la columna Polvo rojo en tu casilla de correo,
junto a las demás columnas de Taipei y el resumen de fin de mes, completá este formulario.