La acción de sentarse y ver Tardes de soledad (Albert Serra, 2024), recientemente estrenada en Argentina en el marco del apolítico y silencioso 26° BAFICI1, se asemeja a “ver… no ver nada”, aliteración mediante la cual Domingo Faustino Sarmiento supo describir el sentimiento que le surge al hombre mirando la pampa; “porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda”. En la confrontación entre el hombre argentino y el espacio abierto del desierto, Sarmiento encuentra la suma de las características de la cosmovisión nacional, mientras que Albert Serra descubre en la tauromaquia el vacuo corazón de España en su siglo XXI. Y cuanto más hundimos los ojos en el ritual de tortura sin sentido del torero Andrés Roca Rey y su séquito, más nos confunde, más se nos aleja y, a su vez, más nos fascina esta sinécdoque de un Reino en un estadio. Pero hay un error en la descabellada analogía, y ese error es la base de los problemas de la película, ganadora de la Concha de Oro en el pasado Festival de San Sebastián y primer premio ex-aequo de la encuesta anual La Internacional Cinéfila del 2024: mientras que en el Facundo Sarmiento escinde completamente tanto a su propia persona como al lector del espectáculo pampeano que presenta, de este gaucho sin nombre clavando sus ojos en el horizonte y recibiendo nada a cambio, Serra clava su ojo en el show y convierte a sus espectadores en silenciosos testigos de la masacre, sin ningún intermediario. Así, a Tardes de soledad no le queda nada más que el primer shock y la posterior desensibilización de la audiencia, y se vuelve imposible alcanzar la “poesía por carácter” del pueblo (sarmientino), la explicación uniforme y ordenada de las condiciones de vida de un país. Al ver Tardes de soledad miramos y no vemos nada, porque nada es lo que Serra nos presenta.

Verla (una vez más, la acción en sí de verla) implica meditar, durante mucho tiempo, sobre cuál es el objetivo que se quiere alcanzar. Las corridas de toros mostradas son cinco, escenas muy extensas que ocupan la mayor parte del metraje, y verlas, y acostumbrarse a los movimientos del torero y del toro, ver repetirse una y otra vez las mismas acciones, lo lleva a uno a pensar en otras cosas: ¿qué es lo que se nos está contando? ¿Cuál es la historia detrás de las imágenes? Aventuro que quizás sea acerca del pueblo español, de su monstruo interno que solo nace en la contemplación de la barbarie, lo cual deja deseando mucho, ya que el pueblo español casi no aparece (y el comentario sobre las altas esferas a las que pertenece Roca Rey se limita a un par de planos suntuosos en su habitación de hotel); la opción de que trate pura y exclusivamente de un combate entre hombre y naturaleza no me convence (desde las bases mismas del toreo, los participantes se encuentran en una desigualdad de posibilidades), y “la osadía de adentrarse […] al enigma incómodo e indigerible de la creación misma”, que leyó aquí María Negroni, me parece una salida fácil: no veo en ninguna parte una autorreflexión, una vuelta de la cámara sobre los medios mismos de filmación, simplemente una reutilización de formas conocidas con algunos complementos autorales. La cámara funciona de manera muy similar a la de un noticiero, o a la de cualquier transmisión de una corrida de toros que puede ser encontrada en YouTube, sumado a la hiper estilización de Serra y el ritmo y drama que sabe construir con la música de Camille Saint-Saëns y Jefferson Airplane. La observación atenta del torero quiere acoplar en sí la mirada objetiva de un canal de noticias, la emoción de una ópera dramática y el extrañamiento satírico de un comediante (las escenas en el auto se extienden lo suficiente para resultar llanamente cómicas por el diálogo), para sacar de allí una idea de totalidad a partir de un retrato puramente individual.
Porque la mayor apuesta formal de las escenas en la plaza probablemente sea la decisión de no mostrar nunca al público y solo enfocar la cámara en las torturas y humillaciones de Roca Rey y sus banderilleros, picadores, mulilleros, monosabios y areneros ante el toro de turno, diferentes individualidades actuando a la par y de forma colectiva. De esta manera, rápidamente se vuelve claro el juego principal de la película: llevar a su audiencia al lugar de público de las corridas, hacerla caer en el juego del toreador, producir escalas de tensión y relajación, crear emoción y asco, espanto y admiración por el combate. Los interludios con cámara fija en el auto que traslada al grupo de Roca Rey y unas escenas de cambio de vestuario en el Hotel Ritz de Madrid complementan las escenas en la arena. Lo que más se muestra es al hombre enfrente del toro, una y otra vez. Y la “soledad” del título bien puede referir a la falta de público producida por la cámara sesgada, ya que las ovaciones y los abucheos provenientes de la tribuna podrían estar viniendo de otro mundo: nunca vemos el origen del sonido, sólo sentimos su distancia. Guillermo Martínez Valdunquillo lee la cobardía de esta decisión: “el toro siempre está lejos y el cineasta, a salvo, encuentra la belleza a través del puro poder tecnológico”. Al toro lo dejan solo todos, incluidos el cineasta y especialmente la lejana cámara. Los dos primeros planos de la película ilustran bien el problema de identificación de la cámara con sus sujetos: dos toros aparecen en las sombras, sin hacer ruido, sin moverse, esperando algo, sin saber bien qué. Como complemento a ese íntimo inicio, hay más adelante al menos tres primeros planos de la cara de los toros en el momento mismo de su muerte, los ojos mirando para arriba y de repente blancos. La intimidad que la cámara le otorga a Roca Rey solamente le llega al anónimo toro en un par de momentos límite, cuando su protagonismo o la necesidad de su existencia para el juego deja de ser imprescindible. “Verdad que has matado a ese toro”, le dice uno de los banderilleros al matador; la cámara realza la verdad de esa muerte mediante unos planos detalle muy disímiles a los que se encuentran en una transmisión de una corrida: estamos ante una realidad más real que la realidad misma.


En una conferencia de Pedro Costa sobre cine japonés es posible encontrar una clara explicación o lectura de las barreras traspasadas por Serra al confeccionar esta película. Costa se sirve del último plano de la última película de Kenji Mizoguchi (Akasen chitai, 1956), en el que una prostituta decide dejar de ver un horroroso acto que está sucediendo enfrente suyo, para hablar del último plano de su propia Ossos (1997), en el que una puerta se cierra antes de que la cámara muestre un acto espantoso. “Pienso que Mizoguchi quería decir con su último plano: ‘A partir de aquí, la película será tan insoportable que dejará de ser una película’. Después de esta puerta cerrada, ya no es posible la película. Es terror, así que no entren”. Costa piensa que el cine contemporáneo está lleno de puertas abiertas, que invitan al espectador a pasar un buen tiempo, y cree que algunas puertas deberían permanecer cerradas: “El espectador puede ver un film cuando hay algo que se resiste a él. Si puede reconocerlo todo, se proyectará a sí mismo sobre la pantalla, no verá otras cosas”2. No con el objetivo de pasar un buen rato, sin embargo Serra abre todas las puertas del mundo que quiere contemplar, y no deja nada a la elucubración o al misterio3. A fin de cuentas, no hay nada en Tardes de soledad que se resista al espectador. Tenemos a nuestra disposición todo el espectáculo de la tortura y la muerte, lo que se vuelve el espectáculo vacío de la nada misma. El inevitable acostumbramiento a las imágenes sangrientas y despiadadas nos deja repletos de nuestra propia imagen, deseosa de más, de una pelea más, de un juego más; deseosos de volvernos una nueva presa de Roca Rey esperamos impacientemente cada parte conocida y ensayada de la pelea. Basta con ver esta película en una sala repleta y observar las caras del público (incluso la de uno mismo): brillantes de emoción, no podemos esperar a ver qué pasa después. Sedientos de sangre, no nos resistimos al film y él no se resiste a nosotros.
Es una película cruel, al fin y al cabo, y eso no sería de por sí un problema; nada, sin embargo, en su forma, me hace ver algo más allá de esa subrayada crueldad. Esto también la vuelve una obra muy consecuente con su tiempo, o con el tiempo que la produjo. Para Alain Badiou la crueldad fue materia y fuente de la producción artística de todo el siglo XX,
menos una cuestión moral que una cuestión estética. […] Nos encontramos en el momento […] en que la subjetividad personal estalla, se disuelve o se constituye de otra manera. En el fondo, la crueldad es el momento en que debe decidirse la disolución completa del ‘yo’. […] La idea sólo puede cobrar cuerpo en un ‘nosotros’, pero el ‘yo’ no accede a su disolución sino asumiendo el riesgo, incluso deseado, del suplicio4.

Y el “nosotros” que nos propone Serra, ese “nosotros” que constituye el único lugar en el que se puede llevar a cabo una idea en este siglo XXI que, en la realidad que forma la plaza de toros, es un siglo XX extendido (o un siglo XIX, o un siglo XVIII), aparece difuminado en la película como un lejano ruido de fondo, necesario para la construcción estética de la falsa individuación del torero. Siguiendo a Badiou, Roca Rey tiene que sufrir para que la idea que emana del combate pueda tener una justificación. Entonces, sí, sufre, es zarandeado por el toro un par de veces, revolcado contra el piso y golpeado. Pero no es suficiente. De ahí el requerimiento de la existencia de la película: sin ella, la idea se quedaría escondida, cercada por unas cuatro paredes que cada día se vuelven más estrechas. No recuerdo si el matador mira en algún momento a cámara, pero definitivamente necesita de nuestra presencia para poder crear el mito de su propia singularidad. Para que no lo dejemos tan solo, para que no nos olvidemos de él. La película es cruel porque el acto que muestra es cruel, y porque la idea que quiere comunicar (la idea adentro de la tortura animal del toreo, todas las explicaciones de la tradición y el espíritu nacional) requiere de una crueldad manifiesta para ser entendida. Por esto la gran confusión de Serra al adoptar las maneras del documental: la forma de su obra debe acoplarse al sujeto observado que quiere una justificación para su acto. Quizás le hubiera quedado mejor la forma de la pura ficción; otras películas que se valieron de la tauromaquia para expresar una totalidad a partir de un individuo supieron dónde poner el límite de la exposición, en dónde cerrar la puerta. Es el caso de Hable con ella (Pedro Almodóvar, 2002) o de varias películas del Hollywood clásico (las adaptaciones de Hemingway dirigidas por Henry King, la ya clásica Blood and Sand (1941), de Rouben Mamoulian); films que entienden la crueldad intrínseca al acto pero que dejan en duda algunos de sus procedimientos más específicos; el torero y el toro siguen estando solos en su mundo, pero la cámara no lo abandona solo por una necesidad vital (el operador tiene que mantenerse a salvo) sino por una búsqueda cinematográfica.
“Sus imágenes no se desvelan por la violencia, sino por la convivencia de ésta con la intimidad y la belleza del ritual de quien decide vivir para poner el cuerpo en el límite”, explica Tomás Guarnaccia en su defensa de la película. Esta convivencia pacífica de la violencia en el día a día puede leerse como un fiel retrato de un rito que ya es parte de la identidad de un pueblo; luego de dos horas de desidia, crueldad y tristes ironías, no puedo sino verla como una rendición ante la idea, sin más. Serra se arrodilla ante el Reino de España y ante Roca Rey y les concede la última palabra en la discusión. La idea es iterada una vez más, como si estuviéramos mirando un noticiero, como si estuviéramos leyendo el diario; una cotidianeidad que asusta. A través de una observación detallada del hombre y de su actividad, nos sentimos satisfechos de entender todo lo que está pasando. Serra nos dice, al recorrer cada parte del cuerpo del torero en su habitación, al llenarlo de literalidad: con la realidad alcanza.

Valentín Luvini nació en Belén de Escobar en el 2003. Le interesan y escribe sobre los entrecruzamientos del cine y la literatura en publicaciones como Taipei y En otro orden. Estudia la Licenciatura en Letras en la Universidad de Buenos Aires y desde el 2025 investiga como adscripto a la cátedra “B” de Literatura Argentina I de dicha universidad.
Notas
- Para entender esta calificación del festival, esta nota del año pasado vale también para la última edición: Monteagudo, Luciano. “El sospechoso silencio del Bafici”, en Página/12, 15/04/2024. ↩︎
- “Pedro Costa habla en Japón (primera parte)”. Traducción de Roger Koza. En Con los ojos abiertos, 23/08/2008. https://www.conlosojosabiertos.com/pedro-costa-habla-en-japon-primera-parte/ ↩︎
- En su conferencia, Costa cuenta una anécdota que hace pensar en la diferencia entre una película de ficción (como es Akasen chitai) y un documental (Tardes de soledad): “Después de Huesos, rodé una película que se llamó En el cuarto de Vanda, y, por ejemplo, todos los periodistas, japoneses, estadounidenses, británicos, siempre me preguntaban: ‘¿usted ve su película como una ficción o un documental?’ Sostengo que esta pregunta es en verdad sobre otra cosa. Oculta otra pregunta, que es: ¿Es un film verdadero o es falso?” ¿Es Tardes de soledad una película verdadera o falsa? ↩︎
- Badiou, Alain (2005) El siglo. Buenos Aires: Manantial. pp. 149-150. Traducción de Horacio Pons. ↩︎
Excelente texto. Saludos.
Muchas gracias, Fernando!