Voy empezar con una confesión: antes de ver una película me embarga siempre el temor a no entender. Para mitigar ese temor —el temor a no saber ver o a no saber qué hay que ver— suelo leer algo que me oriente: una crítica, una sinopsis, un resumen. El temor no desaparece, pero al menos se atenúa un poco.
Aunque no es la única —tengo otras más argumentadas—, esa es una de las razones por las que no acuerdo en absoluto con la pésima consideración que tienen los spoilers. ¿Cómo es posible que tantas personas desprecien una información así de valiosa? Por lo demás, quiero creer que ese temor atañe a algunas inquietudes teóricas que me interesan especialmente y para las cuales no tengo respuestas definitivas. ¿Qué significa entender una película? Y de manera más general: ¿Qué significa ver una película? ¿Qué no debemos dejar de ver en una película?
Hice esta confesión vergonzante o vergonzosa porque estoy convencido de que Paisajes opacos. Sobre las nubes en el cine instala en sus lectores la certeza de que siempre vimos mal o, menos dramáticamente, de que no le prestamos la debida atención a un elemento al que, de ahora en más, no dejaremos de prestarle atención. Ese elemento —ustedes ya lo saben bien— es el cielo.
Llegué a una conclusión similar como autor de uno de los nueve ensayos que conforman Paisajes opacos. Cuando Álvaro Bretal me invitó a participar de este libro le propuse escribir sobre algunas películas argentinas en las que, como en ellas casi todo ocurre en exteriores, intuía vagamente que el cielo y las nubes tenían bastante importancia. Al rever esas películas, esta vez prestando atención a esos elementos, advertí que en ellas todo pasa por el cielo o, sin más, todo sucede en el cielo.
Al respecto, habría que decir que esa certeza que impone Paisajes opacos —hay que prestar mucha atención al cielo y a las nubes e incluso obsesionarse con ellos— se puede predicar de toda la realidad. Más allá del cine y de las películas, ¿no son el cielo y las nubes lo primero a lo que se le debe prestar atención? Quizá exagero, la ocasión por lo demás lo propicia y hasta me lo exige, pero el fin de semana pasado, mientras releía Paisajes opacos, noté que desde hace un tiempo un fenómeno que involucra protagónicamente a las nubes —o a su ausencia— acapara la atención de quienes seguimos las vicisitudes de la realidad nacional: la Argentina vive la peor sequía de los últimos 60 años. Del cielo depende, entonces, que alguna variable económica mejore o se derrumbe aún más.
Paisajes opacos se cierra con un texto de Ezequiel Iván Duarte sobre algunas películas de Béla Tarr. Ese texto, y entonces el libro, termina con una afirmación aciaga que quiero compartir con ustedes: “El encapotamiento de los cielos, el viraje hacia la noche definitiva, es entonces un fenómeno a la vez metafórico y fisiológico, un símbolo, pero un símbolo material: la materia sería la propia naturaleza en su devenir apocalíptico en el siglo XXI”. Algo similarmente funesto notifican dos versos del epígrafe de Lucrecio que eligió Miguel Savransky para su ensayo. Dice así: “Nos cubre horrible noche con su manto / Pende el terror encima de nosotros”.
Mencioné primero la sequía y luego la oración final de Paisajes opacos y los versos de Lucrecio porque en los tres se advierte esa polisemia de las nubes —el hecho de que pueden connotar esto y también lo otro— que es clave en este libro. En efecto, la presencia de nubes en el cielo puede ser una muy buena noticia, un indicio de que lloverá y la sequía llegará a su fin, o también, como en el texto de Duarte o los versos de Lucrecio, el preludio de lo peor: de la noche definitiva, de la horrible noche. Las nubes pueden ser objeto de temor, pero también objeto de deseo.
Si de algo se ocupa Paisajes opacos es de argumentar una y otra vez a favor de esa cualidad de las nubes. Se trata de una cualidad que, en el “Prólogo sombrío”, Álvaro confiesa que le comunicó una de las autoras de este libro, Milagros Porta, en un intercambio epistolar: “Ni las nubes ni la lluvia, ni en verdad cualquier otro elemento de la naturaleza, tienen en el cine una connotación inherente”. Aunque con otras palabras, esa misma idea aparece luego en el ensayo de Porta, en el que se lee: “Sería ingenuo asignarle un significado unívoco a una figura dinámica, múltiple y cambiante”.
El primer mérito de los nueve ensayos que conforman Paisajes opacos es la consciencia que todos tienen de ese dinamismo: de esa ausencia de un significado unívoco para las nubes. Como si la constante mutación formal que las caracteriza tuviera su contrapartida en la también constante mutación de cómo interpretamos su presencia o su ausencia. En efecto, si el libro se cierra con ese anuncio sombrío que se cifra en los cielos encapotados de Béla Tarr, el primero de los ensayos, el de Lucía Salas, se concentra en dos películas de John Ford en las que las nubes —las pocas que muy esporádicamente aparecen en la siempre soleada California— producen una pesadilla en la que “da igual dónde estén estos hombres: siempre estarán perdidos”, pero también una fantasía orientalista y utópica protagonizada por Shirley Temple.
El artículo de Milagros Porta que antes mencioné hace foco en varias películas del cinema novo en las que las nubes no están, como en esos otros ensayos de Paisajes opacos, relacionadas con la fantasía, la pesadilla o un futuro sombrío, sino con la vida y el deseo. “[Las] nubes son también un deseo”, se lee en la página 37. Esa misma relación entre cielo y deseo está en al menos otros dos ensayos de este libro. En el mío —disculparán la referencia personal— los cielos nublados son considerados como el trasunto atmosférico de las pasiones melodramáticas que embargan a los protagonistas de Pampa bárbara. Más adelante, esa relación figura en los meticulosos análisis que hace Miguel Muñoz Granica primero de The Searchers, de John Ford, y luego de algunos westerns de Budd Boetticher. Muñoz Garnica propone en su ensayo que en esas películas los héroes no están meramente enmarcados por el paisaje, sino que son el paisaje: se trata de “cowboys como tempestades”. El sol, los rayos, los truenos, la lluvia o el barro no son en estas películas de Ford o Boetticher correlato del deseo, sino que ya son el deseo. Se trata de deseos inconfesables que, sin embargo, laten en estos westerns tanto en los cuerpos de quienes los protagonizan como en las atmósferas tormentosas por las que esos cuerpos se extienden como una emanación afectiva que todo lo impregna.
Esa variabilidad de significados se asocia con otra idea fuerte que instala Paisajes opacos: la existencia de una íntima relación entre el cine y el cielo. Así, de manera tácita, este libro postula una pregunta que me resulta muy atractiva: ¿por qué no reescribir la historia del cine haciendo foco en su vínculo con el cielo y las nubes? En este sentido, así como Duarte refiere la existencia de un lazo que anuda fuertemente el estudio del cielo y el nacimiento del cine, Nuria Silva asegura en su ensayo que hay una directa relación entre la cinefilia y la contemplación de las nubes. En efecto, Silva asevera que, tal como ocurre cuando contemplamos las nubes, la cinefilia “se entrega al juego de deformar imágenes que desfilan ante su mirada y resulta, a su vez, deformada por ellas”. ¿Los cinéfilos estamos siempre, entonces, en las nubes? La imagen no me resulta descabellada, pero ¿qué significa estar en las nubes?
Desde Aristófanes en adelante —por poner una referencia más o menos conocida—, “estar en las nubes” no siempre significó una misma cosa. Una rápida búsqueda con Google —es decir, una búsqueda en la nube— permite saber que, en sentido metafórico, “estar en las nubes quiere decir estar distraído, pensando en alguna otra cosa”, y además que “estar por las nubes también quiere decir que algo es inalcanzable o por lo menos extremadamente difícil de conseguir”. En síntesis: pensar en otra cosa o aspirar a lo imposible. A ese significado doble de “estar en las nubes”, un significado doble que para mí es enteramente positivo, me remitieron en especial los ensayos de Federico Bianchetti, Héctor Oyarzún y Miguel Savransky.
Aunque trabajan con materiales diferentes, los tres aluden a diversas aventuras cinematográficas —me gusta llamarlas así— en las que el cielo y las nubes resultan ser lo inalcanzable que, no obstante, se alcanza. En esos materiales —entre otros, un cortometraje alemán de 1924, un corto de animación de Osamu Tezuka y un film experimental realizado por John Lennon y Yoko Ono— la cámara es un “privilegiado testigo”, para decirlo con Savransky, que finalmente accede a las nubes y se pasea entre ellas. Podría concluirse así que en esas películas el cine llega a su límite para descubrir que no tiene límites. Pero además, estos tres ensayos permiten advertir cómo el cine se hace cargo, muchas veces en sus entonaciones más secretas, de poner en obra una expresión que se suele usar para describir una experiencia dichosa: tocar el cielo con las manos. En esas películas la cámara toca el cielo y nosotros lo tocamos con ella. Y así, gracias al cine, estar en las nubes deja de ser una expresión metafórica para ser una realidad y, por lo tanto, algo muy concreto, para nada vaporoso. Más aún: podríamos considerar políticamente esas películas en relación con una frase célebre: “Tomar el cielo por asalto”.
Como todo buen libro sobre cine, Paisajes opacos no solo permite redescubrir películas que ya conocíamos y enseña cómo verlas mejor, sino que además instiga amablemente a que, más temprano que tarde, veamos muchas otras que hasta ahora desconocíamos. Y para hacerlo necesita revelarnos algo de esas películas: necesita persuadirnos con sofisticados y lúcidos spoilers.
Habría que decir entonces, y con esto finalizo, que Paisajes opacos nos invita a persistir en la cinefilia; lo que implica también decir, si acordamos con la afirmación de Silva que antes cité, que nos invita a seguir imaginando, deformando imágenes, mientras contemplamos la constante transformación de las nubes en el cielo.
Nota: Las fotografías de Lara Seijas y Julia Russo Martínez forman parte del libro Paisajes opacos. Sobre las nubes en el cine. Cada ejemplar incluye una foto-postal en su interior. Lxs autorxs de las nueve fotos seleccionadas son: Marco Catullo, Pablo Ceccarelli, Daniela Eliana Flores, Paula Fratton, María Aime Mouján, Clara Nerone, Lucila Rivas, Julia Russo Martínez y Lara Seijas.