17º FESTIFREAK: FREAKS
1. Lo monstruoso
Dentro del cine contemporáneo no hay un límite para la representación cruda de acciones crueles: si el espectador no está preparado para mirar, la película misma le hace conocer su límite.
Silvia Schwarzböck, Los monstruos más fríos. Estética después del cine
En 1963, después de más de treinta años de censura, Freaks, la fabulosa película de Tod Browning, finalmente pudo ser vista en el Reino Unido. En aquella oportunidad, Penelope Gilliatt escribió para el London Observer: “lograr que la gente vea a seres humanos grotescamente deformados sin sentir asco o siquiera intriga es la clase de cosas que solo se puede hacer a través del arte”(1). Gilliatt establece una distinción clave que había sido pasada por alto por numerosos críticos durante el estreno del film: aquella que sugiere que la crudeza y la crueldad pueden transitar caminos separados. Una obra de venganza y shocks visuales puede ser emotiva si, por ejemplo, se bucea sensiblemente en las emociones de los personajes o se construyen lógicas de camaradería entre figuras solitarias y rechazadas. Me gustaría agregar: no es que el asco o el shock sean problemáticos en sí mismos (el placer de subgéneros enteros como el gore o el slasher reside, respectivamente, en cada uno de estos elementos, muchas veces aislados y extremados, y no será aquí donde se intente combatirlos), pero una capa de emotividad suele complejizar el asunto y ofrecer el marco para segundas lecturas.
El punto es que la sección del FestiFreak Freaks comparte, al menos en principio, una conexión con el film de Browning; conexión que no tiene su razón de ser exclusivamente en el guiño o la referencia aislada: la preocupación por personajes outsiders o estrafalarios que generan algún tipo de impacto en el espectador, atraviesa, desde hace ya muchos años, a las películas que la conforman(2). Son válidas, sin embargo, las siguientes preguntas: ¿es posible que la construcción de personajes con estas características facilite, en determinadas ocasiones, la caída en la extravagancia como recurso mecánico, una suerte de regodeo gestual en lo aparentemente poco convencional? ¿La invención de personajes estrambóticos no resulta más interesante cuando busca el correlato en una narrativa y una forma igualmente originales, pero sin dejar de lado cierta sofisticación o emocionalidad? Y vaya aquí una aclaración preliminar: entiendo que freak y original no refieren exactamente a lo mismo, y es justamente por eso que sugiero este leve corrimiento; el concepto de “freak” y similares encuentra, en pleno 2021 —aunque, en verdad, desde hace ya largo rato—, un agotamiento ineludible: difícilmente hoy resulte novedoso lo que se entendía por impactante algunas décadas atrás. Es por esto que reiterados esfuerzos por sacudirnos nos dejan, con frecuencia, indiferentes. Algo similar —aunque en un sentido positivo— ocurría con Freaks a comienzos de los 60, cuando alguien como Gilliatt podía localizar en el film de Browning una serie de elementos que, treinta años antes, quedaban definitivamente escondidos en el bosque de horrores circenses. El tiempo es inclemente con la excentricidad; solo la maestría en el dominio de otras áreas —clima, densidad, intensidad, hondura— puede permitirnos salir indemnes.
El concepto de crueldad en el cine contemporáneo, por su parte, posibilita una arqueología vasta. Por razones de funcionalidad argumentativa, vamos a detenernos a mediados de los noventa, cuando los festivales internacionales atravesaban uno de sus momentos de mayor crecimiento histórico y figuras tan dispares como Lars von Trier, Michael Haneke, Harmony Korine o Todd Solondz aparecían con fuerza en el panorama cinematográfico. Durante varios años, las películas de estos cineastas gozaron de un reconocimiento casi unánime entre la crítica internacional: las desventuras crudas de personajes patéticos, el humor negro sobre temas tabúes o los guiños explícitos al supuesto regodeo en la violencia del espectador promedio eran vistos como aportes frescos e innovadores que, en el panorama del mal llamado “cine arte” internacional, se complementaban sin problema con las obras de directores alejados del golpe de efecto, como Abbas Kiarostami, Hou Hsiao-hsien o Nanni Moretti. Con el cambio de siglo, y poco a poco, cierta cinefilia empezó a ver con malos ojos al cine de aquellos cineastas, y más aún al de sus discípulos. Sería absurdo, sin embargo, pensar que la influencia de Von Trier, Haneke o Korine tuvo resultados homogéneos: si bien en algunos casos la crueldad se expresó —y se sigue expresando— a través de una violencia directa, brutal (un caso obvio es el de cineastas mexicanos como Alejandro González Iñárritu o Michel Franco), en otras ocasiones el retorcimiento es más sutil, con golpes buscados a través de la manipulación narrativa y una perturbación psicológica no por banal menos efectiva. Algo de esta segunda categoría se aprecia en algunas películas de la presente sección, en las que extravagancia, crueldad y crudeza parecen ir de la mano.
2. Crueldad oblicua
Jesus Egon Christus, de los hermanos alemanes David y Saša Vajda, es el exponente más claro de lo que podríamos denominar “crueldad oblicua”. En ella, un grupo de personajes a los cuales podemos categorizar como “marginados sociales”, varios de ellos drogadictos, conviven en una parroquia en las afueras de Berlín, bajo el cuidado de un pastor dominante y por momentos agresivo. El protagonista es Egon, cuyos problemas psiquiátricos lo llevan primero a creer que puede dialogar con Jesucristo, y luego directamente a confundirse con él. Las escenas de la película, si bien trabajan la construcción de personajes y los vínculos entre ellos, funcionan más bien a modo de pinceladas climáticas: el foco está puesto en narrar quiénes son los habitantes de la parroquia, por qué están allí y cuáles son sus problemas; información ofrecida a través de secuencias tensas, en las que la cámara en mano y el uso frecuente de contrapicados tienen la finalidad concreta de transmitir el estado de locura que se vive en el día a día de la institución.
Si algo sorprende del film de los hermanos Vajda es la preocupación obsesiva por definir los objetivos y procedimientos de cada escena: a diferencia de una parte considerable del cine contemporáneo, donde da la impresión de que todo podría ser como efectivamente es, o bien de otra manera, y nada se alteraría demasiado, Jesus Egon Christus es milimétrica en su esfuerzo por incomodarnos. A veces, lo perturbador es la tensión de un personaje que con su mirada transmite la sensación de estar siempre al límite del estallido; otras, un animal que, en manos de humanos sin brújula, parece correr constante riesgo de muerte. Si, por momentos, la película hace acordar a los primeros films de Korine, hay al mismo tiempo una diferencia clave: en Gummo o Julien Donkey-Boy, cierta extravagancia narrativa hacía que la trama pudiera disparar de pronto para cualquier lado; personajes alocados funcionaban como impulsores de relatos ídem. El film de los Vajda es, en este sentido, más acotado: todo se circunscribe a un espacio físico y un número de personajes limitado; llegamos a conocerlos un poco y se acabó. Esta limitación buscada implica una desaparición del factor sorpresa en tanto frescura o color: todo lo que puede pasar, todo lo que acecha, es fundamentalmente negativo; el horror está a la vuelta de la esquina, una y otra vez, y nada más. Al mismo tiempo, el tono más bien realista, alejado de toda fantasía, aumenta el pavor: estamos en un mundo gris sin atenuantes. En este contexto, la persecución de la incomodidad como origen y fin último de todas las cosas atenta contra cierta profundidad psicológica; hondura que sería deseable en un film aparentemente tan preocupado por los problemas y trasfondos de sus personajes.
Por su parte, The Parents’ Room, del italiano Diego Marcon, es algo distinto a cualquier cosa vista en esta edición del FestiFreak: una pieza de diseño que oculta su decadencia tras una fachada prolija y agradable. Como en el cine de Solondz o algunos cortometrajes tempranos de Ari Aster (The Strange Thing About the Johnsons, Munchausen), el esmero técnico es clave en la construcción de una pseudo-poesía malévola, que utiliza los géneros (la comedia en Solondz, el melodrama en Aster, el musical en Marcon) como trampolín para narrar historias cuyo fin exclusivo es transmitir una visión repulsiva del mundo. La idea es simple: un hombre sentado en una cama canta, acompañado primero por un ave y luego por su familia, una canción; la canción nos revela, transcurridos algunos minutos, que el hombre asesinó a su familia y luego cometió suicidio. Eso es todo. Hay un feísmo detallista que se expresa en la fotografía (la idea del horror a través de la pureza no es exactamente novedosa), pero sobre todo en las máscaras que portan los personajes: deformadores faciales grotescos, tanto en su carácter más físico y directo como en su inexcusable gratuidad. En su reseña del film español Pieles (Eduardo Casanova, 2017), afín a The Parents’ Room en varios aspectos, el crítico Daniel Cabo dice: “(…) en el cine, ser raro es facilísimo y ser fascinante es lo más complicado. Para ser raro solo tienes que hacer cosas raras, para ser fascinante hay que elaborar una composición muy precisa que despierte sensaciones en el espectador”. Tales sensaciones pueden ser, indudablemente, de horror: el cine de terror que logra construir climas infernales, tanto desde lo sobrenatural como desde el realismo sucio urbano, o ciertos films bélicos que muestran impiadosamente el costado más desolador de la humanidad, buscan dejar al espectador en un estado inquieto, palpitante; se trata, en definitiva, de algo tan válido y genuino como la bonhomía, el humor o el romanticismo. Pero llegar allí implica, necesariamente, preocuparse por transmitir algún tipo de emoción, ya sea de forma cruda o sutil; algo que parece pertenecer a un universo de sentidos radicalmente ajeno a la vacuidad de diseño, publicitaria, de la que The Parents’ Room es un claro exponente.
El juego también linda con la superficialidad en Explaining the Law to Kwame (Roee Rosen), en la cual una teórica del derecho diserta sobre la ley israelí a partir del caso de D., la niña palestina más joven en ser encarcelada en el país de Medio Oriente. La protagonista construye un interlocutor ficcional, muy diferente a los israelíes que se encuentran frente a ella: un joven ghanés que vive setenta años en el futuro llamado Kwame. La exposición se va cargando de desvíos tan caprichosos como el interlocutor ficcional; en un momento, la conferencista se siente invadida por un aroma penetrante, presuntamente emanado de su propio cuerpo; en otro, divaga sobre los avatares de la sexualidad en la madurez. El texto está, al igual que la puesta en escena de los films antes nombrados, calculado milimétricamente: no hay destellos de frescura ni coqueteos con la improvisación. La iluminación es plana: en la presunta imitación de un auténtico ambiente de conferencia se desperdicia la oportunidad de construir un clima que refuerce las anécdotas y situaciones aparentemente inconexas que relata la conferencista. Cuando la mujer, interpretada con manierismo por Hani Furstenberg, relata un viaje en auto por una ruta, esforzándose por transmitir la belleza familiar del camino, con sus aromas y árboles típicos, el ambiente burocrático y desencantado que se despliega ante nuestros ojos —un atril con cuadros anodinos y una biblioteca muerta detrás, todo iluminado con la luz más fría imaginable— no hace más que tensar nuestra ubicación, en un sentido menos complejo que cínico. Eventualmente, la persistencia en esa habitación se vuelve agotadora; veintitrés minutos, una eternidad. Peor aún, el potencial contenido político del film se diluye en el aire burlón de las digresiones, que hacen que la problemática sociopolítica de fondo funcione en el mismo nivel que los caprichos y desvíos de la conferencista(3). El plano de dos muchachos de la audiencia que, de pronto, comienzan a besarse, no es más que la coronación —coherente, en consecuencia— de las diversas gratuidades del film.
3. Lo espectral
Creía ser el único en conocer realmente la pieza. Estaba en posesión de muchas circunstancias más o menos pequeñas, y de algún hecho, no tan pequeño, quizá decisivo, cuya importancia escapaba a los demás.
José Bianco, Las ratas
Dudo que haya, en todo el 17º FestiFreak, películas mucho más crudas que Dummy [Atkūrimas], del lituano Laurynas Bareiša: un dispositivo simple y efectivo, de apenas trece minutos, en el cual un hombre, acompañado por un grupo de policías e investigadores, reconstruye un crimen, utilizando un muñeco para señalar los movimientos y golpes exactos, la violencia desplegada tiempo atrás contra un cuerpo humano. El grupo profesional consiste en cinco varones y una mujer. El procedimiento es registrado con elegancia; la crudeza, por lo tanto, resulta casi orgánica: una consecuencia en apariencia inevitable de la propia narración, sin aditivos ni forzamientos. Más temprano que tarde, en medio de la conmoción ocasionada por semejante violencia fría y distante, aparecen las preguntas: ¿por qué estamos viendo esto? ¿Hacia dónde nos está llevando el relato? ¿Qué misterio esconde esta narración presuntamente simple? Sospechamos que algo aún más oscuro podría develarse. La reconstrucción finaliza cerca de la mitad del corto, y la segunda parte propone, más que una cerrazón reveladora, una multiplicación del significado. No se trata, sin embargo, de un espejo convertido en millares de astillas, como podría ser el caso de Mulholland Dr. (David Lynch, 2001); aquí el procedimiento formal mantiene una seriedad inmaculada, más cercana a ciertos films de Claude Chabrol. En la segunda mitad, un baño en un lago por parte de los varones del grupo —incluido el criminal—, una serie de reacciones sutilmente hostiles hacia la investigadora por parte de sus compañeros y un detalle en el plano final (movimiento leve del muñeco, espectral solo en apariencia), cambian el foco del film.
Bareiša logra, como si no requiriera esfuerzo, construir una obra tensa e inquietante, en la que cada elemento tiene un sentido preciso. Aquí el concepto freak resulta más nebuloso que en otros films de la sección. Deslizo una hipótesis: Dummy es, sencillamente, una película difícil de ubicar en el programa de un festival contemporáneo; su ligazón con cierto cine de los 60 y 70 (además de un cineasta como Chabrol, podemos pensar, por ejemplo, en ciertos representantes de la Nueva Ola Polaca) reside en la construcción limpia del suspense y en la lección aprendida de cómo narrar a través de procedimientos clásicos, pero rematando el relato con una ligera vuelta de tuerca que obliga a interrogarse, justamente, por la transparencia de los elementos de dicho clasicismo. El carácter freak de Dummy está, paradójicamente, ahí: en ese pie puesto en la modernidad cinematográfica. Volviendo a lo planteado al comienzo del texto, podría pensarse que la exacerbación de la extravagancia dirige, en algún punto, a un callejón sin salida; un límite que reenvía al pasado como fuente en la cual volver a hallar categorías y herramientas que habiliten a construir otro cine del presente.
Tengan cuidado ahí fuera, del español Alberto Gracia, también establece un nexo con el pasado, pero en este caso a través de un recurso más frecuente en el cine contemporáneo: la utilización de texturas propias del video y la reconstrucción de todo un universo identificable de forma directa con lo analógico (en este caso, específicamente con los 80). Si en Dummy el espectro de la modernidad se hacía presente de forma palpable, aquí toda la película parece un mensaje perdido en el tiempo, reenviado a nosotros a través de señales captadas por televisores de tubo(4). La trama, dispersa y absurda, involucra a un hombre que, en un ataque de locura, destruye autos abandonados. La violencia desplegada contra los vehículos —destrozados a través de choques y hachazos— remite a otros momentos del FestiFreak, como una breve escena del cortometraje A Weave of Light, de la sección Cero en conducta, la espléndida Crash (David Cronenberg, 1996), proyectada este año en su restauración 4K, y fundamentalmente la desconcertante The Road Movie (Dmitrii Kalashnikov, 2016), un documental ruso programado hace algunos años consistente en filmaciones realizadas por cámaras ubicadas en la parte delantera de distintos autos. En la mayoría de los casos, la violencia es producto de la velocidad (los propios autos parecen querer matarse a sí mismos); en Tengan cuidado ahí fuera, no: los vehículos son puras víctimas de una venganza tardía. A diferencia de Crash, no hay rastros de erotismo ni de sensualidad: el tipo de vínculo auto-humano que propone esta suerte de distopía es hostil y parece el único posible en su universo alienado.
Por último, una película que, si bien está ubicada dentro de la sección, juega en los bordes, como rareza e influencia al mismo tiempo: Pulse [Kairo], de Kiyoshi Kurosawa, fue proyectada en una copia de 16mm ofrecida por la Embajada del Japón en la Argentina. Por un lado, es la única película de la sección que no se pudo ver en la versión virtual del festival; pero, fundamentalmente, mientras que el resto de la sección está compuesta por obras recientes, de los años 2020 y 2021, su inclusión resulta curiosa por tratarse de un film que acaba de cumplir veinte años. Sin embargo, la presencia de Pulse no es casual, y no se debe solo al feliz préstamo de la copia y al vigésimo aniversario de su estreno en Japón: el cine de Kurosawa, y principalmente esta película, tuvieron un lugar significativo durante los primeros años de existencia del Ciclo FreakShow, a comienzos del siglo XXI.
Al igual que en Tengan cuidado ahí fuera, la tecnología analógica tiene un rol clave en Pulse. En este caso, se trata de las viejas computadoras de tubo de los 90, transmisoras de espíritus que se esparcen como virus informáticos y llevan a sus víctimas al suicidio. Crítica feroz de la soledad y la alienación esparcidas impiadosamente durante años en la sociedad japonesa, la película de Kurosawa se erigió como obra clave del horror sobrenatural japonés de la década del 2000 (el comúnmente llamado J-Horror). Triste y desoladora, su metáfora funciona porque no se abstrae del terror que su material habilita para simplemente ofrecer un mensaje sociocultural, sino que construye un universo denso, climático, coherente, en el cual la escapatoria al virus y los espectros resulta casi imposible. El ingenio de Pulse consiste en tomar una clase de relato terrorífico que tiene en su país tradición de siglos y actualizarla a un universo actual, con el que todos podemos identificarnos —tan actual, de hecho, que el espanto que genera persiste, en un presente aún más tecnologizado. Todos los personajes de Freaks están, en algún punto, solos (la investigadora rodeada de hombres, el joven que cree dialogar con Jesucristo, la conferencista que se pierde en sus memorias y divaga, el chatarrero que enloquece y destroza autos, el padre que asesinó a toda su familia); Pulse no solo muestra a sus personajes alienados, sino que intenta decir algo, intenso y angustiante, sobre los motivos de la desconexión y hacia dónde puede arrastrarnos.
La película de Kurosawa es, por otra parte, la única del conjunto que no parece construida alrededor de una única idea organizadora. Es un film complejo y múltiple, pero no debido a derivaciones gratuitas o arbitrarias, sino a que incluye en su interior diversas capas de significado. Su riqueza reside en que no le pide al espectador que busque una clave que permitiría reconstruir sentido y otorgar valor; como todo film que parte de un género para explorar el lenguaje cinematográfico, solapa y pone en diálogo preocupaciones formales, narrativas y temáticas, exigiendo honestidad en el análisis de dicho solapamiento. Tal vez sea distinto el caso de algunas vertientes del cine contemporáneo que no solo necesitan explicaciones exógenas para que se comprendan aspectos básicos de la obra en cuestión, sino que se ofrecen abiertamente como excusa o coartada para lecturas que se pierden lejos, muy lejos, de ciertos problemas formales del cine. Esto, por supuesto, trasciende a la sección Freaks y al propio festival, y ameritaría, en todo caso, ser desarrollado en un texto específico.
Notas
1 Un fragmento de la crítica original se puede leer aquí. La traducción es propia.
2 Freaks es, al igual que Cero en conducta, una sección histórica del festival platense.
3 Algo similar sugieren Agustín Durruty y Cristian Ulloa en relación al film Esquí, de Manque La Banca, en su texto sobre la competencia de largos argentinos de esta misma edición del FestiFreak.
4 Como veremos en un próximo —y último— texto, el FestiFreak también decidió jugar con esta clase de texturas en la sección Las musicalizadas, solo accesible en modalidad presencial.