Una estrella aquí y otra allá,
¡Algunos pierden el camino!
Una niebla aquí –y otra allá –
Y luego – ¡el Día!
Emily Dickinson
Podría decirse que El prófugo es una película en contra. Si bien su presentación tuvo lugar en el Festival de Berlín, mientras estallaba la pandemia, no circuló en salas durante bastante tiempo, hasta septiembre de 2021. Aunque se inspiró en El mal menor, la novela de Charlie E. Feiling, Natalia Meta es precisa al aclarar que ella hizo su libre interpretación del texto original, más que una adaptación propiamente dicha —por eso pide que la perdonen los fanáticos del autor y del libro, por querer contar su propia versión de la historia—. Si fuera por quien escribe, queda absuelta y redimida a los cielos de lo extraño, ya que en su segunda película condensa una riqueza de recursos notable. Hablar de ella requiere sortear algunos aprietos, porque es escurridiza a las clasificaciones, tiende a borrar fronteras entre los géneros y no resuelve contradicciones: más bien se regocija en ellas y las intensifica. Aun sin encasillarla, postulando que es capaz de generar sensaciones diversas todo el tiempo, que es tan inquietante como rara o que irradia un clima cercano al del cine de terror, El prófugo se retoba una vez más: quien la viera bajo las premisas del género se sentiría algo decepcionado.
La historia gira en torno a Inés (Érica Rivas), una mujer joven que trabaja como actriz de doblajes y canta en un coro profesional. Su vida transcurre mientras se recupera de la inesperada muerte de Leopoldo (Daniel Hendler), un novio ocasional con quien pasaba unas vacaciones y mantenía una relación dudosa, atravesada por sus celos y reclamos. Mientras todo el mundo a su alrededor le sugiere que está muy estresada, ella intenta superar el trauma. Entonces comienza a percibir algo en su interior que interfiere con su voz y le dificulta cantar o hacer doblajes. También sus sueños turbulentos, frecuentemente pesadillas, la asaltan noche y día, confundiendo la realidad con proyecciones inconscientes de su mente que interpelan ciertos aspectos disconformes de su vida. Cuando decide indagar sobre lo que le está pasando, conoce a Alberto (Nahuel Pérez Biscayart), un afinador de órganos misterioso e irresistiblemente seductor del que se va enamorando sin saber muy bien quién (o qué) es realmente. Las advertencias sobre Alberto le llegan de parte de Adela (Mirta Busnelli), una actriz veterana que conoce algo de estos sucesos raros y le asegura que las anomalías en su cuerpo tienen que ver con la manifestación de una presencia, de visitantes de otros mundos —también llamados prófugos—, que a veces quieren quedarse en este y se meten en las personas a través de sus sueños. Alberto podría ser uno de ellos. Aunque Inés queda advertida, parece dispuesta a asumir algunos riesgos.
Se conjuga de todo en esta trama: partiendo del suspenso como principal motor de la tensión narrativa, hay momentos de drama pero también de comedia romántica. El humor es un elemento no menor que convive muy bien con la oscuridad predominante en la película, al punto de volverse clave en la construcción de varias escenas: el karaoke de Leopoldo en la playa o el festejo de cumpleaños donde Alberto se le aparece misteriosamente a Inés y baila para seducirla mientras suena Ney Matogrosso (Alberto, de hecho, es muy histriónico), esfumándose repentinamente y mezclándose con la aparición fantasmal de Leopoldo, quien también baila y se ve ridículo; la risa y el escozor son simultáneos, dejan perpleja a Inés. O la escena en el avión donde la azafata le propone ahorcar a su novio pesado para “sacarle un problema de encima”, que pone una nota sarcástica y una tensión inusitada apenas comienza la película. Tal vez el humor se proyecta con su máxima potencia e ironía en el final, verdadero clímax de arrebato colectivo —y femenino— luego de una inesperada resolución, que llega casi como deus ex machina. La referencia al recurso de la tragedia clásica no es casual: también el coro en el que canta Inés —el Coral Femenino de San Justo, presencia implacable— me recuerda el universo de las tragedias griegas, en las que el coro precisamente se desenvuelve como un personaje autónomo para apoyar o enfrentarse a las acciones y sentimientos de sus héroes o heroínas. En este caso, la identificación con Inés se da en un cierre espectacular, un himno al Amor con tono de parodia.
El contraste entre el final y la escena del principio es notorio, como un correlato de la peripecia de Inés que atraviesa sus propios abismos y descubre tras un momento de epifanía que puede transformar la opacidad en brillo. ¿Qué consecuencias trae reprimir el deseo? ¿En qué consiste abrirse a lo desconocido, o sea, liberarlo? La película habla de eso en un movimiento que va desde la oscuridad hacia la luz, siguiendo el recorrido que realiza la protagonista: el de su liberación.
Si en la primera escena todo es oscuridad y penumbras —se ve el aspecto sufriente de Inés en una cabina de grabación, dando gritos de miedo o gemidos de dolor mientras dobla la voz de su personaje—, en la última todo es luminoso. Incluso ella misma aparece con un talante opuesto, casi el único momento donde se la ve radiante junto al coro, contoneándose al ritmo de la cumbia (“Amor”, de Los Auténticos Decadentes, funciona como leitmotiv y se inserta en un soundtrack perfecto).
En términos narrativos, es un final que no deja certezas. Puede entenderse que Inés está situada en el medio de dos mundos: el real/cotidiano y el fantasioso/sobrenatural, al que accede a través de sus sueños y de una lógica incierta, signada por temores o turbulencias —a veces es tal su confusión que podría confundirse con la locura—. A diferencia de una película de terror, donde siempre existe la convicción de que algo malo definirá la historia, la atmósfera onírica otorga otro margen de posibilidades. Desde su perspectiva imprevisible, “lo malo” podría no serlo: luego de un intento fallido por expulsar al prófugo, Inés va en busca de Alberto, él la seduce y entonces ocurre una unión misteriosa cifrada por el sonido ensordecedor del órgano: algo que parece estar más allá de lo sexual o amoroso, más allá de lo humano. En la escena siguiente, se ve a Inés sola: se ha quedado dormida. Cuando despierta corre hacia los camerinos, busca un espejo donde mirarse, vuelve a mirarse a sí misma debajo de la falda; parece buscar en su cuerpo alguna señal de lo ocurrido. Titubea, se retoca el maquillaje, sale corriendo al escenario a reunirse con las demás coreutas. Y mientras hace ese pequeño trayecto hasta el escenario, lo que vemos de manera casi imperceptible es, primero, a Alberto en el cuerpo de Inés, y luego, en primer plano, de nuevo a Inés ya “habitada” por el prófugo. ¿Lo que sucedió es una especie de posesión? Sí. ¿Se representa con los usuales parámetros del mal? No. Porque Inés posesa no solo se ve plena y satisfecha; también puede cantar mejor que nunca:
Amor
cierro los ojos y salto al vacío
Amor
cómo negarme a tu cálido abismo
Amor
sutil, narcótico, suave y fragante
Amor
puede hacer polvo el diamante.
Si la música a cargo de Luciano Azzigotti es destacable, el trabajo a nivel sonoro merece mención aparte. Guido Berenblum, conocido por sus colaboraciones con Leonardo Favio o Lucrecia Martel(1), logra un clima por momentos exasperante. A lo largo de la película se teje de manera incesante el efecto perturbador a través del sonido, que radica quizás en lo indistinguible y desfasado del universo auditivo respecto de las imágenes (casi siempre más explícitas), pero también en lo pavoroso: el estrepitoso órgano, el grito de terror empalmado a los ruidos distorsionados y fusionados con las angelicales voces del coro en el plano secuencia que da lugar a la presentación de la película, o el sonido ambiente tamizado con las conversaciones tétricas en la cabina de grabación, cuando Adela le explica a Inés cómo tiene que echar al prófugo, son solo algunos ejemplos. El valor dramático del sonido es significativo en toda la película, si pensamos que esa proliferación auditiva podría funcionar en cierto modo como una expansión del colapso interior de Inés. Hacia el final esa densidad se disipa, se vuelve música, canto, celebración.
Lo que late en el corazón de esta historia es un relato sobre los inexplorados abismos del deseo —concretamente, del deseo femenino representado por Inés—. Varios mandatos sociales, familiares o culturales resultan para ella, al igual que para muchas mujeres, inasibles. Se corre hacia otros horizontes donde todo está por descubrirse. Se entrega a lo desconocido, que ingresa a su vida bajo la forma extraña de un prófugo, un ser fantasmal llegado desde otro mundo. Natalia Meta adopta una dinámica propia y original para encaminar el relato, apelando al humor o situando a la protagonista en distintos estados de ensoñación. Sobre el cosmos onírico y subjetivo de Inés se desarrollan muchas situaciones de la película, abordando ciertas problemáticas de la actualidad (por ejemplo, las tensiones de la violencia machista) sin ser explícita o panfletaria, sino más bien críptica en su relato. Propone la desviación, siguiendo esa delgada línea que existe entre los diferentes estados de conciencia para hilar con otra lógica, como si la materia de los sueños o el inconsciente existiese para que podamos ir allí a resistir en las contradicciones, a conectar lo cotidiano con aquello que es desconocido y no se puede medir con los parámetros de lo normal. En eso radica la belleza de ese mundo extraño.
Notas:
1 Además de haber hecho su primer meritorio en Gatica, el Mono de Favio y haber sido responsable del sonido de los cuatro largometrajes de Martel (y de algunos de sus cortos), Berenblum trabajó, entre otras películas, en Picado fino (Sapir, 1996), Martín (Hache) (Aristarain, 1997), Tesoro mío (Bellotti, 1999), Garage Olimpo (Bechis, 1999), Hamaca paraguaya (Encina, 2006), El rati horror show (Piñeyro, 2010), El ojo del tiburón (Hoijman, 2012), La reina del miedo (Bertuccelli/Tiscornia, 2018) y Ficción privada (Di Tella, 2019). [N. de los E.]
Gran pelicula y excelente crítica.