Como un artículo de la Rolling Stone

Durante más de sesenta años Bob Dylan cultivó una figura opaca y una carrera con vericuetos amargos que lo pusieron varias veces al borde del desierto. Es una historia extensa, llena de volantazos, exploraciones desconcertantes, muerte y resurrección. Dylan se merecía una película intensa, preocupada por expresar, aunque sea de refilón, las texturas rugosas de su arte. Era esperable que su biopic se acotara a los años en que su obra produjo un impacto cultural indeleble; el período que él mismo intentó dejar atrás alejándose de los escenarios después del discutido accidente de moto de julio de 1966. La película de James Mangold sugiere que cuando una persona está en su cima todo es más atractivo y fotografiable, hasta los breves momentos de desgano o penuria. Es como si el interés viniera ofrecido en bandeja, o al menos como si al enfocarse en la gloria los cineastas se evitaran parte del trabajo duro. La Historia hace más fácil la historia.

Casi escribo una larga letanía de traiciones, errores y ausencias; de esas que solo pueden escribir los amantes o los fanáticos. Felizmente me salvó el recuerdo de otra película que enlaza los dos tipos de historia. Hace algunos días volví a ver, después de más de quince años, Los mejores años de nuestras vidas de William Wyler, sobre tres soldados que regresan a su pueblo después de luchar en la Segunda Guerra Mundial. Por primera vez, la sentí cercana. Hoy, mientras me arrimo peligrosamente a los cuarenta, puedo interesarme de verdad por sus personajes: el desempleado; el disminuido; la chica con el corazón roto; el padre que, no sin dificultad, intenta construir una familia cálida en la que todos hablan sobre sus problemas y se preocupan por el bienestar del otro; los hombres, en fin, que vuelven a sus casas después de varios años sin saber bien con qué se van a encontrar. La película de Wyler es famosa, entre otras cosas, por el sofisticado trabajo del DF Gregg Toland, sobre todo en relación a la profundidad de campo. En un breve artículo, Santiago González Cragnolino señala la ruptura que se genera entre un cargado plano de la última escena, que incluye a todos los personajes importantes cruzando miradas, y el primer plano final, en el que los personajes de Dana Andrews y Teresa Wright se profesan amor y se besan. Cuando todavía se le hacían críticas ásperas a la película de Wyler (Kent Jones señala, en un comentario en el blog de Dave Kehr recuperado por Jonathan Rosenbaum, que siempre le interesó cómo la película impactaba de formas diferentes en personas de distintas generaciones), se solía comentar que su final almibarado era uno de sus peores rasgos, y que era problemático el modo en el que por momentos Wyler y el guionista Robert E. Sherwood rompían la crudeza del relato con decisiones de un dramatismo estándar, incluso complaciente. Pero me interesa detenerme sobre todo en la relevancia de ese último primer plano; en la densidad de una única decisión formal, que permite que por pocos segundos —los veinticinco segundos finales de una película de casi tres horas— nos alejemos del concepto de película coral o “fresco de época” para sumergirnos en el drama íntimo entre dos personajes. Es un primer plano emocional pero también reflexivo, construido con plena consciencia de su sentido. La música triunfal de Hugo Friedhofer no alcanza para distraernos de la incertidumbre del futuro económico de la pareja. Somos testigos fugaces de un momento clave en la vida de los personajes (“Sabés cómo va a ser, ¿cierto, Peggy? Tal vez nos lleve años llegar a algún lado. No vamos a tener dinero ni un lugar decente donde vivir. Vamos a tener que trabajar y luchar”, dice el personaje de Andrews), y de repente la película termina. Pensaba en esto mientras veía el enésimo primer plano de la cara triste de Elle Fanning en A Complete Unknown o cuando, en el cierre del Newport Folk Festival de 1965, durante el famoso set eléctrico de Dylan y su banda, la cámara recorre sin ganas los rostros de distintos personajes —el Pete Seeger de Edward Norton y su pareja Toshi; el mánager Albert Grossman; Alan Lomax, del Archive of American Folk Song—, enojados y decepcionados por la decisión de Dylan de no tocar sus grandes éxitos acústicos, que era lo que la audiencia pedía y lo que la responsabilidad folk bienintencionada obligaba.

Los mejores años de nuestras vidas desborda de momentos de brillantez, pero lo que la vuelve excepcional es el hecho de que de principio a fin está perfectamente planificada, tanto en sentido intelectual como emocional: simplemente, cada decisión tiene un peso específico. Incluso las escenas que en términos narrativos pueden no resultar demasiado convincentes por manipulación o exceso de almibaramiento están construidas sin derroche de planos ni diálogos; nada parece hecho en piloto automático. Su virtuosismo consiste en el uso exacto de cada recurso; es decir, algo bien diferente al virtuosismo hiperbólico del que con frecuencia se jacta Hollywood. Esto era perceptible incluso durante su estreno: en algunas críticas despiadadas, que hoy resultan impensables, los cañones apuntaban contra el guion de Wyler y Sherwood, pero nunca contra la realización, el montaje o la dirección de fotografía. Podemos enfocarlo desde otro lugar: para que el impacto emocional del film de Wyler funcione no puede depender solo de su inteligencia cinematográfica sino, en el mismo nivel, de la construcción de personajes vitales y activos, que cuando sufren lo hacen por sus propias decisiones y no como espectadores de un juego ajeno. Ahí está Peggy, el personaje de Wright: una chica de veintipocos, hija de un banquero, que se enamora de un veterano de guerra de clase baja, desocupado, que encima está casado con una mujer superficial a la que no ama. Peggy pelea con uñas y dientes para sacar adelante la relación con su enamorado, más allá de las dudas de su madre o el abierto rechazo de su padre. Llora y sufre mucho, pero eso no la convierte en un peón del argumento, nunca existe como excusa o auxiliar para impulsar el drama de otros personajes. Y otra vez volvemos a la biopic de Dylan, y no solo al rol de su novia, Sylvie —suerte de versión ficcional de Suze Rotolo—, sino también al de otros personajes, como Joan Baez o Pete Seeger: todos son satélites —Sylvie, Baez— o tristes ejemplos en carne y hueso de tensiones o procesos que los trascienden —Seeger—. Es interesante cómo esto atenta contra la fuerza emocional de la película: no solo los planos de Sylvie con cara de cachorrito empapado no generan impacto alguno, sino que además Mangold, consciente de que se trata de un peón, le dedica planos que están muy lejos de la potencia icónica y la planificación de los dedicados a Dylan. Ante el potencial contraargumento de que se trata de una biopic, y que en ese sentido es evidente que Dylan debe ser el centro del drama, hay que decir que eso no puede reconfortar a nadie: una buena película dramática tiene solo dos opciones: darle vida a sus personajes o dejarlos morir en el guion.

La distancia entre los dos últimos planos de Los mejores años de nuestras vidas también sintetiza los dos niveles de relato en la película de Wyler: lo específico en lo general —un plano de un comedor que engloba, en su atiborramiento de cuerpos, rostros y miradas, en su cruce de tensiones y deseos, los conflictos que desarrolló la película durante sus tres horas— y lo universal en lo particular —dos personajes que, mientras se miran a los ojos, deciden emprender un camino amoroso que implica una serie de dificultades con las que se puede identificar cualquier espectador promedio—. En la biopic de Mangold, que resume solo los tres primeros años de la carrera de Dylan, lo particular está demasiado estandarizado, gracias a una sobrecarga de guiños y detalles para quienes conocen dos o tres datos muy extendidos sobre la vida privada de Dylan leídos en algún suplemento dominical de cultura —las visitas a Woody Guthrie al hospital, su obsesión por inventarse un pasado más interesante que el real, el polémico accidente motociclístico— y lo general consiste solo en grandes momentos icónicos. Esto explica varias cosas: la insipidez o directamente ausencia de todo lo que no puede circunscribirse a ninguna de estas dos categorías; el desinterés por detalles auténticos que hubieran implicado una reconfiguración no solo de la puesta en escena sino también del ritmo del relato (un amigo me comentaba a la salida del cine que, por ejemplo, hubiera sido interesante conocer un poco mejor el funcionamiento de los estudios de grabación de la época: ¿cómo eran los equipos y los instrumentos?, ¿cómo se trabajaba?, ¿cómo era puntualmente la relación de Dylan con técnicos y empleados del estudio?); o la imposibilidad de narrar procesos —es casi cómico el salto abrupto entre el trovador folk de pelo salvaje a la distante figura rockera vestida de negro—.

A fin de cuentas, ¿quién puede identificarse con lo que pasa en A Complete Unknown? En manos de Mangold y el coguionista Jay Cocks, Dylan se convierte en un conjunto de gestos copiados —el entusiasmo y talento de Chalamet no alcanzan para dar vida— y situaciones falsas de columna nostálgica de Rolling Stone. Si es difícil acercarse a alguien como Dylan desde un lugar humano, cosa comprensible, tal vez la respuesta sea no abordarlo desde un formato tan estandarizado. A fin de cuentas, ¿qué significa hacer hoy una película así? ¿Para quién está pensada? Si, retomando a Kent Jones, podemos imaginar que las diferencias en la recepción del film de Wyler dependiendo de la generación a la que pertenece el espectador o crítico hablan de su vitalidad, su carácter móvil, su capacidad, seguramente involuntaria, de ser objeto de constantes relecturas —sobre todo en cuanto a la relación entre la película y la sociedad norteamericana—, no cuesta demasiado imaginar que el lugar de A Complete Unknown no va a variar mucho dentro de veinte o cuarenta años. En todo caso, podrá ser interesante ver cómo era el imaginario de los 60 en la década del 2020 —queda para otro momento narrar el desánimo que me transmite el exceso de tonos amarronados, que remite al modo también muerto en el que desde los 80 se viene filmando el siglo XIX en el cine argentino—. Pero si nada resulta realmente excitante en la película de Mangold es porque se trata, a fin de cuentas, de una película-Billiken, demasiado consciente de la relevancia histórica de sus acontecimientos y, al mismo tiempo, demasiado preocupada por encolumnarse en un falso clasicismo que le hace imposible explorar tanto la distancia reflexiva como el aliento épico.


Álvaro Bretal nació en La Plata, Buenos Aires, en 1987. Estudió las carreras de Licenciatura y Profesorado de Sociología (FaHCE-UNLP). Es director editorial de Taipei. Escribió para publicaciones como La vida útil, PulsiónDétour, La Cueva de ChauvetTierra en trance, Caligari, LetercermondeVinilos RotosindieHearts, y los fanzines del Cineclub TYÖ. Colaboró en la edición del libro La imagen primigenia (Malisia, 2016), coeditó Giallo. Crimen, sexualidad y estilo en el cine de género italiano (Editorial Rutemberg, 2019) y Mumblecore. Exploraciones sobre el cine independiente norteamericano (Taipei Libros, 2023), y editó Paisajes opacos. Sobre las nubes en el cine (Taipei Libros, 2022). Participó con artículos en los libros Pull My Daisy y otras experimentaciones. La Generación Beat y el cine (2022; ed: Matías Carnevale); Cuadernos de crítica 01. Un nuevo mapa latinoamericano (2019), editado por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata; Cine argentino: hechos, gente, películas (2024; ed: Fernando Martín Peña); y Una historia del cine documental argentino (en edición). Dicta talleres y cursos sobre historia, teoría y crítica cinematográfica. Se desempeñó como redactor de catálogo en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Actualmente colabora con el Festival Internacional de Cine de La Plata Festifreak. Contacto: alvarobretal1987@gmail.com.

2 Comments

  • Excelente nota, inflamada a la vez por el amor a Dylan y al cine que no obedece a la narrativa cómoda. No vi la película, pero ahora la vería tratando de leer en ella estas puntualizaciones. La crítica como invitación y apertura. Felicitaciones!

  • ¡Muchas gracias, Román! Traté de hacerle un poco de justicia al pobre Dylan, aunque entiendo que la película está pensando en muchas otras cosas antes que en su obra. Un abrazo grande.

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