Iván Pinto Veas: “Durante el estallido social, la pregunta por el cine se vivía más que nunca”

Iván Pinto Veas es crítico de cine, investigador y docente. Entre los temas que desarrolla se encuentran el cine documental, el cine latinoamericano, la crítica de cine y el cine contemporáneo. Es Doctor en Estudios Latinoamericanos (Universidad de Chile), Licenciado en Estética (Universidad Católica de Chile) y en Cine y Televisión (Universidad ARCIS), con estudios de Comunicación y Cultura (UBA, Buenos Aires). Actualmente se desempeña como académico e investigador en la Escuela de Cine Universidad Mayor y en el Centro de Investigación en Artes y Humanidades de la misma institución. Es editor general del sitio La Fuga, especializado en cine contemporáneo. Fundó y dirigió hasta el 2021 El Agente / Crítica de cine, sitio dedicado a la crítica de cartelera, festivales y estrenos de circuito independiente. Ha sido co-editor de las antologías El cine de Raúl Ruiz. Fantasmas, simulacros y artificios (Uqbar, 2010, junto a Valeria de los Ríos), La zona Marker (Ediciones Fidocs, 2013, en conjunto con Ricardo Greene) y Suban el volumen. 13 ensayos sobre cine y rock (Ediciones Calabaza del diablo, 2016, junto a Álvaro García y Ximena Vergara). Dictó clases en varias universidades chilenas, entre ellas, la Universidad de Valparaíso, la Universidad de Chile, la Universidad Católica y Usach. Co-dirige la colección de ensayos de cine La Fuga+Metales Pesados junto a Carolina Urrutia, Laura Lattanzi e Ignacio Albornoz, dentro de la que editó Estéticas del desajuste. Cine chileno 2010-2020 (Metales Pesados, 2021, junto a Carolina Urrutia) y Raúl Ruiz: Potencias de lo múltiple (Metales Pesados, 2023, junto a Ignacio Albornoz). Junto a Claudia Aravena fue co-autor del libro Visiones laterales. Cine y video experimental 1957-2017 (Metales Pesados, 2018). Recientemente presentó su nuevo libro, El pueblo en disputa. Debates estético-políticos desde Glauber Rocha, Raúl Ruiz y Luis Ospina (Prometeo, 2024).


Agustín Durruty: ¿Cómo nace tu interés por el cine y por estas dos formas de reflexión que son la investigación y la crítica?

Hay muchas historias de críticos de cine que empiezan “cuando yo era niño…”. En mi caso, llegué al cine porque me gustaban los cómics, y creía que había mucha afinidad entre ambos. La cinefilia me agarra más de adulto. Hubo un primer paso que fue estudiar cine en la Universidad Arcis, hoy extinta. Al principio quería hacer películas. Antes de estudiar iba al cine más aficionadamente, de una manera dispersa y lúdica. Me topaba con películas de Bergman o Rohmer y me quedaban dando vueltas. Después, al estudiar cine, se estructura una formación de visionado más estricto, de estudio. Durante mi formación en cine sentía una sed de teoría, de conceptos. Entré a estudiar en una Licenciatura en Estética que hay en la Universidad Católica y se me abrió un espectro. Empecé con mis primeras críticas en revistas impresas (Santiago Cultura, una revista que se repartía gratis en el metro) y en un portal cultural (Unavuelta.com, un sitio hoy desaparecido). Encontré algo creativo en la crítica, eso me gustó. Hacia el año 2005 me llama Carolina Urrutia, con quien armamos un grupo y fundamos La Fuga. A la larga también empecé a dar clases. Fue otro camino que se fue dando en paralelo.

AD: ¿Y leías crítica de cine? ¿Había revistas que leyeras o siguieras durante tus años de formación?

Obviamente está la mítica Cahiers du Cinéma, pero en la época en que yo estudiaba, a fines de los 90, nos llegaba El Amante. En mi segundo año de estudio, mi papá me regaló un año de suscripción y la coleccionaba. Hacia mediados de la década del 90 se encontraban aún ejemplares de las revistas chilenas Primer Plano, Enfoque y Plano 9, aunque una de las lecturas cinéfilas más relevantes para mí fueron las cartillas de críticas del Cine Arte Normandie. Pero, más allá de las de cine, siempre coleccioné revistas de todo tipo. Revistas de música, por ejemplo. Tenía la suerte de que llegara una que se llamaba Rockdelux, de España. La recibía con seis meses de retraso y venía con un CD. También leía Ajoblanco, una revista under de la contracultura española, de los años 70 y 80. Y aquí se publicaba mucho: Extravaganza! (revista de música), Bandido, Trauko, Asteroide (dedicadas al cómic) o el suplemento Zona de contacto, que reunía música, literatura, cine. Las revistas de cine acompañaban a las otras, las de música y cómics. Todo era muy fascinante. Para mí fue muy importante la formación de lectura de revistas.

AD: ¿Entonces te fuiste acercando a la crítica y a la academia casi al mismo tiempo?

Sí, en paralelo. Cuando aparece La Fuga llama la atención este perfil de críticos de cine que vienen de humanidades. La otra tropa eran los periodistas, y yo me la pasaba peleando con ellos. Tenían una revista llamada Mabuse, que había empezado un poquito antes, y no me gustaba nada cómo escribían. Para mí tenían una visión setentera, ochentera de la crítica. Muy polemistas, también. En La Fuga teníamos otro perfil, más amigable, más reflexivo. Discutíamos las películas en un marco un poco más amplio. El año que empezamos fuimos a un panel de crítica en el Festival de Valdivia. Hace poco rescatamos el audio, eran citas a Foucault y cosas de veinteañeros, pero había un marco más amplio de cosas, mientras que los otros críticos buscaban la polémica política. Son diferencias de encuadre y formas de intervención, que después uno va afinando. Había también otras iniciativas, como Analízame o Fuera de Campo, que aumentaban la diversidad, y también las ganas de discutir. Eso ha ido desapareciendo.

El punto es que sí, todo se fue dando en paralelo. Y nos empezaron a llamar para dar clases. En el medio vine a Buenos Aires, donde estuve dos años haciendo una maestría que no terminé. El contacto con la cultura de revistas de acá también fue importante. No solamente las de cine, como Kilómetro 111 (fundamental), sino Punto de vista, El ojo mocho… Todo eso estaba dando vueltas. Me fui encontrando con un montón de gente: Eduardo Russo —me lo encontré en un BAFICI—, Ana Amado, David Oubiña —a quien admirábamos un montón—, Eduardo Grüner, Gonzalo Aguilar. Para mí fueron muy importantes esos encuentros del 2006. Fue conocer una manera de entender el análisis que tenía que ver con pensarse desde acá, desde Latinoamérica, con una historia específica de discusión y conversación desde la cual abordar las películas. Hasta ese momento yo venía de un palo muy formal, más cahierista.

AD: ¿En el nacimiento de La Fuga no estaba esa idea de hacer una escritura un poco más situada desde Latinoamérica?

No, al comienzo el modelo era Cahiers y El Amante, queríamos hacer una revista de cine e ir a festivales. Éramos más pop al inicio: un grupo de amigotes que teníamos un blog, con comentarios y un modo más espontáneo. Después de mi estadía en Buenos Aires cambió un poco el perfil de la revista. Le dimos una vuelta a esto de la actualización permanente y empezamos a sacar números. Ahora, veinte años después, publicamos un número al año. Costó un montón de trabajo. Tuvimos que entender cómo sobrevivir a largo plazo. Muchas veces nos dijeron que teníamos que imprimir los números en papel, pero lo digital te permite subsistir. Ahora hay una vuelta al papel.

AD: ¿Te parece que la revista tiene mayor ánimo de intervención sobre el presente? Porque, en realidad, varios de tus artículos académicos también tienen esa idea de intervenir en discusiones actuales. Acá los campos de la academia y de la crítica están muy divididos, hay gente que se dedica a una o a la otra. ¿Cómo funciona eso en Chile? ¿Te considerás una excepción en ese sentido?

Sí, se da un poco eso en Chile también, y a mí me aburre mucho. Los críticos de cine hacen el comentario de cartelera y los de la academia están en otro palo. A mí me gusta generar formas de circulación y mediación, una contaminación entre esas esferas. Me lancé hace un mes con un canal de YouTube, con eso digo todo1. En la revista, esa intervención se da en discusiones puntuales. El número anual va renovando las perspectivas y los objetos más a largo plazo. Es un tiempo de mayor reflexión, pero pensado desde la crítica. Porque La Fuga está en un terreno híbrido: para muchos cinéfilos es demasiado dura y académica, y para los académicos no es lo suficientemente académica porque no está indexada. Lo hemos asumido ya. No es un mal lugar para estar, es un terreno intermedio de trabajo. Con Carolina, Laura Lattanzi y Wolfgang Bongers estamos de acuerdo con el perfil que La Fuga adquirió, con esa forma de intervención, de ir renovando un poco la conversación y los conceptos con un proyecto más a mediano y largo plazo. Hace un tiempo tuve un sitio de intervención y comentario permanente, que era El Agente Cine, entre 2012 y 2022.

AD: Un sitio dedicado más exclusivamente a la crítica.

Crítica, festivales, cartelera. Fue un espacio más bien formativo para otros jóvenes, como Héctor Oyarzún, Miguel Ángel Gutiérrez o Vanja Munjin, que después entraron en programación o en trabajos parecidos. Era un sitio para ensayar escritura y para que gente más joven pudiera meterse un poco en esto. Yo cumplí mi ciclo, me fui en 2022. Diez años me parecieron bien y lo dejé. Ahora sigo con la revista, tengo dos libros y se me ocurrió lo del canal de YouTube, una manera de intervenir más rápidamente sobre ciertas cosas. Escribo crítica en algunos medios de difusión académica, como Palabra pública, donde publico en cada número impreso.

AD: ¿En términos de metodología a la hora de escribir, es muy distinto para vos un artículo académico, una crítica o algo más intermedio como La Fuga?

Sí, son cosas distintas. La crítica la hago de una manera más intuitiva, como un gran borrador para lo otro. A veces funciona como un bosquejo, una idea, una intuición que planteo de manera rápida y con una escritura más pulsional. Después eso lo ordeno y lo relaciono con otras cosas. Lo de La Fuga es distinto. Curiosamente, lo que más escribo ahí son reseñas de libros de cine. Algún otro texto escribo, pero sobre todo edito la revista. Otro lío.

Miguel Savransky: Como decías, el perfil de La Fuga es medio híbrido, un “ni-ni” entre la academia y la crítica, y a vos te interesan más esos pasajes de una a la otra, “la contaminación”, más allá de que también hay una división del trabajo. Ahora que dentro de poco cumplen 20 años, imagino que habrá habido redefiniciones de las líneas de orientación y de las búsquedas. Hay dos interrogantes respecto a la separación entre crítica y academia: por un lado, a veces se puede considerar que hay poca teoría en el sector de la crítica; por otro, en La Fuga hay una vocación de largo aliento más amplia: evidentemente es una revista de cine, pero también va mucho más allá de lo específicamente cinematográfico, para tender discusiones más generales —estéticas, políticas o en términos de líneas teóricas recientes sobre visualidades o sobre imágenes en general, no exclusivamente del cine—. ¿Cómo fue ese trayecto?

Cuando empezamos éramos muy cinéfilos, muy voraces. Eso duró unos tres años. Vine a Buenos Aires y, al volver, empezamos con otro tipo de trabajo. Sacamos dossiers temáticos: uno de documental, otro de teoría… Queríamos distinguirnos. En La Fuga todos somos bien lectores, nos gusta mucho leer. Eso es raro también: a veces me gusta más leer sobre cine, teoría o filosofía, que ver películas. O, al menos, buscar la relación: películas filosóficas, filosofía de la imagen. Ese es el terreno que me cautiva y me va guiando. Hay un libro muy bonito de Jean-Louis Schéfer, El hombre ordinario del cine [Catálogo Libros, 2020], que habla un poco de esta vocación, del espectador, de la memoria, de cómo se va constituyendo una vida filosófica, una vida de pensamiento y reflexión personal donde tu identidad se va construyendo a lo largo de un trayecto. Suena complejo, pero lo que me interesa es que en el grupo editor compartimos una vocación similar, un determinado perfil de películas y de libros que nos interesan, y un cierto perfil de conversación cuyo impacto va del cine hacia otras áreas: cultura digital, filosofía y teoría de la imagen. Hoy en día podríamos sumar el post-antropoceno y el giro deconstructivista, perspectivas que me parecen debatibles. Estos giros van haciendo eco en las conversaciones, y me parece saludable. En los circuitos cinéfilos se resiste un poco la dimensión más filosófica y teórica, pero la cuestión está en todos lados. Me parece que sin ese diálogo con el presente, en un terreno cultural amplio, el cine se pierde un poco. Como lo ponía Daney: “el cine es un arte del presente”. No es solamente la idea de la presencia, es el compromiso con la época. Y esa también es una línea cinéfila: uno puede hacer una lista de cineastas y revistas que estuvieron en esa conversación. En Italia está la revista Fata Morgana, por decir algo —no es que me quiera comparar—. En la línea cahierista de los 70 y 80 —el mismo Comolli, Schéfer, Daney, que después fundaron Trafic— la pregunta fue esa: cómo conversa el cine con la época y qué complejidades podemos construir. En los 70, en la portada de Cahiers —que no tenía imágenes— salían entrevistas a Barthes, Foucault y otros teóricos de la época.

Después está el tema de la traducción, o cómo hacer que estas preguntas teóricas no queden en el interior de la academia, que puedan salir y circular. Muchas de estas discusiones teóricas están en francés o en inglés y, como los que las citan entienden francés e inglés, quedan sin bajada. La idea es democratizar eso y darle también una lectura latinoamericana: revisar la pertinencia, discutirlo y poder pensarlo con nuestros propios recursos y herramientas. Eso es importante: no ser reproductivo. La revista busca ser un motor, una máquina de devoración y devolución, de entrega, ajuste y desajuste, pero no una cosa reproductiva. Ese es el desafío de la crítica, finalmente.

AD: Respecto a la relación de la crítica con el presente —y no solo de la crítica, porque también tenés algún artículo académico dedicado al tema—, ¿cómo afectó al cine chileno el estallido social de 2019? ¿Cómo se vio representado? En un texto hablabas del resurgimiento de algunos colectivos de cine militante, por ejemplo2.

MS: Ampliaría la pregunta más allá del cine, en términos audiovisuales más amplios. Hubo en circulación cosas más espontáneas, que no necesariamente son películas. Estuviste muy atento al archivo del estallido, armaste un corpus de trabajo. 

En ese momento estaba editando El Agente Cine. Estábamos en un palo más de reseña de festivales y, de repente, viene el estallido. Deja de haber estrenos y se desdibuja la cosa. “¿Y qué hacemos?”, pensamos. La pregunta por el cine se vivía más que nunca: qué sentido tiene hacer imágenes, qué sentido tiene registrar. Y espontáneamente surgen, por un lado, los registros virales —que ya eran casi invasivos, una cosa muy fuerte— y, al poco rato, los colectivos audiovisuales, que empezaron a registrar y a construir una narrativa de lo que pasaba. De inmediato, el desafío del sitio fue escribir y ajustarse a ese contexto. Emergió una escritura colectiva, de muchos colaboradores. Uno de ellos fue Sergio Navarro, un académico amigo, que falleció en 2021. Había vivido la Unidad Popular y estaba encandilado con todo. Sus columnas eran una reflexión sobre el devenir pueblo de la imagen en el marco del estallido, unas crónicas subjetivas donde estaba todo mezclado: el cine, la representación, este pueblo que busca una imagen. Otros se interrogaban sobre cosas específicas, como la cuestión ética o política, la función de la imagen3.

Yo me lancé a escribir, primero, con esta pregunta sobre el lugar de las imágenes, su rol como agencia en ese marco, y después escribí a partir de la distorsión, de la idea de que era necesario ir un poco más allá de la evidencia4. Andrea Soto lo ha dicho de una manera magistral en su último libro: no basta con mostrar, necesitamos algo más5. La imagen no solo construye visibilidad, sino que es a partir de ahí que surgen los problemas. En ese momento lo entendí de manera muy evidente, porque había un muy mal cine de izquierdas. Era necesario que esa función de las imágenes fuera un poco más allá, y me parece que los colectivos audiovisuales respondieron a esa pregunta de manera brillante. Había un colectivo llamado Pedro Chaskel que era increíble. Remontó las imágenes de los archivos virales y realizó cortos en los que las imágenes y los textos formulaban preguntas y contradicciones. El colectivo FECISO, una escuela de cine popular surgida alrededor del Festival de Cine Social, salió con las cámaras a filmar en medio de la noche: ves evangélicos, tipos que están cerrando sus condominios con candados mientras unos narcos salen con máscaras, un haitiano hablando con una cuica chilena6, un diálogo absurdo en medio de rayos láser, algo casi cósmico. Era un estallido muy extraño visualmente, una cosa rarísima: drones, rayos láser, todo en una nube roja. Un delirio.

AD: Lo opuesto a la idea del registro y el reflejo de la realidad.

Sí, y todo esto amplía la pregunta por lo performático del evento, va más allá: hace una pregunta por el rol policial de las imágenes, por lo deconstructivo. En ese momento me surgieron un montón de preguntas y escribí mucho sobre eso. Después ya me agoté, lo estuve cubriendo dos años. Pero este año volví un poco a eso a partir de otra pregunta. Porque a partir del estallido social se hicieron unos veinte documentales, la mayoría muy malos, pero ahora empezaron a salir otros que son más interesantes. Uno es El que baila pasa [Carlos Araya Díaz, 2023], que está rodeado de una polémica: la derecha lo acusó de propaganda política y los estudiantes de cine dicen que está mal hecho porque sus imágenes son de mala calidad. Pero tiene una mirada muy interesante, un punto de vista opaco, contradictorio e irónico sobre la revuelta.

Muchas de estas no son películas perfectas, pero me interesan, y hablan de otro momento: el fracaso del primer proyecto constituyente. Una de ellas es Oasis [Colectivo MAFI, 2024]. Es fundamental pensar el fracaso. Esas películas se hacen cargo de estos fracasos, del dolor del fracaso. Eso me entusiasma para escribir: hay algo que vale la pena pensar con estas películas, ya no desde la épica del estallido, sino desde otro lugar. Me parece que el esfuerzo es apretar esa relación, y no para que el cine diga lo que queremos que diga. En el fondo, si tú estás trabajando en un marco político de lectura, nunca hay afuera de la política. Como dice Alain Brossat: pueblo hay en todas partes. El problema es la lectura y la vinculación que puedas hacer. Pero hay condiciones para eso, ciertas preguntas que hay que hacerse, y me parece que en la crítica de izquierdas —ni hablar de la crítica conservadora, que ni se lo pregunta ni le interesa— a veces se toman caminos muy cortos, que llegan muy rápido al objeto. Hay que pensar un poco más.

El que baila pasa (Carlos Araya Díaz, 2023)

AD: ¿Se estableció desde la crítica una relación entre estos nuevos colectivos y los de los años 70, por ejemplo?

Sí, Sergio Navarro escribió sobre la relación con la Unidad Popular y Allende7, pero me parece que eso también era una distorsión. Hay que ser bien materialista: no es todo lo mismo. Es otro marco, otro contexto. Las imágenes nos pueden servir como archivo, para recordar, rememorar o construir monumentos, pero el contexto, los modos y la pregunta que formulan en la complejidad del presente son cosas distintas. De hecho, puede ser que uno de los problemas que haya tenido la izquierda movilizada en ese momento es haber creído que la utopía estaba ganada. Fatal. Creíste que la revolución estaba ahí, le hablaste a un pueblo épico, fuiste a hacer el proceso constituyente y… no estaba ahí. Hay que ser táctico, estratégico y materialista en ese punto, atender la complejidad de la coyuntura, con sus particularidades y sus singularidades. Entender esa complejidad coyuntural no te asegura el éxito, pero sí leer mejor el presente, aunque sea crudo y contradictorio. Prefiero esa verdad dura y contradictoria, que no da nada por sentado. Soy muy pesimista, en un punto. Muy reacio al romanticismo en la política.

AD: Quizá eso también explica un poco tu proyecto de tesis y el libro que publicaste ahora, El pueblo en disputa. El escepticismo está muy presente en las tres películas que abordás.

Está muy relacionado. Tiene que ver con ese espíritu. Pero es un escepticismo crítico: “pesimismo de la razón, optimismo de la voluntad”. Sí, son películas sobre el fracaso, son críticas, autocríticas, voraces y, en un punto, negativas, pero no de un nihilismo existencial. Digo, formulan la pregunta por la política y la coyuntura. Agotan el problema, de algún modo. 

AD: Parten de ahí, pero no están replegadas sobre sí mismas.

Eso es lo que me interesa. Porque hay un cine deconstructivo, oscuro, que se va hacia adentro. Pero estas no, son películas bastante abiertas. Tierra en trance [Glauber Rocha, 1967] es una película agresiva, carnavalesca, sucia, disyuntiva. El realismo socialista [Raúl Ruiz/Valeria Sarmiento, 1973/2023] también, quiere discutir, intervenir, interpelar. Agarrando pueblo [Luis Ospina y Carlos Mayolo, 1977] es una película performática, totalmente hacia afuera. Son películas que salen a agitar preguntas. En ellas hay un pueblo contradictorio, performático, agudo, móvil y estratégico, si quieres. No son películas fáciles, son un poco pesimistas. El idealismo lo tienen muy corto, y tienen mucho ojo con estas idealizaciones del pueblo, del intelectual y de que algo esté dado por sentado.

AD: Antes de pasar al libro, me preguntaba si estos colectivos que surgieron a partir del estallido tuvieron continuidad. Por ejemplo, recién dijiste que el Pedro Chaskel no siguió.

No, de hecho, uno de los miembros del Colectivo Pedro Chaskel se reformula internamente y hace esta otra película, El que baila pasa. Pero hay un paso de una cosa a la otra, del activismo militante a una reflexión más autocrítica e irónica. No, los colectivos mueren con el estallido. Después de Las Tesis —que fue el último gran colectivo feminista, muy performático— se agotan inmediatamente. Pasa el estallido, pasa el proceso constituyente y pasa la pandemia también. Algunos siguen, pero no tienen el mismo impacto. Me parece que casi todos se perdieron, y muchos, justamente, porque ganó el progresismo. Es decir, ¿cuál es tu rol cuando hay un gobierno progresista? Es una pregunta interna, al interior de las izquierdas, que es muy difícil de resolver. Está el PC apoyando al gobierno, pero a la vez hay mucha contradicción al interior del gobierno. Parte de la izquierda que salió a protestar movilizada, junto con los movimientos sociales, es muy reacia al gobierno progresista de Boric. Y el de Boric es un gobierno amarrado por el lado de la derecha, sin mayoría en el congreso, sin una base sólida de apoyo popular, y que además va aprendiendo a hacer política a medida que va metiéndose en ella. ¿Qué le queda? Le queda el concertacionismo, la dignidad de la república… Es difícil. 

AD: Por el lado del campo del cine, uno de los temas que surgen en Taipei es el auge en las últimas décadas de todo el circuito de festivales, laboratorios y fondos de financiamiento. En algún punto se termina produciendo un cine muy orientado hacia cierto lugar y muy estandarizado. ¿Qué lugar hay para un cine al margen de eso?

Es una pregunta que no tengo del todo resuelta. Porque también a veces veo cosas positivas que vienen de ahí. Sí, hay una sensibilidad de clase alta y media-alta que a mí me violenta mucho, vinculada a cómo se representa a los otros en general, o a qué visión de la sociedad y de la política están proponiendo. Gran parte de esas narrativas me aburre, pero a otras les encuentro valor. No se puede generalizar. Muchas veces se critica el “intimismo” pero, por ejemplo, José Luis Torres Leiva es un caso distinto, tiene una lógica propia de producción, algo así como una política latente: el desperdigamiento, la temporalidad, el ocio, el afuera… Hay cosas que pensar ahí, peleando también por izquierda, porque cierta crítica de izquierda, muy segura de sí, ha criticado todo este cine intimista diciendo que están todos aburguesados. Escribí un texto académico contra esos enfoques tan recalcitrantes, diciendo que era más peligroso ponerse a declamar quién está bien y quién mal desde ese lugar de la “catedral de izquierda”, y que deberíamos más bien tener un rol más agudo, más atento a las lecturas, a las contingencias, a las coyunturas y a la ganancia política que pueden tener algunas de estas películas8. No todas son iguales. Siempre que empieza el barrido, miro con atención, pongo pausa y me pregunto: “¿hasta dónde?, ¿en qué contexto?, ¿de quién estás hablando?”. A veces, en cierto marco, una “película intimista” —entre comillas— puede tener potencia política, como en el caso de Márta Mészáros, la gran cineasta húngara: un cine intimista que mira a la mujer en un determinado marco político, el de la burocracia, y que es radicalmente político. O Chantal Akerman, que mira los tiempos muertos de los espacios en un tiempo específico de la pregunta. Si no lo sabés leer te perdés todo. Hay que mirar dos veces, con dos lentes al mismo tiempo. Y defender nuestro objeto, también se trata de eso. Porque a aquella crítica de izquierda no le interesan las películas. Le interesan los discursos, pero no los objetos. Uno tiene amor por ese objeto, y trata de ver cómo está específicamente construido y qué puede darnos, con cierta generosidad.

AD: Estas críticas de izquierda que mencionás, ¿a qué medios pertenecen?

Las críticas aparecidas hace varios años atrás en la revista Comunicación y Medios, por ejemplo, o el libro de Carlos Saavedra, Intimidades desencantadas [2013], que desató una seguidilla de debates. Fueron duros con el cine intimista, y nos metían a nosotros en ese cajón. Fueron años de discusión sobre el llamado novísimo cine chileno, compuesto por un grupo de cineastas muy disímiles, y trabajado en un libro en el que varios colaboramos9. La tensión entre el discurso cultural y el discurso de mercado fue ganada por el segundo, a través de una marca sectorial llamada CinemaChile. Todo esto me permitió pensar esta posición del crítico o del intelectual que dice qué es lo que se tiene que hacer y qué no. Como les decía, al inicio de La Fuga partimos reaccionando un poco a esa crítica que decía lo que estaba bien y lo que estaba mal desde un lugar muy seguro de sí mismo para levantar ciertas ideas. Esas catedrales siempre me han interesado poco para trabajar. No creo que sean muy productivas. Me interesa la agudeza, la inteligencia. A la escritura de barrido y muy facilista tiendo a mirarle el punto débil, lo que no está funcionando en lo que dice. También con Nicolás Prividera surgía esta conversación. No me gusta eso de la totalización, de grandes enemigos que a veces son imaginarios.

AD: Algo planteaba Prividera ayer en la presentación del libro10, respecto a que actualmente ve más cine que le gusta en Chile o en Brasil que en Argentina.

Yo le decía que tiene muy idealizado a Chile y al novísimo. El novísimo fue la invención de un grupo de editores muy atentos al mercado, que instalaron un modo de producción de festivales y que querían vender la marca sectorial. Efectivamente, les funcionó. Hacen la marca e internacionalmente les funciona. Es verdad que hay de todo. Hay casos, como el de Torres Leiva, José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola o Elisa Eliash, que yo rescato. En ellos hay contrapunto y contradicción. Otros no me interesan. Matías Bize no me interesa como cineasta. Fernández Almendras es un cineasta que construye un realismo crítico. Hay que ir caso a caso.

Por otro lado, cuando pasan ya cinco años del novísimo, hacia el 2011 —justo cuando sale el libro— empieza otro ciclo: un cine del malestar, de la contingencia, de filmar las problemáticas sociales. También de películas basadas en hechos reales (que es como un subgénero, así como el cine de la memoria). Hay cerca de quince películas, a partir del caso Zamudio, de la jueza Atala, de los curas pedófilos: casos polémicos en los que se inspiraron películas de ficción buscando un cine de impacto social que habla del malestar social con las instituciones. Eso es estética del desajuste, ese cine existió. En ese período también existió un cine de las movilizaciones. Del 2011 al 2019 viene todo este otro ciclo, distinto al novísimo —que surge en 2005 y, para mí, culmina en 2010—11.

Después tenés casos excepcionales, como el de Sepúlveda y Adriazola. Puedo hablar una hora de ellos. Parten con una película del 2006 que se llama El pejesapo, que nunca se estrenó en salas, circulaba en DVD. Fue hecha con una cámara muy simple, medio ficción, medio documental. Mitómana [2009] también es brillante, una película de ficción, performance, documental. De ahí en adelante empiezan a hacer documentales como Crónica de un comité [2014], la película políticamente más brillante que ha habido en Chile en años. Il siciliano [2017] y Harley Queen [2019] son dos documentales agudos, que meten la cámara donde nadie la mete y logran filmar cosas que nadie sabe cómo logran, siempre con una mirada irónica y contradictoria sobre lo social y lo político. Otros se fueron perdiendo.

Crónica de un comité (Carolina Adriazola, José Luis Sepúlveda, 2014)

AD: Tenés un par de artículos coescritos con Sebastián González y Vanja Munjin que tratan de plantear conceptos, categorías y periodizaciones para el cine contemporáneo en Chile, cosa que es difícil de hacer, al menos en Argentina, donde todavía estamos pensando a través de categorías un poco fechadas. ¿Ustedes se proponen esa búsqueda de aportar lecturas más panorámicas del cine contemporáneo?

Sacamos dos textos. Uno, hace un par de años, sobre figuraciones y regímenes de representación de la comunidad12. Entre el cine del malestar y el estallido yo abriría otro momento, muy claro, que tiene que ver con las figuraciones de lo político, con cómo aparece lo político y qué lugar tiene el cine ahí. Uno podría hacer rápidamente el dibujo: en los 90, con la cuestión de lo posdictatorial, la memoria, el duelo y la marginalidad como problema. El otro texto era sobre la “operación termita”13. Estábamos a full con El Agente Cine, veíamos muchas películas y la idea era pelearle al canon, a las películas for export, las que van muy en packaging internacional, las más oficiales del circuito de festivales. Nos parecía que lo más interesante no estaba ocurriendo ahí, sino en un terreno de cineastas más pequeños que presentaban sus primeras o segundas películas hechas con una camarita, más imperfectas, más ruidosas. La propuesta de ese texto era que ahí había algo que ver. Y todavía lo sigo creyendo. Me parece que se abrieron muchos circuitos de producción. Por un lado está Fábula14, por otro están estas películas medias de festivales, que alguna que otra es interesante, y después está el circuito más amplio y pequeño de cine activista, militante, experimental. Me parece que lo que más interesa está en ese otro terreno. Uno de ellos, de los actuales, es Diego Soto. Encuentro fascinante lo que hace. Está muy formado en la línea Cristián Sánchez, que fue su profesor, que a su vez fue discípulo de Ruiz. Se va a pueblos del interior y hace películas con su grupo cercano en esos paisajes. Lleva tres películas y tiene un método de trabajo muy claro. Sabe perfecto lo que quiere. La película llegará o no, tendrá más o menos impacto, pero no importa, él sigue haciendo lo que quiere hacer. Ese es el concepto: hay un cine grande, uno pequeño y un cine termita, más chiquitito, devorador de rincones, que se compone de pequeños gestos y se contrapone al gran cine de mármol. También Ruiz decía algo así sobre el cine: no le interesaban los cineastas de primera línea, sino los de segunda línea, donde el error es posible. El error permite otras cosas, a diferencia del que busca la perfección, el acomodamiento o la canonización.

MS: Pasando ahora sí al libro, ¿cómo llegaste a estos cineastas y a estas tres películas en particular Tierra en trance, El realismo socialista y Agarrando pueblo que trabajás para articular una contralectura del cine político en las décadas del 60 y el 70? Y para ir al problema del libro, ¿cómo aparece planteada la dimensión política en esas películas? ¿Qué tipo de figuraciones o imágenes del pueblo aparecen en ellas?

Es un libro que tiene, por un lado, una dimensión muy teórica y conceptual y, por otro, el análisis de los casos. A veces pasa que nos quedamos mucho en la monografía —el libro monográfico sobre un director— o en los conceptos —en Chile, sobre todo— sin lograr hacer una bajada al análisis. Son tres películas que, a medida que las fui descubriendo, me obsesionaron por muchos años. Todavía hoy me activan mucho la cabeza. En segundo lugar, me parecía que estas películas —aunque alguna pueda ser más canónica, como Tierra en trance— abrían una serie de preguntas al interior de la tradición del cine político latinoamericano: permitían una entrada a un malestar común y una suerte de respuesta a ciertas ideas sobre la relación entre imagen y política atravesadas, para decirlo rápidamente, por el populismo de un pueblo romantizado o por el romanticismo épico del pueblo según el cine militante, dos formas del pueblo que aparecen en el cine entre los 50 y los 70. Estas tres películas cuestionan abiertamente esas ideas para no dar por sentada esa representación. Y ahí está lo interesante: no presuponer al pueblo sino, más bien, retrabajarlo, reconstruirlo, reinventarlo. Ahí aparecen distintas discusiones. Una la planteó, nuevamente, Sergio Navarro15. Él decía que hay tres tradiciones dentro del cine latinoamericano del período. En la primera el pueblo está ahí, en la segunda hay que interpelarlo, y en la tercera hay que inventarlo: el cine debe reimaginar esa relación, activando al pueblo como una agencia co-creadora. Esto se vuelve particularmente interesante de pensar en El realismo socialista y Agarrando pueblo, porque trabajan con la materia de lo social y su encuentro concreto con la cámara, con quiénes están siendo representados. Como en Jean Rouch, la pregunta es qué se hace ahí.

MS: Una especie de vampirización del directo.

Una cosa así. Se recurre a ese método no para el uso que se le daba en el cine directo o el free cinema, con una función de registro y ya. Se trata más bien de, a partir de ahí, hacer otra cosa: improvisar, jugar y ver qué puede pasar. No sé si lo ven, pero en el Ruiz del 69, en Tres tristes tigres, para mí hay mucho Cassavetes: tres tipos que están borrachos, que van pasando por sus delirios, se empujan…

MS: Eso debe venir de su formación como dramaturgo, ¿no? Una pata un poco desconocida de Ruiz.

Sí, pero de una escuela beckettiana de dramaturgia, diría. Su primer corto, La maleta [1963], es una película totalmente expresionista, mega surrealista. El tango del viudo y su espejo deformante [Raúl Ruiz/Valeria Sarmiento, 1967/2020] también va por otro lado. Tengo la sensación de que, cuando llega Tres tristes tigres, Ruiz entiende que el realismo es un problema fundamental en el cine y que tiene que hacer algo con la cámara, la sociedad y el mundo. En ese momento aparece la idea de tomar el cine de indagación y la resistencia cultural como problema. “Resistencia” no como resistencia épica, sino como gestualidad que resiste: un programa de desvío y distorsión de lo social en su apropiación. Cuando en Cuba se prohíbe P. M. [Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, 1961] porque era una película directa sobre gente bebiendo y bailando, ese tipo de representación se consideraba una “deformación”. En Muerte de un burócrata [1966] Tomás Gutiérrez Alea formula esa pregunta sobre el programa y el desvío, sobre de qué manera esa burocracia entraba en diálogo con una realidad que no se le acercaba, sobre qué pasa cuando la imagen y la representación no calzan. Tiene que ver con la relación entre la institucionalización y la cultura de base, una pregunta de Ruiz en ese período. Cuando esta pregunta entra en la órbita de la Unidad Popular la cosa se vuelve aguda, porque se da en medio de un proyecto revolucionario que tiene un programa y una dirección. ¿Y qué pasa con estos desvíos, con lo que resiste culturalmente desde esa base? ¿Son culpables por su desvío? ¿Qué hacemos con eso?

MS: En el libro rastreás entrevistas y manifiestos en los que Ruiz está pensando incluso distintos niveles de públicos y de tipos de cine posibles, enmarcado en una especie de orgánica partidaria macro. Si bien no se niega a pensar un cine de propaganda, reivindica un costado de desvío que considera indispensable y que, en un punto, está destinado a pelearse con la codificación estético-política dominante.

Sí, y es fascinante lo moderno que es para ese momento: ustedes a principios de los 60 están con Torre Nilsson, Lautaro Murúa o Leonardo Favio, pero en Chile no había habido nada así, y cuando surgen es en otro tiempo, con otro timing. Cuando viene la UP es un tiempo excepcional en términos latinoamericanos. Un extra-tiempo. Ruiz tiene que pensarse desde ahí, con las herramientas y tradiciones del cine latinoamericano hasta ese momento. Prueba todo: el cine militante, el cine activista, el cine de autor, el cine didáctico. Y, hacia el final de la Unidad Popular, prueba las dos cosas que para mí son las más importantes que hizo: la ficción comercial melodramática —que es lo que intenta con Palomita blanca [1973/1992], una película didáctica, un cine de reflexión que busca ser también un melodrama romántico de clases— y El realismo socialista, un cine de reflexión e indagación política que dialoga muchísimo, insisto, con Tomás Gutiérrez Alea y Memorias del subdesarrollo [1968]. El tipo de reflexión que establece es el mismo, y están los mismos actores: el pueblo, el intelectual, el proceso político. Los mismos elementos, con visiones distintas. Si se fijan, las tres películas del libro comparten estos actores: los intelectuales, el pueblo, la coyuntura.

AD: En la presentación decías que había dos películas que, aunque no son parte de los capítulos, sobrevuelan el libro: Memorias del subdesarrollo y La hora de los hornos [Fernando Solanas y Octavio Getino, 1968]. ¿Cómo seleccionaste las tres películas que finalmente elegiste? ¿En algún momento consideraste otras?

Al principio no lo tenía tan claro, quería hacer algo más amplio. Después encontré esta forma de bajar el análisis y que los casos hablaran de lo que no se dice y lo que no se muestra. Se volvían ejemplares de un problema más global. Esas dos películas no aparecen explícitamente, salvo La hora de los hornos, que está muy citada porque los propios textos y entrevistas de los directores refieren directa o indirectamente a ella, a ese cine, a la polémica con Ruiz y demás. Algo que me interesaba era sacar a Ruiz de la polémica en la que él terminaba parado en un cine de autor. Eso pasa mucho en la historiografía del cine latinoamericano. Pero Ruiz tenía algunas preocupaciones, una mochila política. Que no lo queramos ver es otro problema. La hora de los hornos está siempre presente, fantasmática, porque es el horizonte de discusión de todos estos cineastas respecto a un tipo de cine de intervención y a cómo pensar o repensar esa intervención. Tierra en trance es como un antecedente de Memorias del subdesarrollo, que en Ruiz ya es una referencia: el intelectual, el proceso, la pregunta por las condiciones de base y el proceso político revolucionario. Aun con contextos, realidades y discursos muy diferentes, La hora de los hornos y Memorias del subdesarrollo son dos polos dentro del cine político de izquierda; refractan, están al interior de la conversación. Obviamente, hay más casos y cineastas. Cuba tiene sus particularidades. Incluso dentro del Grupo Cine Liberación: El camino hacia la muerte del Viejo Reales [Gerardo Vallejo, 1974] es una película muy llamativa por el método, casi podría ser cine de indagación ruiciano. Uno puede rescatar ciertos gestos y cosas para alimentar la discusión, pero hay que elegir el corpus, reducir y proponer. Eso tiene un punto a favor, que es la concentración de la discusión.

Tierra en trance (Glauber Rocha, 1967)

AD: También nos pareció interesante que se organizara la charla con Paula Wolkowicz16 porque ella también trabaja con un cine que discute o pone en tensión la idea de cine militante de La hora de los hornos.

MS: En el libro mencionás el trabajo de Wolkowicz y trazás algunas conexiones laterales con el cine underground en Argentina. ¿Qué afinidades se podrían plantear entre ambas coordenadas estéticas y políticas?

Los contextos nacionales son sumamente diferentes. La película de Ruiz se da en un período afirmativo, de apoyo al proceso revolucionario. Ruiz logra formar algunos cineastas que siguen filmando durante la dictadura y efectivamente hacen un cine contracultural, como es el caso de Cristián Sánchez, con El zapato chino [1979], Esperando a Godoy [codirigida con Rodrigo González y Sergio Navarro, 1973/2023] y Vías paralelas [codirigida con Sergio Navarro, 1975]; Carlos Flores del Pino, director de El Charles Bronson chileno (o idénticamente igual) [1981], que ya había hecho una película experimental política en el 73, Descomedidos y chascones; Rodrigo Maturana, que actúa en varias de estas películas y después hace videoarte desquiciado en los 80; Ignacio Agüero, que participa en las películas de Ruiz y en el 93 hace su película más ruiziana, Sueños de hielo, delirante y particular. Con todos ellos hay una relación refractaria, aunque varían los contextos: los 70 y los 80, el cine de exilio, el video contrainformacional y la escena del videoarte, que tiene una presencia muy gravitante en los 80, porque pintores, escritores y artistas hacen videoarte y videoperformance. Hay una obra riquísima en ese terreno, de la mano de Juan Downey, autoexiliado en Estados Unidos, que va a Chile y trabaja con algunos de estos videastas. Carlos Flores hace una película con Downey. Gloria Camiruaga, Carlos Altamirano, Eugenio Dittborn: hay una escuela ahí. De algún modo, estos cineastas y videastas de los 70 y 80, que heredan la línea de Ruiz, no están ni en el cine político de denuncia ni en la variante formalista del videoarte: trabajan en un terreno intermedio y es ahí, particularmente en el cine posterior al golpe —y en Sánchez, sobre todo—, donde se puede hacer una asociación y un diálogo con lo que trabaja Wolkowicz y con el cinema marginal de Brasil. No veo una línea en común con lo que hace Ruiz en ese momento, porque el suyo es un cine de coyuntura que busca debatir y discutir, y estas otras películas son más bien de cierre, de un cierre alegórico. Por supuesto que tienen puntos en común —Cozarinsky incluso se hizo amigo de Ruiz—. Pero, aunque lo respeto mucho, no veo en Cozarinsky el salvajismo de las primeras películas que hace Ruiz entre el 76 y el 82 cuando se va a Francia, esa cosa de reírse del discurso del documental francés. Tiene una película [Petit manuel d’histoire de France, 1979], que es una parodia del concepto épico y monumental de la historia francesa, que toma archivos y los remonta para reírse. De grandes acontecimientos y gente corriente [De grands événements et des gens ordinaires, 1979] es una película que violenta el discurso documental desde una cuestión colonial, donde Ruiz busca invertir el poder de la cámara. Esas películas tienen una voracidad salvaje, una dimensión subversiva en la lectura del canon francés de ese momento. Ruiz lo cita, lo discute y lo da vuelta. Agarra el cine de Varda y lo mete en una licuadora. Una antropofagia muy de avanzada. No veo eso en el underground argentino, más aquietado en un modernismo estético que es interesante, medio punk, medio cinema marginal, pero que no tiene esa violencia. Lo veo más cerrado sobre sí mismo. Pero la lectura comparativa hay que hacerla igual. Hay que revisar esas anomalías de los 70 y 80 y abrirlas a un terreno más amplio: del caso argentino al diálogo con el cinema marginal, el cine chileno y otros.

MS: En la parte de Agarrando pueblo del libro aparece un poco el cine político marginal.

Sí, Ospina y Mayolo tenían esa sensibilidad más cinéfila y periférica de los underground argentinos: habían visto el cine de Mekas y en Agarrando pueblo hay algo de happening. Ahí sí hay algo más trash, de estética de la basura. De todas maneras, queda todo un terreno a trabajar, sobre todo por la equidistancia que tienen estas películas con el cine experimental y el cine político.

MS: Algo que aparece varias veces planteado en el libro es que los caminos de estas tres películas, o en todo caso las coordenadas estético-políticas que se pueden cartografiar a través de ellas, son vías abiertas que después no fueron muy transitadas. Son vías no realizadas de cine político, relacionadas al gesto de intervención sobre el presente.

He trabajado cerca de diez años con esta idea de que en estas anomalías y anacronismos hay vías no realizadas, un cine interrumpido. No me interesa la investigación que se sitúa en una tradición historiográfica, publica el libro y nada más; trato de analizar estas películas para que nos digan cosas sobre lo actual y el presente, y me acerco a ellas desde ese lugar, desde una falta contemporánea (siguiendo, quizás, ciertas ideas planteadas por Mark Fisher sobre los proyectos culturales del siglo XX). Sintomáticamente, cuando se trata del tratamiento del pueblo o de la otredad, el cine latinoamericano contemporáneo se topa todo el tiempo con la misma piedra. Y si lo pensamos en un arco histórico más amplio, es un problema que nunca se termina de resolver: siempre está ahí, y vuelve. Estas películas, en sus provocaciones, en sus itinerarios, en su ejercicio de reconstruir o negar tradiciones, permiten imaginar una posible prosecución de ciertos caminos urgentes de pensar en el presente. En todo caso, se trata de apuntar a un cine estético-político de la complejidad, que nos formule preguntas e interrogantes y nos permita seguir pensando. Un cine de izquierda que nos vuelva más ignorantes no sirve para nada, sobre todo en este contexto de barbarie y estupidización algorítmica —yo doy clases, veo lo que ocurre con eso—. 

También he trabajado sobre el cine interrumpido de la Unidad Popular, que atraviesa una fase autocrítica interesantísima para un cine político de izquierda, como el caso de Helvio Soto, Sergio Castilla y películas como Queridos compañeros [Pablo de la Barra, 1977] o Los testigos [Charles Elsesser, 1971]. Estaban en un camino creativo de multiplicación de focos y puntos. Hace poco apareció Un sueño como de colores [1972] de Valeria Sarmiento, una película protofeminista buenísima. La tradición también está para ser leída, retomar lo que pueda servir para el presente y seguir reconstruyendo. No sé cómo lo verán ustedes en sus casos nacionales, o qué casos ustedes pensarían que podrían ser hilos no resueltos. Hace poco vi que Juan, como si nada hubiera sucedido [Carlos Echeverría, 1987] tuvo una recirculación. Es una película que formula muchas preguntas para la actualidad.

AD: En su momento casi no fue vista y hoy se la tiene como una película clave.

MS: Algo de eso pasó con Agarrando pueblo, una película que en su momento generó mucho descontento y malestar (es muy tierna la anécdota que contás en el libro de que en el estreno europeo el único latinoamericano que la vio y le gustó fue Ruiz). Pero después, con el paso del tiempo, se fue revalorizando, junto con el grupo de Cali en general. Hoy en día es una película rescatada y reconocida.

AD: Lo mismo con El realismo socialista, que como película no existe más que como reconstrucción.

Son archivos un poco fuera de su tiempo: están ahí, ocultos, y cuando reaparecen nos obligan a pensar. Una película como Agarrando pueblo genera cierta resistencia aún al día de hoy. La mostré una vez en Uruguay y Mario Handler me interpeló. Son películas que pueden resonar negativamente. También le pasó al cine subterráneo argentino con las críticas de afuera, porque esas películas no reproducían la idea canónica que se tenía en Europa del intelectual de izquierda o de lo que un cine de izquierdas tenía que ser. No pudieron leerlo. Le pasó lo mismo a Ruiz con Diálogo de exiliados [1974], particularmente con los exiliados chilenos: para muchos fue un cineasta afrancesado. La crítica se dividió (sobre todo, la chilena). Esa película dice cosas bastante crudas, y continúa la crítica que había hecho con El realismo socialista sobre el intelectual de izquierda y esa clase alta o media-alta. Para cierta perspectiva, los casos de Ruiz y de Ospina no son muy convenientes. Agarrando pueblo discute el miserabilismo for export, el cine pseudoizquierdista que vende sus imágenes para conseguir premios. Ese vampirismo —extractivismo, diríamos hoy— sigue vigente, sea para explotar o para romantizar la miseria de Latinoamérica. ¿Cuántos académicos hay que hacen carrera internacional hablando del exilio y del dolor, de lo mal que la pasamos en Latinoamérica? Esa suerte de mercado del sufrimiento internacional también existe en el cine latinoamericano. No digo que haya que construir una imagen feliz. El problema es la reflexión y la contradicción en torno a eso. Hoy en día hay perspectivas de estudios disciplinares que juegan con esto mismo: este año el encuentro de LASA, la Asociación de Estudios Latinoamericanos, tenía como premisa “Latinoamérica pone el cuerpo”. ¡Poner el cuerpo! Esos determinismos me violentan mucho. Claro que ponemos el cuerpo, sea por exterminio o para luchar, pero también somos un continente lleno de ideas, intelectuales, debates, tradiciones, relecturas voraces y agudas sobre la modernidad y, en particular, sobre lo que se supone que deberíamos ser (un puro cuerpo, un objeto archivable, una otredad amigable).

MS: En ese sentido, el libro está claramente anclado en Latinoamérica no solo por su objeto sino también por el tratamiento crítico del canon intelectual o teórico de referencia para abordar problemas de estética y política. Discute a la vez con las miradas eurocéntricas sobre Latinoamérica y el Tercer Mundo, y con el sistema general de división del régimen de representación que establece qué le toca a América Latina mostrar y presentar en Europa.

Paulina Aroch habla de la división internacional del trabajo (intelectual, en este caso): quiénes son los que piensan y quiénes los que trabajan, quiénes son objeto y quiénes sujeto. Son preguntas que emergen de una incomodidad y que las ha planteado un montón de gente: Andrea Giunta, Beatriz Sarlo, Nelly Richard. El cine y la academia se acomodaron muy fácilmente a ese horizonte de expectativas. Por eso me dedico a la crítica, en realidad. La crítica es un lugar móvil, estratégico, una escritura que se relaciona con la comunidad, y una manera de intervenir y redefinir la relación con los objetos. Eso es lo que me interesa de la posición entre academia y crítica, que está en el libro pero tiene que ver con una posición más amplia. Se repiten mucho ciertas cuestiones a partir de ciertos textos canónicos. En el libro eso se revisa, se afirma o se discute para tratar de salir de ciertos puntos ciegos en los que estamos en el campo de los estudios críticos de cine. Es un libro anti-LASA, me imagino a un gringo leyéndolo y no le va a entrar. Y está bien que no le entre, nosotros somos los que tenemos que discutirlo. Estamos acá, ¿no?

AD: Volviendo al tema editorial, ¿cómo comenzó la edición de libros en La Fuga?

Eso surgió hacia 2020, cuando cumplimos 15 años. Pero ya teníamos hace rato la idea de los libros. En la parte editorial subsistimos gracias a fondos estatales a los que nos vamos postulando. Fue una forma de tener un proyecto en papel y de que surgieran contenidos que hace rato teníamos instalados en la revista. Hay claramente una línea: traducciones, ediciones locales sobre cine chileno y latinoamericano, cine de vanguardia y experimental, y una perspectiva filosófica y teórica17. Podemos proyectar un trabajo de aquí a seis o siete libros más.

AD: ¿Todo eso vía concursos?

Sí, la mayoría sí. Concursos de traducción, de instituciones francesas, de impresión de libros… Hubo fondos para imprimir tres o cuatro libros al hilo. Hemos tenido un poco de suerte, hasta que dure.

MS: ¿Cómo articulan estas dos líneas, las traducciones de libros ya publicados y las publicaciones originales?

En las publicaciones originales generalmente el autor es latinoamericano o de habla hispana. Ahora viene un libro de Cloe Masotta (española), otro de Laura Lattanzi (argentina) y un recopilatorio sobre cine documental latinoamericano. Otros los tenemos que inventar. Por ejemplo, vamos a editar un libro de Christa Blümlinger —una autora francoalemana muy buena, experta en Farocki— y uno de Michael Renov, ambos de recopilación de artículos conocidos sumados a otros inéditos. Otro proyecto es un rescate de Zuzana Pick, una autora canadiense que es la principal bibliografía sobre el cine chileno del exilio. Algunos de sus artículos están en español y otros en inglés, la idea es unificarlo y crear ese proyecto de libro que no había existido antes. Otro proyecto es un libro de Carolina Amaral sobre el cine de Chris Marker en América Latina, que salió en portugués.

Es decir, vamos viendo las alternativas caso a caso. Se va viendo la mejor estrategia para el autor y para el libro de acuerdo a contenidos que nos interesan y que son novedosos. Por ejemplo, yo pensaba “hay que traducir a Nicole Brenez, nadie lo está haciendo”. Pero ella escribe cosas muy diversas: algunos son libros grandes, otros son estudios muy específicos. Por eso Cine de vanguardia era el indicado18: se había publicado una vez en Francia y después se republicó solo en Japón. Era el perfil de libro que cumplía con los requisitos: funcionaba como una introducción a la autora. Y el carácter inédito es importante. Me encanta Comolli, por ejemplo, pero ya está todo traducido. 

MS: ¿Y cómo es la circulación de sus libros fuera de Chile, en términos del circuito de habla hispana? Porque acá no es tan fácil dar con ellos.

Llevamos la colección en asociación con la editorial Metales Pesados, que tiene una distribución específica internacional. Llegan a unas dos o tres librerías de Buenos Aires. A alguna de Córdoba también, como Séptimo Arte, una librería de cine y videoclub de Alejandro Cozza, un súper cinéfilo. En España se encuentran en varias, pero el puente Chile-Argentina es un poco más fluido. También las ferias son un buen momento para adquirir estos libros. A mí me pasa lo mismo con los de acá: por ejemplo, los de Prometeo no llegan, pero sé que los voy a encontrar en las ferias de libros internacionales. Y también hay librerías más especializadas que se van adelantando a estas distribuciones. Pero siempre ha sido así. Me acuerdo que era un lío obtener Filmología de David Oubiña19. En esa época alguien lo trajo y lo fotocopiábamos. En nuestro caso, varios están en formato e-book. No todos, pero el de Brenez se compra en e-book a mitad de precio.

AD: La ventaja del digital, ¿no? Más fácil acceso.

El libro tiene su propia velocidad, su timing. A la vez, es una forma de archivar, de que el material perdure. Tiene un impacto más a mediano o largo plazo. La revista también, a su manera: sale el número y tiene un impacto inmediato, pero después se va valorando de a poco, a largo plazo. Hay lecturas que van aumentando a lo largo de los años. Me acuerdo de una entrevista a Lucrecia Martel, que en el momento no tuvo gran impacto y hoy es una de las cosas más leídas de la revista20.

AD: ¿Te gustaría agregar algo sobre proyectos que tengas a futuro?

El proyecto de los libros está avanzando, tenemos varios por delante. La revista sigue su ritmo. Y hace poco, como les decía, lancé un canal de YouTube. Está dirigido a generaciones más jóvenes, que no están leyendo nada. Lo hice para probar algo. Son críticas cortas sobre cine chileno. La idea también es mantener una conversación sobre el cine chileno, porque muchas películas se pierden sin que nadie las comente. A futuro quiero seguir escribiendo libros. Tengo algo pendiente sobre cine documental contemporáneo. Hay que pensar el formato, me gustaría que sea menos de tesis. Y también quiero recopilar mis artículos, que están dispersos. He escrito un montón sobre cine chileno y me gustaría recoger ese material y que se publique. El resto son coloquios que estoy armando. El próximo año se cumplen los veinte años de La Fuga y vamos a hacer una actividad. Me gustaría hacer un panel internacional de crítica.

MS: ¿Cómo ves el diálogo a nivel regional en la crítica y la investigación?

En el terreno de la investigación se ha ido avanzando, nos vamos encontrando en los coloquios y hay un diálogo que se ha ido abriendo. Brasil es un continente, México otro. En la academia hay más puentes que en la crítica. En la crítica veo una generación más atenta a los puentes, pero falta mucho. Pienso que hay que mantener eso, aprovechar la web y las herramientas que tenemos a mano para seguir construyendo una conversación e ir abriendo problemáticas comunes. Con la revista, por suerte, a lo largo de los años he ido haciendo vínculos que han sido muy importantes. Está todo por hacer, mucho para seguir pensando. Además, hay cosas que se están agotando. Acá no sé cómo sigue hacia abajo, en generaciones más jóvenes. Creo que la pregunta por la herencia es parte de la conversación.


Notas

  1. Todo Va Bien – Crítica de cine chileno. ↩︎
  2. Ver “Hacia una imagen-evento. El ‘estallido social’ visto por seis colectivos audiovisuales (Chile, octubre 2019)”, coescrito con Jorge Iturriaga en Cine Documental nº 22, edición especial (2020), y “La revuelta performativa. Hacia una noción expandida de cuerpos e imágenes en el espacio público a partir del estallido social chileno”, coescrito con María José Bello Navarro, en Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas (MAVAE), vol. 17, núm. 1 (2022). ↩︎
  3. Por estos días, el sitio de El Agente Cine está caído y fue hackeado por alguien que reproduce contenido con IA. El archivo del sitio está en este link. Sobre las columnas post-estallido ver la serie “La invención y la herencia”. ↩︎
  4. Ver “(Re) Imaginar la revuelta. Hacia un cuestionamiento de las lógicas de composición de las imágenes políticas”, en Disenso. Revista de pensamiento político, vol. 1, núm. 2 (noviembre 2020). ↩︎
  5. Imágenes que resisten. La genealogía como método crítico, La Virreina Centre de la Imatge, 2023. ↩︎
  6. “Cuico/a” es una expresión chilena usada para referirse a las personas de clase alta, equivalente a “cheto/a” en Argentina. ↩︎
  7. Ver “La invención & la herencia (2): Crónica de un eterno retorno”, en El Agente Cine, 30 de octubre de 2019. ↩︎
  8. Rupturas, procesos, desvíos. Coyunturas críticas y académicas en la recepción del Novísimo cine chileno”, en Revista Faro, 30 de diciembre de 2015. ↩︎
  9. El novísimo cine chileno, Ascanio Cavallo y Gonzalo Maza, eds., Uqbar Editores/Festival de Cine de Valdivia, 2011. ↩︎
  10. La entrevista fue realizada el 21 de septiembre de 2024, un día después de la presentación del libro, que contó con la participación de Natalia Taccetta, Azul Aizenberg y Nicolás Prividera. La presentación puede verse aquí. ↩︎
  11. El libro Estéticas del desajuste. Cine chileno 2010-2020 (Metales Pesados, 2022), de la colección de La Fuga, está dedicado a este tema. ↩︎
  12. “Figurar la comunidad. Cine chileno en tres tiempos 1990-2017”, revista Cinémas d’Amérique latine, 2018. ↩︎
  13. “Operación termita: por una segunda línea en el cine chileno”, revista Cuadernos, 2018. ↩︎
  14. Compañía de producción audiovisual fundada en Chile por los hermanos Pablo y Juan de Dios Larraín en 2004. ↩︎
  15. Ver La idea de pueblo en la encrucijada del cine latinoamericano en los años 60-70 (Ril Editores, 2019). ↩︎
  16. Conferencia realizada el 19 de septiembre bajo el título “Futuros perdidos: cine y contracultura en Chile y Argentina, 1970-1980”, con la participación de Luciana Caresani y Mariano Véliz en el contexto de la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM. ↩︎
  17. El catálogo de la colección puede consultarse aquí. ↩︎
  18. Cine de vanguardia. Instrucciones de uso, editado por La Fuga y Metales Pesados, Santiago de Chile, 2021. ↩︎
  19. Filmología. Ensayos con el cine, David Oubiña, Ediciones Manantial, Buenos Aires, 2000. ↩︎
  20. “Lucrecia Martel: ‘Lo que yo hago es todo mentira, es todo artefacto’”, en La Fuga, edición 17, otoño 2015. ↩︎

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