Milagros
De tu última carta me quedo con la idea de reflexión en el caos. Ese movimiento de imbricación entre teoría y praxis, además de remitirme al fervor crítico del in medias res de un festival, me hizo pensar en el doble programa ideado por Nicolás Carrasco para la Selección Oficial de la Semana. De esta idea de la inyección de sentido en medio del frenesí de la experiencia puede hacerse una lectura política, de guerrilla en plena organización revolucionaria. El enemigo principal (Jatun Auka, 1973) de Jorge Sanjinés se estructura como un tira y afloje: del fusil a la palabra, de la lucha en planos generales a los cuerpos individualizados que velan a sus muertos mientras preparan la próxima táctica, de las corridas de campesinos armados a las pausas hechas de debate y discusión.
Para ficcionalizar el testimonio del guerrillero peruano Héctor Béjar, el director reunió bolivianos exiliados del régimen de Banzer y miembros de la Escuela de Cusco, además de trabajar mano a mano con los campesinos de la comunidad quechua de Raqchi. Una película como esta, rodada en el exilio, solo puede haberse hecho desde la urgencia. El minimalismo de Sanjinés es uno de medios productivos: una economía presupuestaria que se traduce en economía formal. Algunas secuencias donde la lucha armada se reduce a líneas y puntos que atraviesan el lienzo blanco de la cordillera operan una sustracción radical de elementos que también podría pensarse como minimalista.
A la guerrilla docuficcional Nicolás Carrasco le contrapone un spaghetti western. Uno coproducido por Italia, España y Francia, con música de Ennio Morricone y un título-consigna que dialoga bien con su contraparte boliviano-peruana. Si Vamos a matar, compañeros (Compañeros, 1970) es maximalista, lo es, antes que nada, en términos productivos. ¿Hasta qué punto los medios materiales condicionan las decisiones estéticas? De alguna forma, toda la Selección Oficial glosa al respecto de ese nudo, pero el doble programa de Carrasco lo desata con claridad, en tanto contrasta películas vinculadas temáticamente para investigar mejor los distintos tratamientos que se le pueden dar a un motivo más o menos parecido. Sergio Corbucci camina junto a traidores y militantes en el período de la Revolución Mexicana. Como en Sanjinés, entre disparo y disparo circula dinamita discursiva. Si bien la distancia temporal, sumada al despliegue de la puesta en escena, le permiten a Corbucci llevar su película hacia breves remansos de comedia, me interesa cómo, siendo Vamos a matar, compañeros casi contemporánea a El enemigo principal, los ecos del fracaso de las distintas insurrecciones latinoamericanas tiñen la película de un tono desencantado palpable en el leitmotiv de Morricone, sin por eso aletargar sus secuencias de acción.
La mañana de ese mismo viernes en que se proyectó esta dupla de películas, Lucía Salas expuso en el Auditorio Fahrenheit su lectura de la crítica Frieda Grafe, en el marco del ciclo de charlas “Retrato de críticos”. Un acierto de esta Semana de la Cinefilia fue haber programado las charlas sobre crítica bien temprano para así permitir que las escrituras, los conceptos y las filigranas de ideas ajenas invadieran la experiencia estética de las proyecciones de la tarde. Un contrapunto proteico, otra manera de intervenir e interrogar el caos. “Realismo es siempre neo-, sur-, super-, híper-”, dice Grafe. Traté de aplicar los sufijos a las categorías de la Selección Oficial sin mucho éxito: la operación de trasladar el problema del realismo al eje maximalismo-minimalismo es bastante falaz y no parece fructífera. Estas categorías tienen algo de tótems inconmovibles; supermaximalismo o hiperminimalismo serían tautologías. Por otro lado, iba a proponer que, mientras algunos temas son más susceptibles de ser representados de manera realista a partir de un desborde formal, otros exigen ascetismo, pero el doble programa de Carrasco me cerraría la boca. Me quedo, entonces, con la posibilidad de cruzarlos. Retomo otra charla, esta vez la de José Miccio sobre Manny Farber: así como hay elementos termita en películas elefante blanco, puede haber destellos de minimalismo en películas (o incluso cineastas) maximalistas. O distintos niveles de cada cosa en una misma obra. Así, además de operar como etiquetas totalizantes, ambas podrían funcionar en relación a elementos puntuales de una película. (Todo esto para interrogar la pertinencia, ¿no?, de estas cajitas significantes).
Salto hacia un aspecto más macro del evento y te dejo contestar. Algo que podría señalarse como problemático no del funcionamiento, sino de los resultados de la Semana de la Cinefilia, es su forma de evidenciar la hegemonía de las cinematografías de ciertos países, que se imponen año tras año. Es evidente: esa especie de cita a ciegas que es la Selección Oficial, donde ninguno de los invitados está al tanto de las selecciones de sus compañeros de terna, deschava nuestros niveles de colonización cultural en sangre. La situación se parece un poco a lo que pasó con la Encuesta de cine argentino. Estos ejercicios, oblicua e involuntariamente, le toman la temperatura a la crítica y cinefilia local. Este año, Estados Unidos tuvo una presencia avasallante; al foco de Henry King se le suman algunas películas de la Selección Oficial y una del ciclo de Filmoteca en vivo, para alcanzar la cifra de ¡12! películas yankis. La pertinente programación de otros dos focos, el de Narcisa Hirsch y el de Manuel Romero, ambos en fílmico, ubican a Argentina como el segundo país más representado del festival; ahí se nota una intervención por parte de lxs organizadores que se agradece. Lo siguen, para sorpresa de nadie, Francia, con cuatro películas, e Italia y la Unión Soviética con dos y dos. En esta línea, la tendencia se suavizó en los retratos de críticos, pero no por eso dejó de estar presente: en un total de cinco charlas se pudieron reunir miradas y escrituras de Argentina, Alemania, Estados Unidos y —tal vez el más inesperado— Japón. Me pregunto cómo sería una seguidilla de retratos de críticxs latinoamericaricanxs, por ejemplo. ¿Qué tanto sabemos de la tradición crítica uruguaya? ¿Qué de la mexicana, por fuera de Jorge Ayala Blanco y dos o tres nombres más?
Nada que lxs organizadores no sepan, por cierto. “Es verdad que la programación muestra, incluso sin quererlo, los alcances y los límites de cierta concepción de la cinefilia criada en el seno de esas tradiciones culturales”, comentaba Ramiro Sonzini un año atrás, entrevistado por Roger Koza para hablar de una edición previa de la Semana de la Cinefilia. Lo indudable es que esta clase de eventos nos exponen en su espejo deformante; exigen un recorrido crítico y cinéfilo que pueda desafiar, en el futuro, los imaginarios congelados.
Álvaro
El tiempo pasa, la Semana de la Cinefilia va quedando atrás y los recuerdos se deshilachan. En cada entrega, necesariamente, mi capricho va ganando más y más terreno. La memoria nunca fue mi fuerte. Tampoco la síntesis.
Por lo pronto, hay algunas ideas muy generales que me interesaría retomar. Las voy anotando ahora para no olvidarlas: la dupla minimalismo-maximalismo es la más obvia, por ser la propuesta de curaduría de la Semana, pero me interesa también lo que comentás sobre desborde formal y ascetismo, y las mancilladas nociones de arte termita y arte elefante blanco, que con frecuencia vienen bien como disparador para pensar en distintas escalas y objetivos cinematográficos, incluso hasta para estructurar actores en un campo.
Lo primero que voy a hacer es algo que cada día me molesta más, por establecido y fácil, que es vincular películas de un mismo cineasta. La Semana ofreció la oportunidad de ver o revisar una pequeña parte de la obra de Henry King. Siete películas, que en muchas filmografías sería un número considerable, representan poco en una obra de más de cien. Además, la más reciente de las películas programadas es de 1939, es decir que quedan casi veinticinco años —los menos conocidos, ciertamente— sin revisar. Lo que más llama la atención, viendo una película de King tras otra, es su versatilidad, pero no tanto para mutar de género en género —si bien durante sus casi cincuenta años de carrera King trabajó muchos géneros, las que vimos durante la Semana pueden dividirse, a grandes rasgos, en westerns, dramas románticos y films religiosos—, sino para moverse con soltura en películas de tamaños y tonos diferentes.
La tensión más fascinante se da entre tres films, dos de ellos explícitamente religiosos, y los tres románticos, en todos los sentidos posibles del término: The Song of Bernadette, I’d Climb the Highest Mountain, Love Is a Many-Splendored Thing. Ya los títulos transmiten pasión, altura, emociones inconmensurables: el Amor, ya sea por Dios o por un ser humano, es una constante, todo Camino y Revelación. Pero allí donde la primera impacta por su grandeza estética, su intento arrebatado por llegar al fondo del misterio divino, hasta donde la cámara lo permita y un poco más allá también, la segunda, filmada ocho años después para la misma compañía —20th Century Fox—, presenta un abordaje radicalmente diferente de la temática religiosa: el autodescubrimiento de la protagonista no tiene nada que ver con lo desconocido, no hay apariciones de la Virgen María, ni una iluminación cuidadosa responsable de transmitir aquello que las palabras no alcanzan (holy light, le decía King), ni villanos ateos atacados por enfermedades terminales con sabor a castigo divino; por el contrario, I’d Climb the Highest Mountain goza de economía y simplicidad, y en ese sentido hace pensar en maestros mayores como Renoir o Hawks. Su título fabuloso, pura imagen-fuerza, tiene resonancias religiosas pero habla, en verdad, del amor de la protagonista, una chica muy de ciudad, por su marido, un pastor protestante al que es capaz de seguir hasta donde sea. I’d Climb the Highest Mountain se mueve con gracia envidiable de escena-episodio en escena-episodio; cada segmento tiene tanto significado que, a la vez que notamos que es difícil distinguir cuánto tiempo transcurre entre algunas de sus escenas, descubrimos también que no nos interesa en lo más mínimo. Una película, a veces, puede ser un río.
Significado es, justamente, lo que King buscaba con esmero en sus películas. En Henry King, director: from Silents to ‘Scope, una suerte de memoria profesional construida en base a distintas entrevistas, refunfuña contra el vacío que supuestamente aquejaba al cine de los 70 y 80, en contraposición al arte con sentido y valor que se había realizado durante el período de oro de los estudios, y defiende la censura del Código Hays, argumentando que obligaba a los artistas a ser creativos a la hora de mostrar determinadas situaciones. Más allá del innegable conservadurismo, que King no se preocupaba en esconder, lo interesante es cómo consigue ese significado en películas tan distintas entre sí, casi opuestas, y cómo se hunde en un confuso tono medio cuando no se decide por ningún extremo. Me refiero a Love Is a Many-Splendored Thing, que, como Bernadette, es una obra de imágenes puntillosas, y como Highest Mountain busca transmitir un clima auténtico a nivel espacial, de trasfondo del relato. Lejos de la religión, Love Is a Many-Splendored Thing es un relato de amor entre un periodista norteamericano y una médica eurasiática que transcurre en Hong Kong durante la Guerra Civil China de fines de los 40. Las calles y montañas tienen un lugar significativo en la película; King intenta aprovechar al máximo las potencialidades del CinemaScope, capturando al mismo tiempo la belleza y el caos del lugar y la intimidad del vínculo entre la pareja protagónica. En su libro dice algo que suena muy moderno: “Si hacés una película que se supone que transcurre en Hong Kong pero no tenés el ferry ni las calles ni los edificios ni la gente, no tenés ningún personaje”(1). Pero a King le cuesta demasiado desprenderse del periodista y de la médica, y entonces lo que debería ser complejo, con múltiples capas, resulta ambiguo, como si las dos dimensiones se anularan entre sí. Este problema se replica de forma exacta en el nivel dramático. Por otra parte, hay algo que pareciera darle la razón en su moralismo (razón, al menos, válida para sus propias obras): de las tres, Many-Splendored Thing(2) es, además de la más floja, la menos afilada en cuanto a mensaje. Tiene sentido, en definitiva, que a alguien que dice cosas como “si antes de hacer una película por el dinero pensáramos ‘¿qué cuenta, qué va a hacer, qué efecto va a tener?’, eso no las haría peores, sino mejores” los films religiosos le salieran particularmente bien. Un último dato: Many-Splendored Thing sufrió trabas de censura, por tratar sobre adulterio y, peor aún, sobre adulterio entre personas de distintas “razas”. La coherencia de King es respetable: sostenía una defensa ideológica del código de censura que le llegaba a generar problemas a él mismo.
Este tríptico caprichoso navega, para retomar una terminología de tu última carta, entre el desborde y el ascetismo, y permitiría sostener que, si bien ambas modalidades extremas son posibles para abordar cualquier tema, no hay peor pecado que la indecisión. Más allá de cualquier reparo que uno pueda tener con el fanatismo castigador de Bernadette, es inevitable fascinarse ante el abordaje apasionado de la devoción religiosa; un compromiso pleno llevado al límite tanto en su expresión narrativa como visual. El arrojo desmedido genera atracción en casi todos los aspectos de la vida, pero al menos en el arte no hay que andar arrepintiéndose por el enceguecimiento. Algo parecido ocurre con Highest Mountain: su inesperado tono cotidiano —que, sin embargo, no permite en lo más mínimo hablar de afinidad con el documental, cosa que hoy sería de rigor— genera una calidez adictiva. Uno se la pasa preguntándose hasta dónde podrá sostener King ese tono intimista, esa constante confianza en los diálogos como motor de resolución de los conflictos, que se complementa con una fotografía suave y seca y una narración estructurada en episodios muchas veces apenas anecdóticos y, sin embargo, como comentaba más arriba, extraordinariamente fluidos. Incluso el relato es democrático en su reparto de la compasión: si bien es cierto que un hijo del ateo del pueblo fallece en un accidente, ese mismo día muere el hijo recién nacido de la pareja protagónica, hermanando a las dos familias en el dolor. Ambas tragedias se resuelven sin golpes de efecto. El corolario de esta extensa argumentación es evidente: Many-Splendored Thing, con su suntuoso CinemaScope equilibrado con un rodaje parcialmente en locaciones, no logra volver disfrutables ni el falso brillo ni el paisaje urbano cotidiano; no hay contraste, sino anulación, y todo se vuelve blando, incluyendo el ritmo, que tan bien funciona en las otras dos. El plano inaugural, tomado desde un avión que se acerca a la isla con frenesí, promete una intensidad que se desvanece apenas pisamos tierra firme.
Víctor Iturralde, de quien Paula Félix-Didier dio una charla como parte de la sección Retratos de críticos, dice en una crítica demoledora de Ben-Hur (William Wyler, 1959) publicada en el tercer número de la revista Tiempo de Cine: “El ‘cuco’ de la televisión —cuyas consecuencias finales en todos los países no acaban de definirse—, que sirviera como pretexto para la ola de gigantismo cinematográfico: CinemaScope, Cinerama, pantallas panorámicas, Todd-A O, negativos más anchos, dobles cámaras, triples cámaras, muchas cámaras, el cuco de la televisión, decimos, continúa acicateando las imaginaciones de los industriales yanquis”. Iturralde lamenta la caída de Wyler en la grandilocuencia épica, tomando un camino que, dice, ya habían recorrido Griffith, Ford, Wellman y Stevens, y augura que es cuestión de tiempo para que a Minnelli le ocurra lo mismo. Por un lado, es tentador detenerse en cómo algunos de estos problemas continúan más de sesenta años después, aunque con obvias diferencias en cuanto a los formatos cinematográficos novedosos y el consumo y las formas televisivas. Pero eso sería alejarse demasiado de la Semana de la Cinefilia, si bien es una buena ocasión para volver a celebrar la diversidad de la programación en cada una de sus ediciones, incluso a la hora de seleccionar películas de las últimas décadas, que permite escapar de esa triste sensación de monotonía (plataformas, superhéroes o la macrocefalia de turno, remakes/secuelas, International style; nada negativo en sí mismo) que a veces nos, o al menos me, aqueja. Volviendo a Iturralde: su artículo es valioso porque permite corroborar, una vez más, que una parte considerable de los críticos de los 50 veían con cierta alarma los nuevos formatos hollywoodenses y sus aplicaciones temáticas y estilísticas, y desnaturalizar así el carácter de clásico impoluto con que algunas de esas películas fueron eventualmente revestidas. La crítica a los modos de producción cinematográfica siempre es importante y conviene hacerla en tiempo presente, antes de que nos acostumbremos a lo que, en un primer momento, nos había hecho ruido. El riesgo, evidentemente, es ser injusto con algunas películas (dice Iturralde: “Ben Hur no es cine, aunque ocupa un lugar fundamental en el fenómeno sociológico representado por el cine”). El tiempo permite resolver esto, pero sin el insumo del análisis crítico de las formas de producción corremos el riesgo, más grave aún, de no entender cómo se hicieron esas películas que en el futuro seguirán viéndose(3) y cuya recepción crítica y cinéfila seguirá mutando.
El punto al que quería llegar es que, de modo despectivo, Iturralde equipara esta grandilocuencia, que dice que aqueja a Ben-Hur y que —digo yo— por momentos aqueja a Many-Splendored Thing, con lo infantil. Dice al final de su texto:
Nos queda en las manos, pues, un gigante producido por la televisión, un espectáculo grande, grande por su tamaño físico. Nos queda un circo inmenso, como cien circos juntos (durante diez minutos solamente) y una cáscara grande, hinchada y coloreada, hinchada como un globo rojo. Como aquel globo rojo que nos divertía cuando chicos. Y nuestro yo-niño se divierte con el globo, se angustia con los cien circos juntos, no piensa y deja fluir la historieta.
Cito el último párrafo completo, primero por el llamado de atención a no “dejar fluir la historieta”, y segundo porque esa descripción gozosa de lo circense, lo grande y lo infantil permite observar algo que Paula señaló en su charla: la relación entre arte e infancias era algo que obsesionaba a Iturralde, quien de hecho fue creador de films, libros, programas televisivos, cineclubes y talleres para niños. Entonces: ¿por qué ese rechazo a una épica religiosa “aniñada”? Una posible explicación se encuentra en un fenómeno que desarrolla Iván Zgaib en su texto para el libro sobre mumblecore que estamos editando: los 50 como década liminar, en la que los jóvenes “se apropian” de las radios y pantallas (Rebel Without a Cause, Blackboard Jungle, The Wild One, Rock Around the Clock) como parte de una fuerte estrategia comercial, pero también en la que dramas para adultos empiezan a incorporar elementos excesivamente espectacularizantes (el circo, el globo, el gigante: todo es espectacular), con la consecuente reacción de una parte del público adulto. Es el inicio del encuentro, casi siempre calculado, de la cultura adulta y la cultura infantil, dos líneas que, si se tocaban, corrían el riesgo de neutralizarse. Hoy sabemos que este borramiento de las fronteras dio lugar a incontables nacimientos felices. Sin embargo, volviendo a una idea anterior, creo que ese borramiento es valioso solo cuando implica un riesgo: la densidad de los temas adultos y el caos y la ingenuidad de lo infantil, si es que tales cosas efectivamente existen, no deberían disolverse sino potenciarse.
Me despido. No solo vinculé películas de un único cineasta, también me quedé atrapado entre Estados Unidos y Argentina, replicando enceguecido síntomas problemáticos del consumo cultural que tan bien señalás en tu último mensaje y que a mí también me obsesionan. No está tan mal: ya tengo tema para mi próxima carta.
Milagros
Hace unos días charlaba sobre estas cartas con amigos. Me preguntaba si nuestra propuesta sostendría su interés a pesar de la distancia temporal con el evento que la había desencadenado. La conclusión provisoria que surgió de ese intercambio fue la siguiente: las crónicas in situ son tan importantes como las miradas retrospectivas, porque ambas posturas frente a la escritura crítica reflejan aspectos distintos del objeto en cuestión. Ahora mismo, por ejemplo, identifico una decantación de algunas ideas que ya sobrevolaban en forma de intuiciones cuando hablabas de Henry King allá por marzo, rodeado de gente, en el hall de entrada del Cineclub Municipal. La riqueza que resulta de darle tiempo a las ideas no habría sido posible en ese contexto. Al mismo tiempo, lamento haber olvidado en parte los motivos por los cuales disentimos al respecto de I’d Climb the Highest Mountain y The Song of Bernadette, por fuera del hecho de que la primera me había parecido pedagógica y la segunda, emotiva. En fin. Con ciertas decisiones se gana y se pierde. Hasta ahora, entre una lectura rápida que intervenga en el momento álgido de una discusión y una detenida que se ubique en retrospectiva para actualizar un asunto en el mediano plazo, en Taipei hemos preferido sacrificar la inmediatez, con todo lo que eso implica, y estoy a favor.
Esta vez me voy a agarrar de un eje un poco arbitrario, y pienso escribir más una coda que una respuesta. En la programación de la Semana encuentro varios especímenes de esa estirpe de películas que unen “la densidad de los temas adultos y el caos y la ingenuidad de lo infantil” —seguimos con dicotomías, se ve—. Eva Cáceres programó para la Selección Oficial dos de estas criaturas. Es difícil siquiera empezar a escribir sobre The Train (1964): como una suerte de carrera de postas megalómana, sigue la disputa entre el francés Paul Labiche y el coronel alemán Franz von Waldheim para adueñarse de un tren lleno de obras de arte. Digo carrera de postas porque parecieran turnarse en el dominio del tren. Digo megalómana porque esta carrera implica rieles dinamitados, cantidades de explosivos, nazis muertos y muchísimos, muchísimos disparos. The Train genera un efecto espacial: cuesta escribir sobre ella porque da la impresión de lo inconmensurable. Por supuesto, John Frankenheimer buscaba ese resultado. El hecho de que trenes reales hayan explotado en el rodaje con efectiva dinamita solo fortalece la megalomanía. Pero la vitalidad de la película está en cómo, sin perder de vista el cuestionamiento alrededor de problemáticas surgidas durante la Segunda Guerra Mundial, sin dejar de hacerse preguntas acerca de la relación entre el arte, la geopolítica y el mercado, no abandona ese aspecto lúdico en su planteo formal que la asocia a la candidez de quien se muere por ver trenes volando por los aires. Frankenheimer está muy interesado por los mecanismos de la maquinaria tanto ferroviaria como bélica. La forma en que articula primerísimos primeros planos de una tuerca desajustada con panorámicas de verdaderos estallidos multitudinarios hace pensar que cierta forma de desborde solo es posible desde un grado máximo de cálculo.
No sé si encontré una relación entre esta película y la segunda del Doble Programa, me pregunto si vos lo hiciste. Eva Cáceres parece haber puesto el ojo en elegir dos películas autónomas entre sí, pero que pusieran en juego la dicotomía de la programación. A la luz de tu carta, creo que también responden a ese borramiento entre cultura adulta y cultura de las infancias, ambas de maneras muy distintas. Lo lúdico en Les jours où je n’existe pas (2002) también es procedimental, pero de manera inversa al despliegue de recursos de The Train. Trabaja las apariciones y desapariciones de un hombre que solo vive un día por medio (el día restante, cesa de existir) con ligerísimos cambios de luz, elipsis y empalmes de montaje casi primitivos, que me remiten a los albores de la historia del cine: Méliès haciendo que un ratón se vuelva humano, Fitoussi haciendo desaparecer a un hombre. Claro que allá donde los recursos estaban al servicio del ilusionismo, acá además se interesan por una reflexión del orden de lo existencial. Hay un deslumbramiento con las posibilidades primarias del cine, con su forma de construir a partir de casi nada, luz y sombra, plano y corte. Ahí, el espíritu infantil frente a los grandes temas de la condición humana (el tiempo, la muerte).
Y no sé si ya será forzarlo demasiado, pero, dentro del foco dedicado a Manuel Romero, Mujeres que trabajan (1938) me parece un claro ejemplar de seriedad aniñada, con sus trabajadoras que discuten sobre “Carlos Marx” y gritonean alegremente de acá para allá, Niní Marshall y sus “¡¿lo qué?!” a la cabeza.
Recupero otra zona del texto de Iturralde que citás. Si alguien consiguió escaparle a las facilidades ofrecidas por “el ‘cuco’ de la televisión” se trata de Jean Renoir. La última película que vimos en Córdoba fue a su vez la última de quien con razón ubicás entre los maestros mayores, y su primer y único trabajo televisivo: Le Petit Théâtre de Jean Renoir (1970). Sus cuatro episodios o sketches nos refugiaron de la lluvia horas antes de encarar hacia la terminal. El propio Renoir oficia de presentador junto a un teatro en miniatura donde van apareciendo esas “anécdotas” que “lo han entretenido”. La dinámica recuerda a Alfred Hitchcock Presents, esa clase de programa que ya no existe. Hay una fábula navideña, una ópera sardónica sobre “el enfrentamiento del hombre con la tecnología”, un interludio musical a cargo de Jeanne Moreau y una comedia de enredos amorosos que además de divertida resulta conmovedora. Diez años después del artículo de Iturralde, Renoir ponía la televisión al servicio de una narración económica, sin circos ni globos rojos (aun en la ópera del segundo episodio), pero con una candidez (llevada al punto de llamar a los episodios “revoluciones”, en una interpretación del término como mínimo ingenua) que me permite asociar el tono general de la película con esta agrupación caprichosa que terminé armando.
Nada más por ahora. Quiero que el final de mi carta sea sencillamente un altarcito dedicado a Jeanne Moreau.
Notas:
1 King, Henry (1995) Henry King, director: from Silents to ‘Scope (basado en entrevistas de David Shepard y Ted Perry; editado por Frank Thompson). Los Angeles: Directors Guild of America, Inc.
2 Me gusta esta forma de abreviar el título, primero porque el original es muy largo y Love Is a… suena espantoso, pero también porque la novela autobiográfica de Han Suyin en la que está basada la película se llama A Many-Splendored Thing, y era un nombre que, si bien King pensaba mantener, fue modificado por el productor Darryl F. Zanuck porque, siempre según el realizador, “Zanuck no sabía qué era una cosa esplendorosa [many-splendored thing]. Dijo: ‘Si yo no lo entiendo, ¿cómo va a entenderlo el resto?’. Y le agregó ‘amor’ para darle sentido”.
3 Como bien sabemos, ni siquiera podemos dar por sentado que las películas seguirán viéndose, no solo porque algunas se hunden en el olvido, sino porque las películas pueden desaparecer, ya sea por voluntad o por inepcia. En otro momento podremos adentrarnos en el tema fundamental de la preservación y conservación de material fílmico y archivos digitales.