Ni una fórmula ni una técnica: una ética. Entrevista a Guillermo Cacace, docente de actuación y dirección de actores

Egresado como actor de la Escuela Nacional de Arte Dramático, Guillermo Cacace se dedica a la dirección teatral y la docencia. Además de ser profesor titular de Actuación IV en la Universidad Nacional de las Artes, donde ideó la cátedra de Actuación Frente a Cámara junto a otros colegas, también dicta desde el 2003 talleres de actuación y dirección de actores en Apacheta Sala/Estudio, espacio que es laboratorio y sede de su producción y actividad docente a nivel privado. Trabajó durante años como docente en la EMAD, donde ahora coordina un espacio de investigación transdisciplinar. Dicta talleres de actuación y dirección de actores en diversas partes de Argentina y España. Sus montajes como director oscilan entre la investigación de los clásicos (Stéfano, Tartufo, A mamá —inspirado en la Orestíada—, Las bacantes, Anfitrión) y obras de índole más experimental (Sangra, Doméstico, La voluntad, Ajena). Sus últimos trabajos como director fueron, entre otros, Parias, Mi hijo sólo camina un poco más lento, La enamorada y El mar de noche.


ARCHIVO DOCENTE #10

Actuación frente a cámara

Iván Bustinduy: Dado que tuviste participación en la creación de la cátedra de Actuación frente a cámara en la UNA, quería empezar preguntándote cómo pensás la formación actoral en general y, en particular, la actuación frente a cámara. 

Guillermo Cacace: Habría que tener en cuenta que hoy la gente que se quiere formar actoralmente en un sentido amplio se está formando en teatro. El dispositivo de entrenamiento actoral o de enseñanza de la actuación tiene muchas características arquitectónicas, de procedencia de los docentes, entre otras, que tienen que ver con el teatro. Mucha gente que nunca vio teatro elige actuar. No obstante, tienen un primer acercamiento a la actuación a través de lo audiovisual. 

Podríamos pensar que hoy una formación actoral tendría que implicar conocimientos generales: una introducción a la actuación, que no tenga una limitación de este tipo. Habría que cambiar también —insisto— las arquitecturas de las aulas: armar una suerte de aula-set performática, un espacio que no tenga una determinación tan fuerte por lo teatral. Luego de pasar por ese ciclo más introductorio, de ver la actuación en sentido amplio y como objeto de estudio autónomo, empezar a ver cuál es la especificidad del teatro —si es que existe—, cuál es la especificidad de lo performático —que tal vez es una inespecificidad, interesantísima—, cuál es la especificidad de la actuación frente a cámara, de actuar en audiovisuales… tal vez encontrando que hay cantidad de elementos en común, pero desandando un poquito esta tradición donde la gente se forma exclusivamente en teatro. 

Después, en términos de la práctica, es muy frecuente que la gente en formación esté laburando en cortometrajes de estudiantes de cine, que esté haciendo trabajos en publicidades para ganarse un mango, que esté muy expuesta —y a veces sobreexpuesta— en situaciones de actuación frente a cámara. Digo “expuesta” en el sentido de sin recursos, y “sobreexpuesta” porque hay cosas muy tiradas de los pelos, de mucho maltrato, de desconocimiento de cuál es el trabajo actoral. 

Hoy por hoy, si hay algo que es una idea maravillosa y que cada vez tiene más fuerza, es la noción de que toda formación tiene que ser situada. Porque si orientamos fuertemente una formación actoral hacia el campo del audiovisual en una provincia como Catamarca, que no tiene casi demanda de actrices y actores para trabajar frente a cámara, a lo mejor sería ocioso. O no: habría que pensar si a lo mejor que exista la formación potencia un interés en relación al audiovisual. Pero es cierto que cuando viajo por las provincias y hablo de estas cosas me dicen: “Bueno, pero eso acá no sería necesario porque acá no hay campo para la exploración y el trabajo en audiovisuales”.

Fotografía de Francisco Castro Pizzo

¿Cuáles son los “peligros”, por decirlo de alguna manera, de la actuación frente a cámara? 

En principio, creo que los peligros contemporáneos comparten un mismo patrón. El gran peligro contemporáneo —y siento que a esta altura no es hacer ninguna bajada de línea— es el mercado. Empieza a haber un standard de actuación; en Buenos Aires podemos verlo en empresas que generan ficción como Pol-Ka. Ahora ese terreno está un poco a cargo de las plataformas, que proponen un patrón hegemónico muy resultadista —salvo honrosas excepciones que quedan ahí, sin erosionar lo que se ve en términos generales, porque por momentos hay cosas muy interesantes que quiebran ese patrón—. Si en el ámbito de la formación se empiezan a generar tips para obtener resultados, el trabajo queda muy escindido del campo del riesgo. Lo cual impediría por definición el surgimiento de fenómenos como Philip Seymour Hoffman o Isabelle Huppert. Aún proviniendo de escenas territoriales muy distintas, esas actuaciones tienen un extrañamiento y una incomodidad que, si la actuación frente a cámara empieza a codificar tips como una suerte de tutorial de “qué hacer para dar bien frente a cámara”, van a existir cada vez menos. No me animo a decir que no va a haber más cuerpos actuando en esa calidad porque es un poco apocalíptico, y porque siempre hay cuerpos que se hastían, enloquecen, se sublevan o son insumisos, que entonces rompen el patrón. Una cosa son esos cuerpos que rompen el patrón por un devenir singular muy particular, y otra cosa son las instituciones puestas a domesticar la actuación. 

Una industria cinematográfica puede generar la demanda de un tipo de actuación. El peligro ocurre si la enseñanza releva ese posicionamiento y, más que ser un espacio de investigación cuando el estudiante está entrenando, se convierte en un campo de pasaje de fórmulas.

Lo primero que hicimos a la hora de conformar la cátedra de Actuación Frente a Cámara fue buscar bibliografía específica. Como es un terreno vacante, donde no hay bibliografía, hay muy poco o hay cosas un tanto obsoletas; mandamos a pedir material específico a diferentes lugares. No sé si lo traducimos o si ya estaba traducido, pero hicimos traer un libro de Michael Caine sobre el tema. ¡Era una serie de tips! Una desilusión, en algún punto, porque en Michael Caine —que esto es algo que pasa con frecuencia— se ve a un actor que se permite riesgos, incluso haciendo Batman. Su Alfred, digamos, relativiza un poco el tanque de Hollywood en el que está trabajando, así como Heath Ledger hace cosas que dislocan el sistema comercial, aunque sea un poco. Eso es gracias a una actuación autónoma. Después, Michael Caine escribe un libro que es una serie de fórmulas que apunta, en términos de demanda, a gente que quiere ser famosa, actuar frente a cámaras, y ve ahí una posibilidad de consagración y de pertenencia a un mercado. 

Otro síntoma de esto es la cantidad de tutoriales de actuación frente a cámara. Algunos son muy graciosos, muy bizarros, y dicen pavadas, sí. Pero otros pisan en algunos conceptos de la tradición histórica de la actuación y los aggiornan. En uno y otro caso el material está editado con ritmo, con música, para venderlo como un ¡Llame ya! Ese es un peligro enorme: el brazo del mercado se mete capilarmente en la institución formativa y la ordena en pos de una actuación codificada y resultadista, evitando cualquier tipo de disidencia y riesgo en la actuación. Qué sé yo, por lo menos no es deseable que instituciones que estarían proponiéndose como lugares de investigación y no de mero pasaje, de reproducción de lo dado, se conviertan en espacios de transmisión de fórmulas, de desambiguación de la actuación.

Michael Caine en Batman Begins (Christopher Nolan, 2005)

Eso también se extiende a la dirección, ya que la tendencia se replica en todas las disciplinas y las lleva a generar productos muy vacíos de sentido. Es gracioso, porque después están tan vacíos y tan en favor de esas fórmulas que luego, quizá por ese mismo motivo, no les va bien económicamente.

El mercado pendula sobre dos ejes. Uno es la reproducción de lo que funciona para viralizar sus productos con mucha facilidad. Y el otro es la atención a la demanda: detecta cuándo algo deja de funcionar y ya no lo pueden explotar más. En ese sentido, el mercado es mucho más ágil que otras instancias de lo cotidiano, de regulación o desregulación de lo cotidiano, porque está atento también a la diferencia, en tanto la pueda captar y ponerla a trabajar en función de estandarizarla. Ahí el mercado tiene una sensibilidad que es muy peligrosa, porque lo que puede aparecer como nuevo lo convierte en novedad, que son dos cosas absolutamente diferentes.

Durante los seis o siete años en los que estuve a cargo de la materia de Actuación Frente a Cámara me interesaba el trabajo con la técnica —no me refiero a la técnica de actuación, sino a la técnica de la cámara—. La cámara ya no era algo frente a lo que ponerse para actuar bien, sino que pasaba a ser el bisturí con el cual diseccionar la actuación y estudiarla, no en términos de su eficacia, sino en los términos de su contacto con lo inaprehensible. Si la cámara —entre otros elementos, aunque de un modo más protagónico— pasa a ser el bisturí con el que disecciono la actuación, empiezo a descubrir que hay algo que la actuación no puede, y en eso que no puede la actuación, o que puede de a instantes, aparece algo muy rico de investigar. Entonces estamos por lo menos con un campo más consistente en términos de combatir la fórmula. 

Dos posturas: “frente a la cámara hacés esto y vas a poder” o “mirá, la cámara tiene una capacidad de captación de lo que está pasando que nos sirve para confirmar todo lo contrario de que vas a poder algo, es decir, nunca vas a poder nada”. No como un desánimo o como un sentimiento frustrante (la idea del loser, que nunca va a poner nada), sino como la idea, si se quiere, más radical de que en las disciplinas artísticas, en general, hay un ánimo de poder algo que también está signado, en su mayor nivel de aventura, por lo que no va a poder. Como la incapacidad que tiene una música, una pintura o una obra literaria para conectarse con lo absoluto. Algo siempre queda errático, incompleto, abierto. La actuación, por lo tanto, en connivencia con la cámara, puede generar ahí un dúo interesantísimo para afirmar esa posibilidad de lo imposible.

Clase en General Roca
Fotografía de Nicolás Caminitti

 Dirección de actores

¿Cómo abordás, en este sentido, la enseñanza de la dirección de actores?

Creo que en muchas de las situaciones en las que uno piensa que hay que construir cosas, tal y como estos tiempos nos han enseñado, hay mucho más para deconstruir. Una formación supone que da algo que el otro no tiene. Y a veces es más bien decir: “¡Che, tenés algo!”. Ese es el problema con el que nos tenemos que meter. 

Hay una hipótesis que aparece muchísimo en la gente que viene a formarse en dirección de actores: “Cuando dirijo me imagino algo que, después, se me hace muy difícil lograrlo en la actriz o en el actor”. Ahí ya hay un primer problema: si esa imaginación es muy literal, si construye con mucha fuerza una imagen terminada de la cosa que querés ver, después lo que veas en las actrices y los actores te va a frustrar siempre. Porque está la singularidad, está la impronta —que es lo que tal vez le dará la dimensión más interesante a tu trabajo en ese campo— del actriz o del actor. Resumiendo, el problema de quien dirige es la dificultad de lograr en la actuación lo que él tiene en la cabeza. Yo digo “bueno, no tengas esas cosas en la cabeza” (risas). 

Después hay que hacer todo un trabajo, que tiene que ver con pensar cuál es el margen que podemos tener para, más que imaginar un resultado—y creo que acá está la clave del trabajo de la dirección—, pedir un proceso. Para ser muy claro en esto: si la dirección pide al actor “yo acá quiero que estés muy triste, yo quiero que acá estés más alegre”, es muy probable que del otro lado los actores ilustren, con mayor o menor oficio, la idea estereotipada que tienen de “lo triste” o de “lo alegre”. En cambio, si vos pedís o, mejor, generás condiciones de posibilidad para que de ello resulte esto que vos estás llamando tristeza, entonces estás pidiendo un proceso. Se trata de ocuparse de todo el dispositivo en el que quien actúa está implicado. Eso se puede hacer, a veces, con un trabajo indirecto: si yo quiero lograr algo en un actor que está trabajando con una actriz, en vez de pedirle al actor le puedo pedir a la actriz. Para que el actor no trabaje con tanta conciencia de lo que tiene que hacer.

¿Por qué, en actuación frente a cámara, en cine, muchas veces las tomas robadas son las más interesantes? Esas en las que la dirección dice “vamos a hacer un ensayo” y ya está filmando, haciendo quizá la mejor toma en términos actorales. Eso es porque no hay conciencia de actuación. Entonces, si mi pedido como director genera demasiada conciencia de actuación, entonces mi cuerpo ilustra una idea como “la tristeza”; ilustra una comprensión. Que mi cuerpo ilustre una comprensión en el campo de las ideas es muy distinto de tener el impulso que me lleva a hacer algo. Por eso yo me encargaría —y esto es lo que tratamos de formar en la dirección de actores— de cuáles son las condiciones de posibilidad, de cuáles son las cosas que atraviesan el dispositivo actoral como tensiones, de manera que todos los elementos de la dirección permitan que el actor se dirija al campo de lo que uno necesita para la escena. Una cosa es pedir un resultado, otra cosa es pedir un proceso.

Ahora, ¿hay algo malo en pedir más rápido, más lento, más triste, más alegre? No, no hay nada malo, y a veces hasta puede funcionar. Pero, por ejemplo, si en vez de decir “triste” uno se encarga de generar las condiciones sensibles para que un actor se conecte con lo que lo va a llevar a estar triste, a lo mejor el actor se pone a reír. Así se descubre una riqueza para la toma que quizá no se imaginaba y que funciona perfectamente. Lo que pasa es que, como directores y directoras, agarramos un texto e inferimos que el texto quiere decir tal o cual cosa, y transmitimos a la actriz o al actor eso que inferimos. A lo mejor estamos haciendo un proceso no de inferir mal, sino de inferir de manera limitada, de inferir con las percepciones matrizadas, programadas. Entonces no hay campo experimental porque yo, programado por los modos de vida que habito, que están también muy programados y que tienen muy poco margen para las fugas, leo desde esa programación que tengo, y transmito esa programación a otra persona —que, además, en una relación que muchas veces está atravesada por el poder, va a querer obedecer a aquello que le estoy pidiendo—. En ese punto no hay campo de creación. Si yo leo desde mis programaciones y transmito mi programación a otro, que también va a querer programarse, el resultado es Netflix. Algo que podríamos denominar “actuación estándar en Netflix”. Una actuación que nunca incomoda. 

Para no usar ejemplos de cine de culto y usar ejemplos un poco más expuestos, si vos pensás en Joker, que tiene el guasón de Joaquin Phoenix, es una película que tiene un soporte cinematográfico muy claro pero que es una película de actuación. Es increíble cómo, de repente, esa película que para mí es muy básica, que como película me parece un material muy limitado, logra su mayor zona de ambigüedad en el cuerpo de Joaquin Phoenix. Porque no es “el campo experimental del cine norteamericano”, es el campo experimental de ese cuerpo. Son esos cuerpos que, por determinadas circunstancias, pueden generar un desvío de la norma y generar un cine de actuación. No es Cassavetes, que es otro cine de actuación también, muy distinto, pero es una película que tiene que ver con ese campo, porque es bastante llana más allá de eso. Al mismo tiempo, si nos quedamos en el mainstream, a mí me interesa más el joker de Heath Ledger, porque me parece que tiene un trabajo mucho más difícil: generar una fisura en un sistema mucho más compacto, donde todas las cosas están híper ordenadas y, sin embargo, una mirada de Alfred en algún momento de la película o algo que hace Ledger resulta muy perturbador.

Ahora bien, es muy difícil pensar en lo perturbador, en lo inquietante, en lo incómodo, en lo que no propone reposar sobre las aguas tranquilas de la actuación, si uno siempre pide resultados.

Joaquin Phoenix en Joker (Todd Phillips, 2019)

Estilos de dirección

¿Qué lugar tiene el carácter y el tipo de persona que es el director en todo esto, cómo incide las particularidades de cada director o directora a la hora de dirigir?

Como decíamos, no hay ni una fórmula ni una técnica. Hay una ética: un apetito de que pase algo y ver con qué procedimientos pido, más que resultados, procesos, mientras estoy atento a las operaciones que hace el cuerpo cuando actúa. Son pistas, pero pistas sólidas a tener en cuenta para la búsqueda de cada une. Después cada une ve, según su impronta. Entonces, si en el set dicen “corte” para corregir algo en actuación o modular otra cosa en la actuación, y se te acercan [Ingmar] Bergman, [David] Lynch o [Pedro] Almodóvar, directores que tienen un estilo personal muy claro, yo creo que puede haber algo vinculado a lo que ellos conozcan de actuación, y puede haber algo vinculado al fenómeno de sugestión que te generan esos cuerpos. 

Otro ejemplo. Un director mediocre, impersonal, se le acerca a un actor y le dice: “Más triste”. Yo digo, “bueno, andá a estudiar dirección de actores, y decime algo que no sea más triste o más alegre”. Pero hay personas que te están hablando y que, por sus características singulares, ya te están modificando. Alguien podría decir: “¿Cómo puede ser que esta persona se acercó me dijo más triste, y yo entendí otra cosa? No me dijo solo más triste”. La diferencia está cuando dirige alguien con una impronta muy particular: por el tono de la voz, por cómo te miró, por cómo estaba su cuerpo —si se agachó y te lo dijo al oído, bajito, de rodillas, y estaba todo vestido de rojo—, vos leíste otra cosa. Ese cuerpo es un cuerpo que está desprogramado y que, de alguna manera, desprograma. Como podía desprogramar, por ejemplo, el cuerpo de Batato Barea cuando iba a comprar pan: desprograma la cotidianeidad del barrio del Abasto. Sobre todo en los 80 o 90; hoy quizá no tendría el mismo efecto. Si bien esas preciosas situaciones siguen teniendo un efecto de desprogramación, por lo menos no sería el mismo. Pero si un cuerpo con una impronta que uno podría decir que es desconcertante viene y me indica algo, me genera una invitación. Es otra cosa que no se puede enseñar, tan solo tenerla en cuenta: mis modos van a generar algo sobre el cuerpo del otro, para bien y para mal. 

Si vamos al campo de la docencia, yo conozco gente que actúa de una manera, y su cuerpo haciendo docencia se mueve, se expresa, tiene recursos expresivos o, si se quiere, de comunicación, que te genera cosas que van más allá de lo que te están diciendo. Hace poco tomé un taller online que me pareció que tenía unos contenidos maravillosos —cada tanto me gusta mucho ponerme en la posición de estudiar; cuando uno da tanta clase dice “bueno, quiero que alguien me hable a mí”—. Repito, los contenidos eran preciosos, te daban muchas ganas de hacerlo. Como no podía hacerlo sincrónico, me mandaban los videos de las clases. Era un “ay, dios mío, qué aburrido es este ser”. Preferí tomar nota de la bibliografía y leer, que fue un viaje mucho más flashero que el que pude haber tenido escuchando a ese hombre, que decía cosas muy interesantes y que era muy inteligente, pero que me aburría soberanamente. 

Esto que tiene que ver con el estilo didáctico en la docencia. En particular el estilo en la dirección actoral a veces genera un campo, si tomamos términos psicoanalíticos, transferencial, o a veces de pura sugestión, casi mágico, insisto: para bien y para mal. ¿Por qué digo esto? Porque puede contagiarme —palabra que tiene muy mala prensa con todo lo del COVID pero que me parece una palabra hermosa: es eso que te pasa anímicamente cuando estás con las defensas bajas, cuando no estás cuidándote y viendo a ver qué te van a decir, sino que estás poroso a la presencia de una otredad—. Puede que esa presencia tan inquietante me dispare lugares de lo inquietante míos, o puede que me deje pegado a esa presencia. Por eso los directores y las directoras con algo muy sugestivo pueden dejar pegados a quienes actúan. De hecho, conozco actores argentinos que han trabajado con Almodóvar, y hay gente que lo adora y gente que lo odia, porque él tiene una impronta personal muy fuerte. Esto puede pasar al revés también, con alguien a quien estés dirigiendo, porque hay actrices y actores que tienen una impronta muy disruptiva y de alguna manera te afecta.

Julieta Venegas en La enamorada

Yo lo pienso, por ejemplo, en estudiantes de cine que están arrancando y quieren aprender dirección. El estilo es algo que se busca y que fluctúa, uno lo va descubriendo también.

Sí, eso es lo que yo le deseo a cualquier persona hoy: que zafe de la captura identitaria. Porque, en Almodóvar, en Lynch, algo de eso puede llegar a ser su propia cárcel.

¿Cómo dirijo actores en un policial, cómo dirijo ahí?

Sí, eso en la relación con los géneros, y también por tener la posibilidad de algo más mutante. Hay un ejercicio que me gusta más para dirección que para actuación, porque cuando uno actuaba de Romeo era Romeo desde que empezaba la obra hasta que terminaba. En cambio, cuando dirijo soy Romeo, soy Julieta, soy la madre, soy el padre, soy el cura… puedo mutar por todos esos lugares. Y si yo soy un director que tiene una impronta personal, como decíamos, que genera mucha sugestión, estoy un poco casado con mi propia imagen, agarrado y entrampado en la propia imagen. Creo que es muy interesante tener el deseo de todos los personajes. Es un poco difícil lo que voy a decir: si aparece un nazi dentro de una obra, para ayudar al actor me encanta, como director, no juzgar los deseos de un nazi desde afuera, sino ver cómo los generamos. Después, nada me avalaría si esos deseos se trasladan de alguna manera a mi cotidiano o si esos deseos tienen que ver con algún morbo en la dirección de actores. No hablo de “hacerme el nazi”, hablo de entender lo que desea, para no crear un estereotipo tranquilizador. Después, en el caso de algo mucho más simpático, ser Julieta y ser Romeo. Más allá de lo que yo elija en mi vida, ser Julieta y desearlo a Romeo. Entonces le voy a “tirar” una indicación a Julieta muy buena, porque voy a poder mirar los labios de Romeo sin ningún pudor, mirar las cosas que atraen de ese cuerpo masculino de Romeo, y dentro de un rato ponerme del lado Romeo y ver cuáles son los atractivos de esa voz, de esa piel, de ese olor de Julieta. Ese poder estar en los dos lugares me resulta bastante divertido.

Clase en SAGAI
Fotografía de Gabi Ferreyra

Las clases

¿Cómo podría operar en un aula, en un espacio formativo, esta desprogramación de la que hablábamos hace un rato?

Es una preocupación muy actual esta que convocás, porque no obstante proponiendo todo lo que queremos proponer nos quedan kilómetros de desprogramación en la formación. Las clases —y la dirección también— juegan en un doble movimiento: yo quiero que un cuerpo se desprograme y para eso no tengo que armar un programa, pero sí tengo la responsabilidad de dar un marco de variables estables para que vos confíes y te puedas desprogramar. Es decir, si yo digo: “Vamos a dar clases en algún momento, algún día, alguna hora, en algún lugar”, es muy difícil que en ese marco vos operes alguna desprogramación, que te animes a algún riesgo, que te animes a correrte de tus zonas de confort. Las clases, más que ordenar, tienen que organizar unas variables estables, para que en el marco de esa estabilidad vos puedas desestabilizarte como actriz y como actor. Es un lugar que me pone en tensión, porque no quiero que la clase se ordene de tal manera que sea previsible y, al mismo tiempo, sé que la clase tiene que generar una zona donde puedas confiar en que te vas a volver a encontrar con algo. Que no sea algo completamente desestabilizante en términos de marco.  

No me gustan las palabras que uno importa de lo económico —como “garantías” y esas cosas—, pero usémoslas hasta que tengamos otras: hay algo que está bueno que la dirección garantice en términos de cuidados. Ya no sirven más las situaciones de morbo, o toda esta cosa que tenían [Klaus] Kinski y [Werner] Herzog, de un romanticismo nauseabundo pero con buenos resultados, que son prácticas situadas en otra época, de funcionamientos posibles en otros paradigmas. Ya se sabe que muchas situaciones de maltrato tienen que ver con grandes actuaciones, o por lo menos de actuaciones que nos han llamado la atención. Hoy creo que, primero que nada, eso no se puede enseñar, y que poco a poco vamos dándonos cuenta de que las cosas se pueden hacer de otra manera. Que esas violencias son el camino más corto, que son resultadistas, y que son violencias que no son de otros: son tuyas, son mías, y se pueden filtrar si no estamos atentos a este tema de los cuidados. En mi caso, me gusta que las zonas de encuentro con la actuación (las clases, los ensayos) sean todas zonas de cuidado, de preservar el marco para, en ese marco, poder arriesgar. De una situación de mucho cuidado en el uso del tiempo, del espacio y del trato entre los cuerpos, va a surgir una actuación que arriesgue. De unas garantías de cuidado surge la no garantía de la creación artística. 

Luego, me parece que está bueno que esas situaciones no estén híper-programadas. A mí no me genera ninguna culpa si, fruto de lo que se va dando en un espacio de trabajo, nos vamos rizomáticamente al carajo. El famoso irse por las ramas. Acá también hace falta una ligera regulación: que no sea una expansión del campo narcisista donde un estudiante o uno mismo se ha quedado regodeándose sobre una idea que le entusiasma mientras nadie más está interesado en eso. Por más rizomático que sea, es un poco onanista. Ese sería el límite claro para volver. Es todo el tiempo estar ahí, produciendo una suerte de garantías, de encuadre, de marco, pero al mismo tiempo observando ese marco para que luego no nos remarque, para no quedar ahogados en él. Porque también necesita cierta movilidad. Hay algo que el marco legitima para hacer posible un encuentro, pero que no puede volverse ley porque si no se desactualiza del movimiento permanente de las cosas. 

Mi hijo solo camina un poco más lento

El lugar de la improvisación

Tus clases siempre tienen un horario, un espacio, una duración determinada. No obstante, cada encuentro es diferente al anterior. Alguno es más teórico, alguno es más reflexivo, otro más práctico. Lo que ayuda a construir un “presente” del curso, algo que constantemente cambia en la dinámica de las clases. Pareciera que, cuando se programan demasiado las cosas, lo que empieza a fallar es la construcción de ese “presente”. Por un lado está este problema, de la sobreplanificación, y por el otro está el problema de la improvisación total. El asunto es que una y otra dificultan la posibilidad de que pase algo en términos tanto educativos como actorales.

No me gustan las sentencias fijas, pero con el tiempo se van generando algunos pensamientos que se reiteran. Hay uno que yo comparto mucho en mis espacios de laburo que es el de plan mata presente, que resume un poco lo que vos estabas desarrollando. Hay que ver, de todas formas, ya que cada formación y cada experiencia de dirección están situadas, si hay tanta improvisación en las formaciones. En el sentido más edificante del término, no en el sentido del cualquiercosismo.

Yo creo que esa dinámica de las clases a la que vos aludís se genera una linda escucha. Era interesante lo que traían les alumnes, lo que podían experimentar haciendo prácticas de dirección o reflexionando. Por fuera de esa escucha no se puede improvisar, porque es la imposición de una voluntad por sobre otra, por más fascinante que sea. Muchos totalitarismos tienen una impronta fascinante, ¿no? La industria del espectáculo, que tiene una cosa distractiva, te puede entretener un rato. Una clase también te puede entretener un rato. El mero entretenimiento es muy diferente a una situación de escucha en la que se va viendo por dónde ir con apenas algunos parámetros. 

Jean-Luc Nancy dice que se ha hablado mucho de estructuras, y a lo mejor las estructuras empiezan a tener el peso de algo fijo, solemne, cerrado sobre sí mismo. Entonces propone el término estructo. Los filósofos tienen este tipo de cosas, que a veces son divertidas y vienen muy bien: cambiar una palabra, cambiar la manera en que son llamadas algunas cosas y evaluar qué efectos tiene ese cambio en la realidad. Quizás el placer de ese espacio que compartimos tiene que ver con eso. Hay un ethos, un posicionamiento ético, que después se convierte en diferentes caminos improvisados para encontrarnos en escucha. No hay una técnica de actuación, no hay una técnica de dirección de actores, no hay una metodología que implica que al seguir ciertos pasos se garantiza un resultado. 

No hay fórmula, métodos, técnica: hay un apetito ético, una cosa que divierte y gusta, que genera enlaces, encadenamientos, asociaciones creativas, potencia del actuar. El saber que a uno en algún momento lo tocó, lo rozó, hace que uno quiera volver a eso. Ahora, uno puede querer volver a eso solo, militándolo por imposición, o puede volver en escucha con lo que les pasa a otros cuerpos. Ahí podemos improvisar: en la medida en que el otre sigue siendo un otre para mí, en la medida en que circula una escucha horizontal —que no quiere decir una idealización de lo democrático, cosas que a veces están muy estereotipadas en la docencia con posiciones progresistas— que implica una situación de conversación. Más allá de que alguien tome la palabra y hable media hora. Si esa persona está atenta a que la sigamos en eso que está diciendo, si está sensible a que eso que dice es algo que está interesando, que está generando un espacio con posibilidad de transformarnos y esa transformación está teniendo lugar, entonces no es un monólogo. Sigue siendo una conversación. 

El mar de noche
Fotografía de Leo Vincenti

Rita Segato, creo que en Pedagogías de la crueldad, hace una suerte de elogio a la creación de conocimiento en conversación. Yo creo que lo que tenían esos encuentros de dirección actoral es que eran una gran conversación, eran como tertulias. A veces me dan muchas ganas de generar espacios alrededor de una mesa, con unos ricos vinos, para charlar sobre dirección de actores y probar ahí mismo algunas cosas si hacen falta, y tener un dispositivo con el que poder ver imágenes que, a lo mejor, traigan al campo de la conversación algo de lo que se está mencionando. Que, de repente, se interrumpa la conversación —o, mejor, que module a otro registro— y se pueda ver una escena de alguna película que estemos convocando. En eso el cine es muy generoso, ya que nos prodiga cantidad de escenas para ver. 

Durante la pandemia había armado algo muy parecido: nos reuníamos con un grupo de gente a la que yo le proponía, más que un taller o un laboratorio, una conversación sobre escenas de películas. Podían ser películas bizarras o películas buenísimas: no importaba el tipo de película, importaba lo que esas películas nos traían para pensar la actuación. Era un espacio donde intentábamos pensar cómo en la actuación se van configurando tres lugares. Son tres lugares de pasaje y que a veces se pueden observar en términos de predominio. Por ejemplo, en determinada escena predomina uno de esos tres lugares; no quiere decir que los otros dos no estén, sino uno de ellos es tendencia. A estos tres espacios los nombrábamos así: la zona de actuación en presente, la zona de actuación que representa —que trabaja más ligada al “como si”, a una referencia que imita— y la zona de una actuación que a mí me gusta llamar poética, que es la actuación que se enrarece, que es ambigua, que implica una suerte de extrañamiento. 

Empecé a notar que, cuando hablábamos de representación, de “como si”, de mímesis, la gente empezaba a tomar posturas morales: “Ah, eso es lo que está mal”. No señor, no señora: ese es un lugar por el que puede pasar cualquier cuerpo que actúa. Es más, yo conozco cuerpos que me interesan mucho actoralmente y que, de pronto, hacen base en el campo más representativo para después despegar hasta zonas de enloquecimiento, extrañeza, belleza de otro tipo. Esos cuerpos a lo mejor entran tanteando el terreno desde un lugar más representativo, donde intentan instalar un presente e, instalado ese presente, despegar hacia un campo más poético. 

Entonces, estas tres zonas no solo trabajan en cada escena y película, sino que operan al interior de cada cuerpo que actúa, de cada actuación. Obviamente, a mí me va a interesar más esa zona de extrañamiento a la que pocas veces tenemos acceso, porque ya es muy difícil abandonar la representación. Fruto de lo que veníamos llamando programaciones, tal vez estamos más expuestos a lo representativo porque es el punto donde se puede habitar en la superficie, sin tocar las zonas más opacas.

En algún punto, es un escape.

Claro, donde a veces se consiguen niveles de mucha verosimilitud por oficio, pero que después implican que la actuación quede muy encerrada ahí. Es curioso. Ayer, en una clase de actuación, decíamos que —no lo digo como categoría filosófica, sino desde el sentido común—  no siempre lo que es muy real en lo cotidiano soporta ese tratamiento en la ficción. Desde este punto de vista, cuando algo es creíble no necesariamente es poético. Porque si no parecería que la actuación queda sujeta a un mandato de credibilidad (risas), lo que parece más propio de un político o de un médico. Una actuación que sea creíble. ¡No, yo necesito una actuación que sea poética, no que nada más sea creíble! Igualmente, sería genial tener médicos o políticos poéticos. Imaginate que vas a hacerte atender por un kinesiólogo y no tiene un hablar cursi, sino realmente poético, desprogramado.

Parias

Fenómenos artísticos no intencionales

Estoy cada vez admirado (y cada vez aprendo más) de lo que empiezo a llamar “fenómenos artísticos no intencionales”. Yo voy a lo de una persona que me corta el pelo. En el ámbito de las personas que cortan el pelo uno podría decir que hay mucha cosa kitsch, pero esta persona es muy discreta, muy medida, y por momentos despega hacia otros lados. Es un tipo que tiene unos deslizamientos hacia lo poético, hacia niveles de comentarios donde él no se autopercibe en relación a lo que transgrede de su rol. Otro ejemplo en el campo del audiovisual muchas veces aparece en documentales como Foto estudio Luisita, donde, más allá de la película, que para mí tiene muchos méritos, el personaje de Luisita —esta mujer que saca fotos— no se autopercibe como artista; es una laburante. La puesta en valor que hace la película permite que uno se diga “ah, mirá, acá hay una persona que es una artista que no se está percibiendo como tal”. Y creo que en lo cotidiano hay cantidad de fenómenos artísticos donde la gente que los protagoniza no se autopercibe como artista, pero tiene una potencia mayor a lo que hacemos algunos artistas. La actuación tiene algo para mirar ahí.

El otro día estaba volviendo de uno de estos viajes que hago a otras provincias, donde doy una charla, un taller o lo que sea, y fijate qué escena tan interesante: la azafata estaba por dar todas las indicaciones de seguridad para el vuelo, la mascarilla… esos gestos que tienen completamente coreografeados y diseñados. Resulta que, por audio, se escucha al piloto que dice: “Hoy despedimos a Mabel, que trabajó treinta años para la aerolínea y ya no va a volar más”. La mujer, mientras daba las coreografiadas instrucciones de seguridad sobre cómo ponerse la mascarilla o el cinturón, lloraba. Estaba muy conmovida, cosa que empezó a conmover a todos los pasajeros. Eso se transformó en una hermosa performance: ella no dejaba de hacer esos gestos mecánicos al tiempo que estaba completamente quebrada, pero el gesto mecánico la exponía en un lugar ambiguo, lleno de ternura. Cuando terminó de hacer todos los gestos, la gente la aplaudió. No durante, cuando el piloto dijo “hoy se va Mabel”, sino que la gente la esperó hasta que terminara de hacer todos esos gestos y la aplaudió después. Se configuró una escena muy espontánea, que después siguió y tuvo un correlato menos interesante con respecto a la contundencia del primero, pero cuando servía el café, el agüita, el sanguchito, la compañera de adelante la filmaba con su celular. La azafata que empujaba el carrito, en vez de ayudar, filmaba. Y la gente le agarraba las manos, le hacía comentarios. La situación era de un nivel de circulación afectiva preciosa, y yo decía “che, qué difícil una obra que construya esto”.

En la pandemia hice un seminario con la Martel. Y Lucrecia todo el tiempo traía esto: “Qué difícil construir este tipo de cuestiones”. Cómo la ficción, a veces hasta el documental, tiene inhibida la posibilidad no de representar ciertas situaciones, sino de hacerlas aparecer. Cómo hacer aparecer la riqueza de una singularidad sin representarla.

Es un tema, porque no solo se trata de construir esas condiciones de posibilidad en los términos en que estamos hablando, sino también de construir una percepción, una sensibilidad en las personas que están llevando a cabo el rodaje. Suele haber mucha desatención, mucha falta de escucha, en el oficio de hacer cine —donde vos quizá estás muy atento a la actuación y después tenés diez personas en rodaje usando el celular y a alguno se le dispara un sonido fuerte, cosas que generan una sensación de despreocupación total—, pero también es algo que pasa en clase. ¿Cómo construir un presente en clase, cuando ese tipo de momentos —donde opera esta sensibilidad— suelen ser los momentos más transformadores del oficio docente?

Primero, somos muy privilegiados de poder estar pensando estas cosas. Me parece una cosa hermosísima poder hacerlo. Luego, ya instalados en una zona en la que podemos hacerlo —porque hay gente que no lo puede ni pensar, y no porque sean “malos” sino porque es así, nada más, para no demonizar nada—, es interesante lo de cómo construir este tipo de percepción. Voy hacia lo mismo que decís vos pero pensándolo de otro modo. Tal vez, más que construir ese tipo de percepción, la percepción es algo que ya está. Solo hay que desalienarla o, tal vez, presentar una alternativa. 

En algún momento me gustaba pensar que los modos que impone el neoliberalismo son modos insensibles. Gracias al diálogo con otra gente, fui comprendiendo que se trata de otra sensibilidad. No es que hay una posibilidad de que los cuerpos no sean sensibles. Hay una posibilidad de que la sensibilidad esté descendida, inhibida, alienada, y hay una posibilidad de que se haya instalado —por los modos de existencia del neoliberalismo— una sensibilidad unívoca. Una sensibilidad condicionada, una sensibilidad hegemónica… canónica, o como la queramos llamar. Esto está bueno, porque mi pensamiento anterior era un poco más trágico, era considerar que había una insensibilidad y que había que construir una sensibilidad. Puede ser interesante, cuando se instala una sensibilidad única, absoluta, con aires de única opción, plantear la posibilidad de alternativas y de desalienación. Es un poquito más optimista…

Porque en la vida real puede ocurrir espontáneamente, como en el caso del avión.

Absolutamente. Incluso en lo que se podría suponer un contexto muy hostil para un desarrollo sensible. Sin embargo, tiene lugar. Lo que da el disparador, lo que da la chispa de combustión a todo esto, es un discurso que singulariza un cuerpo. Estoy seguro que el piloto lo único que quería era decirle algo lindo a su compañera que se iba, lo cual no es menor en una época en la que no circulan afectos que transgredan este tipo de situaciones. ¿Quién se la juega para decir algo acerca de otro, por más sencillo que sea, en una situación tan fuera de contexto? Este tipo se corrió un poco de algo para permitirse otra cosa. Instauró la salida de un anonimato. Ahí éramos todos anónimos y, de repente, dejamos de ser anónimos a partir de un cuerpo que se singularizó, que se dimensionó. No en términos de lo que podría rápidamente, si nos equivocamos, decir de nombre propio. Apareció algo más fuerte: apareció lo que no es propiedad de nadie. Algo de lo impropio, lo que borra fronteras, bordes, características fijas de la identidad, todo lo que trae la teoría de géneros acerca de lo fluido. Algo ahí se tornó fluido, impropio, no era de nadie y era de todes. 

Ese caso no instaló que nos la pusiéramos a mirar como un show, donde esta mujer era una cosa exhibida impúdicamente, pornográficamente, frente al resto. Ella era un poco nosotres, nosotres éramos un poco ella. Ocurrió algo que permitió otra puesta en circulación de lo que generalmente no circula. Yo soy el peor amigo en un avión: agarro el libro, me pongo los auriculares y no quiero saber nada con nadie, y no siento culpa por eso. En un taxi, un avión, un colectivo o un subte te encontrás con situaciones muy odiosas, entonces armás tu propio búnker para preservar algo de tu sensibilidad. Es como un ostracismo para un no ostracismo. Yo necesito después llegar a la sala de ensayo, al set o a la clase y no estar impermeabilizado por todo lo que puede generar ese cotidiano en uno.

Lo cierto es que este hombre logra que caiga el velo de algo. Algo que se multiplicó, porque, si bien ella podría parecer la protagonista de la película y nosotres quienes la aplaudían, la verdad es que no había una división tan clara entre público y espectáculo. De hecho, estábamos todos en el set avión. Si se quiere, todos y todas estábamos actuando.

Guillermo Cacace
Fotografía de Eva Coscia

6 Comments

  • Muchas gracias por este artículo. ¡Muy buena información!

  • Excelente Aporte! Mil gracias por compartir tan valiosa información.
    Saludos desde Colombia.

  • Muy interesante esta información sobre actuación. Gracias por compartir!

  • Un artículo muy completo, muchas gracias por compartir.

  • Gracias por compartir esta información. Saludos desde COL.

  • Gracias por compartir este contenido. Sin duda alguna muy útil.

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