El festival
Desde hace 37 años, a fines de junio, durante el lapso de 9 días, se lleva a cabo en Bologna, Italia, un festival de cine denominado Il Cinema Ritrovato. Este evento, organizado mayoritariamente por la Cineteca di Bologna, es una suerte de Meca, de lugar de peregrinación, para las personas muy aficionadas a ver cine (que algunos llaman “cinéfilos”, término que aquí preferimos evitar, al menos en su versión coloquial). En una de sus últimas películas prodigiosas, Nanni Moretti se lamenta de no haber estado oportunamente en Emilia-Romagna “donde hay centros para ancianos, hospitales que funcionan, estructuras, servicios y escuelas de baile” y, podríamos agregar, cinetecas… Es que esta región del norte de Italia, antiguo bastión del Partido Comunista, se caracteriza por su fuerte apoyo a la cultura pública, sin el cual un festival como Il Cinema Ritrovato, asentado en su capital —sede también de la más antigua de las universidades europeas— sería impensable. Arduo imaginar un evento (el festival) y unas prácticas (la restauración fílmica) más deficitarios de acuerdo a ecuaciones pecuniarias: la Cineteca di Bologna dedica sus días a la restauración y conservación de material fílmico (en criollo: a recuperar películas viejas) y, entre otras acciones, una vez al año lo pone a disposición del público de todas las edades, que se acerca a siete salas de exhibición y a la plaza principal de la ciudad (Piazza Maggiore, donde cada noche hay una función del ciclo “Sotto le stelle del cinema”) para acceder a la mayor cantidad de obras que su espíritu pueda asimilar. La programación de este año constó de 470 películas. Para quienes están acostumbrados a pastorear en las modestas retrospectivas de los festivales de cine tradicionales y son bendecidos con la oportunidad de visitar Il Cinema Ritrovato, probablemente la experiencia sea traumática. Es un antes y un después.
Geografía, accesibilidad y audiencias
Bologna es una ciudad relativamente pequeña, y la relación de salas de cine por habitante claramente supera la media de otras ciudades del mundo. Así es como en un radio de no más de diez cuadras se ubican los espacios en los que se desarrolla el festival, cuyo punto de encuentro, naturalmente, es la Cinemateca. Su modo de organización, así como su política de comunicación, parecen asentarse en la idea de que el evento ya es lo suficientemente conocido por los espectadores especializados (provenientes de todas partes del mundo) y por el público general (mayormente estudiantes y jubilados) que habita en Bologna. Esto significa que el festival no necesita persuadir a los espectadores para que concurran a las salas, puesto que estos se encuentran fidelizados antes del inicio del evento. A lo anterior contribuye no solo la tradición de casi cuatro décadas de funcionamiento, sino también el prestigio del que goza la Cineteca, baluarte de la ciudad junto con la Universidad. No hay muchos sitios en el mundo en los que un ciudadano medio, amante o no del cine, sepa de la existencia de una Cineteca en su localidad y, a su vez, entienda que la misma forma parte de su identidad cultural. Este contexto impacta en tres elementos que consideramos relevantes: el modo de acceso a las funciones, la selección de invitados y la programación.
Il Cinema Ritrovato es un festival que no vende entradas individuales sino abonos. Esto significa que si usted está de paso por Bologna y quiere ingresar a ver una de Hitchcock (por caso, Spellbound, 1945, programada en esta edición) lo más probable es que no logre hacerlo, salvo que sea favorecido por la política de puertas abiertas que, en ocasiones, los responsables de sala aplican cuando el recinto no se halla completo. El resultado de esta política es que el público del festival es un moderado enjambre de personas con una credencial colgando sobre su pecho, que se cruzarán y reconocerán mutuamente en múltiples oportunidades. Es una audiencia acostumbrada (a) y deseosa (de) acceder al cine en salas, por lo cual no hay distraídos, y algunas prácticas usuales en otros festivales aquí no corren: irse a la mitad de la función, hacer ruido, comentar la película durante la proyección.
En este marco, los invitados son algo más que un recurso de la diplomacia festivalera, de la regular y comprensible circulación de atenciones entre programadores, instituciones y artistas. Aquí, los convidados se encuentran involucrados en “Lecciones de cine”, “Conversaciones” y “Retrospectivas” y suelen hablarle a una audiencia especializada. Por ejemplo, en la edición que reseñamos, junto con figuras que atraen a la prensa y a algunos aficionados como Wim Wenders, Ruben Östlund o Joe Dante, en las funciones fue posible encontrarse con personajes como Silvia d’Amico —hija de la guionista italiana Suso Cecchi d’Amico, a quien se le dedicó una importante retrospectiva—, la que efectuó introducciones de cada una de las películas guionadas por su madre con gran pericia, conocimiento encarnado y placer por la precisión del dato histórico.
La programación
Antes de abordar el conjunto de películas, ciclos y realizadores que más nos interesaron del festival, vale la pena detenerse someramente en la programación y sus criterios. Efectivamente, como ya hemos señalado, Il Cinema Ritrovato es una de las vías (no la única) en que la Cineteca di Bologna muestra el fruto de sus labores de conservación y restauración. No obstante, la programación se compone de películas provenientes de diversos archivos, museos y cinematecas. Una de las pautas de inclusión en el programa suele ser la calidad de las copias. En la mayor parte de las funciones los presentadores se explayaron sobre los procesos de restauración, respecto del modo en que se obtuvo el material y los trabajos que fueron necesarios para que el público pueda volver a encontrarse con una calidad y formato de imagen y sonido muy similar a aquel al que accedieron los espectadores originales. Del universo de la restauración fílmica contemporánea el festival, lógicamente, privilegia, además de las propias, las películas patrocinadas por sus socios más insignes: The Film Foundation, Pathé y Gaumont. La vigilancia por la calidad de las copias —proyectadas principalmente en DCP 4K o en flamantes 35 mm— y sus consecuentes modos de visualización reinstalan una suerte de “aura” que se concreta en el acto de asistir a la sala. Aquella dimensión de la obra de arte que un medio asociado con la reproductibilidad técnica como el cine venía a derrumbar, a poco de cumplirse un siglo del archicitado ensayo de Benjamin, adquiere una segunda vida. Esto sucede justamente cuando el cine, en tanto acontecimiento público de participación física, masiva y popular, ya no existe. Hay algo entonces de reencuentro fetichista, propio de una convención de filatelistas o de numismáticos, que se plasma entre los sujetos que llevan una acreditación emplazada justo sobre la zona del corazón y que forman parte de la comunidad de espectadores del Cinema Ritrovato. Sin embargo, estos encantamientos fetichistas se desmaterializan cuando se apaga la luz y comienzan a proyectarse las películas.
La programación de la edición 2023 se organizó en tres grandes áreas: Il paradiso dei cinefili, La macchina del tempo y La macchina dello spazio.
Seguramente la primera fue la de más alto impacto por la cantidad, la variedad y el nivel de las películas que la compusieron. Dicha área estuvo monopolizada por las secciones dedicadas a tres figuras: el georgiano-hollywoodense Rouben Mamoulian, la ya citada Suso Cecchi d’Amico y Ana Magnani, una de las más famosas actrices del cine italiano. No obstante, siempre en la misma área, la sección Ritrovati e Restaurati, caballito de batalla del festival, curada por su propio director, Gian Luca Farinelli, es la que deparó más descubrimientos de diversa laya. En palabras de Farinelli, este programa compuesto por casi 90 películas “es un festival dentro del festival”. Desde los inicios del cine hasta el año 2006 (se proyectó Inland Empire, de David Lynch), la sección vislumbró maravillas de la historia del séptimo arte. A la estela del curador, como muestreo caprichoso, nombraremos solo una obra por década: The Coming of Angelo (D. W. Griffith, 1917), The Marriage Circle (Ernst Lubitsch, 1924), One Way Passage (Tay Garnett, 1932), The Suspect (Robert Siodmak, 1945), Le carrosse d’or (Jean Renoir, 1952), Paris brûle-t-il? (Rene Clément, 1966), Cross of Iron (Sam Pekinpah, 1977), Speriamo che sia Femmina (Mario Monicelli, 1986). La otra sección sobresaliente del área fue la dedicada a los años de formación del cineasta inglés Michael Powell, durante los primeros treinta, antes del inicio del tándem que formó con Emeric Pressburger. De las siete obras proyectadas, cuatro fueron copias recientemente remasterizadas por el British Film Institute. Las dos secciones restantes fueron “16 mm – Piccolo grande passo” y “Il Cinema Ritrovato Kids & Young”.
La segunda área, La macchina del tempo, estuvo integrada por las siguientes secciones: “Il secolo del cinema: 1903” (autohomenaje del festival a la muestra “Il primo grande anno del cinema” que Tom Gunning programó en 2003), “Cento anni fa: 1923”, “Il progetto Samama-Chikli” (materiales del archivo del pionero del cine tunesino), “Dive russe in Italia” (obras interpretadas por Diana Karenne, Berta Nelson, Thaïs Galitzky) y “Documenti e documentari”.
La tercera área, La macchina dello spazio, suele explorar filmografías poco difundidas de artistas de muy diversas latitudes. Las secciones se focalizaron en el realizador japonés Teinosuke Kinugasa, en la directora austriaca Elfi Mikesch (activa en Alemania desde los años sesenta), y en el cineasta suizo Leopold Lindtberg (cinco de los dieciocho largometrajes que filmó para la compañía vernácula Praesens-Film). La sección “Cinemalibero” es uno de los espacios fijos del festival orientados a la difusión de películas políticas, ignoradas por el canon, o provenientes de países del cosidetto “Tercer Mundo”. Por último, en “L’ultimissima risata: commedie tedesche dell’esilio, 1933-1937” se pudieron ver cinco comedias musicales habladas en alemán y rodadas en Austria, Hungría y Checoslovaquia.
La imagen insignia: Quién sabe? (Damiano Damiani, 1966)
Una fotografía con Gian Maria Volonté, Lou Castel, Martine Beswick y Klaus Kinski es el ícono que el festival eligió para 2023. La imagen refiere al film Quién sabe? (así, con la falta del primer signo de interrogación). Rodada en España con actores de múltiples nacionalidades, es un exponente virtuoso de la capacidad integradora del doblaje en el cine italiano. La obra dialoga con el spaghetti western, pero también lo desborda porque la puesta en escena de la violencia se encuentra siempre contenida y acotada a las necesidades del conflicto dramático, aposentado en la evidente atracción que el protagonista Chuncho (Volonté) siente hacia El niño (Castel). El relato se inscribe en la larga tradición de películas sobre la Revolución Mexicana, la que rápidamente fue cimentada por obras que excedieron, con mucho, las fronteras aztecas. Quién sabe? comparte la visión desoladora de la Revolución como un evento trágico y torrencial que primero la literatura (Los de abajo, Mariano Azuela, 1915; El águila y la serpiente, Luis Martín Guzmán, 1928) y después el cine (sobre todo Vámonos con Pancho Villa, Fernando de Fuentes, 1935) supieron instalar. La lucha de clases y la crueldad humana a cielo abierto son las cualidades que adquiere la Revolución o “la bola”, tal como la bautizaron los mexicanos, por la forma imparable de ese remolino social que arrasaba con todo lo que encontraba a su paso. Ese aspecto irracional que acompaña al evento político es el que decide representar Damiani, expresando así el sinsentido de las acciones de los personajes cuando estos, uno a uno, empiezan a caer por los motivos más inesperados o ilógicos. “¿Quién sabe?” es lo que responde Chuncho cuando el último moribundo le inquiere por la razón de sus actos.
La estrella: Rouben Mamoulian
La retrospectiva, precedida por el documental-entrevista “ritrovato” de André Labarthe (Rouben Mamoulian, Lost and Found, 2016), fue uno de los ejes del festival. De origen armenio y formado en los teatros de Moscú, París y Londres, el realizador eligió como destino Broadway, Hollywood y la cultura popular norteamericana. A esa paradoja se le suma el hecho de que este conocedor de las innovaciones del lenguaje cinematográfico de maestros del mudo como Sergei Eisenstein y Alexander Dovzhenko —ver por ejemplo los fundidos encadenados de campos cultivados, vacas y caballos que recuerdan La tierra (1930) en We Live Again (1934)— devino inmediatamente un maestro de la técnica en el cine sonoro.
Desde su primera película, Applause (1929), utiliza, contra la voluntad de los productores, virtuosos movimientos de cámara y sobreimpresiones, y en Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1931) emplea, quizá por primera vez, un travelling subjetivo, del que Jerry Lewis tomará debida nota treinta años más tarde para The Nutty Professor (1963).
Mamoulian, esteta y formalista, innovador de la técnica cinematográfica, consigue en su cuarta película, Love Me Tonight (1932), una obra maestra en la utilización del sonido a solo tres años de la aparición del sonoro. Retomando, a pedido de su productor Adolph Zukor, a la pareja de Maurice Chevalier y Jeanette MacDonald de los films The Love Parade (1929) y One Hour with You (1932) de Ernst Lubitsch (otro de los homenajeados en el festival), Mamoulian produce una obra sorprendente, una comedia musical exquisita y absurda de una ligereza y gracia incomparables, cercana al propio Lubitsch y al McCarey de los treinta, muy lejos de las tan celebradas ñoñerías de René Clair. El comienzo de la película, una pequeña sinfonía urbana de ruidos del despertar de una gran ciudad (París), dirigida por Mamoulian metrónomo en mano, debería bastar para apreciar la diferencia con la lentitud, la pacatería y la falta de fantasía de películas más reconocidas del francés antes mencionado como Sous les toits de Paris (1930) o Quatorze Juillet (1933), transitadísimas por los cineclubes argentinos en el tiempo en que el Servicio Cultural de la Embajada de Francia prestaba copias en 16 mm.
El virtuosismo con el que se mezclan las canciones con los recursos visuales (cámara lenta, cámara rápida, zoom, pantalla dividida, etcétera), sumados a la maestría del montaje y a la elegancia de los actores, nos hacen olvidar de que se trata de una comedia musical en la que nunca se danza. El baile quedará para su última película Silk Stockings (1957), remake de Ninotchka (1939), Lubitsch otra vez, y reencuentro de Cyd Charisse y Fred Astaire luego de The Band Wagon (Vincente Minnelli, 1953), de la cual se cita el famoso baile-caminata en un artificial Central Park. En su último film, Mamoulian traduce el enamoramiento de la burócrata soviética con el capitalismo (encarnado en París y en el chanta interpretado por Astaire), convirtiendo en danza (Charisse) lo que era gesto facial (Garbo). En la escena medular de la película, la camarada se encierra en su habitación de hotel, clausura puertas y ventanas, voltea el observante retrato de Lenin y comienza, danza mediante, una lenta mutación de ropajes (que incluye, lógicamente, medias de seda) para engalanarse en los atavíos del sistema que había viajado a combatir.
La gracia, la invención constante de la puesta en escena, hacen que nos desinteresemos de la progresión dramática de la acción y de los personajes y que sigamos una fascinante coreografía en la que se pasa de una escena a otra como de una pompa de jabón que se disuelve en otra del otro lado del espejo. Este sabotaje del guion de hierro, de las reacciones conductistas de causa y efecto, es otro de los rasgos distintivos del cine del oriundo de Armenia.
En City Streets (1931), Mamoulian hace evolucionar a sus protagonistas (Gary Cooper y Sylvia Sidney) en un ambiente de corrupción y violencia sin que en ningún momento se contaminen ni pierdan su inocencia, contradiciendo las reglas de un género que suele mostrar una complacencia incómoda con los hampones y los gánsteres.
Queen Christina (1933), film favorito de Greta Garbo, es otra de las grandes películas de Mamoulian, a la vez film de estrella y film de autor, film histórico y film intimista. La heroína Christina de Suecia se debate entre la búsqueda de la independencia en su vida privada y el deber al que la obliga su cargo. La materia romántica se desarrolla en el marco histórico de manera contenida y sutil, alejando a la obra de los melodramas al uso en los años treinta. El conflicto entre el amor y el deber, entre lo público y lo privado, se resuelve por la desaparición de la heroína, que anticipa el destino de la propia actriz, Greta Garbo. Tanto el personaje como la actriz que la interpreta comparten una insatisfacción que solo es posible resolver mediante la desaparición, inmortalizada en el impasible rostro-mascarón de proa de la Garbo en el plano final de la película. La oscilación entre lo propio de la actriz y el personaje anticipa en veinte años el advenimiento de la modernidad rosselliniana, con su actriz Ingrid Bergman, célebre estrella del firmamento hollywoodense, deambulando desasosegada por las laderas escarpadas de Stromboli.
Rouben Mamoulian, cineasta que pareciera nunca haberse repetido, que abandonó una enorme cantidad de proyectos por no sacrificar nada de su libertad creativa, realizó apenas quince largometrajes, cifra muy escasa para un director hollywoodense de la época. Su retiro prematuro en 1957, que pareciera replicar el de la reina Christina, deja algunas evidencias: una inventiva formal tanto sonora como visual superlativa y una discreción y sobriedad clásicas, envueltas en un gran misterio que quizá esta retrospectiva haya comenzado a desvelar.
La importancia de llamarse Ernst Lubitsch
En la sección Ritrovati e Restaurati se proyectaron The Marriage Circle (1924) y Lady Windermere’s Fan (1925), películas realizadas por Lubitsch para la Warner Bros. durante el período mudo norteamericano, que constituye una de las etapas más interesantes y menos conocidas de la trayectoria del cineasta berlinés. A diferencia de sus películas alemanas, de gran carga de caricatura e ironía, las películas del período Warner —las mencionadas y otras como Three Women (1924) y So This Is Paris (1926)— tienen una ligereza y una invención visual, apoyada en la sutileza de las interpretaciones y en la utilización genial del espacio y los objetos, que serán la marca de estilo de la época dorada de Lubitsch en la Paramount.
En The Marriage Circle, Lubitsch toma la lección del melodrama sofisticado del Chaplin de A Woman of Paris (1923) —también proyectada en el ciclo, con el actor Adolphe Menjou como nexo— y le suma las insidias sexuales y los inmoralismos ligeros de las foolish wives de Erich von Stroheim y del Erotikon (1920) de Mauritz Stiller. Se diferencia de las otras grandes comedias de la época, las de Cecil B. DeMille con Gloria Swanson, por carecer de cualquier contenido social o moral.
El universo de Lubitsch está hecho de artificios y convenciones, de máscaras y de apariencias. En su mundo no hay pobres o quienes se reconozcan como tales (para esto habrá que esperar hasta The Shop Around the Corner, 1940, al final de su carrera), solo ricos o estafadores que roban a los ricos. Tampoco hay brutos o ignorantes. Este cosmos de cinismos y mentiras llega a una de sus máximas expresiones en Lady Windermere’s Fan, que logra la proeza de transformar en un artefacto visual la obra de Oscar Wilde, llena de diálogos ácidos y piruetas verbales. Lubitsch casi no utiliza intertítulos para contar esta tragicomedia de las apariencias en la que una sociedad ordenada en base a impostaciones y falsedades se conmociona por el amor de una madre (como en Three Women) que altera por un momento la interminable rueda de mentiras y superficialidad. Esta emoción perturba el orden social y, solo un momento, el de su exhibición, pero el amor es fugaz, incluso el de una madre, y decanta en melancolía (Ophüls está cerca). Lubitsch desconfía de la emoción prolongada y evita el melodrama, porque prefiere la ligereza y elige la gracia. Con este vaudeville a la francesa, en el que todos los hombres son cobardes y todas las mujeres astutas, logra una obra cinematográfica única, una sinfonía de miradas en la que describe un universo donde reina la calumnia, se juzga por las apariencias y los personajes solo ven lo que quieren ver. La verdad de la puesta en escena de Lubitsch restituye para el espectador cinematográfico la realidad de esas falsas apariencias.
Este poco conocido pasaje lubitschiano por la Warner se revela como un eslabón fundamental de la comedia cinematográfica en la que se enlazan los logros de Chaplin, Stroheim y DeMille con los herederos del maestro berlinés, tanto en su vertiente cínica y caricaturesca (Billy Wilder) como en aquellos que tomaron sus lecciones de sutileza y elegancia para reelaborarlas, como Preminger y Mankiewicz.
El cupo surrealista: Amok (Fédor Ozep, 1934)
La proyección de la copia restaurada de Amok permitió apreciar una perla del extraordinario cine francés de los años treinta, continente reducido a unos pocos nombres (Vigo, Renoir) por la generación parricida de críticos-cineastas de los cincuenta que buscaba su lugar bajo el sol desacreditando a los maestros de las décadas anteriores. Cineastas como Jean Grémillon, Raymond Bernard, Albert Valentin, Yves Mirande o Sacha Guitry siguen siendo mayormente ignorados, mientras que Autant-Lara o Julien Duvivier son recordados por las críticas que le dirigieran sus secretos admiradores —comparar, por ejemplo, Le Dernier Métro (1980) de Truffaut con La traversée de Paris (1956) de Autant-Lara o cualquier Duvivier con algún Chabrol. Por cierto, del primero se proyectó una versión restaurada de La Femme d’à côté (1981) en el ciclo de cine bajo las estrellas, y estos cronistas fueron testigos de la mala pasada que el tiempo le ha jugado al buen François: su puesta en escena envejece más rápido que su narrativa, y resulta difícil de digerir el modo gratuito en que intercala picados y contrapicados, la vacilación en las duraciones de los planos y el subrayado insidioso de las miradas furtivas entre los protagonistas—.
Fédor Ozep, cineasta ruso, codirector del serial Miss Mend (1926) con el gran Boris Barnet y colaborador habitual de Pudovkin, al emigrar a Francia realiza sus mejores films: Mirages de Paris (1933), La Dame de Pique (1931) y Amok, adaptación de la novela del entonces célebre Stefan Zweig, historia de pasión, de locura y de muerte.
En una selva construida en los estudios de Joinville por el escenógrafo Lazare Meerson (junto a Alexandre Trauner figuras estelares del “diseño de producción” francés) y fotografiada en tonos grises sin contrastes por Curt Courant, Ozep instala a un grupo de europeos ociosos como en una burbuja en la jungla malaya. Desde la primera escena de diez minutos, la cámara sinuosa de Ozep nos indica esta situación de extrapolación sin que siquiera se diga una palabra, el clima prevaleciendo por sobre la situación (atmosphère, atmosphère, pedía Arletty), lo que es una característica central del cine francés de los treinta. Esta escena pareciera ser la referencia de una primera escena mucho más famosa, la de The Letter (1940) de William Wyler, con Bette Davis. Paradójicamente el modelo de Wyler es la primera versión de The Letter (1929), recientemente ritrovata, filmada en Hollywood por el exiliado francés Jean de Limur, con la malograda Jeanne Eagels.
Los exiliados europeos de la película de Ozep, extraviados en un país extraño, acosados por las lluvias, el alcohol y las drogas, se autodestruyen en una danza en la que el elemento más destructivo es el orgullo, lo que, sumado a la interpretación tipo kabuki de la actriz Marcelle Chantal, no deja de recordar a las tragedias del amor propio de Robert Bresson como Les Dames du Bois de Boulogne (1945).
La puesta en escena febril de Ozep encuentra su encarnación en el protagonista masculino Jean Yonnel (de origen rumano, brillante exponente de la comédie-française que incursionó en el cine), en una alucinada interpretación del amok, la locura tropical, que esconde una sutil línea de masoquismo y que es uno de los hilos dorados de la película, destacado por el director con travellings que muestran la alienación y sufrimiento del personaje, anticipando los movimientos de cámara “mentales” de Alain Resnais o de otro Alain, Robbe-Grillet.
Amok, película desesperada, de amor (propio), insania y extravío, realizada por un cineasta malicioso y secreto, es apenas una joya más del cine francés de los treinta, ese continente aún inexplorado.
El policial: Classe tous risques (Claude Sautet, 1960)
Claude Sautet, antes de convertirse en el renovador de la qualité française con obras centradas en la observación casi sociológica de la burguesía como César et Rosalie (1972), Mado (1976) y Les Choses de la Vie (1970), había ensayado un movimiento similar de continuación-renovación con el género policial francés (el polar) en dos de sus obras iniciales: Classe tous risques (algo así como “A todo riesgo”) y L’Arme à gauche (1965).
En Classe tous risques, Sautet, retomando la posta de Jacques Becker —de quien había sido asistente en Le Trou (1960)—, adapta una novela de José Giovanni, moviéndose en perfecto equilibrio entre el noir, la acción y el análisis psicológico para contar la historia de un gangster (Lino Ventura) que oscila entre el caos (es perseguido por la policía) y una paradojal normalidad (debe cuidar a sus hijos mientras huye). Su soledad final lo emparenta con los personajes de Jean-Pierre Melville. El coprotagonista es Jean-Paul Belmondo, en una clave interpretativa similar a la de À bout de souffle (Jean-Luc Godard, 1960), su consagración, estrenada días antes que la película de Sautet y de registro muy diferente al de sus films precedentes con Marc Allégret o Marcel Carné.
El estilo de Sautet es preciso, riguroso, seco, con una fotografía sin efectos. Tanto el relato como los movimientos de cámara le interesan solo como posibilidad de acercarse concretamente a los personajes. Pero Sautet, discípulo declarado del naturalismo de Becker, lo es también de Jean Renoir, porque sabe que el realismo es también ilusorio, empezando por la representación cinematográfica del tiempo. Traducir la realidad y especialmente la temporal es un elemento del cine de Sautet de estirpe renoiriana que se manifiesta en su signatura: en las retroproyecciones de sus escenas de autos, la ilusión realista se cae a pedazos.
Claude Sautet —identificado en estas pampas, quizá, por su tardía Un cœur en hiver (1992)—, conservador-renovador, naturalista artificioso, es otro eslabón de la cadena que la línea crítica oficial soslayó (como a Henri Decoin, como a Gilles Grangier) y que vale la pena revisitar.
Dos pre-code: One Way Passage (Tay Garnett, 1932) y Man’s Castle (Frank Borzage, 1933)
En “Ritrovati e Restaurati” se proyectaron dos pre-code que permiten apreciar algunas características de un período de gran invención formal y desparpajo. One Way Passage (1932) de Tay Garnett demuestra que es posible hacer una obra trágica sin dejar de encadenar gags, a la manera de Raoul Walsh, siendo la libertad y la deriva permanentes los principios rectores de la puesta en escena. La historia de dos condenados (él, William Powell, condenado a muerte; ella, Kay Francis, tísica) que toman tragos despreocupadamente a bordo de un trasatlántico se sostiene en los dos actores (en su sexto y último film juntos) que logran mantener en todo momento el difícil equilibrio entre un romanticismo desesperado y la frivolidad de la comedia elegante. Garnett, que realizó lo mejor de su obra en estos fabulosos años treinta —China Seas (1935), Love is News (1937)—, es reconocido por su versión de The Postman Always Rings Twice (1940) ¡para la Metro, con Lana Turner inmaculada de blanco, interpretando a Cora! One Way Passage fue un éxito, e incluso tuvo una remake en los años cuarenta, pero permaneció como una obra difícil de ver hasta hoy.
Man’s Castle es una prueba más del talento de Frank Borzage, que a diferencia de Garnett tiene una trayectoria que se extiende desde el mudo hasta comienzos de los años sesenta con singular consistencia.
Esta película, uno de sus grandes films de la década de los treinta —en la que filmó Liliom (1930), A Farewell to Arms (1932), Little Man, What Now? (1934) y Desire (1936), entre otras— es un raro, extraordinario melodrama proletario, una tentativa de ofrecer una imagen realista de la Norteamérica del crack económico del 29 y al mismo tiempo hacer una descripción de gran sensibilidad y finura de los sentimientos de sus personajes. Para Borzage, siempre la plenitud se logra con el descubrimiento del amor. La pareja de enamorados (Spencer Tracy-Loretta Young) logra una alquimia que articula una descripción precisa de las condiciones de existencia de los marginados con un romanticismo más grande que la vida. La película anticipa en muchos aspectos My Man Godfrey (1936) de Gregory La Cava, y su atmósfera se asemeja a la de los films franceses de comienzos de los treinta (la ambientación portuaria, los barrios bajos, los personajes románticos a la deriva), pero se diferencia en que los protagonistas, individualistas al borde de la anarquía, confían ciegamente en sus sentimientos, armados de lirismo, humor y poesía. La osadía con que el film transgrede todas las interdicciones (fue estrenado seis meses antes de la entrada en vigencia del Código Hays), la elegancia de la puesta en escena, la gracia de los actores, lo explosivo de los diálogos, hacen que Man’s Castle forme parte de ese nutrido grupo de películas que ya apenas en los comienzos del cine sonoro parecían conocer a fondo la clave de todos sus secretos.
Parte de la religión: Black Narcissus (Michael Powell y Emeric Pressburger, 1947)
En la recta final del festival se proyectó en la Piazza Maggiore Black Narcissus, en una copia recientemente restaurada por el British Film Institute. Este auténtico melodrama sororo (acepción literal del término) en Technicolor es uno de los exponentes más notables de los imaginarios orientalistas que el cine es capaz de producir, en este caso, el inglés respecto de la India, una de las colonias británicas en proceso de independencia justamente el mismo año del estreno del film.
Sin embargo, la película, rodada íntegramente en los estudios Pinewood y con la pictórica fotografía de Jack Cardiff, no tiene intención alguna de remitir a la situación geopolítica, sino de radiografiar la implosión y lo irreprimible del deseo erótico de un grupo de monjas anglicanas injertadas en un palacio emplazado en el Himalaya. Como corresponde con la tradición del melodrama, la puesta en escena de Powell se construye a partir de la rigidez marmórea de los cuerpos y los gestos de las preladas (inolvidables Deborah Kerr, Jean Simmons y, sobre todo, la abismada Flora Robson) que contrastan con la efervescencia de su deseo, expresada a través de la excitación de las pupilas. Los fenómenos climáticos y la impiedad de la naturaleza se articulan con las superficies lustrosas del torso y los muslos de Mr. Dean (David Farrar) para generar excesos pasionales que, prescripción religiosa mediante, devienen locura en Sister Philippa. Aparentemente Margaret Rumer Godden, autora del libro original, prefería la espiritualidad de la adaptación cinematográfica que Jean Renoir había realizado de su otra novela sobre la India (The River, 1951) frente al desborde melodramático de Powell y Pressburger.
Coda
Hacerle justicia a este festival hubiese significado un artículo del triple de extensión. Hemos descuidado secciones enteras y, lo que es peor, apenas mencionamos películas de origen italiano —se presentaron copias restauradas de maravillas como Banditi a Orgosolo (Vittorio de Seta, 1961), Risate di gioia (Mario Monicelli, 1960) y también obras más secretas como La contessa azzurra (Claudio Gora, 1960)—, lo que podría interpretarse como un agravio hacia el país anfitrión. Nada más lejos de nuestras intenciones. Toda selección tiene algo de capricho, aunque se ensayen criterios justificatorios. Si algo puede esperarse de las líneas precedentes es que el recorrido trazado funcione como disparador para que los eventuales lectores activen ciertas descargas de Internet o, con algo de utópica ambición, para que algún gestor cultural inspirado copie el modelo boloñés y funde un festival similar en nuestras tierras. Aunque con la instauración definitiva de una cinemateca nacional también nos conformaríamos.
Muchas gracias por el artículo. Vi algunas de esas películas. La que mayor huella me dejó fue ‘El harpa birmana’film japonés ambientado en la segunda guerra mundial que no puede verse sin una caja de pañuelos de papel. Hacer llorar a la audiencia no está al alcance de todos.