El espacio de la obra / El lugar sin límites

El siguiente texto fue leído por José Miccio durante la 6ª Semana Mundial de la Cinefilia en la primera de las tres charlas de presentación de su libro El lugar sin límites. Ensayos sobre cine, coeditado por Taipei Libros y La vida útil. Los otros dos textos que Miccio escribió para las presentaciones serán publicados estos días en los sitios de La vida útil y Calanda.


El poeta no está nunca en su elemento; 
el especialista, siempre.

Hugo von Hofmannsthal, El libro de los amigos

Mario Bava no estaba de acuerdo con los méritos que algunos les reconocían a sus películas. Prefería juzgarlas según criterios profesionales, no estéticos. Es un trabajo, listo, no hay que dar vueltas. “Hice cine como otros hacen sillas”. En 1971 le dice a Horror: “Estoy en el cine desde hace mucho, ¿cómo podría tomarme en serio este circo enorme y absurdo?”. En 1979 le cuenta a La città del cinema: “Una vez vinieron los de Cahiers du cinéma. Querían saber qué conexión había entre aquella placa que oscila al comienzo de Seis mujeres para el asesino, durante el temporal, y el teléfono que cae cuando la Bartok muere. Yo ni siquiera me acordaba cómo terminaba la película”. En 1976 un periodista de Font’Italia le pregunta: “¿Cómo explica que los franceses y los estadounidenses aprecien sus películas más que los italianos?”. Bava responde: “Porque son más boludos que nosotros”. 

Este juego con la propia imagen es frecuente entre los artistas. Algunos, como Bava, eligen una modestia que no tiene por qué ser calificada de falsa y que insiste en eludir los elogios, o bien redirigiéndolos (los buenos son otros) o bien minorizándose (no es para tanto). Otros, por el contrario, eligen el camino de la inflación delirante del ego, como si quisieran agregar sus propias páginas al Ecce Homo de Nietzsche, cuyos capítulos tienen títulos como “Por qué escribo tan buenos libros” o “Por qué soy tan sabio”. Debido al temperamento, disfruto de los primeros y desconfío de los segundos (tal vez a esto se deba que reconozca entre ellos pocas figuras admirables), pero entiendo que, en los casos más interesantes, además de cuestiones de personalidad hay en estas dos maneras de asumir la entrevista y las otras formas de aparición pública una acción contra el riesgo que para el artista puede significar ser entendido e incluso ser respetado. Más precisamente: una resistencia a la integración cultural de la obra. Como si hablar sobre ella, por lo menos en términos convencionalmente analíticos, al modo de la crítica profesional, implicara en cierto modo traicionarla. Un autor —uno de verdad, quiero decir— bien puede encontrarse ante este problema: ¿cómo decir algo de una obra que aspira a no poder ser dicha más que por sí misma? Esto es lo que sugiere la famosa respuesta de Gerardo Diego a quien le preguntó qué había querido decir con uno de sus poemas creacionistas: “He querido decir lo que he dicho, porque, si hubiera querido decir otra cosa, la habría dicho”. En otra dirección (aunque no en dirección contraria), y a propósito de una obra no tan opaca pero igual de resistente a la elucidación, Claude Sautet declaró alguna vez: “Siempre me han impresionado los directores que consiguen resumir sus películas. Por ejemplo, si alguien me preguntara de qué va Las cosas de la vida, no sabría qué contestar, excepto: ‘Trata de un tipo que ha tenido un accidente de coche’. Si no, entraría en una interminable lista de detalles”.

Se refieran al predominio de la letra o al impacto destotalizador del detalle, el escritor y el cineasta coinciden en declarar el absurdo o la dificultad de una comprensión nacida como respuesta a las más inevitables y traicioneras de las preguntas: ¿de qué se trata?, ¿qué quiere decir? Este retiro del autor respecto de la obra tiene sus riesgos y sus posibilidades, sobre todo para los ególatras, porque la atención que convocan sobre sí —ese ruido tan antipático, que incumple con cualquier cortesía y que al mismo tiempo resulta difícil tomarse en serio— tiende a poner a la figura-autor por sobre todas las cosas (este es el mayor de los riesgos) e incluso a convertirla en la obra misma (esta es la mayor de las posibilidades). Es el caso de Salvador Dalí, que no tuvo empacho en declarar: “Soy un genio”.

En este punto, Albert Serra es su posible heredero. En la conferencia Un brindis por San Martiniano, en un fragmento en el que recuerda algo que escribió tiempo atrás, Serra califica de “genial” y de “obra maestra definitiva” a Singularity, la obra que hizo en 2015 para la Bienal de Venecia. En otro texto define como “infalible” su método para la dirección de actores, y en una entrevista con La Opinión de Málaga, a propósito del triunfo de Tardes de soledad en San Sebastián, dice que los premios le interesan como productor pero no como director, “porque si te fijas en la nómina de los que han ganado el premio antes, te puedes imaginar que pocos están a mi altura”. Además de la práctica del autoelogio, Serra comparte con Dalí su condición de provocador antiprogresista, asumida —por lo menos en el caso del cineasta— como desafío al sentido común de los intelectuales medios (el sentido común de segundo grado, digamos: el de los catecismos críticos) y como protección ante los modos con los que la cultura premia (con becas, con empleos, con reconocimiento: con diferentes gestos de aceptación) ciertos hábitos y consideraciones. No seré serio, no te daré una obra mansa, no me dejaré decir. Esa voluntad asoma siempre en los grandes artistas incorrectos. De Ferreri a Fassbinder, de Oshima a Brisseau. Pero también asoma en aquellos que, en principio, se muestran menos peleadores y a quienes las ideas de provocación o escándalo les resultan ajenas. De ahí el cartel con el que Renoir decide empezar Le Déjeuner sur l’herbe: “Una encuesta del Instituto para la Investigación de la Opinión Pública revela que los seres humanos han decidido continuar tomándose en serio. Yo no lo haré más, así que me paso resueltamente al campo de los bichos raros (hurluberlus)”. Y de ahí esta escena con historia: ante el micrófono, un cineasta declaradamente político escapa, entre harto y resignado, de los lugares comunes de la interpretación política, como si entendiera que aceptarlos así como así, tan fácilmente, tan masticados, condujera a la renuncia de lo que más importa y condenara al cine a una mera vocación ilustrativa. Ante la demanda de identidad (decime lo que ya sé, mostrame lo que ya soy), un recuerdo del fondo de inadecuación respecto del mundo que reside en toda obra que no se avergüence de sí, de toda obra que tenga coraje. Alguna vez Paolo Taviani —es decir, uno de los directores de Los subversivos, de San Michele aveva un gallo, de Bajo el signo del escorpión, de La noche de San Lorenzo, de César debe morir— declaró que él y su hermano no hacían películas políticas, agobiado por el eterno rumiar de ese sentido común autoindulgente (como todos, claro) que llamamos Compromiso. Sergio Sollima recurrió a un truco similar en la entrevista que le hicieron Christian Uva y Michele Picchi para su libro Destra e sinistra nel cinema italiano: film e immaginario politico dagli anni ‘60 al nuovo millennio. Ante la pregunta por el contenido político de sus westerns, y antes de conceder algunas respuestas menos evasivas, Sollima dijo: “¿Ustedes creen que un payaso piensa que está haciendo algo político?”.

Le Déjeuner sur l’herbe (Jean Renoir, 1959)

Lo que sucede con la política sucede también con la religión, con la pedagogía y con cualquier tema importante. Hay, es bien sabido, expertos en el manejo de su imagen pública, hábiles declarantes que aseguran el éxito de cualquier encuentro social. Incluso hay algunos (pocos) que trabajan de eso. No tengo nada que argüir en su contra: todos, salvo los que viven de otros, tenemos que parar la olla. Pero es como si los grandes cineastas entendieran que sus películas no pueden decirse, que la traducción a dos o tres ideas bien asentadas, y en las que ellos mismos creen, demoliera su poder y las convirtiera en un bien sustituible por muchos otros, capaces de decir Lo Mismo. No es una regla infalible, pero a menudo los cineastas que dan buenas entrevistas, en el sentido de que dicen cosas, de que nos permiten entender, de que nos convencen de que saben todo sobre sus propias películas, que nada se les escapó, que tienen conceptos, son menos interesantes que los cineastas poco comunicativos, que para decir algo dan rodeos, cuentan historias, se entregan a una erudición risueña o recurren a palabras como intuición, decisiva en la mayor parte de las reflexiones estéticas pero demasiado vaga para la demanda de seriedad que gobierna un género como el de la entrevista. Rilke señaló esto a propósito de Cézanne:   

Un pintor que escribía, uno pues que no lo era, también indujo a Cézanne a través de sus cartas a expresarse en sus respuestas sobre temas de pintura; pero al leer las pocas cartas del viejo, se percibe hasta qué punto eso quedó en un torpe intento de explicación que a él mismo le resultaba enojoso. Casi nada pudo decir. Las frases en que lo intentó se alargan, se complican, se resisten, se anudan y él finalmente las abandona, irritado y fuera de sí. Por el contrario, logra escribir con toda claridad: “Creo que lo mejor es el trabajo”. O: “Voy progresando día a día, si bien muy lentamente”. O: “Tengo casi setenta años”. O: “Le responderé mediante un cuadro”.      

Más sintético, John Ashbery lo dijo así: “Cuanto peor es tu arte, más fácil es hablar de él”. En un punto, todo gira sobre la misma inquietud: cómo resguardar la obra de cualquier intento de apropiación que se quiera definitivo, invoque los criterios que invoque, reconozca su voluntad o no. Así, ególatras y humildes —unos por exceso, otros por defecto— resisten la zona media a la que todo consenso tiende y en la que se ponen a prueba las claves de lo serio: la capacidad de reflexionar sobre lo que se hizo, la identificación de temas socialmente importantes, la producción de claves de lectura. En resumen: todo lo que da cuenta de un dominio sobre la obra y que prolifera hoy en eso que los profesionales llaman statement, obligatorio en los mercados del prestigio. Es contra estos protocolos, creo entender, que algunos cineastas intentan mantenerse indecorosos. En la última encuesta de Sight and Sound, James Benning votó diez películas suyas. En un libro compuesto por entrevistas a los principales directores del terror estadounidense, Paolo Zelati reflexiona y le pregunta a John Carpenter: “A partir de El príncipe de las tinieblas tus películas exploran todavía desde más cerca el tema de la percepción de la realidad, incorporando en esta reflexión también el rol activo del medium-Cine. ¿Podés hablarme de la construcción metanarrativa y metacinematográfica de En la boca del miedo?”. Carpenter responde: “Si supiese qué carajo significa eso, lo haría”.

In the Mouth of Madness (John Carpenter, 1994)

Como Bava a los Cahiers, Carpenter responde en dos direcciones. Por un lado, reduce su propia importancia. Por el otro, rechaza lo que evidentemente considera una pose. El atajo más cómodo para tratar estas declaraciones es acusarlas de antiintelectualismo. Pero el punto de ataque no es el conocimiento sino la impostura y el ruido que produce la inflación conceptual. En este sentido, el buen entrevistado —el entrevistado gentil, el dador de claves— puede ser un riesgo porque devalúa la capacidad de excedencia de la obra. No la agota, por supuesto. Pero le pone un (otro) obstáculo. Es lo que podemos llamar el problema del regalo envenenado. O más precisamente: el problema Lucrecia Martel. En las entrevistas que dio para acompañar el estreno de Zama, Martel insistió en decir que no creía que el tema de su película fuera la espera, como podía pensarse de la adaptación de una novela dedicada a sus víctimas, sino la identidad, y sugirió que su historia, delgada e indudable, podía verse como una historia de liberación. La guiaba, imagino, la voluntad de no someter la película al libro. Lo consiguió. Al precio de que todas las reseñas (habría que ver qué sucedió con los espectadores, claro) repitieron lo que Martel dijo. De pronto, una película esforzadamente misteriosa se convertía en una película comunicativa. Zama era fácil de decir. Gracias a la llave maestra ofrecida por la directora, todo encontraba su lugar, todo tenía una justificación.

En esta tipología ideal el problema al que conducen los cineastas comunicativos como Martel es, justamente, el que quieren evitar los cineastas reacios al contacto. Pero entre unos y otros existen figuras únicas, magos de la entrevista que en lugar de explicar su obra o escapar de las explicaciones la continúan por otros medios. Borges, por supuesto. O Raúl Ruiz. Escuchémoslo unos minutos:  

Como se ve, Ruiz era dueño de una erudición jovial que le permitía pasar de la retórica clásica a una postulación estética moderna (no hay malas películas, las películas son incontrolables) y poner en escena su visión contraria a las historias construidas en base a un conflicto central a partir del hallazgo de un chicle (real o presunto) en la mesa en la que está sentado junto a su entrevistador. El movimiento de Ruiz, ese modo de poner en relación la especulación teórica y la invención, la contingencia y la más voraz e infantil de las curiosidades, invita a pensar en un vínculo con el arte que es para mí el vínculo del ensayista, cuyo lugar, siempre inestable, se define por dos cosas en apariencia contradictorias: la voluntad de conocimiento y la defensa del misterio que impulsa a conocer. O si se quiere: por las respuestas que es capaz de imaginar a esta pregunta de Susan Sontag en “Contra la interpretación”: “¿Cómo debería ser una crítica que sirviera a la obra de arte, sin usurpar su espacio?”. 

Es una pregunta fundamental. Porque ahí donde aparece un pensamiento cristalizado en fórmulas —incluso si estas fórmulas son brillantes, como es el caso de Martel— la obra corre el riesgo de perderse, y una de las cosas que define al ensayista es el cuidado de la obra, la sospecha de (el amor por) su carácter inagotable, un tema que otros discursos, como la tesis o la reseña periodística, pueden reconocer pero no pueden honrar, en buena medida porque están obligados a la comprensión, y el ensayo tiene la chance de tratar también con otras cosas. Incluso con las cosas opuestas. Por ejemplo, con todo aquello que mantiene a la comprensión en estado de incompletud. De ahí su merma en el rigor. De ahí su lealtad estética. Porque hablando en serio: ¿quién vuelve a mirar las películas que ama en pos de comprenderlas más? ¿Y cómo podríamos comprenderlas más si a menudo son de una sencillez extrema? ¿Qué es lo que habría que comprender en Un condenado a muerte se escapa, si hasta el título es un spoiler? Por supuesto: la forma, los procedimientos mediante los cuales Bresson consigue tanto con tan poco. El uso de la música, la escala de planos, la actuación, el modo de recitar el texto. Y también, claro: la relación con sus otras películas, con el cine francés, con el periodo histórico, con la trama social, la historia de su recepción, si pudiéramos hacerla. ¿Pero qué sucede si es para por fin no comprenderlas que seguimos viendo las películas que amamos? ¿Para encontrar los hilos que la comprensión no agota y nos permiten seguir en ellas? Cuando alguien dice: “no entendiste” solemos preocuparnos, como si estuviéramos en falta. Pero tal vez un día podamos decir: es verdad, no entendí, y sonreír orgullosos. En su ensayo “Lo incomprensible”, después de dos advertencias (que no sabe si es verdad lo que se prepara a decir y no sabe tampoco si lo recuerda bien), Aira cuenta que un hombre enfermo, aficionado desde siempre a la lectura, pidió en su lecho de muerte leer Sordello, el primer libro de Browning, al que todo el mundo calificaba de incomprensible. Un pariente se lo leyó. Las últimas palabras del hombre fueron: “No entendí nada”. Aira concluye: no sabemos si era una expresión de desesperación o de esperanza. “Quizás quiso decir: ‘¡Por fin no entendí algo!’. Porque entender puede ser una condena. Y no entender, la puerta que se abre”. Tan poco afín a la literatura pedagógica, Aira termina con una enseñanza. Y es que el objeto de la crítica (y uno de los motivos que ayudan a que la crítica devenga ensayo) no siempre tiene que ser algo fácilmente definible: también puede ser aquello que nos mantiene deseantes. Justamente: eso que no puede ser completado, eso que nos excede y nos empuja a permanecer en contacto con aquello que queremos conocer (porque es del conocimiento de lo que estamos hablando, ¿o alguien lo duda?) y de lo cual forma parte, irrenunciable, su potencia de inconocibilidad. “He visto La lechuza ciega siete veces”, escribe Luc Moullet sobre la película de Ruiz, “y cada vez que la veo la entiendo un poco menos”. Como al Sísifo de Camus empujando una y otra vez la piedra en la colina, hay que imaginar a Moullet feliz. 

Toda esta potencia amenazan los buenos entrevistados. O mejor dicho: el dispositivo cultural básico que componen el entrevistador serio y el entrevistado bueno. Toda esta potencia querrían defender, aun sin saberlo, los petulantes y los humildes. Y toda esta potencia celebra y hace proliferar Raúl Ruiz. 

En este punto, me animaría a decir: si todavía hay obra (si todavía hay arte) es porque hay ensayo. Por eso, en última instancia, el ensayista es el único que puede hallar una salida al problema de cómo hablar sobre lo que se resiste a ser hablado. Porque entre los discursos que secan la obra y la mudez a la que tienden los que para protegerla desvían la atención hacia sí o hacia otros, establece un espacio de indeterminación y convivencia. El ensayo cuida el (no) lugar de la obra porque aspira él mismo a la condición de obra, porque en su programa se encuentra la destitución de todo programa, y antes que nada porque, al religar vida y arte por fuera de la mera biografía, nos recuerda algo que a menudo olvidamos: que no permanecemos cerca de la literatura y el cine, que no insistimos en vivir bajo su influencia porque queremos encontrar en ellos lo que podemos encontrar en otros lados sino porque sospechamos, y hacemos bien en hacerlo, que hay algo irreductible en la experiencia que nos permiten, que hay algo irreductible en la experiencia estética, y por lo tanto, en el punto decisivo de todo esto, en la única verdad a la que en esta ocasión quisiera calificar de irrenunciable, que no se piensa lo mismo en la literatura que en otros ámbitos del lenguaje y no se ve con la cámara igual que sin ella. Esta diferencia —la producción de esta diferencia— es lo que hace de alguien un escritor o un cineasta, y la negativa a olvidarla, la convicción que nos produce saber que existe, es lo que hace de un lector o un espectador alguien capaz de cuidar, porque lo extiende sin traicionarlo, el espacio de la obra. Creo poder decir que es con esa voluntad —o mejor dicho, con la esperanza de que los textos comuniquen esa voluntad— que escribí los ensayos de El lugar sin límites.

Singularity (Albert Serra, 2015)

José Miccio (Mar del Plata, 1973) es profesor en Letras por la Universidad Nacional del Mar del Plata. Desde hace veinte años escribe crítica de rock, literatura y cine en distintos medios gráficos y electrónicos del país. Dictó cursos y seminarios sobre diferentes aspectos del cine. Es uno de los autores de Profundo Suspiro. El cine de Dario Argento (Cuarto Menguante, 2020), Raúl Ruíz. Potencias de lo múltiple (La Fuga-Metales Pesados, 2023) y Cine argentino. Hechos, gente, películas (Luz Fernández Ediciones, 2024). Tradujo Horror. Historias de sangre, espíritus y secretos (Letra Sudaca, 2022) de Dario Argento. Desde 2018 dirige el sitio especializado en cine Calanda. El lugar sin limites. Ensayos sobre cine (Taipei Libros/La vida útil, 2025) es su primer libro.


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