Extraviados en un mundo de texturas (17FestiFreak #3)

17º FESTIFREAK: CERO EN CONDUCTA

¿Hasta dónde se pueden tensar los límites de la forma cinematográfica? Esa parece ser la pregunta que estructura, desde hace años, a la sección del FestiFreak Cero en conducta. El otro hilo conductor es la diversidad estética, la multiplicidad de formatos: seis películas atravesadas por drones, Super 8, fílmico, digital, videos levantados de la web, noticieros, fragmentos de periódicos; de píxeles gigantescos a elegantes blanco-y-negro que desembocan en coloridas explosiones fílmicas. Las texturas, parece sostener Cero en conducta, son importantes. A nivel temático, sin embargo, hay más homogeneidad: con alguna que otra excepción, predomina una modalidad de ensayo intimista muy frecuente en el cine contemporáneo; pesa más, digamos, el mirar hacia adentro por sobre el mirar hacia afuera, al igual que un corrimiento voluntario de la ficción y de la narración en sentido clásico.

Si varias películas de la sección están atravesadas por un vínculo entre experimentación e intimismo, el director de una de ellas, el peruano Mateo Vega, logra sintetizar todo un espíritu cuando cuenta que con su cortometraje Er is een geest van mij (o Hay un fantasma mío) les dio “un sentido emocional” a “fantasmas que tal vez nunca dejarán de perseguirme”. Se habilita, así, una pregunta: ¿hasta qué punto estos films logran sumergir emocionalmente al espectador? Otra pregunta funciona como su reverso: ¿es posible que la experimentación, en ciertos casos, dé lugar a un soliloquio, una suerte de diario íntimo arrebatado y sofisticadísimo, pero cerrado al exterior? Estas preguntas servirían, en verdad, para pensar tres de las seis películas de Cero en conducta. Y un adelanto que es, también, una —aparente— paradoja: la pretensión “universal” de las tres restantes podría ser, de hecho, una pieza central de aquello que las convierte en las más emotivas del conjunto. Una cita de Mi mundo privado, libro inclasificable de Elvio E. Gandolfo, tal vez sirva para poner en perspectiva ciertas dificultades de la estetización transparente de lo íntimo: “Me gustaría, pero lo siento: no puedo darles una imagen representativa de mi mundo privado. A esta altura debieran saber por qué: es demasiado grande, tanto como el universo”. 

Hay un fantasma mío es, justamente, la película que sostiene con más fervor esta vertiente intimista del cine contemporáneo identificable con la llamada “literatura del yo”: recuerdos, memorias, crónicas de actividades cotidianas, pensamientos ligeros transmitidos con idéntica ligereza; todo enlazado a través de un discurso que resulta ser de baja intensidad, aunque pretende lo contrario. El corrimiento del film de Vega reside en un acierto tal vez insuficiente: lo íntimo es puesto en diálogo con la lectura de un presente político oscuro. Allí late una densidad deseable que genera tensión: la potencia de ese horror político, que chorrea como brea de la voz de Vega (y de algunas imágenes aisladas, como el plano final del hombre en cuero en el lugar del incendio), no siempre es coherente con los dramas personales. Todo un universo de acontecimientos graves que afectan las vidas de millones de personas comparte, de pronto, espacio y escala con traumas dentales y elucubraciones poéticas en miniatura. La voz narradora nos arrastra, sin ambages, de la preocupación a la desconexión: hay ingenio en la construcción de unidad formal (la música tiene un rol clave), y hasta es posible envidiarle a Vega la capacidad para expresar en imágenes sus infiernos íntimos, pero hay poco que hacer cuando el material de fondo transita caminos tan distantes.

Er is een geest van mij / Hay un fantasma mío (Mateo Vega, 2021)

Si Hay un fantasma mío habilita una lectura dual, One Thousand and One Attempts to Be an Ocean incorpora una cantidad de elementos tan impactante que, desde su propia estructura, propone que ignoremos su título y rechacemos cualquier intento de clasificación o enumeración. El corto de Wang Yuyan presenta una idea conceptualmente simple: una sucesión agotadora (¿1001?) de imágenes tomadas de internet, relacionadas en principio con el océano, luego con el agua en general, y eventualmente con cualquier cosa —natural, mecánica, virtual— que remita a la idea, o genere una sensación, de acuosidad. De fondo, una frase en loop a una velocidad absurda (algo que suena, al menos para los oídos de quien escribe, como “Where are you tonight?”), luego intercalada por otras oraciones (“You had this look on your face like…”, “I don’t know. Misery…”). El concepto es tan estrecho y unidimensional que el triunfo reside, pura y exclusivamente, en la maestría con que es llevado a cabo: reina un ritmo hipnótico, que se establece como núcleo y eje rector, y luego Yuyan introduce breves variaciones, rupturas que generan desconfianza y confusión. Por un lado, el atropellamiento visual hace pensar en cierta desconexión contemporánea con el significado y la esencia de las imágenes: si hay todo un universo cinematográfico esmerado en reestablecer un vínculo sensible, parsimonioso, con el mundo que nos rodea, One Thousand and One Attempts to Be an Ocean enfatiza, con bastante desesperación, el dolor del caos. Por otra parte, se puede pensar en una metáfora de la experiencia virtual contemporánea: ya no hay misterio ni búsqueda, como en etapas previas de la exploración web; la era del scrolleo y los algoritmos es más parecida a una sucesión de imágenes sobre la cual tenemos muy poco control, y que nos obliga a entregarnos a un igualamiento visual adormecedor como condición para experimentar, muy cada tanto, un destello de sorpresa.

El eje rector del corto de Yuyan es sensorial: el tono se construye a través de la variedad visual y de ese mantra mecanizado que cumple el rol de bajo continuo. Pasamos de colas de ballenas golpeando contra botes a videojuegos de acción en primera persona a balas disparadas bajo el agua a árboles sacudidos por la onda expansiva de una explosión a mares repletos de desechos a mares de cuerpos en un recital. El agua, de una u otra manera, siempre está presente. No se trata, sin embargo, de un puro ejercicio sobre el vértigo: la contaminación ambiental, por ejemplo, aparece como tema recurrente en el entramado de videos. Pero este tema, denso y complejo, está subsumido a la lógica interna del corto; al igual que en la estética virtual centennial de la cual forma parte, no hay explicaciones ni apuntes de causas y consecuencias, no hay teorías ni potencia dramática: es el espectador quien tiene que unir los puntos, reconstruir dónde termina la casualidad y comienza una crítica dispersa pero voluntaria. Lo curioso es que es esa preocupación, apenas sugerida, lo que termina de sumergirnos: los horrores no quedan por fuera del film, en una ignorancia alegre; por el contrario, somos conscientes del daño, pero la lógica que nos aprisiona impide cualquier tipo de resolución. El corto de Yuyan es una pista de que tal vez no estemos dispuestos a hacer demasiado para romper con lo que nos mata. Si existe una salida racional a este círculo, One Thousand and One Attempts to Be an Ocean la rechaza, defendiendo su pretendido derecho a una coherencia formal absoluta.

El montaje de videos levantados de internet continúa en Les Antilopes, del francés Maxime Martinot, una de varias películas del festival protagonizadas por animales(1). Su disparador es un texto de Marguerite Duras que relata un curioso acontecimiento: hace muchos años, miles de antílopes se encaminaron hacia el mar y cometieron suicido colectivo. Lo interesante, dice Duras, es que no se trata de una especie migratoria “como las cigüeñas, los gansos salvajes o las golondrinas”. Lo que comienza como una carta amorosa y fascinada hacia el animal en cuestión, con diversas filmaciones de ejemplares corriendo en manada —varias de ellas tomadas por drones—, de a poco comienza a mutar. Eventualmente, el corto revela intenciones expandidas: de los antílopes en grupo pasamos a antílopes individuales, filmados desde miras de armas de fuego y asesinados; de los drones como punto de vista pasamos a datos sobre la compra de drones por parte del gobierno francés. Por último, dos planos impactantes: una cámara furtiva, pixelada, capta a un hombre destrozando un dron a palazos; luego observamos desde un dron a un antílope solitario, que se acerca y nos ataca con su cornamenta. Se revela, al igual que en One Thousand and One Attempts to Be an Ocean, una capa política inesperada —en este caso, sin duda, más explícita. Se trata, también, de una película menos extrema que la de Yuyan: aquí no se intenta replicar algo del orden de lo sensorial; el material es funcional al mensaje (o, al menos, a la versión del cine contemporáneo de un mensaje). Pero hay en Les Antilopes otra decisión política, tal vez más ingeniosa: Martinot abraza el material y sus fuentes y, finalmente, los utiliza en su contra; es decir: juega el famoso juego de confiar en las imágenes para luego traicionarlas, de corroer por dentro.

Rock Bottom Riser, único largo del conjunto, comparte al menos una característica con Les Antilopes: su material diverso se estructura alrededor de un elemento común. En este caso, se trata de la lava; específicamente, aquella que fluye sin cesar del núcleo de la Tierra, en Hawai. Aquí también la lava funciona como excusa o puntapié; a partir de esta preocupación inicial (la serpiente de lava que atraviesa la isla es una de las imágenes más potentes, no solo del film, sino del FestiFreak en general), el norteamericano Fern Silva nos introduce en diversos aspectos de la isla: ciencia, arte, naturaleza, historia y vida cotidiana se cruzan en un fluir tan hipnótico como el de la lava misma. Aquí lo político cobra forma, por ejemplo, en la reflexión en torno al hecho de que un famoso actor norteamericano (Dwayne “The Rock” Johnson, de ascendencia samoana por parte materna), y no un nativo, represente en una película al rey Kamehameha, figura histórica que tuvo un rol clave en la unificación de las islas. No es del todo injusto, sin embargo, sospechar una cierta idealización en el recorte que Silva efectúa sobre Hawai. Se abre, entonces, una pregunta por el fuera de campo. Rock Bottom Riser trabaja una tensión valiosa entre creencias indígenas y ciencia moderna, ¿pero es posible que otras tensiones —económicas, sociales— tengan densidad en el presente de la isla, y queden sutilmente ocultas en el mosaico que el documental propone?

La argentina Luiza Gonçalves, por su parte, explicita desde el vamos la pregunta que organiza su corto Un bananero no es casualidad: ¿por qué hay bananeros en San Sebastián, la ciudad española en la cual reside? Lo que podría ser una puerta a la investigación, con sus inevitables entramados de idas, vueltas y callejones sin salida, termina quedando a mitad de camino. El procedimiento es curioso. Por un lado, hacia el final del cortometraje, Gonçalves nos ofrece una respuesta a la pregunta inicial: en San Sebastián, una ciudad de fuerte peso turístico, los bananeros existen exclusivamente por razones estéticas. Pero durante el transcurso del film solo escuchamos a la realizadora hablando por teléfono con empleados de la dependencia municipal de Parques y jardines, quienes desconocen por completo la respuesta al interrogante. Lo que queda expuesto, finalmente, es poco más que ignorancia administrativa; la investigación en sí nos es escamoteada. La relación entre lo que vemos y escuchamos tampoco juega a favor del corto: bellas imágenes en fílmico de bananeros y libros sobre el tema discurren absortas, divorciadas del diálogo telefónico entre la cineasta y los empleados municipales.

Rock Bottom Riser (Fern Silva, 2021)

Es en la película restante donde todo estalla. Een weefsel van licht (A Weave of Light), del holandés Bram Ruiter, es un hallazgo que se arma y desarma plano a plano; que seduce desde el descentramiento, el corrimiento, la asociación libre. Ruiter dialogó con seis personas “que apenas conocía” utilizando como disparador el misterioso contenido de un cartucho de Super 8 jamás revelado: un modo sutil de entender al cine como generador de lazos humanos. Claro que nada sería tan demoledor si el trabajo visual de Ruiter no intentara, a su vez, dialogar con los seis protagonistas; filigranas cruzadas que eluden lo obvio. Dice Ad, uno de los participantes del intercambio: “Hay una extensión invisible detrás, que es… que no ha desaparecido, pero está completamente fuera de nuestro alcance. Como si descubrieras que, después de todo, la vida es interminable; que este biotopo se expande sin cesar o… no lo sé, palabras—”(2). Palabras que se cortan abruptamente; quedan restos luminosos de dudas, deseos, figuraciones: puertas que abren puertas que abren puertas. 

Así como en Hay un fantasma mío el recorte estrecho de imágenes no resulta suficiente para comunicar ese mundo privado turbulento, A Weave of Light sostiene la bandera de lo múltiple: en sus diez magros minutos parecen caber un sinfín de posibilidades. La distancia entre lo visto y lo oído abre un tercer campo de significados; la asociación inmediata es (nostalgia), aquel mediometraje de Hollis Frampton en el cual Michael Snow hablaba sobre una serie de fotografías a medida que eran prendidas fuego —pero lo dicho nunca se correspondía con la imagen encendida. El corrimiento, en aquel caso, era en apariencia ínfimo: la narración se anticipaba a la foto por unos pocos minutos. Aquí lo lúdico se potencia: entre una cosa y la otra se abre un abismo. El fuego —creación, destrucción— también tiene un rol clave en el corto de Ruiter: una olla hirviente aguarda sus vegetales, algo que parece ser hierro fundido cambia de recipiente (y no podemos evitar pensar en la lava de Hawai y en otro film de Frampton: el hipnótico Winter Solstice). Sin embargo, no es el fuego lo que representa con más claridad a A Weave of Light. Durante una de las intervenciones vemos a un hombre caminar por un desarmadero de autos: llueve, los planos cerrados generan cierta claustrofobia; los colores de los coches y el piloto amarillo del paseante funcionan como contrapunto de la grisura general. Deniz, el entrevistado de la escena en cuestión, bucea en off entre sus pensamientos, parece perdido; en cierto momento se decide: “Tengo permitido existir. Tengo permiso de ser”. ¿De que nos pueden servir los jirones de luz si no abrazamos nuestro derecho a descubrirnos nebulosos, incomprensibles?

Hace algunos años, la crítica y programadora alemana Cristina Nord, pensando en el cine “de festivales” de la primera década del siglo, dijo que la melancolía estética, si bien puede llegar a dar buenos resultados, tiene un problema de fondo: “es una actitud que se da cuando uno siente malestar frente a su entorno, pero no puede cambiar nada”(3). Específicamente, hablaba del cine de su país, pero hay algo en la idea de melancolía que puede ayudarnos a profundizar en este corpus de films de diversos países. Como primer paso, podemos retomar la distinción entre mirar hacia adentro y mirar hacia afuera de varios párrafos atrás. Entre los films intimistas, hay dos (Un bananero no es casualidad, Hay un fantasma mío) que recaen en fracasos asfixiantes; sus obsesiones nimias impactan, cada una a su manera, en una despreocupación comunicacional. El tercero, aquel de las mil y una imágenes vinculadas con el océano, comparte cierto carácter monológico, pero con una particularidad: es plenamente honesto en su búsqueda. Se trata de un film que intenta descifrar un misterio emocional; el callejón sin salida está en la base misma de su concepción. De las películas que salen a preguntarse por el mundo, Les Antilopes comparte con One Thousand and One Attempts… la certeza de que es acercándonos a las imágenes aportadas por internet como mejor podemos entender el vínculo contemporáneo con lo audiovisual; ambos films están repletos de imágenes vastas, impactantes (amplias sabanas tomadas desde las alturas, océanos capaces de devorar a cualquier humano), pero en formato de bolsillo-megapíxel (achicamos lo inabarcable para que entre en un disco rígido, luego —doble dominación— lo observamos desde nuestras computadoras). El film de la lava y el del cartucho de Super 8, por su parte, triunfan en su voluntad de apertura, y en cómo incluyen en su interior las dificultades que eso conlleva —parecen decir: conocer/aprender (lava) y dialogar (Super 8) son tareas difíciles, pero vale la pena intentarlas.

La edición 17 del Festifreak incluye numerosos momentos de melancolía, de miradas de reojo hacia el pasado que se vuelven puro gesto, sin voluntad de modificar el futuro o siquiera de comprender lo que supuestamente hemos dejado atrás. Cero en conducta, sin embargo, se corre de ese lugar. Con la excepción de Un bananero…, todas las obras proponen, en algún sentido, un rechazo a la melancolía estática que preocupaba a Nord. Y allí reside, justamente, lo impactante: estamos ante una selección imaginativa de películas preocupadas por el presente y el futuro, y así y todo la sensación global es de desencanto. Se trata de una suerte de inmovilidad involuntaria, que nos impele a conocer la isla de Hawai, pero nos deja absortos y confundidos; a criticar la compra de drones por parte de un gobierno, pero nos deslumbra con videos de manadas de antílopes corriendo; a dialogar con casi desconocidos sobre deseos y angustias diversas, pero sugiere que la única comunicación posible es trabada y balbuceante. Y así sucesivamente.

En un mundo de texturas caóticas, el desafío es lograr mantenernos en pie.

Rock Bottom Riser (Fern Silva, 2021)

Notas

1 Podemos nombrar, también, a Las Reinas de Victoria Maréchal, parte de la competencia de cortos argentinos, o a Some Kind of Intimacy, pequeña joya de la sección El tiempo recobrado dirigida por el británico Toby Bull.

2 Los subtítulos de A Weave of Light fueron realizados para el FestiFreak por Valentina Musa.

3 Cristina Nord, “Cuando lo nuevo de lo nuevo empieza a envejecer”, en Cine del mañana (ed: Roger Koza) (2010). Buenos Aires: INCAA

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