El texto “¿Para quién son los festivales de cine?”, fue publicado originalmente en el volumen 6 de World Records Journal (ed. Jason Fox), bajo el título “Who Are Film Festivals For?”. Puede encontrarse acá. La traducción fue realizada dentro del marco del Máster de Comisariado de Elías Querejeta Zine Eskola (EQZE). Agradecemos al autor su permiso para traducirlo y publicarlo en Taipei.
Traducción: Iván Bustinduy
De modo que en lo que usted me comenta debe haber algo más que un deseo de mostrar mi trabajo. Y abre su segundo párrafo con una guía concisa de lo que ese “algo” es cuando dice: “Es todo por amor y honor, y no hay ningún tipo de dinero de por medio…”
Hollis Frampton, carta a Donald Richie, 7 de enero de 1973
El correo dice: “¡Fuiste aceptado!”. Como todo cineasta independiente sabe, ser aceptado es la excepción. La escasez de espacio para películas en un festival garantiza un significante número de rechazos, lo que pone en evidencia la lógica de oferta y demanda con la que funcionan estas organizaciones. Esto se naturalizó como una relación de poder asimétrica que, como dice la carta de Frampton, permite a los festivales solicitar la participación de los cineastas por “amor y honor”, más que por alguna forma tangible de remuneración. El modelo económico que subyace a la mayoría de los festivales funciona como un mercado de futuros, ya que una selección implica la promesa tácita de recibir prestigio, prensa o distribución gracias a la exposición que el festival ofrece. Pero es probable que el dinero que pasa de mano en mano en este evento nunca llegue a la persona que aporta la película.
Esto obliga a preguntarse: ¿para quién son los festivales de cine?
Desde un punto de vista laboral, los mayores contribuyentes en ingresos y prestigio para los festivales de cine son los propios cineastas. Sus productos justifican la publicidad, el patrocinio, las subvenciones y las donaciones que hacen que los festivales sigan adelante. La participación de los realizadores, a través de eventos promocionales y encuentros con el público (en sí mismos, formas de trabajo inmateriales), enriquece la percepción pública de un festival de cine. E incluso, en este momento marcado por una ostensible saturación de películas y falta de atención, los festivales y sus diversos agentes fueron los mayores beneficiarios del excelente producido por estas proyecciones basadas en eventos(1). Los ingresos, junto con el prestigio, se dispararon en los últimos veinte años en los principales festivales de cine documental y paralelos, pero solo hubo unos pocos intentos de compartir el poder con los cineastas en forma de remuneración(2).
Este ensayo indaga qué se podría hacer para corregir este desequilibrio. En las conversaciones que ilustran este texto surgen propuestas y estrategias aplicables que tienen en cuenta las realidades económicas a las que se enfrentan muchos cineastas una vez finalizadas las fiestas y las proyecciones. Evitando conclusiones fatalistas que aceptan la derrota o exigen la no participación, los realizadores y programadores con los que conversé ofrecen formas de transformar las prácticas económicas explotadoras que encubren la exhibición de cine, incluso cuando estas mismas personas siguen activas en el sector. En el camino, los entrevistados también aportan una lente a través de la cual observar mejor el funcionamiento de los festivales.
Son pocos los grandes festivales de cine de Norteamérica y Europa que ofrecen una remuneración directa a los cineastas. En cambio, el valor de cambio para estos aparece a través de diversas formas no cuantificables de valor promocional y acceso a la industria. Los festivales comercian con sus esperanzas de conseguir un contrato de distribución, publicidad y, ocasionalmente, premios a la competición. Pero un número considerable de las películas que se proyectan no consiguen distribución ni participan en concursos. Desde el punto de vista de un cineasta, si los recursos son inevitablemente escasos en la fase inicial, entonces su compensación debería aparecer más allá de esos festivales, en un futuro significativo.
O quizá no. Después de todo, ¿qué problema hay en acercarse a los festivales como fines en sí mismos, espacios en los que los cineastas no participan por dinero sino por el placer de compartir su trabajo con otros? Nada, salvo que, para que esto sea así, los festivales deberían responder en primer lugar a los realizadores, en lugar de atender a las juntas directivas, los donantes y los anunciantes. Esto nos lleva a otra pregunta: ¿quién recupera las inversiones?
Nada de lo que dije hasta ahora va a sorprender a los cineastas que participaron en el sistema de festivales y dependen de él. Pero lo que viene después sigue siendo una pregunta abierta. ¿Qué ocurrirá cuando nos demos cuenta de que, en muchos casos, ese futuro posterior a los festivales no está por llegar? ¿Podría uno imaginarse un escenario en el que los festivales se reconduzcan en pos de atender las realidades económicas de los cineastas que celebran? Es una pregunta que he planteado a realizadores y programadores que no están dispuestos a aceptar rendimientos decrecientes. Reitero las preguntas a la directora y programadora de documentales Samara Grace Chadwick, que responde:
¿A quién se beneficia? ¿Qué hace el festival de cine y a qué y quién debe rendir cuentas? En la esfera pública y en los sitios web [de los festivales] se habla mucho de la amabilidad con los cineastas, pero en última instancia los festivales no rinden cuentas a ellos sino más bien a sus juntas directivas, donantes, anunciantes y, cada vez más, a grandes actores como Netflix(3).
La mayoría de las declaraciones de principios, comunicados de prensa y solicitudes de subvención de los festivales de cine documental afirman que su principal objetivo es apoyar a cineastas(4). Pero pocos festivales convierten ese apoyo en una remuneración justa. Si no pueden permitirse pagar a los cineastas, se podría argumentar que los festivales no tienen la financiación adecuada para continuar. El problema no se reduce a las tarifas de proyección [screening fees], pero es un buen punto de partida.
En respuesta a las pobres o inexistentes políticas de remuneración de las organizaciones culturales a lo largo de todo Estados Unidos, en 2008 se formó la organización activista Working Artists and the Greater Economy (W.A.G.E.). Su objetivo era hacer frente a las condiciones de explotación estableciendo escalas salariales equitativas entre los artistas y las instituciones culturales. Mediante la creación de una infraestructura de recopilación de datos, cartas abiertas a las organizaciones culturales y foros públicos, W.A.G.E. ofrece ahora certificación a las organizaciones artísticas sin ánimo de lucro que pagan voluntariamente los honorarios de los artistas y cumplen standards mínimos de pago(5). Los documentalistas están poniendo en práctica muchas de estas iniciativas en la comunidad de festivales. Como ponen de manifiesto los esfuerzos de W.A.G.E., no hay nada excepcional en las escasas prácticas de pago de los festivales de cine, aunque los festivales pueden ser infractores especialmente graves en el ámbito estadounidense de la exhibición cultural.
¿Cuál es el rol de los gatekeepers —término que los programadores suelen aborrecer— de los festivales en estas prácticas? Los programadores suelen estar social y económicamente más alineados con los cineastas que exhiben que con las administraciones para las que trabajan. Sin embargo, se encuentran en una posición precaria, y quizá estratégica, entre la política institucional y los intereses económicos de los realizadores. Una ubicación que empuja el trabajo de programación a una especie de actividad económica parasitaria, allí donde este oficio depende del trabajo no remunerado de los cineastas para funcionar.
Pero no tiene por qué ser así. Es cierto que las decisiones financieras pueden ser competencia de los directores ejecutivos, pero también es verdad que la mayoría de los programadores de los festivales —incluso los más visibles— no suelen estar bien pagados. Se trata de otro trabajo de muchas horas, mal remunerado y, a menudo, de temporada. Reconociendo esta realidad, muchos de los entrevistados abogaron por una mayor solidaridad entre programadores y cineastas, con el fin de cambiar las políticas hacia una remuneración justa. Muchos admitieron que presionar activamente a los administradores de los festivales es una tarea desesperante.
La calculadora de tarifas de la Certificación W.A.G.E. es un sistema de tres niveles que determina la compensación justa mediante dos mecanismos: establece un mínimo para todo el sector o FLOOR W.A.G.E. para las tarifas de quince categorías de tarifas, y escala estas tarifas a partir del mínimo utilizando un porcentaje fijo de los gastos operativos anuales totales (TAOE) de una organización.
Un evento temporal
Los festivales de cine sacan provecho del carácter de acontecimiento temporal de sus programaciones. O al menos eso sostiene el curador Mark Peranson, que distingue las proyecciones de los festivales de las proyecciones más generales de las salas de cine independientes. La calidad de acontecimiento temporal de los festivales está respaldada por un aparato de marketing y cobertura de prensa que a menudo supera el tipo de atención y asistencia que una película podría aspirar obtener durante una semana en una sala de cine. Las proyecciones de los festivales, a las que pueden asistir celebridades, protagonistas de documentales o cineastas, generan un fuerte atractivo y vínculo emocional con el público. Peranson señala que la capacidad de los festivales para atraer a un público numeroso puede canibalizar la demanda de una región para una posterior proyección en salas de cine locales.
En otras palabras, las proyecciones en festivales de cine tienen la potencialidad de generar una serie de efectos promocionales positivos, pero también pueden mermar los ingresos del cineasta. Para los documentales de bajo o medio presupuesto, tres proyecciones en un festival grande de una ciudad pueden poner en peligro la viabilidad de conseguir su exhibición durante una o varias semanas en una gran metrópolis, necesaria para recuperar los gastos de la película. Peranson escribe: “En todo caso, se puede decir que, en sus contextos locales, los festivales internacionales de cine tienen demasiado éxito, ya que el verdadero fantasma que acecha al mundo del cine es la disminución del número de espectadores en las llamadas salas de cine alternativo durante todo el año, especialmente en las pantallas que son construidas y gestionadas por los festivales de cine”(6).
Sean Farnel, autor de “Towards a Filmmaker’s Bill of Rights for Festivals”, profundiza en el problema del evento temporal(7). Como director de programación de Hot Docs de 2005 a 2011, Farnel condujo a la organización a través de una verdadera edad de oro de la innovación en la programación; ahora trabaja con cineastas independientes como consultor de producción. Su propuesta es sencilla: ¿Y si los festivales de cine se convirtieran en modelos de ingresos directos para los realizadores? ¿Cómo puede el festival formar parte de la compensación económica, en lugar de ser una mera plataforma de lanzamiento?
Farnel llegó a la conclusión de que los screening fees solo devuelven al cineasta una parte del presupuesto total de la película. Habría que buscar modelos de ingresos que vayan más allá de esos fees, afirma, invocando la necesidad de un reparto directo de los ingresos en el que un porcentaje de las entradas vendidas en el festival sea para los directores.
De hecho, el reparto de ganancias puede reforzar el incentivo de los cineastas para promocionar y publicitar las proyecciones de sus películas, lo que puede traducirse en un aumento de la venta de entradas y de los ingresos por proyección. Lejos de amenazar el sostenimiento de los festivales, el pago a los cineastas es, en opinión de Farnel, no solo un imperativo moral, sino un cambio político necesario para garantizar la continuidad del cine independiente en general.
Carta del 7 de enero de 1973 del cineasta Hollis Frampton al curador de cine del MoMA (1969-1972) Donald Richie
Pero el problema no solo está en el reparto de los ingresos de exhibición. La mayoría de los festivales también imponen un impuesto regresivo en forma de tasas de inscripción [submission fees](8). Farnel estima, por ejemplo, que el Festival de Sundance gana alrededor de un millón de dólares por año gracias a las tasas de inscripción, a pesar de que solo acepta entre el 2 y el 4 por ciento de las películas no solicitadas(9)(10). La inmensa mayoría de las obras que se proyectan son solicitadas por el festival o se introducen a través de canales secundarios, especialmente cuando una producción tiene un agente de prensa o de ventas, o el director tiene una relación personal con los programadores. Este modelo económico pone de manifiesto la tremenda explotación laboral que existe en el corazón de muchos festivales, que cubren una parte significativa de sus costos operativos con dinero de cineastas que no tienen casi ninguna posibilidad de que sus obras sean seleccionadas. De hecho, Farnel sugiere que el pago de derechos de inscripción reduce las posibilidades de que una obra entre en muchos festivales. Esto se debe a que las películas solicitadas, para las que no hay que pagar tasas de inscripción, tienen un interés intrínseco para los festivales y suelen ser vistas por programadores de las altas esferas de las organizaciones. Samara Grace Chadwick afirma que los festivales “sacan el dinero de los pobres” cuando se aprovechan de las esperanzas de una clase inferior de realizadores. El cineasta experimental Nazlı Dinçel lo expresa en términos más crudos: “El dinero de la submission financia festivales, lo que significa que el rechazo financia festivales”.
Sin embargo, como señala Maori Karmael Holmes, directora artística del BlackStar Film Festival, las tasas de inscripción son necesarias para evitar que los festivales más pequeños sean bombardeados por obras con pocas posibilidades de entrar en la programación. Pero esto también refleja las prioridades de BlackStar, que selecciona el 70% de sus películas de envíos pagados y no solicitados, en evidente contraste con los grandes festivales. “Me encantaría eliminar las tasas de inscripción”, afirma Holmes, “pero ahora mismo nos evitan tener inscripciones absurdas; de lo contrario, estaríamos inundados de inscripciones innecesarias. Ojalá pudiéramos ofrecer el festival gratis, pero en cuanto a pagar por participar, yo lo veo como una actividad promocional, una plataforma de lanzamiento para otras oportunidades de proyección”, muchas de las cuales organizará la propia Holmes. Dado que BlackStar es un festival más pequeño, centrado en “artistas negros, marrones e indígenas que trabajan fuera de los límites de los géneros”, sus valores y capacidades financieras reflejan prioridades muy diferentes de las de los grandes festivales que se dedican más exclusivamente a la industria(11). Mads B. Mikkelsen, director artístico de CPH:DOX, se suma a la opinión de Holmes, señalando la costumbre de las distribuidoras de presentar grandes paquetes de películas, lanzando todo lo que tienen contra la pared solo para ver qué queda pegado. En este contexto, las tasas de inscripción pueden servir de filtro para que los festivales más pequeños protejan sus recursos humanos.
Pero las tasas de inscripción no siempre subvencionan a las personas que evalúan las películas(12). En un reciente posteo en Twitter, el screener de SXSW Inney Prakash escribe: “Renuncié de SXSW como screener porque me pedían un compromiso excesivo de tiempo y trabajo sin remuneración. Cuando pregunté por qué una organización con ánimo de lucro que acababa de abrir una sede multimillonaria no podía compensar a sus trabajadores, simplemente me dijeron ‘es complicado’. No lo es: pagá a la gente por su trabajo”(13). A este nivel, se ve frecuentemente que los festivales ordeñan ambos lados de la vaca lechera, cobrando tasas de proyección y no pagando a sus screeners, cuyo trabajo gratuito se obtiene mediante promesas de experiencia laboral y futuros ascensos. El tuit de Prakash era en realidad una respuesta al informe de la documentalista Cecilia Aldarondo sobre el SXSW: “Hoy me enteré que @sxsw no paga a sus cineastas de 2021 los derechos de proyección y los obliga a hacer sesiones de preguntas y respuestas. Mientras tanto, los festivales económicamente más vulnerables nos pagan lo que valemos. Si esto no es capitalismo del desastre, no sé qué lo es”(14).
Ponderar las probabilidades de ser aceptado y los costos de inscripción puede resultar desalentador. Esto es especialmente cierto cuando, como argumenta Farnel, los festivales que ofrecen una experiencia completa al cineasta (que puede incluir los costos del viaje, el alojamiento, la cena y la bebida) están usando sus presupuestos de marketing, invirtiendo en los directores como embajadores de la marca del festival. Lo que se presenta como ventajas para los cineastas es, en realidad, una faceta más del modelo económico de goteo que impregna la psicología de los festivales. Más concretamente, estas ventajas forman parte de lo que Farnel describe como un mecanismo para producir en el director el deseo de exhibir su obra en un festival, sentirse honrado por ello y, por tanto, en deuda con el festival, en lugar de al revés. Algunos festivales incluso eluden la obligación de pagar los derechos de proyección, impuesta por las subvenciones, falsificando los gastos de viaje y alojamiento y contabilizándolos como remuneración al cineasta(15).
A su vez, los cineastas suelen pagar sumas considerables para asistir a los festivales —inicialmente a través de las tasas de inscripción— pero, una vez invitados, el propio festival suele subvencionarles como máximo un tercio de sus gastos. Farnel afirma: “Nuestro pago es en futuros, la compensación en cenas, bebidas, hotel, vuelos y futuras proyecciones. Pero, ¿con eso se puede pagar el alquiler? ¿Cómo se cuantifica esa exposición?”. En definitiva, los directores renuncian a dinero para ser invitados a la fiesta. Esto resulta aún más cáustico en nuestro actual y prolongado momento de inestabilidad económica; como dice Farnel: “A los cineastas que conozco los están desahuciando, duermen en sofás, pierden el trabajo y están más precarios que nunca”.
Otros muchos gastos acosan a los directores, especialmente a los que trabajan con copias físicas. Por citar un caso incomprensible: en 2019 el Festival Internacional de Cine de Melbourne se ofreció a financiar el envío de una copia de la cineasta experimental Nazlı Dinçel por 400 dólares, pero no tenía medios para pagar 60 euros de alquiler a su distribuidor, Light Cone, en París. A partir de esto, Dinçel habló públicamente de retirar del festival su película Between Relating and Use (2018). Incluso después de imprimir el catálogo con la película en su interior, el festival optó por no proyectar la película de Dinçel en lugar de pagar el alquiler de la obra.
Es posible que algunos festivales y departamentos de tráficos de copias no cuenten con recursos para pagar por el alquiler de una película, aunque la idea misma queda fuera de la jerga de varias de estas organizaciones. O quizás haya otra cuestión en juego: que los festivales prefieran gastar mucho más dinero en el envío de películas que pagar gastos de alquiler, corriendo el riesgo de establecer un precedente presupuestario. Esto pone en evidencia la precaria situación a la que se enfrentan los cineastas experimentales, cuyas prácticas de exhibición no se alinearon históricamente con la lógica promocional de los festivales, que pretenden ofrecer un camino de distribución difícil de imaginar para películas de este tipo. Las tarifas de alquiler pueden llegar a ser fundamentales para la subsistencia de un realizador cuando este exhibe su obra decenas de veces al año.
Comience por donde está parado
Un pequeño grupo de cineastas, entre ellos Aaron Zeghers, Nazlı Dinçel y Scott Fitzpatrick, suelen contarle al público, durante las sesiones de preguntas y respuestas, si les pagaron o no por proyectar su obra. Zeghers explica: “Un grupo de nosotros estipuló que, siempre que hacemos una sesión de preguntas y respuestas, mencionamos si nos pagan o no, y damos las gracias al festival o le animamos a que pague los honorarios de los artistas. Se trata de educar no solo a otros directores sino también al público, porque nunca lo sabe; asume que parte de su entrada va a parar a los cineastas”. Como explica Fitzpatrick:
Si estás participando de un preguntas y respuestas, y estás hablando públicamente sobre tu trabajo, deberías tener en cuenta los aspectos económicos, tanto si te pagan como si no. Si estás en un festival que está haciendo un gran trabajo y te están pagando tenés que hacérselo saber a todo el mundo y gritarlo. Una mayor transparencia en cuanto a la economía que rodea a estos intercambios haría una gran diferencia.
La táctica del preguntas y respuestas vincula eficazmente las luchas por los honorarios de los directores a los deseos de los festivales de que los autores acompañen sus obras. Aunque en tono de confrontación, Zeghers y Fitzpatrick hablan de la necesidad de trabajar con los festivales, y no contra ellos, para lograr un cambio efectivo. Zeghers dice:
Es importante establecer un tono que no sea “los vamos a quemar hasta los cimientos por esto” (porque hay demasiado de eso en la escena artística y cultural), sino que se acerque a “queremos que sepan que los artistas no cobran por la proyección de hoy”; y a menudo animo a la gente no a criticar al festival, sino a dar las gracias a los artistas que ceden su trabajo al festival de forma gratuita.
Los logros conseguidos en torno a las tarifas de proyección convencieron a los artistas de que la colaboración es esencial. Los ataques directos a los festivales generaron desconfianza y un mayor arraigo a las formas previas. El proceso solo funciona cuando los festivales son invitados, en colaboración con los cineastas, a procurar una remuneración justa. Zeghers lo explica: “Esperamos mucho de nuestros administradores culturales (…) para tratar de fomentar un poco más la colaboración entre las partes y dejar de percibirnos solo como malvados gestores de festivales y justos directores. En concreto, intentamos fomentar una mayor solidaridad entre programadores y cineastas”. Zeghers sugiere que atacar públicamente a las instituciones no resultó una forma eficaz de avanzar. Dado que estas organizaciones son tan grandes, con muchas partes móviles, crear cualquier cambio en ellas desde el exterior requiere tacto. “Muchas veces”, dice, “la reacción institucional ante la gente que plantea ‘tendrían que pagar honorarios a los artistas’ es retroceder, ofuscarse o simplemente ignorar por completo los problemas”.
Tras cinco años de presiones, Zeghers y Fitzpatrick lograron negociar con Leslie Raymond, directora ejecutiva del Festival de Cine de Ann Arbor, para que la organización empezara a pagar tarifas de proyección. El festival estaba sometido a una enorme presión por parte de los cineastas después de que el director de programación David Dinnell fuera despedido en 2016. Aunque Raymond interpretó las críticas de Fitzpatrick como un ataque, ambos terminaron llegando a un entendimiento sobre sus objetivos y sobre el origen del ímpetu por cambiar el festival. En cuanto a su decisión de hacer de Ann Arbor objeto de una campaña de presión, Fitzpatrick afirma: “Para mí siempre fue simbólico: es el festival de cine más antiguo de Estados Unidos, se celebra en un teatro precioso; es todo un símbolo para mí.”
En el comunicado de prensa de Ann Arbor, donde declaran que empezarán a ofrecer una remuneración justa a los cineastas, Leslie Raymond escribe:
Los artistas invierten dinero, tiempo, energía, corazón y alma en su trabajo, y suelen ser los últimos en recibir una compensación. El paradigma de que el arte no mueve dinero es erróneo. La expresión creativa es buena para la sociedad. El arte añade valor al conectarnos con nuestra humanidad y nuestra cultura. Nos hace pensar, sentir y ver las cosas de formas novedosas. El arte inspira y da lugar a más creatividad. Todos nos beneficiamos(16).
El comunicado de prensa atribuye a Scott Fitzpatrick el origen de este cambio, al tiempo que sugiere que el camino lo forjaron festivales como Alchemy Film and Moving Image Festival, European Media Arts Festival, Experiments in Cinema, Iowa City International Documentary Festival, Kasseler Dokfest, Milwaukee Underground Film Festival y San Diego Underground Film Festival. Todos ellos dieron pasos hacia una remuneración justa y/o se implicaron en la defensa de este tema.
Diapositiva incluida en una presentación de 2021 a Independent Documentary Directors, una red emergente de más de cien cineastas independientes, en la que se esbozan posibles estrategias, objetivos y modelos de organización. Diapositiva cortesía de Hannah Jayanti.
Samara Grace Chadwick, socia fundadora de Independent Documentary Directors (IDD), observa que en Estados Unidos muchos documentalistas están endeudados y dependen de los escurridizos acuerdos de streaming, mientras que sus pares canadienses y europeos suelen ser más solventes y pueden hacer obras sin necesidad de un rendimiento financiero significativo. Para Chadwick,
El modelo empresarial del panorama cinematográfico estadounidense crea una atmósfera competitiva que excluye la idea de los intereses colectivos. Es un desafío articular o defender intereses colectivos porque la gente se siente muy precaria; van a saltar ante la oportunidad de salvar su propio pellejo. No sabés cuántas llamadas recibí este año de cineastas que creen que todos sus problemas se van a resolver si Netflix o Sundance responden sus correos electrónicos. El sistema está arreglado para hacer casi imposible que la gente piense más allá de su propio interés. El contexto estadounidense se asemeja a un estado feudal: nadie cuestiona a los señores.
IDD, un grupo de defensa de casi doscientos directores, se creó para responder a esta crisis.
Los esfuerzos colectivos de IDD exigen un cierto cambio de actitud tanto para los cineastas que abrazaron lo independiente del cine independiente como para los que tienen miedo de hacer tambalear el barco. Pero ahora que la situación cambió, los directores tienen un nuevo poder de negociación, afirma Larissa Lam, cineasta y miembro de IDD: “Animamos a los realizadores a que utilicen su influencia. [Los festivales] necesitan contenidos. Necesitan que la gente vaya a ver películas, y creo que las inscripciones disminuyeron. Como directores, si no conseguimos un contrato de distribución, todavía tenemos cierta influencia. Quiero mostrar mi película al mundo, pero al mismo tiempo [los festivales y los distribuidores] necesitan contenido”.
El IDD surgió del mismo contexto de COVID que permitió a algunos festivales justificar un comportamiento más explotador. La directora de documentales Cecilia Aldarondo lo explica como un coeficiente del capitalismo de catástrofe: un abanico de explotación y transformación de políticas económicas que la población no estaría tan dispuesta a aceptar en circunstancias normales. Aldarondo afirma: “Cuando lo llamo capitalismo del desastre, me refiero a corporaciones que utilizan el COVID como tapadera: la excusa perfecta para cerrar instituciones, despedir gente y reorientar sus prioridades en busca del beneficio”.
El COVID también proporcionó un contexto inmediato para algunas de las campañas de presión organizadas. Una de ellas es el “Compromiso de supervivencia de los festivales de cine” —publicado por la plataforma de crowdfunding y video bajo demanda Seed&Spark— que firmaron más de 260 festivales(17). Sin embargo, el cineasta y programador Adam Sekuler ofrece una visión más pesimista sobre la permanencia de estos avances:
En mi experiencia, este año fue el mejor en cuanto a compensaciones, porque, en cierto modo, por fin los festivales tienen la obligación de apoyar a la comunidad cinematográfica. Lo que me dijeron los festivales es que se trata de una situación temporal. Se trata de una especie de gesto de buena voluntad dentro de la pandemia. Me parece preocupante que incluso hayan redactado el discurso de esa manera, que el lenguaje está diseñado para que, esencialmente, trate de decir a la comunidad de cineastas: “Reconocemos que este año están en problemas, pero el paradigma en el que hemos estado funcionando no considera su trabajo ni tiene en cuenta en el valor de lo que aportan al nuestro; la cuestión es que les estamos proporcionando un servicio, y van a aceptar”.
Los cambios que se están produciendo ahora pueden ser temporales. Pero no tienen por qué serlo.
En el Festival de Cine de Tribeca entraron en vigor una serie de políticas de mitigación económica: la empresa matriz con ánimo de lucro Tribeca Enterprises cerró su rama sin ánimo de lucro, el Tribeca Film Institute, y despidió a toda su plantilla; se rescindieron los premios de seis cifras que se ofrecían a las películas a concurso para 2020; y, en lugar de celebrar el festival tal y como lo habían programado, Tribeca organizó una serie de proyecciones en autocines patrocinadas por Walmart y un festival en YouTube llamado We Are One para recaudar fondos para la OMS. En ambos casos, la gran mayoría de los cineastas del Tribeca Film Festival 2020 quedaron fuera de estas iniciativas y nunca tuvieron la oportunidad de recuperar sus estrenos perdidos. A su favor (y a diferencia de SXSW), Tribeca invitó a todas sus películas de 2020 a participar en la edición de 2021, más de un año después. Pero en el caos de los primeros meses de la pandemia, los principales festivales con ánimo de lucro tomaron decisiones con efectos duraderos, no solo para los cineastas que habían seleccionado en 2020, sino para el ecosistema en su conjunto.
En cambio, en Rendezvous with Madness, el director del festival, Scott Miller Berry, desvió los costes de alquiler de las salas de exhibición hacia los pagos a los cineastas. Aunque la taquilla del festival se resintió considerablemente durante la pandemia, Miller Berry pudo remunerar adecuadamente a cada director a través de las cuotas de la IMAA (Independent Media Arts Alliance) y la recaudación de las entradas.
En mi década de programador de cine, pude ver cómo innumerables directores abandonan la producción y exhibición independientes, demasiado mermados económicamente y agotados emocionalmente para seguir trabajando en un sistema tan fastidioso. Sin embargo, creo que los festivales son un concepto demasiado bueno como para renunciar a él, siempre y cuando dejemos de oponer lo que es bueno para los festivales a lo que es bueno para los realizadores. Para garantizar su viabilidad y sostenibilidad, los festivales deben crear fuentes de ingresos que beneficien a sus mayores benefactores: los cineastas.
Agradecimientos: Este texto se benefició de entrevistas y conversaciones con Cecilia Aldarondo, Samara Grace Chadwick, Nazlı Dinçel, Sean Farnel, Scott Fitzpatrick, Maori Karmael Holmes, Larissa Lam, Terra Jean Long, Mads B. Mikkelsen, Scott Miller Berry, Adam Sekuler, Brett Story y Aaron Zeghers. También quiero dar las gracias a Erika Balsom y Jason Fox por sus incisivas notas de edición. Algunas de las informaciones e ideas de este texto proceden de personas que han preferido permanecer en el anonimato.
Notas
1 Me refiero a una infraestructura de distribuidores, agentes de prensa, compradores, vendedores, anunciantes, donantes, juntas directivas, etc.
2 Véase Ezra Winton, “Good for the Heart and Soul, Good for Business: The Cultural Politics of Documentary at the Hot Docs Film Festival” (tesis doctoral, Universidad de Carleton, 2013).
3 Netflix y, cada vez más, otras plataformas de streaming pueden aprovechar su poder para influir en lo que se incluye en la programación de un festival. Esto solía ser competencia de los estudios cinematográficos, pero ahora tanto estos como las plataformas de streaming pueden decir: “Si querés estrenar X película, tenés que incluir también Y película en el festival”. Este factor pone en entredicho la promesa meritocrática que hacen los festivales al confeccionar sus selectivas programaciones.
4 Quiero evitar homogeneizar todos los festivales de cine, dados sus muy diferentes ámbitos, misiones y medios financieros. Estas críticas se dirigen especialmente a los festivales más grandes, con presupuestos de funcionamiento e ingresos significativos.
5 La W.A.G.E. explica sus cálculos de honorarios de la siguiente manera: “La Certificación W.A.G.E. establece unas normas mínimas de compensación que debe pagarse a los artistas para 15 categorías de honorarios. El nivel de remuneración que debe ofrecer una organización para obtener la certificación W.A.G.E. viene determinado por los gastos totales anuales de explotación [T.A.O.E.] previstos para cada ejercicio fiscal. La Calculadora de Cuotas de W.A.G.E. calcula las cuotas de cada categoría como un porcentaje fijo del T.A.O.E. de la organización (cuando supera los U$S500.000) y las asigna a cada organización como parte del proceso de Certificación.” Más información en su página web: “About Certification”, Working Artists and the Greater Economy (W.A.G.E.), consultado el 12 de febrero de 2022.
6 Mark Peranson, “First You Get the Power, Then You Get the Money: Two Models of Film Festivals”, Cinéaste 33, no. 3 (verano de 2008): 39. En castellano, en Koza, Roger, ed. Cine del mañana. Buenos Aires: INCAA, 2010.
7 Sean Farnel, “Towards a Filmmaker’s Bill of Rights for Festivals”, in The Film Festival Reader, ed. Dina Iordanova (St Andrews, Scotland: St Andrews Film Studies), 223–29.
8 Se trata de tasas que los cineastas deben pagar a los festivales para que vean y consideren sus películas para la programación. La mayor parte de los festivales cobran submission fees, mientras que los pocos que mantienen gratuita la inscripción se cuentan con los dedos de la mano. (N. del T.)
9 Es decir, películas que pagan tasas de inscripción para ser consideradas, que no son invitadas de forma gratuita por programadores por fuera de la convocatoria. (N. del T.)
10 Esta estimación corresponde a Sundance 2020 y se basa en las cifras de envíos publicadas y en una tasa media de envío calculada por Farnel.
11 “About,” BlackStar, visitado el 12 de febrero de 2022.
12 Es importante tener en cuenta la diferencia entre los cargos de “screener”, “programming associate” y “programmer”. Por lo general, estos puestos dependen de las películas que se proyectan, y los seleccionadores se sitúan en el escalón más bajo, centrándose en las películas que no fueron solicitadas y que son más propensas a pagar tasas de inscripción.
13 Inney Prakash (@storebrandbrown), “Dimití de SXSW como screener porque me pedían un enorme compromiso de tiempo/trabajo sin remuneración.,” Twitter, 18 de febrero, 2021.
14 Cecilia Aldarondo (@blackscrackle), “Hoy me enteré que @sxsw no paga a sus cineastas de 2021 derechos de proyección y les obliga a hacer sesiones de preguntas y respuestas a su costa,” Twitter, 17 de febrero de 2021.
15 La Representación de Artistas Canadienses/Le Front des artistes canadiens (CARFAC) y la Alianza Independiente de Artes Audiovisuales (IMAA) elaboraron listas de tarifas que suelen exigir los proveedores de subvenciones a festivales de cine, como Canadian Heritage y los consejos artísticos federales y provinciales. Pero los proveedores de subvenciones no siempre hacen cumplir estos requisitos. Cuando pregunté al director del Rendezvous with Madness Festival, Scott Miller Berry, por qué a menudo ocurre esto, me contestó: “No creo que sea una cosa… Me dijeron a la cara que los consejos artísticos no quieren ser policías. Por muy grandes y sólidos que sean muchos consejos, están tan apurados como cualquier organización cultural. Mi opinión: muchas organizaciones públicas de subvenciones trabajan con el sistema del honor, la confianza ciega, tomándoles la palabra”. Aaron Zeghers, cineasta y Presidente de IMAA, sugiere que el Consejo Canadiense de las Artes no dispone de recursos, o decide no asignarlos, para controlar a estas organizaciones. Entre los festivales canadienses que aceptan financiación pública, casi siempre son los más pequeños, con presupuestos de funcionamiento y márgenes de beneficio reducidos, los que cumplen el mandato de pagar a los artistas.
16 Leslie Raymond, “We Value Artists”, Festival de Cine de Ann Arbor, consultado el 12 de febrero de 2022.
17 “The Film Festival Survival Pledge”, Seed&Spark, consultado el 12 de febrero de 2022.