La anteúltima tecnología

Vuelvo seguido al Diario de Alejandro Rubio. Lo abro con capricho y leo la entrada que el azar me ofrece. Todas, en gesto burlón, están fechadas el 7 de mayo de 2007. Día que nació Evita (en 1919) pero también día de la minería nacional y día internacional de la masturbación. Peronismo, extractivismo y pajas. Montaje conceptual que no resulta tan extraño si se piensa en los tópicos que contempló Rubio en su obra. Y digo “contemplar” y no “abordar” porque siempre pesó más la distancia de la mirada que la responsabilidad del accionar. La quietud de lo que se ve y no el movimiento de lo que se lleva a cabo. Y así, en esa reflexión de domingo de nada (aunque el 07/05/07 cayó lunes) se suceden las entradas. Todas ellas parecen nacer del gesto de hablar para recordar que se tiene voz. Como cuando uno pasa gran parte del día en silencio y se sorprende diciendo las primeras palabras de la jornada, siendo extremadamente consciente de tener voz y del tenor de ella. De su resonancia, pero también de su duración efímera. La voz ataca la nada sonora, pero si no se persiste en el habla no faltará mucho para que vuelva a persistir la tiranía del silencio. Todo esto, claro está, dando por hecho la soledad. Siendo dos se vuelve más difícil y menos perceptible toda esta operación de existencia. 

Alejandro Rubio

Como decía, vuelvo seguido al Diario. Y hace poco me sorprendió encontrar un hilo temático de entradas alrededor del cine. Una de ellas dice que “la cinefilia es una pasión triste”. Otra: “El siglo XX fue el siglo del cine. Estamos en el siglo XXI”. Esta última me resuena mucho con lo que dijo Fogwill cuando fue entrevistado por El amante. En esa entrevista dice que el cine “es un arte sustitutivo que nació para maravillar a las familias de ingenuos en las pantallas de una kermesse y morirá trivializando aún más a los individuos en las pantallas de sus dormitorios”. Cuando fue entrevistado por El ojo mocho se citó a sí mismo con mucho orgullo de su dictamen. Me es inevitable no pensar en las reflexiones de Rubio aconteciendo en ese marco de cuarto encerrado y televisor como única fuente de luz ante el hermetismo de las persianas bajas una tarde soleada de domingo. Con el cine en forma de película empezada en canal de cable que se intercala con noticieros y programas de chimentos. Pero Rubio no parece encontrar evasión en el cine, sino más bien desencanto. Sin ir más lejos, lo fecha en un siglo pasado. Quizás la pasión triste de la cinefilia radica en su inevitable nostalgia de estar siempre conjugada en pasado. Mirando para atrás, anhelando lo que fue y ya no es, enamorada de la belleza prístina de personas fallecidas hace tiempo. ¿Quizás esa condición, esa tristeza, genere frialdad? Silvia Schwarzböck en Los monstruos más fríos habla de la soberanía del espectador contemporáneo. Soberanía que lo vuelve frío, inmutable, imposible de conmover. Según ella, la única forma de generarle algo es shock mediante. Así, justifica filmografías al servicio de la polémica y la violencia como las de Gaspar Noé y Lars Von Trier (no casualmente, la presentación del Diario de Rubio fue en conversación con Schwarzböck). 

Siguiendo la estela Fogwill-Rubio-Schwarzböck parecería haber tres espectadores posibles: el ingenuo, el frío y el derrotado. Un cuarto no barajado sería aquel que desconfía de las imágenes. Es decir, el paranoico.

Una de las últimas entradas del Diario de Rubio dice que “En el cinematógrafo no se ve nada: como su nombre lo indica, se lee un movimiento”. Me es inevitable no pensar en la última frase de “Ontología de la imagen fotográfica”, texto con el que abre ¿Qué es el cine? de Bazin. Recuerdo la primera vez que lo leí, en una edición pirata, y recuerdo dudar si así terminaba el texto o si se trataba de un error de impresión. Se trata de una frase, primera de un párrafo autoconcluyente, que dice: “Por otra parte, el cine es un lenguaje”. El libro podría terminar ahí, en la suspensión de esa conclusión dicha así, casi al paso. En la utopía de un lenguaje nuevo. Pero no nos vayamos con el francés. Esta entrada de Rubio parece parafrasear sin querer lo dicho por Carlos Correas en su crítica a Buenos Aires viceversa. Ahí dice que “para que una película sea visible hay que comprenderla. De lo contrario la miramos, pero no la vemos”. 

Correas escribió varios textos alrededor de estrenos argentinos, principalmente para El ojo mocho. También editó y tradujo la versión novelada del Mister Arkadin de Welles con el pseudónimo Juan Manuel Levinas para Ediciones del Gallo Rojo en el 73. En el prólogo a este libro habla del cine del centro de Buenos Aires donde vió la película por primera vez. Dice de él que se trataba de un cine “auténticamente popular” y saca un asterisco/nota al pie para explayarse en el por qué de estas palabras. Dice que lo define así porque la reacción ante cualquier película (ya sea respeto, burla, emoción o goce), “independiente pero entregados unos a otros, crea entre todos un vínculo tan real y objetivo como el de la acción en común que pueda lograr que los hombres se reconozcan entre sí como hombres”. Correas, algunas oraciones más adelante, sintetiza esta experiencia comunitaria como “efectiva universalidad”. Una universalidad convocada por un lenguaje común del cual leer en sus movimientos. Correas termina la nota al pie privilegiando el acto que significa aunarse en oscuridad para rozarse las sombras en un acto real que nada tiene que envidiarle al extracto de realidad proyectado en la pantalla grande que en un principio convocó a esos cuerpos ahí. No lo dice, pero insinúa que del roce puede pasarse al arrebato sexual. Cozarinsky, en sus Palacios plebeyos, ahonda muchísimo más en las experiencias sexuales que surgían en la oscuridad del cine: acabando antes de que la película terminara. Pero también llega a una conclusión similar a la propuesta por Fogwill sobre la individualidad del acto cinematográfico que significó la televisión. No niega las salas de cine comercial, pero las considera “una posibilidad más de consumo, entre patios de comidas y el nada exótico bazar de bienes superfluos”. Establecido esto, dedica todo el libro a honrar los ahora fantasmales personajes que solían concurrir y acechar las salas de cine. 

En una operación similar a la de Correas, Cozarinsky pone en primer plano el acto de mirar por sobre aquello que se mira. O, mejor dicho, prioriza el acontecimiento que supone ir a mirar. Ya que lo que puede desenvolverse en la complicidad de la sala a oscuras no necesariamente tendrá que ver con aquello que se fue a mirar. Y nada menos frío que ese tipo de calentura. Quizás el gran problema del espectador contemporáneo radica en la falta de comunidad, la ausencia de sala llena, que provee frialdad y soledad. Cozarinsky, en la presentación de los escritos sobre cine de Alberto Tabbia, comienza presentándolo como un tímido apasionado que abordó el cine desde el lugar donde “la erudición se hace hedonismo”. Quizás, placer mediante, haya que instalar un hipotético quinto espectador más feliz que los cuatro ya delimitados: el caliente. Con la libido al servicio del cine, en busca de cuerpos amontonados y oscuridad. Así, con esa energía, apasionado alegremente, se establece el método más feliz para leer los movimientos que luego se (d)escriben. 

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