PLAY-DOC 2024: COMPETICIÓN INTERNACIONAL
Al observar atentamente las películas de la competencia internacional del festival Play-Doc 2024 uno puede notar una serie de conexiones ramificadas entre cada uno de los films, los unos llevando a los otros en patrones que una mirada atenta puede identificar. Se trata de cinco largometrajes y dos cortometrajes, todos dirigidos por cineastas ancianos, tres de ellos ya fallecidos. No es de extrañar que el paso del tiempo y la historia en tres niveles (personal, sociohistórico y geofísico-cósmico) sean los asuntos centrales.
¿Por qué no empezar, entonces, por el cortometraje de Jean-Claude Rousseau Où sont tous mes amants?, que nos presenta un camino que se hunde en el bosque y que es recorrido ida y vuelta por un hombre mayor, acaso el propio Rousseau? Todo comienza con una pantalla en negro en la que escuchamos un silbido. Luego, en un plano fijo, vemos el camino del bosque y al hombre que penetra en él hasta perderse de vista. Tras unos momentos, regresa. Corte a negro. De a poco, la imagen se ilumina nuevamente pero a media luz. Es el mismo encuadre que antes. Siempre escuchamos pasos y un silbido. El mismo hombre, de camisa blanca y jean celeste, vuelve a adentrarse en el bosque, pero esta vez pega la vuelta sin haberse perdido de vista del todo.
El paso del tiempo se comprime en una jornada (luz total y media luz, día y noche) y en un recorrido ida y vuelta (un penetrar en la selva). Junto con la figura del hombre viejo constituye las dos claves que nos entrega este corto de cara al resto del programa.
También con una pantalla en negro en la que se oye un silbido comienza Gli ultimi giorni dell’umanità de Enrico Ghezzi y Alessandro Gagliardo, un collage de imágenes, de momentos tanto íntimos como cósmicos que se extiende por más de tres horas. Como si la vida no tuviera duración sino que fuera la inflación de un instante, la película nos presenta videos caseros de Ghezzi donde su hija Aura aparece como gran protagonista. Pero también accedemos a registros diversos, como el rodaje de The Dreamers de Bernardo Bertolucci (Ghezzi cruza unas palabras con el actor Michael Pitt), una Q&A con los Straub (uno de los momentos más notables de la película, por la propia contundencia del decir de Jean-Marie Straub) y el incendio de un depósito de películas egipcias.
A esto habría que sumarle, entre otros, un larguísimo plano de un artefacto cayendo a tierra desde el espacio exterior; otro plano muy extenso, esta vez fijo, de una ofrenda floral en una esquina y de cómo la gente se acerca a fotografiar y filmar (el nombre “Pitt” reaparece, en resonancia, en el costado del acoplado de una camioneta); y una filmación, en una estación espacial, de astronautas jugando con una masa de agua en gravedad cero.
En esta profusión escalar de instantes late el pulso de ver pero también de ser visto, como si la era de las computadoras e Internet no fuera más que una prolongación de un devenir propio de la era del cine: esa necesidad de mirar y ser mirado, de registrar y ser registrado audiovisualmente (en uno de los materiales de archivo que presenta el film, un hombre en primer plano se saca un ojo de la órbita).
El nombre de la película está tomado de una obra de teatro de Karl Kraus. El film incluye un fragmento del registro de una representación de la obra hecha a principios de los 90, un monólogo que constituye uno de los momentos más potentes. Es como si la película sintonizara con cierto sentimiento apocalíptico de la obra de Kraus, inevitable en nuestro presente a comienzos del siglo XXI. ¡Si sólo pudiéramos salir sanos de la aventura de la extinción! ¿Por qué no nos rebelamos contra este plan? Si quedara un ser capaz de oír la nota fundamental de esta época…
Si Ghezzi y Gagliardo se mueven de lo personal a lo cósmico y geofísico (notable montaje, al comienzo de la película, de una erupción volcánica combinada con estampidas animales), Jean-Luc Godard vuelve, como de costumbre, sobre la historia del siglo XX en el cortometraje póstumo Film annonce du film qui n’existera jamais: “Drôles de guerres”. Con la colaboración de Nicole Brenez, Fabrice Aragno y Jean-Paul Battaggia, Godard trabajaba, antes de morir, en una película producida por Saint Laurent basada en una novela del escritor belga Charles Plisnier, Pasaportes falsos. Plisnier fue expulsado del Partido Comunista por “desviación trotskista”.
El corto es todo lo que queda del proyecto inconcluso, una serie de retazos (escritos, fotografías, diálogos, pinceladas rojas y negras —stendahlianas—) acompañados por la irrupción de música de cuerdas. Podemos leer que Drôles de guerres se planteaba como la “adaptación de una novela que busca liberar las metáforas de un lenguaje necesario y verdadero mediante el retorno a las locaciones de viejos rodajes al tiempo que teniendo en cuenta los tiempos actuales” (se oye a un personaje femenino decir “no tengo ganas de hablar ruso ahora”; también se habla de ver Sarajevo desde Palestina para poder ver un lugar donde fue posible la reconciliación).
También leemos que “el más efímero de los momentos posee un pasado ilustre” y retorna a uno esta idea que circula en toda la competencia internacional del Play-Doc y que se materializa en la selección de las películas: la idea del camino que se bifurca o, aún mejor, del árbol con su verticalidad, su abajo y arriba (su antes y su después), sus ramificaciones, sus vasos comunicantes.
Godard no es la única leyenda del cine francés recientemente fallecida. Si el director de Le mépris y La chinoise integraba, por su carácter de miembro fundamental de la Nouvelle Vague, un lado A del cine francés moderno, Paul Vecchiali fue uno de los mayores referentes de su lado B. Y Vecchiali sobrevivió a Godard por unos meses, suficientes para dedicarle su largometraje final, Bonjour la langue, guiño evidente en su título a Adieu au langage, una de las películas más conocidas del último Godard.
Si uno de los momentos más potentes de Film annonce… se da cuando escuchamos la voz fragilísima de un nonagenario Godard en las cercanías de la muerte, Bonjour la langue nos entrega no sólo la voz sino también el cuerpo de un no menos nonagenario Vecchiali interpretando un personaje que tiene mucho de sí mismo pero que no es él. A su bellísima casa de Draguignan en el sur de Francia llega su hijo, interpretado por su actor predilecto de los últimos años, Pascal Cervo.
Seguirán tres escenas al aire libre, en el patio de la casa, en un restaurant y en un jardín, donde padre e hijo se reprocharán, reconciliarán (parcialmente) y confesarán. Vecchiali, interpretando a un escritor que ha perdido en un accidente de auto a su esposa e hija mayor, anticipa su propia muerte en medio de la soledad del sobreviviente. Lejos del ego trip del director, el personaje de Cervo, con su alejamiento del padre por malos tratos pasados, posibilita una redención necesaria para el personaje de Vecchiali y unos errores de vida ficcionales que podrían solaparse y retroalimentarse con situaciones vitales propias del autor. Este melodramatismo le otorga nervio a la película y una potencia elegíaca notable. Si Rousseau optaba por lo personal, Ghezzi y Gagliardo por navegar a bandazos entre lo personal y lo cósmico, y Godard por lo sociopolítico, Vecchiali parte de lo personal para diagonalizarlo y hacerle una dedicatoria a Godard desde aquellos lugares que Godard nunca abordó, señalando y constituyendo, una vez más, su lado B.
Continuando con nuestro recorrido a bandazos por la vida y la muerte, emulando el de Ghezzi y Gagliardo pero que es también el que nos propone la competencia internacional del festival, Yervant Gianikian retomó un proyecto que tuvo con su ahora fallecida pareja Angela Ricci Lucchi, al que han titulado Frente a Guernica. Utilizando material de archivo de la primera mitad del siglo XX (el recurso característico de esta dupla) y con la narración en off del propio Gianikian, la película nos introduce, en su primera hora, en la situación en Europa antes de la Segunda Guerra Mundial, de Francia a Italia a España (gitanos en Andalucía) a Austria (el incendio del Palacio de Justicia) a Francia de vuelta (la crisis del 29), con un desvío asiático hacia Japón y la guerra sino-japonesa (mediante un artista japonés que vivió en Francia).
La segunda mitad de la película nos sumerge ya en España y la guerra civil. Es notable cómo Gianikian y Ricci Lucchi optan, como de costumbre, por ralentizar las imágenes de archivo en la primera mitad, como si trataran de acceder al nivel descriptivo de ellas (“La detención del fotograma, intentos de detener el tiempo, de volver a la fotografía, al conocimiento, como texto, cita, acabados con una quemadura, una herida”(1)). Sin embargo, si no me equivoco, este dispositivo cambia en la segunda mitad de la película, donde es más frecuente que las imágenes de archivo se reproduzcan a velocidad normal.
Recordemos que Gianikian y Ricci Lucchi inventaron una “cámara analítica” que hace pasar los fotogramas de las películas de archivo con las que trabajan delante de una filmadora que los vuelve a filmar en su totalidad o en detalles selectos. Los ralentís parecen querer iluminar aquellas duraciones cortas que podrían hacer pasar desapercibidos ciertos gestos o momentos registrados. “Miren que los oigo”, dice alguien en Gli ultimi giorni dell’umanità; “Miren lo que rehúye al ojo”, acaso señalen Gianikian y Ricci Lucchi.
Este enfoque en lo no visto del archivo (y todo archivo, en su carácter de “estar guardado” para su conservación y por tratarse en gran medida de documentos de época con pocas o nulas intenciones comerciales, es rara vez visto), o sea, lo no visto de lo no visto, ilumina con la sorpresa de la novedad pretérita, oxímoron que bien harían en conocer los comentaristas de la actualidad. Por eso, el punto de partida de Gianikian y Ricci Lucchi se entierra en la ficción aun cuando la abandona.
Volviendo al campo de lo personal y subjetivo, otro de los cineastas ancianos que monopolizan la competencia internacional del Play-Doc 2024 es Júlio Bressane. Su película Leme do destino es, quizás, la más extraña de la sección. Si Vecchiali y su productora Diagonale supieron alimentar un cine de realismo oblicuo, ligeramente torcido, notablemente europeo, en Leme do destino Bressane exterioriza su condición inevitablemente americana con un realismo no diagonal sino delirante y barroco.
La película presenta a dos mujeres amantes emborrachándose en la mesa de un bar, filmadas en un plano inmóvil, contra una pared amarilla (este será un color importante, relacionado al erotismo). Luego, las seguimos mediante encuadres y sonidos desquiciados hasta la intimidad de la vivienda, donde vemos telas y otros objetos flotando y arrastrándose y perturbando a las protagonistas. En algún momento, esa relación lésbica parece romperse y una de ellas irá acompañada de un hombre.
El uso del color es ensoñado (máxima saturación, contrastes de colores puros y de colores complementarios) y, entre el desfile de imágenes extrañas e imaginarias (pero siempre imaginarias a partir de elementos bien concretos y cotidianos), se incluye un largo plano de una tira de papel higiénico quemándose y produciendo formas vivificadas de lo más aparatosas. Hay una mirada allí, capaz de percibir formas fascinantes donde la mayoría nunca las vería, y de enfocarlas y registrarlas.
Finalmente, nos queda el documental Cinema Before 1300 de Jerome Hiler. En una reseña en la red social cinéfila Letterboxd de la reciente película de Alexander Kluge Cosmic Miniatures, el crítico brasileño Victor Guimarães escribió (traduzco) “Un Power Point sin power y sin point”. El cortometraje póstumo de Godard también tiene algo de Power Point, de presentación con diapositivas, aunque de parte de un profesor poco ortodoxo. Algo parecido puede decirse, con más razón (ya que aquí estamos ante un docente más ortodoxo), del film de Hiler, que de hecho comenzó como una serie de lecturas, clases o conferencias. ¿Estamos ante el nacimiento de una nueva forma experimental? No faltará alguien más avezado que yo que indique que el “Cine Power Point” no es ninguna novedad y que señale toda una historia que desconozco.
Que no se entienda, de todos modos, la referencia al comentario de Guimarães como una valoración propia. De hecho, no he visto el largometraje de Kluge. Dejemos de lado lo axiológico (“sin power y sin point”) y quedémonos con el hecho de que hay un cine de diapositivas.
Cinema Before 1300 es, efectivamente, una presentación con fotos fijas de vitrales de catedrales medievales mayormente francesas, con narración en off del propio Hiler, un veterano del cine experimental, compañero de Nathaniel Dorsky y asistente de Gregory Markopoulos.
La tesis de Hiler es que el arte del vitral desarrollado en la Europa medieval del siglo XIII es una forma precursora del cinematógrafo. Se trata de un arte que utiliza la luz para narrar historias mediante imágenes a ser vistas desde el interior oscuro de las catedrales, tal y como el cine utiliza la luz proyectada para narrar historias mediante imágenes a ser vistas en el interior oscuro de la sala.
El director prosigue a argumentar su tesis por hora y media mediante la exhibición de ejemplos y su explicación mediante una narración profesoral y amable. Si es cierto, como observó alguien en cierta red social, que estamos ante una generación a la que una película como Taxi Driver le parece lenta, o que no es capaz de prestar atención por una hora a un docente explicando un tema, la película de Hiler, asumiéndose como se asume en tanto clase magistral, termina de constituirse en un antídoto a la dispersión imperante.
¿Cómo combatir el déficit de atención y aprender, al mismo tiempo, sobre uno de los precursores del cine (porque los argumentos de Hiler me parecen absolutamente sólidos)? Pues viendo esta película que además nos presenta, entre las tantas figuras típicas (como la del demonio que susurra al oído de un personaje y que reaparece en el cine de animación con esos diablillos que acicateaban con su influencia malévola a los Looney Tunes), la del Árbol de Jesé, ese árbol, presentado en los vitrales de color blanco como si estuviera hecho de huesos oníricos, que muestra la genealogía de Cristo, que ramifica y bifurca una historia que es personal pero también sociohistórica y cósmica.
Hiler indica que la forma tan particular de representar a los árboles en los vitrales le ha hecho ver de otra manera los árboles del mundo exterior. Y ya sea mediante el minimalismo subjetivo (Rousseau), el maximalismo superjetivo (Ghezzi y Gagliardo), la historia europea (sinecdóquica e imperialísticamente mundial) como ruina y fragmento (Godard), la historia personal como reconocimiento y rendición de cuentas ante la muerte próxima (y ante los vivos que quedan) (Vecchiali), la historia europea (de nuevo, y de vuelta sinecdóquica e imperialísticamente mundial) como memoria tercerizada en imágenes en movimiento, asociaciones y conexiones (Benjamin y Warburg, aquí y en todas partes) (Gianikian y Ricci Lucchi), la explosión de la propia mente en ficción desatada (Bressane) o la historia del arte de la luz y la oscuridad que concluye en el cine (y, si atendemos a las implicaciones del trabajo de Ghezzi y Gagliardo, se prolonga en la cultura digital) pero que no nace con él (Hiler), el cine se nos presenta, en última instancia, como ese artefacto óptico-sonoro capaz de reconfigurar nuestro propio árbol vital, desde las raíces más profundas de nuestro espíritu hasta las ramas más altas del cosmos, dando cuenta de la existencia y de la historia en todos sus niveles.
Notas:
1 Yervant Gianikian y Angela Ricci Lucchi, “Archivos que rescatan. Conversación a partir de un fragmento”, en Emilio Bernini, Roberto de Gaetano y Daniele Dottorini (compiladores), Cine y filosofía: las entrevistas de Fata Morgana, El cuenco de plata, 2015, p. 140.