Recién a los once minutos de cinta, cuando se ve el primer plano de las uñas de Marianela, dejé de pensar que por distraída debí haberme perdido la placa, que seguro había aparecido, anunciando que la acción transcurre en la década del setenta. Con un color en los índices, otro en los anulares y un diseño elaboradísimo en los dedos mayores, esas uñas están en contradicción no solo con el look setentoso de Marianela, sino también con el amoblamiento, la iluminación y la desinformatización del banco en el que trabaja. El plano de las uñas introduce la posibilidad de que el primer conflicto de la película —el banco no puede aceptar el depósito de un cheque porque la firma coincide con la de un cliente, que no es quien firma el cheque— no sea leído tanto como una aburrida cuestión burocrática y pase a convertirse en un asunto ridículo y cómico por la rusticidad de los recursos con los que se afronta. Marianela termina llamando por teléfono fijo al cliente en cuestión, deja un mensaje en el contestador y cuando corta se lamenta porque va a tener que seguir insistiendo.
La anécdota de la que parte Los delincuentes coincide con el nudo dramático de Apenas un delincuente (1949), de Hugo Fregonese: un empleado bancario calcula que le conviene cumplir la condena por abusar de la confianza que se le tiene en la entidad en que trabaja, con la expectativa de cambiar de vida una vez afuera de la cárcel. Quizás esto sea todo lo que hay en común entre las dos películas —además, claro, del nombre del personaje principal—. El Morán de Fregonese roba una suma estrafalaria y pretende con su movida astuta coronarse como un capo, un genio, uno que la supo ver. Quiere distinguirse de los demás, a los que considera inferiores por no tener su astucia. En la película de Moreno, en cambio, ni Morán ni nadie se arroga estar por encima de lxs demás. En todo caso, si hay un tonto acá es la institución bancaria, que exhibe su fragilidad al sentirse burlada por Morán y despliega, después del robo, unas medidas de seguridad tan infantiles como realistas: la investigación privada e intramuros de un hecho ya esclarecido, la persecución psicológica del personal, algunos recortes de sueldo y hasta la desvinculación de un empleado, todo comandado nada más y nada menos que por una contadora que trabaja para una aseguradora. Infantiles por lo estúpidas, innecesarias e infructuosas; realistas porque es lo que cabe esperar del autoritarismo empresario. El Morán de Los delincuentes decide, una vez cometido el robo, involucrar a otro colega mediante una extorsión que puede también ser leída como un gesto de generosidad. Los dos, de distintas formas, terminan cumpliendo una pena. Morán se hace cargo del delito y paga con la cárcel. Román paga primero con el remordimiento y después convirtiéndose, aunque sea por un tiempo breve, en “un pobre tipo”, como lo definirá Norma.
En el universo de Los delincuentes nada parece ser único en su género. Hay una serie tanto de duplicaciones —¿o multiplicaciones?— como de oposiciones que atraviesa toda la película. Entre las duplicaciones están la pizzería y el drugstore Imperio; el niño pidiendo tres vasos de agua seguidos y Román tomando tres vasos de vodka al hilo en una barra; el ritmo de la percusión en la clase de música de la mujer de Román y la música creada por Román sellando recibos en el banco; el hecho de que Norma puede enamorarse más de una vez y más de una persona puede enamorarse de Norma. Este juego de iteraciones y leves modificaciones hace que la libertad, que Morán tanto anhela, aparezca diseminada en muchos lugares, personas o situaciones, sin que en ninguna de sus apariciones alcance una forma plena.
El afuera, ya sea en la ciudad o en la naturaleza, se opone claramente al banco o la cárcel. Las primeras tomas muestran el sol del amanecer entrando por la persiana, el té en casa, el café en un bar, las calles del centro, unos pájaros y algunas cúpulas bellamente retratadas. Todo eso se corta abruptamente para dar lugar al silencio y la oscuridad del depósito del banco. Por su parte, ese encierro y rigidez coincidirán más tarde con los de la cárcel. No es solo una cuestión fisionómica de los espacios, sino que además las reglas que rigen el funcionamiento de cada uno de ellos rozan paralelamente la ilegalidad. La analogía un tanto barata entre el trabajo y la cárcel es subrayada por el parecido (ambos interpretados por el mismo actor) entre el gerente del banco Del Toro y Garrincha, el capo mafioso entre los presidiarios a quien Morán se ve forzado a pagarle un “seguro social”. Pero la analogía, señalada y subrayada, está también refutada. A pesar de la similitud física y funcional entre ambos, Del Toro, aun con la autoridad con que lo inviste su puesto, no deja de ser un tipo mediocre, mientras que Garrincha, aun privado de su libertad, es un individuo de características destacables. Mientras las máximas de Del Toro son fácilmente rebatidas por sus empleados, todo lo que dice Garrincha es inmediatamente legitimado no tanto por la posición de poder que supo ganarse entre los presos como por la fuerza misma de las verdades que expresa. Garrincha, que cobra sus coimas por transferencia, tiene una fineza de la que Del Toro —que se ridiculiza cada vez que la va de canchero— carece.
Cuando Garrincha le dice a Morán que afuera “todo el mundo está pendiente del telefonito, el mensajito, la fotito” revela algo que excede al universo presidiario, y es que mientras “toda la gente se cree que es libre”, vive presa de la pantallita. Como contrapunto a este enunciado de Garrincha, aparece la fascinación de Ramón por el cine. Ramón es uno de esos personajes cuyos nombres están en constelación solidaria junto a Morán, Román, Norma y Morna(1). En el picnic que algunxs de ellxs comparten en las sierras se deja ver un ejemplar de la revista Namor. Si comparten algo más que las letras que componen sus nombres, es que no están tan presos de los ámbitos de encierro que aparecen en la película. Ramón trabaja en el banco, pero su vida privada es un entorno lleno de amor y arte. Podría pensarse que quizás porque su cotidianeidad ya se encontraba en las antípodas de la rutina del bancario es que Morán lo designa como cómplice. Morán trabaja en el banco y encima pasa años en la cárcel, pero sus actos son siempre soberanos. Sin ir más lejos, decide sin ataduras cuándo convertirse en no fumador y se siente libre de volver a fumar cuando desea hacerlo. Los otros tres tienen una conexión con la naturaleza y con el arte —bajo la forma de la filmación de películas— que ejerce un efecto magnético sobre Morán y Román. A pesar de eso, pero no en detrimento suyo, Norma, el personaje que mejor llegamos a conocer de los tres, muestra la hilacha en al menos dos ocasiones, dando cuenta de que incluso con su vida bohemia detenta valores típicos de pequeñoburguesa. Una, cuando lanza su veredicto contra Ramón, mencionado más arriba. La otra cuando, en una actitud defensiva, le aclara a Morán que, aunque no parezca, ella también necesita trabajar para vivir.
El razonamiento es rebuscado, pero podría pensarse que el personaje de Garrincha es un guiño a la vez futbolístico y cinematográfico. El artículo de Wikipedia en español sobre el Garrincha histórico lo describe así: “Adorado por el público brasileño, debido a su inocencia, su actitud despreocupada y su capacidad para divertirse haciendo el ridículo a los jugadores contrarios, Garrincha era conocido como la Alegría del Pueblo. Djalma Santos, su compañero de equipo en Brasil, declaró: ‘Tenía un espíritu infantil. Garrincha era la respuesta del fútbol a Charlie Chaplin’”. Además de esta asociación con Chaplin por su estilo irreverente, puede pensarse que algo une las piernas torcidas del Garrincha histórico con el gracioso caminar chaplinesco, de manera que la similitud sería doble. Si, por más que suene rebuscado, este razonamiento fuera pertinente, el personaje de Garrincha, que en la película solo existe tras las rejas, tendría algo de la libertad de quien vive lejos de la pantallita esclavizante del celular, pero en vínculo con la gran pantalla.
El final quizás sea lo más fascinante de la película. Aunque son muy distintas, consideradas desde el punto de vista de sus finales, Los delincuentes podría ser una prima hermana de El tesoro de Corneliu Porumboiu. En los dos casos queda perplejo el espectador que le exige al cine que se comporte como una instancia de realización de sus expectativas materiales más inmediatas, tanto si ello supone la explicitación de la moraleja de que la ley debe ser respetada —como en la película de Fregonese— como si exige la representación en la pantalla de aquellos deseos que no nos atrevemos a llevar a cabo en la vida real —tomar el dinero robado y concretar el plan que motivó el robo en primer lugar—.
Notas
1 Es lindo el juego anagramático que Moreno hace con el nombre que toma para su protagonista de la película de Fregonese. Observar que una de las películas anteriores del director se titula Reimon, en referencia a su personaje protagónico, y que el mismo Moreno casi podría incluirse como un nombre más de esta serie, son las cosas que a una la vuelven supersticiosa.