I. Finales
“En el punto al que Bresson ha llegado, la imagen sólo puede decir algo más desapareciendo. El espectador ha sido progresivamente conducido a esta noche de los sentidos cuya única expresión posible es la luz sobre la pantalla blanca”, dice Bazin sobre el final de Diario de un cura rural (1951)(1). Él no llegó a ver Pickpocket (1959), pero sospecho que habría llegado a la misma conclusión.
Después de esos besos a través de los barrotes, unos en la frente y otros en la mano, la imagen ya es prescindible, y así desaparece. ¿Qué más se podría agregar?, si el cine de Bresson, justamente, no es un cine de la imagen, sino de las transiciones, los ritmos y las “vibraciones” que se producen entre medio de las imágenes y los sonidos (los plurales son la clave aquí). Aunque suene paradójico, Bresson no necesita de la imagen, al menos no en un sentido plástico, y sobre esto insiste Bazin en relación al final de Diario de un cura rural.
Casi diez años separan a ambas películas; algo cambia, algo se perfecciona. Allí, la imagen desaparece, pero aún se necesita de la voz para conjurar las últimas palabras del cura: “Todo es gracia”. Pickpocket termina de la misma manera, y, de hecho, se dice lo mismo, pero sin voz. Película a película, Bresson suprime y ajusta, poda lo innecesario, y así llega a esta película donde la “gracia” se invoca mediante una sala oscura, un minuto de pantalla negra, una música y unos besos que se guardan en la memoria.
II. Bresson hoy
Para el libro ¿Qué será del cine? Postales para el futuro, editado en la reciente 35ª edición del Festival de Mar del Plata(2), Edgardo Cozarinsky decidió no escribir ni una sola palabra más que el título de su capítulo, “El cine: sus fuentes, su futuro”. Solo eligió siete fotogramas; la siguiente imagen es el primero de ellos, correspondiente a la película Al azar, Baltasar (1966).
Los puntos de contacto entre Bresson y el cine del presente son escasos, casi inexistentes. En todo caso, lo más cercano puede ser la asociación con los films que hoy en día se reúnen en los espacios de legitimación y canonización que antes ocupaba el cineasta francés, siendo los festivales de cine el principal de ellos. Lugares que hoy parecen prodigar espacio a un cine vuelto sobre sí mismo en una suerte de autorreflexión cinéfila y referencial; ya sea traducida en falsos escandalizadores, imitadores de poca monta de Pasolini, cuando no en simples pastores de la sordidez gratuita (¿hasta cuándo Gaspar Noé va a seguir jugando a ser el chico malo de la clase?), en un naturalismo tardío devenido en un international style anodino, desgastado y repetido hasta el hartazgo (¿hasta cuándo escucharemos hablar de películas dardenneanas?) o en un academicismo siempre bien camuflado con los tópicos del momento (¿hasta cuando se seguirán celebrando “películas correctas” como Retrato de una mujer en llamas?). Ni siquiera hace falta salir del spotlight de las grandes secciones de los festivales, e introducirse en las más pequeñas comodidades de un cine independiente que hace de la mera cita toda su poética, para dar cuenta de que algo anda mal, de que aquellos que aún osan intentar descubrir algo en el cine son, en su vasta mayoría, escasas excepciones que se mueven en el límite de la más pura invisibilidad. Así, en una contemporaneidad donde el cine parece volcado a la adaptación en espiral de sí mismo, vuelven a resonar estas palabras de Bazin en su Defensa de la adaptación (pero literaria, en aquel caso): “Hay cruces fecundos que suman las cualidades de sus progenitores; hay también híbridos seductores pero estériles y hay finalmente uniones monstruosas que no engendran más que quimeras”(3).
Ahora bien: ¿qué puede aportar el cineasta aludido a las problemáticas de un tiempo que no vivió y ni siquiera imaginó? ¿Por qué releer a Bresson? Pues, por más absurdo o inocente que pueda sonarle a alguno este concepto hoy en día, para acercarnos (porque más que eso es imposible) a una metafísica del cine (o “arte del cinematógrafo” como llamaría el propio RB). No se habla desde un deseo de replicación estética, como una renuncia a la hibridez o como parte de una romantizada nostalgia —pues allí tampoco reside ningún futuro, es sabido—, sino como posibilidad de imaginar, antes que un porvenir, un posible presente fecundo del cine. La (re)lectura de las “fuentes”, como las llama Cozarinsky en el título de su capítulo, parece ser la única vía para apreciar los cimientos sobre los que se sostiene el lenguaje del cine y la materia cinematográfica toda.
En una conversación que sostuvo con Roger Koza(4), el crítico Vicente Monroy propone una suerte de metodología de análisis que implica un constante zoom out y zoom in en la historia del cine, un volver a la gran escala de análisis, una toma de distancia similar a la que necesita un arquitecto para vislumbrar la totalidad de su obra antes de volver a acercarse. Tomar a la puesta en escena como única unidad de análisis es algo vetusto, dice Monroy, mientras llama a romper con las unidades esenciales autor/película e invita a jugar con las distancias, un ida y vuelta entre lo micro y lo macro.
Un cine de las grandes emociones, pero de silencios y contenciones, de sacralidad y grandes ideas, pero de humildad y sencillez y, principalmente, de trascendencia y descubrimiento, como el de Bresson —o bien como el de Leonardo Favio, a quien también elige Cozarinsky entre las “fuentes”—, puede servir para iluminar la quietud de un cine actual adormecido, o quizás peor aún, entregado al mayor pecado de un arte: el saberse acabado.
III. Inicios
En una entrevista(5), al ser interrogado por la decisión de mostrar a la madre de Juana de Arco únicamente de espaldas, Bresson responde llanamente: “Porque no quiero que sea un personaje del film. Además, este plano no está en el film mismo, está antes de los títulos”. ¿Dónde empieza un film y dónde un personaje? O, mejor aún: ¿cómo nace un personaje?
El proceso de Juana de Arco (1963) es la película más perfecta de Bresson, la más depurada, condensada, concentrada, pura. El (falso) inicio es eso, todo en un plano: unos pies que cruzan un salón, una mano que lleva un papel escrito, una mujer que se arrodilla de espaldas mientras dos personas la sostienen, y un desahogo que no vemos. Un no-personaje que siente, habla y sufre, una no-imagen para dar apertura a las imágenes del film y un relato que anuncia lo que veremos y lo que ya sabemos: “E imputándole falsamente numerosos crímenes, la condenaron injustamente y la quemaron”.
Los inicios de Bresson, como todo su cine, no muestran una imagen o un sonido, sino que los crean y moldean a partir de lo eludido, lo sugerido, lo que media entre lo no visto y lo no oído. ¿Qué es aquello que grita durante los rocosos títulos iniciales de Al azar, Baltasar?, ¿un nacimiento o una tortura?, ¿qué son esas paredes resquebrajadas de los títulos de Un condenado a muerte se ha escapado (1956), elevadas al carácter de lo sagrado por los compases de la Gran Misa n.º 17 en do menor de Mozart?
Es curioso: la formación pictórica y el incansable ejercicio de su poética parecen haber conducido a Bresson a una conclusión muy simple: el cine no es imagen, no es el plano ni el sonido; es lo que está fuera, es lo que emerge de las grietas de su lenguaje, es la invención de algo nuevo.
Notas:
1 André Bazin (2015) “El diario de un cura rural y la estilística de Bresson”, en ¿Qué es el cine? Madrid, RIALP, p. 146.
2 El libro se puede descargar del siguiente enlace. [N. del E.]
3 André Bazin (2015) “A favor de un cine impuro”, en ¿Qué es el cine? Madrid, RIALP, p. 108.
4 “Después de la cinefilia: la nueva vida de la imagen”, charla entre Roger Koza y Vicente Monroy a propósito del libro Adiós a la cinefilia.
5 Entrevista a Robert Bresson por Ian Cameron en Movie, n° 7, febrero-marzo de 1963. Citado de Robert Bresson (2014) Bresson por Bresson. Buenos Aires, El cuenco de plata, p. 121.
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