Cartas desde Cannes #3: “Nouvelle Vague” (Richard Linklater, 2025) – Selección oficial

¿Qué cuentas quedan por saldar con la historia? Pienso lejanamente en Mank de David Fincher y su ímpetu por alojar en el panteón de la memoria colectiva a un héroe que, muy enfáticamente, va más allá de Orson Welles. La película parece sentir una necesidad o un enfado que exige aquel revisionismo acartonado. Ve allí una sutura. Quiso la suerte que esta vez un cineasta con mejores ideas sea el encargado de filmar un capítulo tan importante en la historia  del cine como fue el rodaje de Sin aliento. A diferencia de Fincher, Linklater esquiva la rabia, abraza en cambio la posibilidad de hacer con aquellas figuras un sinfín de asociaciones propias de su misma obra. Comprende que su película no viene a revelar nada, o en todo caso juega a inventar revelaciones —a los ojos de la Historia— casi insignificantes. Ahí está su mayor acierto. 

Para entender esta aproximación se puede pensar en Rebeldes y confundidos, la tercera película de Linklater. Básicamente, trata sobre un grupo de adolescentes en el último día de secundaria que se preparan para salir de fiesta esa misma noche. El film es de 1993: para la época ya existía El club de los cinco, Un experto en diversión, Picardías estudiantiles y muchas otras. Los tópicos son los mismos, las situaciones muy parecidas. Rebeldes y confundidos está ambientada en los setenta, no casualmente la época en la que el cineasta de Houston era un adolescente. Transcurre en Austin, donde se mudó a sus veinticinco años. Es posible que Linklater haya querido filmar su propia adolescencia, sus propios amigos y sus experiencias; imprimir el encanto de aquel tiempo prescindiendo, en buena hora, de cualquier tipo de nostalgia. La película es un baile del presente, transcurre en los setenta pero bien podrían ser los noventa. ¿Cuál es la diferencia entre los jóvenes de Rebeldes y confundidos y los de Slacker? No mucho más que la forma en la que se visten y se peinan.

Por otro lado, Todos queremos algo. Una vez más los setenta, esta vez vistos desde nuestro siglo. Da la sensación que a medida que avanza el tiempo Linklater quiere volver más atrás en la historia. No hay lugar a queja: a diferencia de otras películas de época, las de Linklater se sienten como un golpe de aire fresco. Y como es evidente en Todos queremos algo, esa sensación deriva del uso de la palabra, la maestría del diálogo en perfecta sintonía con quienes los llevan adelante, las relaciones grupales como el resultado de interminables encuentros y conversaciones condensadas en una fracción signada de tiempo. Con una lógica a veces similar a la de Rohmer, se encuentra en la obra de Linklater la idea de un grupo que se expande y se contrae, se esparce encontrando nuevos espacios donde luego estrecharse hasta agotarlos. También se estrecha el tiempo. En Nouvelle Vague, Godard cita en algún momento a Duke Ellington: “I don’t need time, I need a deadline”. Pienso que —jugando con las palabras de Ellington y Godard— gran parte de la obra de Linklater está circunscripta a un deadline interno, a una temporalidad acotada y delimitada (paradójicamente con su perfecto reverso en un experimento como Boyhood). La duración de Tape (2001), por ejemplo, equivale al tiempo interno transcurrido en el film; en Todos queremos algo se narran los cuatro días —señalados concretamente con horario incluido— previos al inicio de clases; en Rebeldes y confundidos, el último día de secundaria y la fiesta esa noche; Slacker cuenta un día de muchos personajes en Austin. Por no hablar de la trilogía de Before. Pensar una temporalidad específica, acotada, y luego moldear dentro de sí todo el resto, ajustar los encuentros, ceñir las posibilidades; esa parece ser la tarea. Y Nouvelle Vague no es la excepción.

El año es 1959; el escenario, París. La película narra las veinte jornadas de rodaje de Sin aliento. Antes de la primera, vemos un fugaz “estado de las cosas”: el estreno en Cannes de Los 400 golpes, Rossellini y su visita a las oficinas de Cahiers —establecer desde un primer momento la cercanía de la nueva ola y el neorrealismo se presenta casi como una obligación; quizás, también, como una forma de traer indirectamente a Bazin a la mesa—, Godard y un postulado fundamental: “La única forma de criticar una película es haciendo otra”, su aparente ansiedad por filmar, charlas con el productor Georges de Beauregard, el “reclutamiento” personal de Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg, la presentación de Raoul Coutard y el resto del equipo técnico. En síntesis, la gradual formación de un grupo. 

El personaje de Godard aparece como una especie de líder errabundo, un joven lleno de ideas y convicciones que, sin embargo, no se lleva bien con el funcionamiento sistemático de un rodaje. Merodea, por momentos parece esconderse en alguna esquina del café donde hacen base, siempre con su cuaderno o libreta, lentes de sol, un cigarrillo, astuto en responder a consultas o apuros con elegancia, con citas, citas de citas o frases armadas; pero es en aquel instante, donde Godard-personaje está a punto de volverse parodia, que Linklater se lo adueña. Nunca desemboca en un Godard estrictamente biográfico, más allá de la óptima caracterización de Guillaume Marbeck: Linklater lo moldea, enfatiza en lo emocional de aquellos vínculos que parecieran problemáticos, se centra en lo humano y desarma a gusto las tensiones; edifica en cambio amistades. Al igual que en Todos queremos algo (posiblemente la película más alegre de la historia), hay diferencias, leves desencuentros —incluso la pelea con de Beauregard pasa sin mucho escándalo posterior—, que terminan por ajustarse, se ordenan en el camino para llegar a un puerto común. Esto se refleja en la relación con Jean Seberg, que desde un inicio no está del todo conforme con el modo de Godard. Menciona incansablemente a Otto Preminger, de quien elogia su actitud y sus métodos, su modo de trabajar con ella, como una forma de argumentar su descontento. El desacuerdo final es relevante en estos términos: Seberg se niega a hacer que Patricia, su personaje, le robe la billetera a Poiccard, quien acaba de morir a causa de su traición. Godard insiste, pero ella no cede. La gente se acumula alrededor de ellos y presencia la discusión. Godard, desorientado y casi sin argumentos, le pide entonces algo más, un Bogart, lo que sea. De ahí el gesto final de Seberg, sus dedos contra los labios y la mirada fija al lente. El plano corta, ambos se miran y hay un reconocimiento mutuo, una conciliación fundada en que el gesto de Seberg termina siendo más fuerte de lo que imaginó originalmente Godard; es para ambos una revelación y se percibe entre ellos una suerte de agradecimiento. 

La película es también por momentos un ejercicio de recreación. Antes que nada, los decorados, los cafés, las esquinas, los vestuarios. Cada espacio y cada encuentro se siente perfectamente natural; todo, en un primer vistazo, remite inconfundiblemente a la década retratada. En segundo lugar, el formato, el blanco y negro, la emulsión; la sinopsis de la película lee: This is the story of Godard making ”Breathless”, told in the style and spirit in which Godard made “Breathless”. Decir “contado en el estilo y espíritu con el que Godard hizo Sin aliento” asume una gran pretensión que, en verdad, no está en el film. De hecho, se aleja enormemente de cualquier intención de ruptura, sea espacial o temporal. En esos términos es más bien modesta. El sentido de aquella frase final de la sinopsis es en realidad pertinente en un aspecto estrictamente técnico: nuevamente el formato, el tipo de película. Desde un ángulo enunciativo, allí donde el film de Godard es esquivo o errante el de Linklater es asertivo, directo, entiende que su película no es más importante que aquello que representa. Es posible pensarla como un medio, una suerte de tributo; como una carta que uno envía a su músico favorito, tiene desbordada esa admiración que se pretende neutralizar. En tercer lugar, Zoey Deutch y Aubry Dullin: Jean Seberg y Jean-Paul Belmondo respectivamente. La primera es una actriz estadounidense conocida, que antes trabajó con Linklater en Todos queremos algo. Es indudable que tiene los ojos de Seberg, su amplia espesura y su mirada entre dulce y corrosiva, más allá de la elemental diferencia en el color que, a vista de lo demás, pierde su usual relevancia. Después está Dullin, que debuta como actor en esta película y que parece nieto o bisnieto de Belmondo; tiene un rostro increíblemente similar, es quizás apenas más flaco. La química entre ambos es muy fuerte y, como es usual en las relaciones de pareja o amistad en Linklater, está llevada con naturalidad. Además de los momentos típicos de un rodaje, donde se conversa en la espera, Linklater los relaciona dentro del plano en sí: reimagina aquello que Belmondo realmente decía a Seberg en la caminata de “New York Herald Tribune”, el diálogo real que, al no tener sonido directo, lógicamente no estuvo registrado. Es decir, piensa esos intersticios como el lugar donde puede aparecer el juego, las ocurrencias, la naturaleza de una relación constituyéndose. Finalmente, Guillaume Marbeck. También esta es su primera película. Resulta, quizás, de las mayores hazañas recreacionales del film. Su interpretación como Godard tiene el punto justo de intimidación y ligereza; los gestos corporales, el rostro —de la nariz para abajo, porque nunca se lo ve sin lentes de sol—, todo funciona perfectamente en conjunto. Las fotos de Marbeck fuera de la caracterización dejan ver con mayor claridad las semejanzas, a su vez que la gran diferencia: los ojos de Godard, tan particulares, saltones, siempre al acecho, no son en ninguna medida parecidos a los suyos. Los ojos de Marbeck son suaves, parecen como reposar en sí mismos, alivian los rasgos duros de su rostro. Se entiende, así, la decisión de nunca mostrarlo sin lentes de sol, que a su vez le añade a la caracterización un cierto elemento lúdico.

No es mucho lo que vemos posterior al rodaje. Un par de observaciones: en la sala de montaje las dos operadoras le aconsejan a Godard descartar algún primer plano de Seberg, a lo que se niega rotundamente: son todos importantes. A primera vista, llama la atención que la película no se detenga con mayor minucia en la etapa de montaje, teniendo en cuenta lo significativa que fue para que Sin aliento sea lo que conocemos como Sin aliento. Al mismo tiempo, certifica que no es su intención dar cuenta de la totalidad de la realización del film, sino que pretende mostrar los destellos de un proceso, sus fronteras y, en cierto punto, su “contraplano”. Se puede decir que el film de Linklater funciona como contraplano del de Godard. Por un lado, las ya mencionadas conversaciones de Belmondo y Seberg en plano, que entablan su relación a la vez que funcionan como imagen ejemplar de la operación de la película. Por el otro, el plano de Michel Poiccard corriendo antes de su caída: en el film de Godard es un travelling en plano general de espaldas a la acción. En Nouvelle Vague, en cambio, vemos a Belmondo de frente, en un valor de plano similar que muestra el reverso de la acción que conocemos. Está la cámara de Coutard tras él y Belmondo con un cigarrillo en la boca le habla a la gente en la calle, les advierte que no miren a cámara sino a él, que no arruinen la toma. La película parece decir: es Godard, sí, pero también Coutard, Belmondo, Seberg y Truffaut. Esta operación es recurrente y quizás la más significativa: en ella se revela su razón de ser. Una puesta en juego, un grupo de amigos, un joven con un ideal y una gran capacidad creadora que se sostiene gracias a estos amigos. Amigos del rodaje: Coutard y Godard se conocen específicamente para la película, y sin embargo más que una relación profesional de director y cameraman lo que se ve en esas veinte jornadas es una confianza y fidelidad propia de dos compinches. Por lo demás, el énfasis en la importancia de Coutard: Linklater entiende que él también es la Nouvelle Vague. O, en todo caso, que gran parte de lo que se identifica como elementos propios de la corriente provienen de su ímpetu: su pasado en la guerra y sus inicios con la fotografía, toda la imaginería visual que se entiende como “documental” obedece a esta pulsión del fotógrafo furtivo, del fotógrafo de guerra. En todo caso, y más allá de esto, el cariño entre ambos. En ningún momento la película muestra a Godard imponiendo a Coutard un encuadre, apenas algunas posiciones de cámara. Ni siquiera mira el visor. Le delega una responsabilidad enorme que el fotógrafo asume sin temor y con una liviandad memorable. En el final también están los amigos de la vida: Godard proyecta por primera vez la película para un grupo reducido conformado por Vardá, Chabrol y Truffaut (allá en el fondo, butacas más atrás,  casi escondido en la oscuridad, está Georges de Beauregard). Al finalizar lo reprueban con humor —haciendo referencia a cómo criticaron una película anteriormente—, los cuatro ríen y Truffaut se levanta de la butaca, se acerca a Godard y pone su brazo alrededor de sus hombros. El fotograma se congela y la película termina con esta imagen.

Finalmente, está el azar de tirar una moneda y definir un plano u otro. Así nace el de Jean Seberg en el auto con los Campos Elíseos de fondo —reminiscente al de Buenos días, tristeza, de Preminger, de la cual Sin aliento es, en palabras del propio Godard, una continuación1—, intermitente debido al corte sobre la misma imagen, al raccord saltado que acompaña el verso amoroso de Michel Poiccard. Había que elegir entre un primer plano de Seberg o uno de Belmondo; la moneda en el aire define la historia y sintetiza el proceso. En Nouvelle Vague el rodaje de Sin aliento es por momentos una moneda al aire. Linklater comprende que importa menos su caída que el revoloteo intermitente; importa, también, quién la lanza, quién tiene la voluntad para delegar al azar —por irreverencia o porque cree en él— una decisión. 


Notas:

  1.  Alguna vez, Godard dijo: “El personaje interpretado por Jean Seberg [en Sin aliento] era una continuación de su papel en Bonjour tristesse. Podría haber tomado el último plano de la película de Preminger y haber comenzado después de disolverse en un título: ‘Tres años después’.” En la película de Linklater, el personaje de Marbeck dice, palabras más, palabras menos, la misma idea. ↩︎

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