Hechizo macabro

El 16 de marzo de 2023, una cuenta de Twitter (hoy X) llamada Out of Context Porn (@OOCporn) subió una escena de una película, sin apuntar la fuente, en la que un hombre desnudo coloca el cuerpo de una mujer, también desnuda, en un ataúd sostenido de manera vertical —posiblemente después de haber mantenido relaciones sexuales con ella, con su cuerpo inconsciente o con su cadáver—, como si la devolviera a su féretro luego de haberla despertado. La coloca allí con cuidado, la besa y, cuando lo cierra, vemos que la tapa del ataúd tiene la inscripción the end.

Lo que capturó mi atención en esa escena no fue su contenido extravagante —esa cuenta siempre publica material peculiar o extraño, por lo general absurdo o con efecto cómico— sino la banda sonora, que no tardé en identificar con Tubular Bells, el disco de Mike Oldfield de 1973. El disco alcanzó notoriedad tras ser usado como banda sonora de El exorcista, estrenada el mismo año; es decir, musicalizó una de las películas de terror más emblemáticas y prestigiosas de la historia, de manera que no resulta raro que otras películas la imitaran —utilizando la misma música, en este caso— o iniciaran una línea exploitation casi de inmediato.

Lo curioso es que esta otra película no recurría al célebre pasaje utilizado como leitmotiv en la película de Friedkin —el inquietante comienzo del disco— sino a uno más difícil de identificar: el desquiciado clímax de la anteúltima sección de la primera parte, es decir, del lado A del disco (que consiste en una única canción dividida en dos partes de veintipico de minutos cada una, correspondientes al límite de duración de cada cara del disco de vinilo).

Había algo atrapante en la conjunción de la música, el movimiento pesado de los personajes y ese “fin” que indicaba el clímax de la película. Era hipnotizante, sobre todo al repetirse ese fragmento de 20 segundos en loop. Un éxtasis extraordinario contenido en una viñeta audiovisual de necrofilia, o vampirismo, o alguna forma de catalepsia. O tal vez se tratara de la víctima de algún hechizo, quizá una posesión vudú, que la mantiene cautiva como un muerto viviente reducido a objeto destinado a satisfacer los deseos de un villano malvado.

Sin embargo, ese out of context era tal que nadie sabía responder a qué película pertenecía el fragmento, ni siquiera la cuenta que lo había compartido. Era probable que se tratara de una película pornográfica, aunque el fragmento no mostraba contenido sexual explícito. Por otro lado, la textura de la imagen parecía indicar que correspondía a una película de los años setenta. No había más información que esa. De nada sirvió buscar en la red y en bases de datos películas eróticas que tuvieran la música de Oldfield, sumando en la búsqueda palabras clave como horror o coffin (“ataúd”), esperando encontrar la respuesta al menos en un comentario escondido en las catacumbas de algún blog. El buscador de imágenes de Google tampoco resultó. Quedó pendiente, por un tiempo, resolver el misterio de esa película.

El 31 de diciembre de 2024, otra cuenta, esta vez dedicada al cine de terror, Retro Horror (@el_zombo), posteó un fragmento de la misma escena, más breve, esta vez en blanco y negro y en formato gif (es decir, sin la banda sonora). Muchos usuarios preguntaron a qué película pertenecía, y tampoco hubo respuesta. Pero en este caso otra cuenta —Ultra Flesh Archives – 21k (@ultrafleshlives)— comentó la publicación y aportó el dato que finalmente fue clave: “what exactly is this? I know it’s a porn loop with Eric Edwards…..” (“¿Qué es esto exactamente? Sé que es un porn loop con Eric Edwards…”). Los porn loops eran cortos en 8 o 16 mm, de unos diez minutos de duración, destinados a las cabinas de peep show. Por aquellos años, el éxito de Deep Throat (Gerard Damiano, 1972) —seguido de películas como Behind the Green Door (Artie y Jim Mitchell, 1972) y The Devil in Miss Jones (Damiano, 1973)— inició la era dorada de la industria pornográfica —la misma retratada en Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997)—. Edwards era una de las estrellas de la primera etapa de esa Golden Age (en paralelo a la expansión del softcore —incluso dentro de la categoría de cine de autor— con películas como las de la serie Emmanuelle a partir de 1974).

Luego de un breve rastreo de información sobre el actor, la búsqueda “Eric Edwards + Mike Oldfield” dio inmediatamente con la película, que se encontraba fichada en IMDb: se trataba de The Sorceress (1974), “La hechicera”, o simplemente Sorceress, dirigida por Leonard Kirtman, o por un tal Louis Alexander, según otros sitios. En IMDb, Tubular Bells figuraba como la banda sonora uncredited (“sin acreditar”). La película también estaba catalogada en Letterboxd (que toma la base de datos de otro sitio, TMDB), donde había no pocas reseñas, de manera que alguna copia debía ser accesible. No tardé en acceder a la película: aunque no figuraba en los buscadores de torrents ni en foros como Karagarga (que incluye una gran cantidad de películas eróticas de diversas épocas, incluso del cine mudo), sí se encontraba en sitios XXX dedicados a pornografía vintage.

La misma sinopsis se repetía en todas las bases de datos: A woman pretends to have psychic powers to obtain sex and money (“Una mujer finge tener poderes psíquicos para conseguir sexo y dinero”). Esto objetaba el contenido sobrenatural que emanaba aquel fragmento, pero una de las capturas que circulaban —el plano detalle de los ojos de Lynn Stevens, la actriz protagónica, iluminados desde abajo por una luz roja— parecía confirmar el cruce del hardcore con alguna variante del género de terror.

El relato, en la copia a la que accedí, comienza in medias res con la conversación de una pareja en su departamento, seguida del primer acto sexual. A grandes rasgos, poco escapa a las convenciones del género1 (muchas veces restrictivas en términos narrativos y estéticos): se trata de una serie de encuentros sexuales —algunos de ellos, como es habitual, con poses acrobáticas por momentos ridículas— apenas hilvanados por una línea narrativa. El leitmotiv, lo que le da sentido al título, son las escenas donde ella, la “hechicera” —en realidad, como indica la sinopsis, una impostora que simula leer las manos— recibe a diversos clientes en su improvisada sala de quiromancia para obtener un beneficio económico. Luego de leerlos y de adivinar el objeto más profundo de su insatisfacción, los hace pasar a otro cuarto (una especie de estudio para sesiones de fotos —más improvisado por la producción de la película que por ella, en este caso—) donde mantienen los encuentros sexuales que satisfacen sus fantasías mientras su novio, escondido, les toma fotos.

La película recurre a múltiples pasajes de Tubular Bells, pero no parece encontrar una manera de usarlo a su favor; más bien coloca esa música como telón de fondo, a veces imperceptible detrás de la capa sonora de gemidos. Podría sonar eso o cualquier otra cosa. Aquella película imaginaria que ese fragmento había evocado se iba desvaneciendo a medida que la película real avanzaba.

Así como la hechicera no era realmente una hechicera, la escena cuyo fragmento circulaba en tuits no implicaba, finalmente, ningún tipo de vampirismo, práctica sobrenatural o perversión necrofílica. El personaje de Edwards, luego de violar a la protagonista, la estrangula y utiliza el ataúd decorativo de su sala para ocultar el cadáver. Es un final insólito, a pesar de que guarda cierta reminiscencia del clásico castigo melodramático a las transgresiones morales de la heroína. El abrupto cambio en el punto de vista, reorientado hacia un personaje secundario presentado pocos minutos antes en esa misma secuencia, apenas salta a la vista ante ese súbito regodeo en el carácter mortuorio de la situación. ¿A qué se debe este desvío? No parece tener otro motivo que la inyección de un efecto de shock sádico: la escena pasa de la relación sexual forzada a un goce sadomasoquista compartido que desemboca en el asesinato como culminación del acto sexual. Pero lo realmente singular es lo que sucede después. La forma de ocultar los rastros del crimen resulta inverosímil incluso en el contexto de una película pornográfica, y la excepcionalidad de ese giro es lo que la vuelve interesante: es como si la película fuera de repente poseída y arrebatada de sus carriles hacia una zona misteriosa que dejaba intacto el hechizo del primer contacto con ese fragmento. Ese final contiene una carga dramática que no se encuentra en ningún otro pasaje de la película, un momento de tensión no vinculado al típico despedazamiento metonímico2 en la representación pornográfica del sexo, en un giro que, de alguna manera, sí la conduce hacia terrenos del thriller o el terror, con sus potenciales puntos de fuga. Es un momento —el único, quizá— en el que la banda sonora acentúa dramáticamente la acción, en el retrato de un instante de desorbitación psicológica con un énfasis inusual en las cualidades macabras y frenéticas de la acción, no exentas de cierta delicadeza: Edwards se comporta menos como un vulgar criminal que como el ejecutante de un ritual sagrado, o profano.

Aún así, el final no deja de reflejar las dificultades de la película para trascender sus propios límites: el sonido se funde en silencio justo cuando la música escala en su frenesí, como un orgasmo interrumpido, a medida que el plano se reenmarca en las letras del ataúd que le dan fin. Pero al haber sido visto recortado, ese fragmento aislado guarda una potencia propia y probablemente más enérgica que si se hubiera experimentado solo como clímax del resto del film. Una pieza autónoma que no deja de evocar una película inexistente.


Agustín Durruty nació en Buenos Aires en 1989. Estudió Artes Audiovisuales con orientación en Guion en la Universidad Nacional de las Artes (UNA). En la actualidad, trabaja en su Tesis de Licenciatura, en la que investiga la transición entre clasicismo y modernidad en el cine argentino de fines de los años cincuenta.


Notas:

  1. En palabras de María Valdez, “si el hardcore se define por la evidencia explícita del acto sexual y de los genitales, anula desde su misma génesis la voluntad narrativa. Escenas sexuales ligadas débilmente unas con otras incluyen, dentro del hard tradicional, felación, coito y orgasmo (verificado por la eyaculación externa y por el rostro gozoso de la mujer), sexo grupal y anal (en las mujeres) y escenas lésbicas. Todo en medio de un relato articulado sobre la base del principio de fragmentación —profusión del medical shot (planos detalles de los genitales en acción)— que, hiperrealizando en pantalla el acto sexual, otorga irrealidad a una puesta condicionada por el montaje (…)”. “La metáfora imposible: El hardcore” en Cien años de cine, Claudio España coord., La Nación Revista, 1995. ↩︎
  2. Ídem. ↩︎

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *