“Yo esperaba que me adivinasen, y no me ha adivinado nadie,
nunca, nunca me ha adivinado nadie.”
Lola Herrera
Sombras que se mueven en una casa convertida en velatorio. Frases intercambiables que, para la viuda, incrédula ante la situación, son poco más que ecos inconexos. Una larga noche en vela que impulsa un monólogo con el ausente: la esposa ante el marido, el presente ante el pasado, la recriminación ante el silencio. La muerte de un hombre sirve de punto de partida para Cinco horas con Mario, la novela que Miguel Delibes publicó en 1966 y que explora la psicología de Carmen, protagonista de un soliloquio que se pretende conversación imposible con el fallecido y recorre los grandes puntos traumáticos de su vida y de su matrimonio. Sus años de casados, sus vergüenzas y las cosas calladas van desfilando a lo largo del texto de un modo reiterativo, como si Carmen necesitase volver a ellas una y otra vez para buscar una paz que no acaba de alcanzar; exige explicaciones al mismo tiempo que se justifica, tanto a ella como al momento histórico que les ha tocado vivir. Su convicción en la superioridad de los valores tradicionales y en la defensa de un Estado totalitario, garantizador bajo su punto de vista de un sistema de clases y de un orden necesarios, salpican la manera en que mira al mundo, a la par que sirven como base para la construcción de un equilibrio tan frágil que se va tambaleando a medida que profundiza en sus propios pensamientos.
Este texto tan estimulante de Delibes, más brillante por sus implicaciones políticas que por la propia construcción literaria, fue llevado algo más de un década después al teatro, con la actriz Lola Herrera a la cabeza. Es esta obra teatral la que nos guía irremediablemente hacia Función de noche, película firmada por Josefina Molina que supone una mirada profunda a la vida de la propia Lola Herrera y de su antiguo marido, Daniel Dicenta, a través de la mezcla de una conversación real entre ambos en el camerino del teatro al descanso de la mencionada adaptación, y la ficcionalización de escenas cotidianas de la vida de la protagonista. La conexión es evidente: partiendo de un texto centrado en la (no) conversación entre una esposa y su difunto marido, la película de Molina se revela como el reverso del mismo punto de partida, es decir, la exploración de los años de matrimonio de una pareja profundamente influida por el contexto histórico, solo que en esta ocasión el marido sí encuentra su contrarréplica. Se plantea así un juego de espejos que, más que generar tensiones, lo que hace es articular su propuesta en una misma dirección. Esta contraposición no solo incumbe al enfrentamiento del texto de Delibes con la vida personal de los implicados, sino también al ejercicio que despliega su planteamiento formal: la conversación en el camerino, grabada a través de los espejos por varias cámaras, nos coloca en el papel de testigos de un diálogo íntimo que, aún teniendo el consentimiento de sus protagonistas, no cesa de provocar incomodidad por su desnudez. Al mismo tiempo, las secuencias actuadas, que resultan más asumibles por alejarnos un poco de esa realidad revelada, son lo suficientemente naturalistas y cotidianas como para persistir en los ánimos documentales del proyecto.
Afirmar que Función de noche es una de las películas más descarnadas que se han rodado en la historia del cine español quizá suene extraño, considerando su naturaleza aparentemente comedida; pero solo hay que prestar atención a lo que se dice, a lo que se insinúa y a los temas explorados para darse cuenta del alcance traumático de lo aquí expuesto. Al igual que la novela de Delibes no era únicamente un monólogo recriminatorio –por idiota, por poco atento, por rojo…– de una mujer que ha perdido a su marido, sino la mirada a las raíces de una sociedad, la conversación que mantienen Lola Herrera y Daniel Dicenta revela mucho más que los problemas de un matrimonio en concreto: se expande a toda una época oscura y tremendamente violenta de un país sumido en una dictadura de décadas, que mediante la represión institucional perpetuó un modelo sentimental misógino, podrido, de roles insostenibles, que tantos años después sigue encontrando sus perpetuadores. Resulta interesante que Daniel Dicenta, a diferencia del Mario de Delibes, pueda formar parte de la discusión y aportar su punto de vista; de todos modos, aún cuando la película no parece interesada en juzgarle en base a sus motivos, es inevitable sentir que la mayoría de sus argumentos solo contribuyen a reforzar la figura de Lola Herrera como verdadera víctima del sistema, de las expectativas y de un marido que se aprovechó de su posición de dominio.
Lo más estimulante de la presencia de la figura masculina, si seguimos con el juego de contraposiciones, es imaginar las posibles contestaciones que Mario le hubiera dado a Carmen en la ficción; el interés residiría, más que en las réplicas en sí, en cómo cambiaría nuestra visión de la protagonista y en la luz que aportarían a sus tensiones internas. Cinco horas con Mario es un texto muy violento en sus implicaciones, por supuesto, pero de forma menos intensa que la película de Josefina Molina, que alcanza una mayor complejidad por tener al diálogo como eje. Las palabras de Carmen, al dirigirse a un fallecido sin voz ni voto, suenan a reafirmación; en cambio, Lola Herrera plantea preguntas que encuentran respuesta, y es esa vuelta de las palabras lo que hace temblar todo.
El enorme valor de Función de noche, en tanto testimonio histórico y creación cinematográfica, radica en la propia voluntad de registrar lo que se dice de una forma directa y –aunque suene algo inocente– real. Digo inocente porque la presencia de cámaras detrás de los espejos del camerino ya de por sí apunta a una escenificación, por mucho que la conversación ande por caminos libres, y resulta complicado desligarse de esa sospecha de puesta en escena, del conocimiento de que aquello no solo estaba siendo visto por el equipo de grabación sino que iba a tener una vida a posteriori de cara al público; sin embargo, es la ruptura con esa autoconsciencia a través de un diálogo tan personal la que consigue, primero, que lo que vemos transmita una verdad tan impactante, y segundo, que el hecho de verlo nos ponga en una posición de voyeur del todo incómoda. Han pasado 40 años del estreno de esta película; desde entonces, han aparecido frente a nuestros ojos todo tipo de programas televisivos basados en la explotación de una cotidianeidad construida, por no hablar del papel de unas redes sociales alimentadas de intimidades que participan del fluir incesante de las imágenes diarias. A pesar de ello, Función de noche permanece inamovible, ajena a la evolución de la mirada contemporánea: lo que trata es de suficiente relevancia como para operar cual documento histórico cuya existencia supusiera en sí misma un valor. Incluso se podría llegar a pensar que las secuencias ficcionalizadas, algunas de un deje irónico bastante pertinente –el juego con la pitonisa leyendo las cartas de tarot en contraposición con la eterna carta institucional para sellar el divorcio que lee un cura incapaz de esconder su juicio moral, por dar un ejemplo–, son concesiones a la audiencia, un paso atrás para otorgar algo de aire, abandonando momentáneamente ese camerino que se convierte en el telón de fondo de un diálogo que, tanto tiempo después, sigue helando la sangre.