Lejos del polvo del mundo. Notas sobre “1917”

Leí a varios amigos recibir con entusiasmo el último largometraje de Sam Mendes, una epopeya bélica situada en las postrimerías de la Gran Guerra. Augusto Sinay escribió un texto bellísimo donde compara la película con la estructura del haiku y elogia la estrategia formal del plano secuencia: “Mendes utiliza un recurso cinematográfico tradicional para transmitir una idea simple, no para sorprender con arrogancia”1. Es cierto que la planificación es asertiva: la cámara no flota ansiosamente por los ambientes con la vocación inmersiva de la realidad virtual o los point-and-shoot. No es gratuita; se concentra, puntualiza y señala. Gracias al trabajo de Roger Deakins, la fotografía envuelve el desarrollo de las secuencias en base a su pertinencia dramática, evitando la acumulación infinita de postales en hora mágica. Sin embargo, algo del aspecto más fundamental del largometraje —el de la confluencia entre narración, planificación y concepto— se aleja de la proeza materialista del haiku. Allí donde la poética japonesa despliega un costado sentimental y filosófico desde la admiración y sorpresa ante el mundo, Mendes da un paso de aserción discursiva —para que su posición moral no pueda confundirse— y expone el costado más remilgado de su cine, apelando a símbolos sobre la predestinación del héroe, concepciones espirituales de la muerte o enteramente idealistas de la virtud. La extremación formal de esas ideas —flotar a milímetros de los rostros con un angular para “captar las almas turbadas de los personajes”, como dijo alguna vez Iñárritu— es demasiado vulgar para el respeto por la profesión que tiene Mendes; puede ser remanido pero no es un chapucero. Sin embargo, las decisiones cruciales de planificación (que podríamos llamar, con cierta simpleza, sus “motivos visuales”) expresan un sentido mercantil del cine, que machaca y machaca sobre lo instaurado: el extenso movimiento hasta llegar al plano detalle del sacudón de mano confirma las posiciones de valor jerárquico y la validación de los superiores, que emulan aquí la aprobación simbólica del padre, reafirmando el valor moral de la exposición ante la muerte de los soldados2.

A diferencia de la tradición contestataria de Paths of Glory o All Quiet on the Western Front, se trata de una película sobre cumplir la misión encomendada, ante todo y sin titubear. A diferencia de la experiencia del sinsentido en el campo de batalla —de la que Vietnam se volvió uno de los mayores símbolos cinematográficos— aquí la acción es tan utilitaria como inconmovible su dirección y sentido último, no hay dislocación emocional ni perdida de propósito. En ello también se distancia del haiku, cuyos elementos estéticos claves son, como señalaba Paul-Henry Giraud, “inmovilidad y estremecimiento; reticencia, inacabamiento, misterio”. 1917 es una película sobre la carencia de duda: no hay tiempo de reflexionar ni se pueden derivar posiciones críticas ante el desenfreno. A diferencia de Apocalypse Now, M.A.S.H., The Deer Hunter, Full Metal Jacket o Platoon, donde personajes jodidos y contradictorios estimulaban una película contra la guerra, aquí encontramos personajes impolutos en una película que la celebra. Ellos también son ideas. Mendes evita que sus protagonistas sean reprobables o que puedan causar el mínimo inconveniente para la identificación contemporánea (incluso ansiosamente coyuntural): son mensajeros sin intención de matar y su objetivo explícito es evitar muertes, pero la película hace del conflicto bélico algo lo suficientemente abstracto y superfluo como para borrar toda historicidad, sentido político o relevancia concreta de sus actos. Machaca pero sin convencimiento, porque solamente repite el sentido de los tiempos. Ese gesto también la aleja de una vertiente militante e izquierdista del cine bélico, como Land and Freedom o The Wind That Shakes the Barley, que defiende sin miramientos la necesidad circunstancial de la violencia (“count me out/in” como decía Lennon), reflexiona sobre la relación tensa entre medios y fines en la lucha política o toma una posición comprometida frente a injusticias históricas.

1917 no es concreta ni material, como el haiku, sino abstracta y espiritualista3: sobre el coraje y la disciplina, sobre el valor del sacrificio, sobre el sentido de la hombría y el respeto de la raigambre familiar; la manera ilustrada en que la burguesía encubre su dominación con abstracciones. Por eso es una película sin tensiones morales. Como ese árbol gigante que aparece súbitamente en la distancia, dando sentido de circularidad y cierre, la película hace surgir sus temas desde el vacío, no desde la materia viva4. En lugar de imperfecciones de la labor humana, por donde se puede filtrar la vida en el cine, se exhibe un tecnicismo desaforado5. Y así, el azar se vuelve siempre ilusorio, planificación de lo inesperado, pues viene a señalarnos un sentido unívoco: el esfuerzo de hacer lo correcto, la bondad ante niños y mujeres, la distancia moral entre bandos. Lo vivo, su majestuosidad y la belleza inexplicable de su desorden, no tiene lugar posible. Las películas siempre toman posición, por supuesto, pero aquí solo se indica un sentido único de las cosas y de los movimientos. No hay simplicidad poética, que requiere aceptar cierta ambivalencia de lo real, sino una sobrecarga de alusiones: el río = la transmutación, la oscuridad = presencia de la muerte, el árbol = tradición familiar, el sacudón de manos = pacto de caballeros. Borges decía al respecto de Bashō y de Buson: “no hay metáfora, no se compara una cosa con la otra. Es como si los japoneses sintieran que cada cosa es única. La metáfora es una pequeña operación mágica. Hablamos por ejemplo de tiempo y lo comparamos con un río, hablamos de las estrellas y las comparamos con ojos, la muerte con el sueño. En la poesía japonesa se busca el contraste entre la perdurable campana y la mariposa efímera”6.

La mezcla de universalismo y simbolismos dominantes en 1917 podrían unir a Mendes con Iñárritu o Nolan, Cuarón o Aronofsky: un grupo disperso de cineastas que, a comienzos de siglo y probablemente sin saberlo, terminaron definiendo el rumbo (tecnológico e ideológico) del nuevo cine industrial, con ideas tan ingeniosas como manipuladoras y una concepción del cine como maquinita de plot-twists y acumulación de perturbaciones. Cuna del autorismo industrial, demasiado culposo para el cine de género y demasiado bursátil para el desarrollo de personajes (que más allá de pertenecer o no a la Historia, requieren de sus propias historias)7. Lo que contrasta con esa herencia es la elocuencia de Deakins y la precisión de algunas decisiones de cámara durante las secuencias de acción. El trabajo fotográfico con las sombras sobre la ciudad en ruinas tiene un impacto físico que no existe en los atardeceres interminables y las voces carrasposas de Malick. Lamentablemente, Mendes recae en la tendencia espiritualista hacia el desenlace. La destreza visual potencia a las secuencias de acción pero apenas merma el pulso, dando lugar a secuencias de mayor intimidad, el tono emocional se vuelve manipulador: las víctimas reciben un tratamiento modélico, tan romantizado que las vuelve dispensables, y los victimarios uno propagandístico, como figuras distantes e incomprensibles, sin características subjetivas. La palabra significativa está reservada para los rangos jerárquicos y es mera confirmación del valor moral de la epopeya.

En American Beauty ya se destacaba el discurseo sobre la bolsa en el viento y los monólogos internos de Spacey: una confianza en que la reiteración verbal o la saña contra los personajes (que Mendes comparte allí con Solondz) exudan tragedia existencial. Existe una tensión entre la carencia de personajes formados, que no la deja ser cine autoral, y una voluntad de grandiosidad a las trompadas, que no la deja ser cine de género, ámbito en el que Mendes (al igual que Spielberg) se maneja con otra soltura. Básicamente porque la asunción del cine de género implica perder a personajes que encapsulan formas ideales puras para aceptar un cine físico (en el centro de lo retratado y en el intento de conmover sensorialmente a la audiencia) que, lejos de volverse por ello superficial (aunque sí epidérmico), instaura su propio campo reflexivo: uno que refiere a la materialidad de las relaciones entre los sujetos (el caso extremo de Hitchcock, seguido por Bava, Argento y De Palma) y otro que refiere a la transformación física y sus relaciones con la norma (caso de los monstruos clásicos, de Universal y la Hammer, como del cine de Cronenberg). En ese terreno, tanto Mendes como Spielberg llegan a ser incluso profundos, como ocurre en Duel y Jaws, sin necesidad de soliloquios, imaginería espiritual o metáforas evidentes. Por eso Skyfall y Road to Perdition siguen siendo lo mejor que ha filmado Mendes por varios cuerpos (que allí se perciben físicamente y no como receptáculos de ideas). Si algo evidencia 1917 es que no hay películas “bien filmadas” en el vacío ni pueden establecerse reglas o interdicciones sobre los recursos formales en abstracto. La planificación está al servicio de proyectos audiovisuales específicos, con herencias culturales y tradiciones estéticas propias, que pueden hacer del uso de un mismo procedimiento formal, motivo estético o corte entre imágenes, afirmaciones completamente disímiles. El cine no es únicamente puesta de cámara. Más allá de sus logros técnicos y su efectividad, persiste en 1917 la noción de que un cine elevado debe retratar aspectos inmateriales o invisibles, una distinción entre alta y baja cultura que protege a la primera destacando su relación con la pureza, lo impoluto, la preservación de todo lo que no está manchado por el polvo del mundo. La aventura estética del haiku, por el contrario, es solamente ese polvo.


Notas:

1 Le agradezco a Augusto haber leído una primera versión de este texto y el relevante intercambio de ideas, opiniones y lecturas. Su texto puede leerse por aquí.

2 Como señala Aberto Roca Blaya: “si el autor hace uso de un lenguaje demasiado artificioso, el poema deja de hablar del mundo […] para hablar del poeta”. Véase Breve introducción al haiku como forma poética, disponible online aquí.

3 Prima aquí una concepción idealista de “lo espiritual”: no como contemplación que promueve estados trascendentes o ampliación de las experiencias sensoriales, tampoco como disminución de la consciencia de sí o comunión con la totalidad, sino como manifestación del espíritu en tanto idea pura, desgajada y externa a la materialidad. Este aspecto, que emerge con mayor claridad hacia el desenlace, comparte aspectos estilísticos con The Revenant. Ambas oponen la epopeya física con el descubrimiento de un mundo inmaterial en el tercer acto. Un estado superior de consciencia, al parecer, pero no mediante el maravillamiento ante el mundo físico ni la percepción sensorial de unidad sino ante la aparición de simbolismos inmateriales; expresión de un mundo espiritual o puramente interno que existe con independencia de los cuerpos. En el caso de Iñárritu, dependiente de estados extremos de sufrimiento, dolor y padecimiento subjetivo. Ese espiritualismo supone, evidentemente, formas del dualismo cartesiano que separan lo trascendente de la materialidad, dándole entidad, sentido y desarrollo autónomos, a veces incluso con sentidos o valores contrapuestos. Podríamos preguntarnos si, en general, no se ha tendido a espiritualizar de esta forma el haiku y la filosofía oriental en su traducción, recepción y circulación occidental desde el Siglo XIX. Octavio Paz, uno de los primeros y principales traductores de Matsuo Bashō al español, se refería precisamente al poema como “ejercicio espiritual”.

4 Vicente Haya señala acertadamente que el haiku “no puede ser imaginado ni elaborado en abstracto […] no es elucubración, no es arquitectura de la mente humana. Solo pretende plasmar la existencia tal como es para transmitir así su misterio sin tener que explicarlo”. Véase El haiku japonés: esencia y tipología, en Pliegos de Yuste, Nº 5 (91-100), 2007.

5 Octavio Paz valoraba del haiku, en primer lugar, “la idea de lo no terminado, de la imperfección”, y además su concentración: “la poesía japonesa dice con muy pocos elementos algo que tiene gran intensidad […] concentra, en un verso, una gran pluralidad de significados; está muy cargada de significaciones”. Véase Oriente, imagen, eros. Entrevista con Masao Yamaguchi, en Pasión Crítica, 1986 [1978], p. 178.

6 Citado por Blaya en Ibíd, p. 3.

7 En un texto sobre Alejandro Gonzalez Iñárritu para Hacerse La Crítica, me referí a esta tendencia del autorismo industrial hacia la universalización y abstracción de los aspectos subjetivos. Los personajes, cuyas particularidades podrían comprenderse en base al marco de sus interacciones o situación biográfica (no importa si la película opera o no dentro de una estética “realista”), desaparecen frente al marco de batallas entre fuerzas ideales. El protagonista está definido por una excepcionalidad moral que rompe la normalidad imperante, pero nunca puede asirse prácticamente como resultado de su historia. Me refería allí al caso de La Lista de Schindler (entre muchos otros), que procede de forma similar a 1917 en este aspecto. De diversas formas, proponen una predestinación de héroes y antagonistas, una excepcionalidad metafísica o ideal que precede su pertenencia a la vida corporal y a la interacción social. Puede leerse el texto aquí.

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