Un gallo canta.
Mil gallos le responden.
El tiempo entrega a los artesanos
la greda de nuevos días,
y cuando salgamos de nuestro encierro
la lluvia encontrará caminos desconocidos
para escribir de nuevo nuestra historia.
“Vimos llegar mañanas”, Jorge Teillier (1961)
“‘La meta es el origen’, decía Nietzsche. Estoy volviendo al cine mudo para filmar y escribir para el futuro. A ustedes, estudiantes de cine, vuelvan al mudo, ahí está el santo grial”, expresó un cineasta en Twitter. Con la instantaneidad para la respuesta que caracteriza a esa red, aunque sin dejar de entrever el sentido de lo que él decía, se me ocurrió hacerle una mínima adición para modificar por completo su postulado y desde entonces no he dejado de pensar en ello: “vuelvan al mu(n)do, ahí está el santo grial”. Lejos de la agresión también propia de ciertos intercambios virtuales, lo que había ahí eran dos ideas no exactamente opuestas ni excluyentes entre sí, pero que sirven como contrapunto para pensar el cine.
Está claro que la intención original y última del cineasta tenía que ver con una invitación, dirigida a los jóvenes aspirantes de su oficio, a revisar la rica historia del cine en un momento en el que basta con recorrer el catálogo de la más utilizada plataforma de streaming para intuir una deliberada promoción del olvido en pos de la avidez de novedades. Si a eso le sumamos que la inmensa mayoría de las películas recientes que llegan por las vías del mainstream parecen haber asumido en su propia forma ese olvido de las distintas tradiciones cinematográficas, la preocupación es sin dudas atendible. Pero no es esa posibilidad la que me hizo ruido y la que me invitó, de alguna manera, a escribir estas líneas, sino aquella según la cual la clave del futuro del cine, su “santo grial”, estaría necesariamente en el pasado —y no en cualquier pasado, sino en el propio pasado del cine. Pensar en un cine del futuro sería demasiado aventurado, pero sí podemos pensar en el cine del presente e intentar dilucidar hacia dónde se dirige. ¿Va hacia un revisionismo de sus 125 años de historia o va en otra dirección?
Ya en su fundamental ¿Qué es el cine?, publicado en 1958, André Bazin se refería a esa añoranza del silente (con el sonido instaurado hacía poco más de dos décadas) como injustificada: “En 1928 el cine mudo estaba en su apogeo. La desesperación de los mejores entre los que asistieron al desmantelamiento de esta perfecta ciudad de la imagen se explica aunque no se justifica. Dentro de la vía estética por la que se había introducido, les parecía que el cine había llegado a ser un arte supremamente adaptado a la «exquisita tortura» del silencio y que por tanto el realismo sonoro no podía traer más que el caos. De hecho, ahora que el uso del sonido ha demostrado suficientemente que no venía a destruir el antiguo testamento cinematográfico sino a completarle, habría que preguntarse si la revolución técnica introducida por la banda sonora corresponde verdaderamente a una revolución estética, o en otros términos, si los años 1928-30 son efectivamente los del nacimiento de un nuevo cine.”1
La genialidad de los textos de Bazin no radica únicamente en la solidez de los argumentos para dar cuenta de la evolución del lenguaje cinematográfico desde el advenimiento del cine sonoro, sino en el propio gesto de no renegar del paraíso perdido (que en términos de las posibilidades narrativas de la imagen era infinitamente amplio) y, en cambio, asumir un estado de mutación que ni siquiera había experimentado todas sus posibilidades con el sonido, mucho antes de siquiera conocer lo que pueden ofrecer las tecnologías de las últimas décadas.
La cuestión no es si se prefiere el silente o el sonoro, que en definitiva es una cuestión subjetiva, válida y seguramente superada. La expresividad que la plástica de la imagen alcanzó en ese período, así como la radicalidad del montaje, indudablemente pueden ser de ayuda para pensar en un cine del futuro. Sobre todo cuando la tecnología pone en jaque una y otra vez la ontología de la imagen y su relación con sus referentes constatables, cuando la utilización del montaje parece avanzar hacia un rol estrictamente funcional para ocultar errores o contar lo mínimo indispensable en el avance de una trama. La cuestión es, insisto, la pregunta por dónde está el santo grial.
Para cierto tipo de cine, y por extensión para cierto tipo de cinefilia, el Santo Grial está en el pasado. El lamento suele ser que ya nadie encuadra como John Ford, que ya nadie narra sin necesidad de diálogos como Alfred Hitchcock, que ya nadie realiza planos contrapicados como Orson Welles. Entonces se eleva a la categoría de obra maestra cada nueva película de Clint Eastwood o de Steven Spielberg (algunas de incuestionable valía, pero no necesariamente obras maestras) por restituir en cada plano el clasicismo perdido, sin importar lo que cuenten con él. Aún si se lo utiliza para reivindicar valores de un conservadurismo intrínseco, el sistema narrativo que goza de un siglo de hegemonía nunca se ha ido, y sin embargo se le realizan loas cada vez que regresa.
Ante el abierto desdén por el lenguaje cinematográfico de algunas obras actuales, que también promueven un olvido del pasado y el desprecio por “lo viejo” (era exactamente esto lo que estaba en juego en aquella polémica entre Scorsese y Marvel), reforzados por la proliferación de series donde todo sucumbe ante la dictadura del argumento, esa parece la respuesta natural y hasta lógica. Ahora bien, no sería un gran problema si no se tuviera en cuenta cómo se reciben, en ciertos círculos de la cinefilia, películas que también son valiosas pero que no se inscriben necesariamente en una tradición cinéfila, o cuyos procedimientos no están tan anclados en todo aquello que las distintas teorías tradicionales nos han enseñado que el cine es o debería ser.
Podría pensarse en una multiplicidad de películas cuya referencia directa no está en la historia del cine sino en la materialidad del mundo. Esto no significa necesariamente la vetusta división estanca entre ficción y documental; tiene que ver con tradiciones de cineastas que, por formación en áreas no estrictamente cinematográficas, o por el motivo que sea, han descubierto en el cinematógrafo una posibilidad privilegiada de trabajar con sus inquietudes vitales y ponerlas, como reza aquel poema de Valéry, en relación con “un espacio terrestre ofrecido a la luz”2.
¿Cuál es, si no una inquietud vital que excede al cine, el referente directo de Abbas Kiarostami para ir hacia un pueblo devastado por un terremoto con la excusa de rodar una ficción? ¿En esa obra maestra que es Y la vida continúa importa algo que no sea constatar cómo habían quedado tras un terremoto ese suelo y esas colinas, tan ajenas al mundo occidental antes de Dónde está la casa de mi amigo y tan universales después? ¿Qué es El viento nos llevará sino justamente un llamado a los cineastas del mundo a salir al mundo a filmar y dejarse llevar por las circunstancias de una comunidad, más que por el afán individualista de ser cineasta?
¿En qué tradición cinéfila se inscribe un cineasta como James Benning, hombre proveniente del campo de la Academia que adoptó el dispositivo cinematográfico como medio con el cual documentar sus largas observaciones del paisaje norteamericano, ese paisaje que el cine justamente excluye en sus representaciones habituales? ¿Alguien podría negar que sus obras son cine en su estado más puro, en tanto son el registro de un espacio por un tiempo determinado, con sus sonidos y su correspondiente concepción del montaje? Solo basta con posar los ojos ante un único plano fijo durante cuarenta y cinco minutos para descubrir en L. Cohen uno de los momentos cinematográficos más extraordinarios de lo que va del siglo y, con ello, replantearnos qué es lo que consideramos cine.
¿Qué es lo que hace que un cine como el de Kelly Reichardt sea fascinante y contracultural para estos tiempos, si no su gesto de desplazarse hacia el bosque, ese bosque que estaría ahí si uno fuera a buscarlo en Oregon, y restituir al cine la experiencia sensorial de habitar entre los árboles, con el crepitar de sus hojas, el fluir del agua y el olor de la tierra? ¿No parece anteponerse a cualquier otra cosa, en sus películas, el deseo de filmar el gris del cielo antes de llover?
¿Acaso la posibilidad de contemplar la prepotente hostilidad de la lluvia, esa lluvia real y no la falseada con onerosos artificios, no justifica en sí misma la existencia de Lluvia de jaulas, de César González? ¿Le interesan más al director las referencias al cine de vanguardia o subordinarlas a una forma de mirar el mundo que contribuya a la reivindicación de los desposeídos en la lucha de clases?
¿Qué le importa más al coreano Hong Sang-soo, el universo del cine como tal o la falibilidad de la comunicación humana puesta en escena en el acto mismo de conversar, con una cámara que registra —pero no invade— la propia vida de la escena para realizar un primer plano? En este sentido, su Tale of Cinema no podría ser más categórica: la película trata menos sobre el propio cine que sobre los efectos del cine en tanto modificador de la percepción del mundo.
A veces, no siempre, la inquietud vital respecto del mundo que mueve el deseo de hacer cine es explicitada. En el cuarto episodio de La flor, Mariano Llinás realiza una puesta en abismo de un director que desatiende los tiempos de su producción porque necesita ir a filmar árboles. El desplazamiento en la búsqueda de capturar esos árboles, junto a la graciosa incomprensión del director ficcional ante la imposibilidad de la cámara de capturar todo al mismo tiempo, culminan con la imponente belleza de unos frondosos lapachos rosados que estaban efectivamente ahí antes de que el cineasta fuera a capturarlos, pero que llegan a los ojos del espectador con el efecto revelador de lo que, aún sin estar lejos, nunca se había visto. En retrospectiva, y no porque el truco sea evidente sino evidenciado, se puede ver toda esa película, en sus catorce horas, como el resultado de una voluntad irrefrenable por filmar árboles. Pero cuidado; la modesta lección cinematográfica que acompaña ese descubrimiento, desde la propia voz en off de la escena, reza: “si uno filma a alguien al lado del árbol, pasa algo que, si uno solo filma el árbol, no pasa”.
Y es que antes de constituirse como fenómeno de masas, antes de ser “industria del entretenimiento”, e incluso antes de que se escribiera su historia, el cine fue eso: una forma de registrar el mundo que le otorgó a la humanidad la posibilidad de tener una memoria visual no sólo de sí sino también del espacio que la contiene; la posibilidad de ver eternizada en una pantalla la acción del viento sobre las hojas de los árboles. Esa fue la maravilla iniciática derivada de la fotografía, y lo fue porque aún no existía el cine como lenguaje (con sus valores de planos, con su montaje, con su fuera de campo) pero sí tal vez la idea de cine en tanto fenómeno de la observación, de la conciencia y del espíritu. El mundo en sí, haya o no cámara registrando, contiene imágenes en movimiento con sonidos que se disponen de determinada manera ante los ojos y los oídos. No hay, como entiende el niño de la gloriosa The Long Day Closes, de Terence Davies, pantalla de cine más grande que el cielo.
“2020 ha sido un año desastroso para la industria del cine. En cambio, ¡qué gran año para la idea del cine!” esgrimió Vicente Monroy en un artículo para el portal Contexto y acción3 a principios de este año. “Siempre ocurre así: cuando los cimientos se agrietan, cuando el Rascacielos Cine se tambalea sobre nuestras cabezas, cuando los profetas del Apocalipsis anuncian su derrumbe inminente, es cuando demuestra su asombrosa solidez. Casi parece que es ese terremoto fatal el que lo sostiene y lo mantiene vivo, en constante mutación. Los periodos de crisis nos obligan a regresar a la pregunta esencial: ¿Qué es el cine? A la luz de esta pregunta, el cine se libera del triste servilismo del capital al que permanece atado en la imaginación colectiva, y descubrimos el caos espléndido que representa como fenómeno. Recuperamos el asombro original del primer día”, continúa el ensayista español, en una diatriba que en realidad es un excurso de su provocador libro Contra la cinefilia: Historia de un romance exagerado (Clave Intelectual, Madrid, 2020). Allí convoca a los cinéfilos del mundo a despertar del trance de la sala, a dejar atrás el necrófilo hábito de la adoración de figuras momificadas y la nostalgia por la ya largamente augurada muerte del cine. La tesis más ambiciosa del libro –y seguramente la más inaceptable para cinéfilos y cineastas– es que las cinematográficas son apenas una forma específica y represiva de la vida de las imágenes, y que por lo tanto no debería resultar tan trágica la decadencia de su hegemonía.
Más amable se presenta el hallazgo que el año signado por la pandemia le prodigó al crítico Roger Koza. Desde la cinefilia militante, aunque de acuerdo con la necesidad de que ésta deje de ser entendida y ejercida como un mero ejercicio intelectual privado y cerrado sobre sí mismo, escribió: “Frente a la sistemática obscenidad instituida en abstracciones variopintas, yo he encontrado reparo en la hermosura dispersa en el mundo circundante. Nunca había podido probar a fondo lo que había aprendido en el cine, como sucedió en el 2020. Descubrimiento constante, agraciado: las flores de Corsario estaban en la calle, los cielos de Benning y las hojas del otoño de Godard también, al igual que el viento de Ivens y los atardeceres del primer Malick. En efecto, en plena pandemia conocí un reencantamiento del mundo porque mis ojos y oídos estaban entrenados por el cine y pude tomar yo una cámara y trabajar así, como si fuera un agradecimiento, lo que pasaba frente a mí intentando asir planos”4. Habita en esas líneas el tan repetido deseo de Jonas Mekas de filmar sin la obligación de ser filmmaker.
Los efectos que las circunstancias epidemiológicas han producido, producen y producirán para la industria del cine son aún incalculables y abarcan mil aristas posibles: desde la situación laboral de sus trabajadores hasta la consolidación definitiva del imperio del streaming, cuyo número de suscriptores en las distintas plataformas se disparó por los aires ante la obligada reclusión al visionado doméstico de series y películas. Las cadenas de salas de cine cierran establecimientos en todo el mundo y lo primero que pasa por la cabeza del cinéfilo medio es la tristeza infinita, la imagen del derrumbe de un lugar en el que se amó la vida. En algunos países, como en el nuestro, aparece la posibilidad de que el Estado se haga cargo de algunos de ellos para que no dejen de existir. Lo cierto es que aquí estamos, cinéfilos impedidos de ir a las salas, cineastas imposibilitados de salir a filmar. ¿Y ahora qué? ¿Qué será del cine, ahora que la tristeza infinita de la sala vacía en Goodbye, Dragon Inn es una realidad?
Y ahora, el vasto mundo. Quienes amamos el cine ya hemos visto, a lo largo de nuestras vidas, suficientes películas de todas las épocas. Y gracias a la pandemia tuvimos tiempo para ver todavía más: Descubrí, desde aquel marzo en el que nos refugiamos todos, centenares de films y decenas de nuevos directores que llevaron mi cinefilia hacia lugares cuya existencia ni siquiera sospechaba. Fui hacia el “mudo”, y encontré en La caída de la casa Usher, de Jean Epstein, una forma increíble de filmar un estado de la consciencia tan extremo como lo es la reacción de un hombre ante el sinsentido de la muerte. Volví a Luces de la ciudad para encontrar allí la más diáfana alegría sin fin. Pero después de tanto tiempo encerrados entre paredes y pantallas, después de tantos días de mirar hacia adentro, bien podríamos volver a la inmensa singularidad de los rostros humanos, a las marcas de la vida que hay en ellos, o al efecto del viento en las hojas de otoño, a la arrolladora belleza de un tren que llega a la estación. Volver a mirar para, eventualmente, capturar algo con una cámara, y que ése sea el cine del futuro. O simplemente recordar que hay muchísimas cosas tanto o más importantes que el cine.
Notas:
1 André Bazin (1958) ¿Qué es el cine?, RIALP, Madrid, p. 50.
2 Paul Valéry, “El cementerio marino”.
3 Vicente Monroy, “Algún día, quizá mañana”, en Contexto y acción (2021).
4 Roger Koza, “¿Dónde está la casa de las películas? Planos y memorias”, en Con los ojos abiertos (2021).
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