Los niños quemados de Gaza (Sylvain George)

El siguiente texto fue publicado originalmente en el sitio francés AOC el 10 de julio de 2025. Sylvain George es una figura destacada en el panorama del cine documental contemporáneo. Su obra está consagrada a la exploración estética y politica de la inmigración ilegal y los nuevos movimientos sociales en Europa, desde un ángulo y un modo de producción radical, haciendo cámara, sonido y montaje en extrema soledad y de forma artesanal. Entre sus películas, podemos mencionar Qu’ils reposent en révolte (Des figures de guerre) (2010), Paris est une fête – Un film en 18 vagues (2017), y su reciente trilogía Nuit obscure, compuesta por Feuillets sauvages (Les brûlants, les obstinés) (2022), Au revoir ici, n’importe où (2023) y Ain’t I a Child? (2025).

Traducción: Miguel Savransky


Se puede quemar a los niños sin que se agite la noche

Robert Antelme

Lo que está en juego hoy en Gaza no es simplemente un crimen de guerra, ni siquiera una masacre con un objetivo genocida. Es un acontecimiento estructural, un momento en el que las categorías modernas de derecho, historia, imagen, memoria y sujeto son desactivadas desde dentro.

Cuando los niños están bajo la mira de los ataques aéreos, uno a uno, reducidos al estado de cenizas o fragmentos, cuando explotan en sus camas o se incendian entre las ruinas, cuando una mujer muere con su criatura en un pasillo, cuando un herido que pide ayuda es alcanzado por un ataque de precisión, ya no se trata de una simple lógica de dominación o de una política del terror. El objetivo no es únicamente la destrucción de un individuo, sino la posibilidad misma de que esa vida haya importado, haya sido expresable, transmisible, lamentable (Judith Butler, Didier Fassin, Gayatri Chakravorty Spivak).

La destrucción de los niños palestinos no es secundaria. Es central en la configuración colonial actual. Lleva a cabo una triple operación:

Un borramiento físico: reducción a cenizas, pulverización de cadáveres, borramiento de registros civiles, desaparición de familias enteras en campos de distribución humanitaria;

Un borramiento simbólico: desaparición del nombre, disolución de la singularidad, producción de imágenes sin destinatario;

Una inhibición de la memoria: saturación de representaciones, disociación afectiva, ahogo estadístico, transformando el dolor en espectáculo anestésico según la misma lógica de la estetización política que Benjamin reconocía en los regímenes fascistas.

Foto: Ali Jadallah (Agencia Anadolu)

Este gesto de quemar, fragmentar y borrar condensa la forma contemporánea del poder letal. Se compone de violencias que entrelazan la violencia mítico-religiosa que reactiva las lógicas sacrificiales, las excepciones bíblicas y la sacralización de la tierra, y la violencia secularizada fundada en la gestión de las fronteras, el derecho diferido y la neutralización algorítmica.

La modalidad microdirigida de la masacre es su núcleo teórico: atacar a los niños, uno tras otro; matar a las mujeres, una a una; aniquilar familias enteras, no en una abstracción estratégica, sino en una operación visible, repetida, metódica. Cada misil lanzado para matar a una sola persona, cada nombre borrado de los registros civiles, cada cuerpo quemado hasta el punto de volverse irreconocible, no es un exceso de poder sino la forma misma de la biopolítica contemporánea. Aquí es donde el pensamiento debe exponerse. En esta escena donde la racionalidad tecnológica se encuentra con la voluntad sagrada de borrar, donde cada destrucción individual es en realidad la desactivación de un mundo entero, no un mundo genérico, sino el mundo posible que este ser llevaba dentro.

Estos niños son a la vez:

Niños-objetivos: imposibilitados de inscribirse en una memoria común, cada ataque de precisión borra todo rastro de expresión o filiación;

Niños interrumpidos: portadores de un futuro reducido al silencio incluso antes de haber llegado, figuras de un lenguaje y una palabra impedidos incluso antes de ser proferidos;

Niños borrados: singularidades disueltas en una fábrica de anonimato, sin nombre que transmitir, sin imagen que reconocer, sin relato que contar.

Estos niños bajo la mira, atacados, estallados, desmembrados, no son figuras sino cuerpos reales, destruidos, arrancados del mundo, sujetos que exceden toda designación biológica o compasiva y producen una ruptura con estos dos tipos dominantes de encuadre1. Su asesinato repetido y sistemático expone en qué se convirtió Gaza. No simplemente un escenario de guerra, sino un lugar de borramiento, donde no se mata para conquistar, sino para aniquilar cualquier inscripción posible. Lo que revela el exterminio de estos niños es la fusión contemporánea entre un mesianismo religioso activo (tierra prometida, guerra sagrada, mito de los orígenes) y una racionalidad secularizada del asesinato (cálculo tecnológico made in USA, umbral de proporcionalidad convalidado por la Unión Europea, neutralidad jurídica de la ONU). El acto de matar se ofrece de aquí en adelante como gesto legítimo, administrado, profético y algorítmico a la vez. Una operación a la vez fría y ferviente.

El asesinato de estos niños no suspende simplemente una vida, sino que desarticula lo que permitiría a esa vida formar parte de un relato, un derecho, una memoria, una dirección. Es el punto ciego del orden mundial. Nombra lo que Occidente, en su complicidad activa o su silencio estratégico, se niega a mirar: no solamente el derrumbe del derecho, sino la producción industrial de una ausencia. Allí donde el poder colonial no puede tolerar lo que Frantz Fanon llamaba un exceso de humanidad, es decir, la afirmación de una existencia plenamente humana que el orden colonial sólo reconoce como objeto a dominar, negar o borrar, pone en práctica una operación de neutralización sistemática: la desaparición de los nombres, el borramiento de los archivos, la elusión de las imágenes, la desactivación de la memoria.

He aquí escenas de desactivación: familias enteras masacradas en los campos tras haber sido desplazadas un número incalculable de veces; niños huérfanos, a veces de tan sólo cuatro o cinco años, que a partir de ahora deambulan solos en medio de las ruinas; niños ejecutados mientras llevan reservas de agua; cientos de personas hambrientas ejecutadas mientras esperan la distribución de un poco de ayuda alimentaria; heridos rematados mientras piden ayuda; miles de cadáveres enterrados bajo los escombros…

Y así se llega a esto: hay perros callejeros, hambrientos entre los escombros, librados al abandono de las ruinas, que vienen a desenterrar y devorar a los muertos enterrados. Una escena extrema, no de derrumbe simbólico, sino de una disposición de desintegración activa, donde las fronteras entre vivos y muertos, humanos y no humanos, son absorbidas por una lógica de devoración organizada. Estos mismos perros, que Michaux designaba como nuestro último refugio, se vuelven los agentes involuntarios de un derrocamiento programado. Esta profanación no tiene nada de casual. Es el efecto de una política de desubjetivación llevada a su término que retoma bajo formas secularizadas las técnicas nazis de dislocación y borramiento, hoy en día integradas en la gestión militar y jurídica israelí. Hasta aquí, todo está organizado para volver imposible la confianza, la imagen, la expresión. Esta escena, que en un relato sobre la Shoah suscitaría el horror, sucede aquí en directo, sin que la historia vacile.

Gaza no es simplemente un lugar, es el laboratorio visible de un nuevo régimen de desaparición, una máquina para desactivar a los vivos, incorporando la destrucción al lenguaje del derecho, elevando la saturación como principio de neutralización.

Algo subiste, no obstante, no como rastro, sino como tensión irreductible. Es lo que llamamos: lo Inalterable vulnerable.

Lo inalterable vulnerable no designa aquí a un sujeto, una esencia ni una subjetividad asignable o restaurable, sino un resto irreductible, un “operador” de dislocación, en la línea de los undercommons [“abajocomunes”] de Stefano Harney y Fred Moten2; aquello que, incluso aniquilado, desactiva el cierre simbólico del crimen; aquello que impide que todo sea reparado, clasificado, archivado, olvidado. No se trata aquí de reencontrar un sujeto. Se trata de pensar desde una dislocación viva, un lugar donde la subjetivación está impedida pero es irreductiblemente persistente. Este lugar sin fundamento, sin reconciliación y sin ontología es un punto de resistencia inmanente.

No se trata de documentar la violencia en sus propios términos, su propio régimen de inteligibilidad y producir imágenes compatibles con la economía humanitaria o la indignación espectacular. Se trata de documentar contra el borramiento, fijar lo que el poder quiere hacer inadmisible, es decir, los nombres tachados, los cuerpos sin sepultura. Documentar deviene así un acto de desobediencia epistémica, o de sustraer pruebas al régimen escópico dominante para convertirlas en armas de desarticulación conceptual. Se trata de pensar Gaza no como desastre localizado, sino como operador crítico de un mundo donde el archivo ya no repara, donde el derecho legitima el borramiento, donde la imagen ya no produce una ruptura.

Foto: Ramzi Mahmud (Agencia Anadolu)

Hacer de Gaza una “causa universal” ahora, tardía y sospechosamente, después de meses de negación, difamación y criminalización de quienes intentaron nombrarla, parece a menudo una propedéutica para darle la espalda, un consenso tardío producido sobre los escombros de un silencio inicial, mientras la Unión Europea financia las topadoras, Estados Unidos entrega las bombas de fragmentación y el derecho internacional guarda silencio. Pero el pensamiento no puede seguir esta curva. Debe rechazar el consenso retrospectivo. Debe designar la aniquilación como lo que es, es decir, no como un hecho, sino como un dispositivo, como una operación de desactivación de lo decible, a la vista y al saber de todos.

No alcanza con testimoniar. Hay que nombrarla, sin lugar a dudas. No para encerrar lo real en un marco de sentido, sino para desactivar sus coordenadas instituidas. Sólo a ese precio un pensamiento puede mantenerse en el intervalo mismo de la catástrofe. Un pensamiento de la disyunción, de la interrupción, del resto.

Es importante rechazar la ontologización de la violencia. Pensar en Gaza no atañe ni a una mística del desastre, ni a una invocación de lo indecible o lo irrepresentable. Lo que está en juego no es el orden de un no-mundo abstracto, ni un defecto ontológico del Ser, sino un proceso histórico, situado y organizado; una disposición política, tecnológica, jurídica, teológico-colonial. Lejos de cualquier tipo de pensamiento esencialista, se trata de desactivar los marcos que sacralizan la devastación, ya sea en forma de un silencio sagrado, de un sufrimiento intransmisible o de un derrumbe de lo humano en general. La desobediencia teórica consiste aquí en mantener el desastre en el orden del reparto, aunque sea desfigurado, en hacer de él un operador crítico, no un horizonte ontológico. A la ontología de lo inhumano hay que oponer un pensamiento profano del borramiento, una cartografía de dispositivos de ilegitimación y una política del resto, del nombre, de la expresión. Gaza no es el otro nombre de la nada, sino el lugar de una batalla material contra el propio reparto del mundo.

Lo que fue destruido en Gaza no se puede reparar. No debe repararse. Hay que impedir que se cierre lo que debe quedar abierto, no como pura negatividad, sino como potencia crítica. Una potencia crítica no fundacional, sin trascendencia, más bien profana; un desgarro situado, irreductible, que desafía los marcos establecidos de lo visible, de lo decible, del reparto. Pensar desde este desgarro, sostener este punto no como una verdad revelada, sino como un lugar de desestabilización, como una tensión viva en el seno mismo de lo que se pretende estable, como una falla activa en toda verdad constituida, en el corazón de toda legitimación: tal es la tarea. Lo que persiste allí, irreparable, imprescriptible, no exige ni deuda ni promesa. Vuelve ilusoria toda reparación y criminal todo cierre.

Los niños arden sin que la noche se agite, salvo la vigilia profana que desafía el borramiento.

Antelme tenía razón.

Foto: Motassem Abu Aser

Notas

  1. (1) La designación biológica: la que reduce al niño a una categoría de edad o estado biológico (menor, vulnerable, no adulto), como si fuera un hecho neutro del desarrollo humano. Sin embargo, el “niño” en este contexto no es un estado natural, sino una posición construida en y por la violencia colonial. El objetivo no es el niño como niño, sino el niño como imposibilidad de archivo, como umbral inasignable de expresión, como exceso de humanidad (en el sentido de Fanon y Fassin). (2) La designación compasiva: tiende a encerrar la figura del niño en un registro afectivo, sentimental o humanitario (piedad, indignación moral, lágrimas mediáticas). Este registro despolitiza. Transforma la destrucción en pathos, la masacre en imagen, el acontecimiento en causa lamentable. Ahora bien, lo que este texto intenta decir es que estos niños no deben ser abordados desde la emoción, sino desde el pensamiento… ↩︎
  2. Los Undercommons, concepto desarrollado por Stefano Harney y Fred Moten en su libro The Undercommons: Fugitive Planning and Black Study (2013), designa un espacio crítico, subterráneo e insumiso donde se construyen formas de saber, vida, comunidad y resistencia fuera de las instituciones dominantes, principalmente el Estado y el capitalismo racial. [Los abajocomunes. Planear fugitivo y estudio negro (2017), Cristina Rivera Garza, Juan Pablo Anaya y Marta Malo traductores, disponible en forma gratuita online en: https://transversal.at/books/los-abajocomunes.] ↩︎

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