Desarma y arma

En el último BAFICI pude ver Maine Océan de Jacques Rozier. Además de esta vi casi todas sus películas: Adieu Philippine; Du côté d’Orouët y Les Naufragés de l’île de la Tortue. Me faltó Fifi Martingale que no pude hacer cuadrar en la grilla (lo mismo me pasó con el programa que reunía sus cortos). De todas ellas guardo un recuerdo agradable en forma de imágenes y/o conceptos. También conceptos en formas de imágenes, desde ya. Pero la imagen más pregnante, la que más vuelve, pertenece a la primera que mencioné. En Maine Océan toda una secuencia está dedicada a la conformación de una banda musical. La película se toma todo el tiempo del mundo para que los personajes encuentren los instrumentos y aprendan las melodías para atravesar la velada con canciones interpretadas por ellos mismos. Rozier tiene paciencia y dispersa el tiempo: extiende la escena el tiempo justo y necesario para que la música asome tímida pero orgánica. Lo que terminamos recibiendo como espectadores es la magia del acontecer. Es decir, la organización de la creación. El momento en el que acontece el hecho artístico. Que no es lo mismo que el hecho artístico en sí mismo, sino su preparación y devenir. Ahí donde no había nada ahora hay música. Podría parafrasearse esta última frase para hablar de toda su obra y esgrimir “ahí donde no había nada ahora hay cine”. Un cine que se cimenta sobre las bases de la cotidianeidad, ladrillo a ladrillo. 

Quiero decir: en sus películas el tiempo se dilata hasta romperse en deriva. Se parte de una anécdota que se vuelve inmensa e inconmensurable. O, dicho en otra palabra, cinematográfica. Así sucede con la escena en la que se conforma la banda musical en Maine Océan: en ella vemos el aprendizaje que deviene fiesta. Podríamos haber visto tan sólo la fiesta, pero hay un goce mayor en observar cómo se la construye desde los cimientos de la casi nada. Cabe destacar que el improvisado grupo musical está formado por desconocidos que desconfían entre ellos. Es con el calor del alcohol y la hostilidad del frío exterior nocturno que aúnan fuerzas y comienzan a barajar la música como evasión y refugio. Y así sucede, porque más pronto que tarde la mitad ejecuta y la otra mitad baila. Dudo que la escena hubiese funcionado sin contener su preparación. Es decir, el titubeo previo al momento festivo. 

Maine Océan

Armar y presentar me resulta mucho más atractivo que presentar a secas. No sé bien por qué pero me fascina ver la creación suceder delante de mis ojos. Casi como si se tratase de un truco de magia donde la autoconciencia de saber artificio lo que acontece delante de mis ojos no acciona como obstrucción sino más bien como potencia del placer. Nada de ingenuidad, más bien lo contrario: saberse engañado y dejarse engatusar por eso que sabemos que no es pero de una forma mágica e ilusa de cierta forma termina siendo. Algo así como un faux naïf. Término que me apropié después de leer una entrevista que Alan Pauls le hizo a César Aira. En ella, Aira utiliza ese término para referirse a lo que él llama “desaprender”. “Salir de las reglas de la vida adulta, pero con los instrumentos del adulto”. No hacerse el niño, sino querer acercarse al niño que fuimos sin negar que jamás volveremos a serlo. “Desaprender”. Me resuena esa palabra en el procedimiento que despliega Rozier en su cine y sobre todo en esta escena de Maine Océan a la que me refiero. Como si para construir una imagen fuese necesario desarmarla hasta su unidad mínima de sentido para luego rearmarla y disfrutarla doblemente. Partir de la supuesta nada y construir algo nos hace partícipes como espectadores. Más bien testigos. ¿Pero de qué? De cierta magia, supongo. O, mejor, dicho más lindo: de un juego inventado delante de nuestros ojos. 

Menciono a Aira y me es imposible no pensar en el procedimiento. Su procedimiento, pero la idea de procedimiento en general, en abstracto. ¿Acaso el hacer desde la supuesta nada no es justamente eso? ¿Un procedimiento? En “La utilidad del arte”, texto escrito para Ramona, Aira señala la importancia del desarme del lenguaje con el que se pretende operar a la hora de “hacer” arte. Es decir, el desarme y armado del lenguaje artístico como procedimiento fundamental y primordial de la creación artística. Entonces señala al artista como único ciudadano de la contemporaneidad que no lidia con “cajas negras” y que debe apropiarse del lenguaje (des/armando) haciendo uso de una inteligencia anticuada, en desuso. Lo curioso es que hacia el final desentiende al cine de este proceder. Para él, el cine está al servicio de las cajas negras, porque alcanza con apretar un botón (¿el botón de REC?) para pretender utilizar un lenguaje que la máquina misma (¿la cámara?) provee. Adhiero con él en que gran parte de la fatiga del peor cine radica en la facilidad que la reproducción de imágenes provee a interpretaciones fáciles y remanidas. Insinuar e interpretar la insinuación para certificar una intención. Ahora bien, mi idea de cine, de cinematógrafo, supone una escritura, un “hacer” lenguaje con imágenes y sonidos. Quizás en ese “hacer” pretendido radica el desarmar la realidad al servicio del armado de un relato cinematográfico. Extraer, recomponer y recién después narrar. El cine que más me interesa tiene lugar a partir de esas intenciones.

Aira descree del cine. Suya es la frase “el cine es la resta de las demás artes”, frase dicha a Alan Pauls y jamás argumentada. Dicha y ya. En algunas de sus novelas aparece el cine, pero con la televisión mediante. Pienso en Las conversaciones y en Una aventura. En ambas hay una película televisada que es vista de a puchos y recompuesta con lo breve y levemente avistado. Aira aprovecha el visionado liviano e irregular para emparchar con absurdo las elipsis que suponen lo no visto. Así arma cadáveres exquisitos audiovisuales donde, texto mediante, recompone el relato de aquello que fue visto sin la suficiente atención. Toda Las conversaciones consiste en el rearmado de la película que ambos amigos vieron incompleta por sus respectivas cuentas. Uno vio lo que el otro no, y así se compone lo que en principio no debería encastrar. Una aventura no recompone, sino que más bien narra a partir de lo poco visto. Intenta hacer sentido con las unidades narrativas pequeñas y dispersas que suponen un puñado de escenas vistas de reojo. Curioso: parecería que para Aira hace falta la literatura para recomponer en arte aquello que, supone, resta en el cine. ¿Qué le molesta tanto de este arte? ¿Su carácter abarcativo de las demás artes? Cuando sentencia que el cine “es la resta de las demás artes” leo cierto enojo con su carácter agrupador, inevitablemente abarcativo. Parecería molestarle la libertad del cine como cuaderno de apuntes en blanco al alcance de las demás artes. Como si todas las demás corriesen el riesgo de quedar adheridas  para siempre en las posibilidades del cine. Como si el cine fuese un amigo pesado que se propone hacerse amigo de los amigos de sus amigos. Engatusando, jugándola de encantador, divertido, total. Quizás lo sea. ¿Cuál sería el problema? Todos tenemos algún amigo así y a pesar de todo lo seguimos queriendo. 

César Aira

Ramiro Pérez Ríos nació en Capital Federal en 1998. Dedica su tiempo a actividades que orbitan alrededor del cine y la literatura. Apenas un delincuente.


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