Compartimos un fragmento del texto “El cine de la (pos) serialidad televisiva”, de Emilio Bernini, disponible en el libro La figura en el tapiz. Estudios sobre cine, audiovisual y literatura (Taipei Libros). Hasta el viernes 19 puede comprarse en modalidad de preventa a través de este link. A partir de la semana próxima, podrá conseguirse en las librerías que anunciaremos en nuestras redes sociales.
I. La radicalidad en cuestión
La duración
En principio, La flor (Mariano Llinás, 2018) se destaca en la historia del cine argentino por su duración: 14 horas de relatos. En esa duración se aloja el gesto más radical del film, no solo por esa extensión temporal propiamente dicha sino incluso porque, por decisión del cineasta, el film solo puede verse en salas de cine. Bien al contrario de la circulación contemporánea de las películas en Internet por medio de links de acceso, La flor ha podido verse, hasta ahora, solo en tres ocasiones, en tres estrenos sucesivos. A diferencia de lo que ocurre con las películas en general que se estrenan una vez o que nunca se estrenan, la discontinuidad de las proyecciones hace que el film, cada vez que se pasa, se estrene por primera vez.
Ahora bien, esa radicalidad de la duración aparece tensionada por otras decisiones del cineasta. En primer lugar, la película se exhibe en tres partes en tres días distintos, cada una de ellas con uno o dos intervalos, de modo que la duración extrema deja de poner en cuestión la visión y al espectador, como ocurría con los casos modernistas: Empire (1965) de Andy Warhol —para poner un ejemplo modelo del cine moderno, de ocho horas de extensión— exigía una visión de conjunto. En cambio, si la exhibición se interrumpe y se distribuye en varios días, para descansar de un visionado que dure el tiempo del film, la duración deja de ser la misma. En segundo lugar, ese mismo ejemplo permite observar otra tensión de esa radicalidad de la duración en La flor, puesto que en el film de Warhol no hay narración sino puro registro del edificio que le da nombre en el transcurso de esas ocho horas, con las diferencias lumínicas que presupone el paso del día. El film de Warhol pretendía mostrar el transcurso del tiempo, “un poco de tiempo en estado puro”, habría que decir, para cuestionar de ese modo, irreversiblemente, la experiencia del cine en el sentido clásico de su recepción. Empire producía un extrañamiento en la mirada, la desviaba hacia el dispositivo, la sala propiamente dicha, la proyección de las sombras lumínicas, los otros espectadores: es decir, obligaba a salirse del cine, distanciarse de él, en el cine mismo1. En cambio, La flor solo se compone de narraciones (y no tolera el registro sin relato): en las catorce horas se narran, en efecto, seis relatos de distinta extensión. Así aquella “salida” del cine, en la sala, para extrañar la experiencia de ver un film de una duración aberrante, queda paradójicamente absorbida, en La flor, en la conservación de esa experiencia, ya que, con la división de la duración en tres funciones con dos o tres intervalos cada una, se busca que la atención se sitúe casi por completo (como voy a explicar más adelante) en las historias narradas. Con la decisión de que el film pueda verse únicamente en las salas, negando cualquier otra circulación, y dividido de ese modo, Llinás busca volver al cine, no salir de él, recuperar la experiencia. En esto La flor realiza un doble movimiento: hacia afuera del cine, por la duración, y a la vez hacia adentro, por la visión en salas, con extensiones menores.

A su vez, cada uno de esos relatos está articulado en torno a un género narrativo o a más de uno, todos clásicos: el film noir, el terror, el espionaje, la aventura, el film sobre la filmación de una película, el musical; y también dos de ellos se conciben a partir de ciertas puestas en escena fácilmente reconocibles (las películas de clase B y el cine mudo). En esos códigos se aloja el placer del cine de género, porque el espectador ve un tipo de narración cuya estructura y cuyos tópicos conoce de antemano: el placer del cine clásico reside precisamente en la repetición, en ver una y otra vez el “mismo” relato. La flor demuestra poseer un conocimiento y una capacidad notables para trabajar con los géneros, en especial con los clichés de los géneros; incluso al exagerar esos clichés, al modificarlos y burlarlos produce, habría que decir, un plus de placer, el de un doble reconocimiento. El espectador de La flor se complace en la repetición que implica en sí misma una película de género, y a la vez disfruta, una vez más, de la ironía y la parodia sobre los géneros mismos que los relatos efectúan. El trabajo con los clichés más variados de los géneros en el conjunto de los relatos configura una operación intertextual más bien parecida a la del pastiche. Salvo que no se trata, aquí, de un pastiche adverso a los géneros; el pastiche como operación retórica siempre busca degradar su modelo, pero no tanto en La flor: la parodia y la ironía ejercidas sobre las películas que toma como modelo2 no son, en el film, contrarias a las visiones del mundo que ellas poseen. En La flor el vínculo con los géneros es más bien creyente, es decir, cinéfilo, toda vez que hay una pasión por narrar, volver a narrar, aquello que se ha visto tantas veces; en esto, el vínculo con los géneros no parece destructivo ni deconstructivo porque la distancia irónica es parte misma del placer de narrarlos.
Pero Llinás no hace con los géneros lo que hacen los cineastas contemporáneos que vuelven sobre esas modalidades narrativas industriales, como puede observarse en algunas películas del mismo año de La flor (2018). En Transit, Christian Petzold respeta cada una de las normas sintácticas y semánticas del melodrama con una precisión amorosa, y no se atreve a modificar, y menos aún a parodiar, la historia de la frustración sentimental que atraviesan sus personajes. En el mismo sentido, Gaspar Noé tampoco altera la lógica narrativa del terror en Climax, sino que la lleva a un punto que busca incluso superar las películas del género, pero sin desviarse en nada de sus lineamientos. Lars von Trier, en cambio, sí transforma el género de los asesinos seriales, en The House That Jack Built, pero lo hace interpretándolo de modo católico como una versión del “Infierno” de Dante: Jack, el asesino, navega al final del film en la barca de Caronte junto a Dante o a Virgilio, antes de entrar al infierno. Nada de esto está en el trabajo con los géneros en La flor. En el film de Llinás hay otra operación, porque aquello mismo que trabaja en el sentido de los géneros (con el doble placer del espectador de reconocimiento y burla) se ve alterado a su vez, al menos por dos motivos. Ambos motivos vuelven a plantear la cuestión de la radicalidad.


Por un lado, cuatro de los seis relatos son fragmentarios, esto es, no concluyen. Cada interrupción es abrupta, pero se confunde deliberadamente con el intervalo: la ilusión de continuidad de la historia y de homogeneidad del mundo narrativo se deshace cuando el espectador vuelve a la sala y empieza un nuevo episodio. Esos cortes abruptos entre historias, deceptivos, forman parte más bien de una lógica de goce, no ya del placer de la narración, y en esto se vincula con la radicalidad de la duración, aun cuando esta se tensione, como he señalado, en las decisiones de exhibición.
Pero, por otro lado, lo que responde a esa decisión de interrupción —que rompe toda continuidad no solo al nivel de una historia sino que incluso impide una relación entre todas3— parece ser la propia lógica de avance ciego de las historias. Los relatos tienen un avance indefinido en el que se complica cada vez más lo que se narra, por eso una historia (como la del segundo episodio) puede empezar por la banalidad (paródica) de la pelea de una pareja de músicos populares, a lo Pimpinela, y puede complejizarse con una historia segunda sobre las toxinas del escorpión, con una banda internacional vinculada al negocio de esa toxina que secuestra y tortura a una de las mujeres —que se inyectó esa toxina—, relacionada con los músicos populares, etcétera. La relación entre ambas historias, en el mismo episodio, nunca se establece, porque la fuga hacia adelante de cada narración precisamente lo impide. Entonces, la interrupción de cuatro de los episodios responde más bien a su propia lógica loca de avance narrativo. Cuanto más complejo es ese avance, más duración posee cada episodio (el tercero dura seis horas) y menos posible es su cierre, su conclusión.
Ahora bien, precisamente ahí, en ese avance, cuya complejización de las tramas hace que la duración se extienda, se produce el efecto de una salida del cine, que se veía limitado y que se buscaba impedir por el modo de exhibición. En efecto, si al fragmentar la duración se disuelve el extrañamiento que produciría necesariamente la permanencia obligada en la sala a lo largo de 14 horas, al hacer avanzar las historias por vías impensadas, divergentes o paralelas sin retorno la atención del espectador se discontinúa, se dispersa, ya en el espacio en el que está situado, ya en sus interrogaciones sobre los sentidos, ya en el propio cuerpo, ya en la presencia de los otros espectadores, que comen o conversan, accediendo así más bien a una experiencia de orden instalativo, por fuera del cine.

Las series de televisión y el teatro contemporáneo
Por último, hay que decir que esa lógica loca de avance hacia adelante, que pierde los rastros de su devenir, sitúa el film en su propia época estética. La radicalidad no es tanto un programa sino más bien una consecuencia de su modo de formularse, avanzar y configurarse a posteriori de ese proceso. En La flor, la radicalidad está en cuestión precisamente por ese a posteriori. En ese tipo de duración, en ese rechazo de todo realismo (“pálido simulacro de lo real”, dice Llinás), La flor, como conjunto, como concepción, no encuentra sus modelos propiamente en el cine, sino al menos en dos instancias, una narrativa y la otra de representación. La primera, narrativa, es la de las series de televisión contemporáneas4. La serialidad de los relatos, la producción de una hipernarratividad industrial está, podría decirse, en el punto de partida de La flor, pero en el plano de las expectativas, no en el de su cumplimiento, precisamente allí donde los relatos se interrumpen, afirman su discontinuidad, distanciándose así de su modelo. En todo caso, La flor es cine, y no televisión, allí donde no cumple con los relatos seriales televisivos contemporáneos, pero a la vez los toma como modelo. En esto, La flor es un film de la (pos)serialidad televisiva.
La segunda instancia, de representación, está en el teatro argentino contemporáneo. De allí la presencia de las actrices de Piel de Lava en cada episodio, que el conjunto de las historias no justifica en términos textuales o de contenido (en todo caso, en términos de actuación) como tampoco en términos de sus propias puestas teatrales5. Las Piel de Lava (incluidos algunos otros actores de la escena teatral) son el vínculo propiamente físico con el modelo del teatro argentino contemporáneo que el film asume para sí mismo y que evidencia en ellas, en su presencia recurrente en cada historia. Como si hubieran sido necesarios los cuerpos de esa escena teatral reconocida, su materialidad (el teatro es sobre todo corporalidad en el presente de la representación), para ratificar el vínculo, apropiarse del modelo, formar parte misma de él.


Uno de esos actores-cuerpo es el dramaturgo Rafael Spregelburd (que participó en Historias extraordinarias (2008), el film anterior de Llinás que sienta las bases de La flor), en cuya obra teatral Llinás encontró una “nueva ética de la ficción”:
Se trata de la ficción convertida en un elemento de derroche, en una materia exuberante que se resistía a ser utilizada para cualquier propósito que no fuera su crecimiento enloquecido y autónomo. La ficción no servía para nada más que para dar vuelta el mundo, para ponerlo todo en jaque y abofetear el pálido simulacro de lo real. Ante la triste ficción disfrazada de la que cotidianamente se sirve el mundo, la “nueva ética” oponía una ficción subversiva, imparable y devoradora6.
En la ficción como derroche, materia exuberante y crecimiento enloquecido y autónomo está, pues, la concepción de cada uno y del conjunto de los relatos de La flor. Con una diferencia, acaso fundamental. Porque los relatos teatrales de Spregelburd (cuya Heptalogía de Hieronymus Bosch cuenta con piezas teatrales autónomas, de un promedio de 4 horas cada una, destinada a cada pecado capital) carecen de límites formales allí donde están compuestos más bien de un sinsentido lógico, que avanza indefinidamente de modo centrípeto: desde un punto de partida se avanza y se vuelve, se deriva y se retoma7. Llinás, en cambio, concibió el avance exuberante de cada relato bajo la lógica de los géneros y encontró ahí un límite formal posible. Los géneros cinematográficos permiten una deriva centrífuga, y no centrípeta, que no vuelve a su punto de partida, porque la historia puede seguir hacia adelante manteniendo ciertos temas y ciertos encadenamientos propios de cada género. A posteriori, Llinás buscó un enlace vinculado a la representación, no al tema de los relatos, que aludiera a ese conjunto de historias y a su agrupación: por eso el título del film es el nombre que se da al dibujo de los seis relatos, que forman, en efecto, una especie de flor. Pero el nombre de “la flor” no señala una estructura, no designa una forma en el ordenamiento de los relatos, porque más bien el avance de todo el film es el de una línea de fuga errática. El nombre es el intento de dar totalidad a una película que busca volver a la experiencia del cine, pero a la vez, por sus mismas tensiones, salirse de ella.

II. La mutación8
Emancipación femenina y antiespecismo
Trenque Lauquen (Laura Citarella, 2022) es la historia de una mujer, llamada Laura, que se sustrae del mundo. Para ese sustraerse no hay causas reconocibles: no se trata de una frustración amorosa (Laura tiene un novio y luego un amante) ni de un fracaso laboral (es una bióloga que estudia y clasifica plantas, y obtiene becas para su investigación) ni tampoco padece alguna depresión (por el contrario, es una investigadora muy activa que incluso emprende pesquisas por fuera de todo marco académico) ni alguna enfermedad terminal que fundamente ese sustraerse. ¿Qué motiva entonces semejante transformación en una mujer inteligente, exitosa y bella? En la respuesta se concentra toda la radicalidad política de la propuesta.
La historia está tramada en dos partes y una serie de capítulos que avanzan mutando —como lo denomina su directora, Laura Citarella9— en términos genéricos (fantástico o ciencia ficción, film de investigación o espionaje, film de viajes o road movie…) y, en esto, de ciertas referencias cinematográficas: La dama del lago (1947, de Robert Montgomery, que narra la historia de una mujer que desaparece) y El monstruo de la laguna negra (1954, de Jack Arnold, el relato de un extraño ser humano-pez en la selva amazónica) serían los más explícitos, así como en Ostende (2011) lo era La ventana indiscreta (1954, de Alfred Hitchcock, en la que un testigo ocasional descubre un crimen). Los episodios toman los códigos de los géneros, como lo hacen las series de televisión, pero la lógica de cada género, y la ironía y el pastiche con que se los trabaja, no obturan la continuidad narrativa entre los episodios como ocurría en La flor —modelo en el que visiblemente se reconoce y se sitúa—, cuyas partes se abrían a la dispersión porque el material y el asunto mismo eran esas modalidades narrativas de la industria cinematográfica, antes que las historias narradas en ellas. En esto, Trenque Lauquen se acercaría más a Historias extraordinarias —en la que Citarella figura como productora— ya que sus múltiples episodios sí poseen relaciones que narran la continuidad de cada una de las tres historias, aunque entre ellas no tienen sin embargo ningún vínculo. Aun así, Citarella se diferencia también de la línea de Historias extraordinarias ya que en Trenque Lauquen no hay ese vaciamiento de las subjetividades, como lo indica el hecho de que los personajes del film de Llinás, todos varones, se llamen X, Z y H. Citarella, en cambio, repone en su película una subjetividad —varias veces narrada y a la vez inefable— de una mujer común pero singularísima, Laura, cuya historia no podría ser la de cualquiera, ni un puro elemento de la máquina narrativa.


Entonces, aquello que en los films de Llinás era un despliegue hipernarrativo de historias sin relación entre ellas, dispersas y vaciadas de subjetividad, se vuelve en Trenque Lauquen la narración de múltiples miradas centrípetas sobre una misma historia, una misma mujer, el espesor insondable de sus decisiones subjetivas, que incluye, pero de modo subordinado y siempre en relación con el devenir de Laura, otras dos historias. La historia de la mujer que se sustrae está narrada en cuatro relatos (el de Rafael, su novio; el de Ezequiel, su amante o enamorado; el de Juliana, la locutora de una radio local en la que Laura tenía una columna sobre mujeres; y el de Laura misma) y esas cuatro narraciones implican un avance en la trama, no un mero cambio del punto de vista. Es decir, cada relato se incorpora al otro de modo de completar en efecto la historia de Laura que no por ello despeja su misterio, los motivos de sus decisiones. Ahora bien, los relatos subordinados, como historias que se abren en el despliegue narrativo, tampoco se dispersan del devenir de Laura, sino que en gran medida lo complejizan y lo explican.
El primero es el relato de una investigación que Laura lleva adelante sobre una mujer, finalmente reconocida como Carmen Zuna, cuya historia encuentra en cartas escondidas en libros, el primero de los cuales lleva el título de Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada, de Aleksandra Kolontái10. Con su amante Ezequiel conjeturan sobre su historia de amor, el nacimiento de un hijo de ese vínculo y la deriva de Carmen, que lejos de adecuarse a la idea de pareja monogámica, de familia, y todo lo que ello implica en la conformación de la subjetividad de la mujer, decide irse, caminar, atravesar la pampa y llegar al mar. En consecuencia, la emancipación sexual con que inicia el relato se entiende como una emancipación de la mujer misma de todo deber (de pareja, profesional, identitario). Pero hay que decir que la historia de Carmen Zuna es a la vez una invención de Laura: no están claros los límites entre lo que se lee en las cartas secretas y aquello que Laura imagina; como todo investigadorx, ella repone en su relato las zonas vacías, evita las contradicciones o las incongruencias. Esa imaginación que completa el relato es, sin que ella lo sepa, la forja de su propio camino de su sustraerse del mundo. Laura en su investigación hace una prolepsis de su propia deriva; se prepara imaginariamente para sustraerse, es decir, emanciparse.
El segundo relato involucra a una “criatura” hallada en el lago de Trenque Lauquen, cuya aparición toma estado público, se investiga oficialmente y se diluye como noticia de modo irrisorio. La criatura no es humana; es criada y cuidada, clandestinamente, por la pareja que conforman Elisa y Romina, una científica —que había investigado para el Estado a la criatura— y una alemana, como si se tratara de un hijo su relación de ellas, además del que Elisa, embarazada, espera. El cuidado de la criatura, que implica una alimentación especial con hierbas que Laura sabe reconocer y puede hallar; un espacio particular, en la parte superior de la casa, que recrea su hábitat natural, y la amorosa dedicación exclusiva, dan cuenta de un vínculo afectivo particular con un ser no humano, es decir, con la diversidad de las especies, y constituye un secreto compartido entre las tres mujeres. En el episodio puede verse la relación que Trenque Lauquen mantiene con los géneros, donde el pastiche es un procedimiento intertextual para la crítica ideológica: en El monstruo de la laguna negra, la criatura es investigada por científicos varones, con una obsesión que pone en peligro sus propias vidas, precisamente porque se trata allí de un no-humano radical que viene a amenazar la existencia humana (aunque entre ellos hay distintas políticas respecto del trato de ese ser, como la de preservar su hábitat y su vida, que se pierden cuando el terror que les produce domina a todos). El especismo del film de Jack Arnold —que puede verse ya en las marcas de enunciación, antes que en cualquier declaración verbal— busca la destrucción de esa otredad absoluta que es allí la monstruosa criatura humano-pez, una especie de remanente de la era de la formación de la especie humana, en un espacio selvático, como si fuera un retorno alucinado de lo reprimido por la civilización. En Trenque Lauquen en cambio ese encuentro humano/animal se transforma en una vida común con la otra especie, entre mujeres, sin la persecución del conocimiento científico, propia de los varones, ni el control fóbico de la vida. Como enseñan los nuevos materialismos, la diferencia entre humanos y animales parece ser aquí más una cuestión de grado que de ontología11. La vida no especista se vuelve para Laura, que investigaba las plantas, una vida posible, fuera de todo mandato profesional y de pareja heteronormativa (e incluso homonormativa o gay), liberada de cualquier proyección productiva de la propia subjetividad en el mercado (la vida académica), y esa vida posible, por fuera de todo, la fascina.
Cuando se conoce que las mujeres ocultaban a la criatura, la amenaza de persecución estatal y la fuga que debe emprender la pareja desvía esa vida posible en comunidad. En esa comunidad impedida se sitúa el momento mismo de la deriva hacia el sustraerse, antes que una fuga. La fuga aquí está asociada a la clandestinidad, es decir, a un motivo fuerte que ocasiona la huida: los cuerpos se sustraen en este caso a la captura policial porque su protección del ser no humano los ubica fuera de la ley. Lo que está perseguido y penado es la comunidad no especista, que podrá tener lugar en otra parte, fuera del alcance estatal, pero siempre en una misma condición de ilegalidad. En Laura, en cambio, no se trataría de una fuga porque no hay motivos fuertes que la impelan: se trata de una deriva que ha comenzado antes, desde que llegó a Trenque Lauquen para su investigación botánica, y que se desvía permanentemente, es decir, muta, hasta su final. De la investigación botánica a la pesquisa de la mujer imaginariamente emancipada, de esta a la noticia del ser misterioso, y a la vida posible con las mujeres y la criatura no humana, ¿qué relación hay salvo la de esa subjetividad fascinada por lo que emprende, sin especulación y con total entrega?12 Lo que sigue es el silencio del sustraerse.

Ética del desapego
El sustraerse es la falta de relato en tanto ausencia de palabra y vacío de sentido, no de imagen. Notoriamente, luego de la serie de múltiples relatos, la secuencia final no tiene palabras ni voces. En esa secuencia la película vuelve a mutar, dice Citarella, ahora hacia el documental. Entiende por documental una suerte de registro sin diálogos ni monólogos, sin discurso lingüístico, que sigue a Laura en una larga caminata, que observa los paisajes, y cuyo tiempo es difícil de precisar porque ese caminar no tiene destino ni objetivo, hasta la orilla de un lago, en un proceso de desapego y despojamiento. Camina sin rumbo, en un puro avance, se alimenta de lo que algunas personas le ofrecen y duerme en cualquier lugar, a diferencia, sin embargo, de la protagonista de La mujer de los perros (2015, de Citarella y Verónica Llinás). La mujer que vive rodeada de perros se parece a la Laura de la última secuencia de Trenque Lauquen porque carece de habla —ni propia ni con los otros— y porque en cierto modo realiza una vida en comunidad con otra especie —como habría sido una de las vidas posibles de Laura—, los animales domésticos; en consecuencia, una vida al margen de la productividad, fuera del sistema, incluso animalizada (come con los perros del mismo recipiente; duerme con ellos; cuando orina o defeca tapa con sus piernas, como hacen los perros y los gatos, con tierra, lo que depone), pero a su modo aun improductiva, es una vida integrada. Laura se diferencia de la mujer de los perros porque esta es sedentaria: se ocupa de obtener lo necesario para su choza, para protegerse de los climas; busca su alimento entre los restos en las mesas, en la basura; se ocupa de su salud, va al hospital, aunque no sigue las prescripciones médicas; se defiende de los ataques de los jóvenes que la insultan. Es un modo de vida, electivo y activo; en Laura, más bien, se trata de un dejarse ir.


Laura no solo no se fija sino que se pierde incluso para el espectador. Tal vez el movimiento más notable y más propio de la película sea aquel del plano en que vemos a Laura acostada en la playa frente a un río o una laguna, cuando la cámara panea hacia la izquierda, muestra todo el paisaje y vuelve. Pero al volver, Laura ya no está, la playa está vacía. Ahí reside la radicalidad del gesto de Laura, que la cámara muestra sin mostrar, sin capturar el movimiento de su personaje que se ha sustraído para la imagen misma. La cámara es un dispositivo de captura y de sentido que en Trenque Lauquen cumple el rol que, diegéticamente, tienen los varones que la buscan. Rafael y Ezequiel buscan establecer el sentido (las causas) de la desaparición de Laura, es decir, capturar su movimiento, dominarlo; y despliegan varias hipótesis que se revelarán no solo equivocadas sino imposibilitadas de imaginar esa deriva. Lo mismo ocurre con el film, que participa del tópico cinematográfico de la mujer que desaparece: en La dama del lago, la mujer desaparecida es investigada por el detective privado Philip Marlowe, quien finalmente repone los motivos más misóginos en una mujer que, si ha desaparecido, es porque se ha vuelto criminal13. En cambio, en las mujeres de Trenque Lauquen la captura del sentido no es lo que importa: la pareja que convive con el ser no humano no explica nada sobre ese ser ni sobre esa familia poshumana; no plantean principios, no adoctrinan: viven. La locutora de radio dice casi explícitamente, cuando Ezequiel está buscando a Laura, que para los varones es inimaginable que en esa deriva no haya sentido sino puro sustraerse. Ese inimaginable es lo que muestra la cámara en el último plano: ya no hay imagen de Laura; su sustraerse (ya) no se puede narrar. La emancipación de Laura es, en esto, una liberación de los sentidos impuestos sobre, o esperados de, su individualidad; la liberación es la de su propia imagen.
Sustraerse del mundo es la última mutación de Laura. Citarella asoció la mutación a la naturaleza, a su estructura, con la idea de que la naturaleza no sigue procesos reconocibles, cuantificables, medibles, sino que es más bien caótica, “misteriosa y confusa”, ingobernable o no gobernada14. El film seguiría ese movimiento caótico, mutable, en varios niveles: en Laura y su recorrido indeterminado, en la deriva de las historias que se narran de ella y que ella misma narra, en los semas de los géneros con que trabaja, del fantástico al film de investigación, e incluso en la modalidad discursiva que de la ficción muta al documental y de la hipernarración (centrípeta) a la ausencia de palabra y de sentido. Pero, ¿cómo leer esta última mutación en un film que se reconoce en la hipernarratividad de las películas que constituyen un modelo y que la propia directora produce en El Pampero Cine?
Trenque Lauquen es una transformación (una mutación) sobre ese modelo en el punto en el que su trabajo con los géneros narrativos lleva al agotamiento. La directora misma consideró el último episodio genérico como un momento de desbordamiento de la narración, como un límite de la mutación genérica que es el film mismo, como el momento, en consecuencia, en que la ficción —que aquí se compone de géneros— da lugar a lo que se podría entender por documental: es decir, en este caso, la ausencia de genericidad15. ¿Cómo denominar esa secuencia final en la que la cámara sigue la caminata indefinida de Laura, y en la que, sin embargo, no pueden reconocerse ninguna de las pautas del documental, ya sea observacional, interactiva, expositiva, performativa o poética (según la influyente y discutida taxonomía de Bill Nichols)?16 Esa secuencia es el punto en que la ficción ha llegado a un límite (genérico) que es aquel mismo en el que Laura se pierde, para sustraerse y dejarse ir. El sustraerse de Laura no puede narrarse con el modelo de ningún género, sino con una ficción de registro. La ficción, entendida como trama de géneros, no puede dar cuenta de esa decisión insondable y enorme: es otro aspecto de su emancipación. En el momento en que se agotan los géneros y ya no se puede narrar a Laura con esos modelos, ingresa una dimensión existencial que se narra ahora con el registro (ficcional) del caminar y del paisaje. Por eso ha sido posible relacionar la desaparición de Laura con la de la mujer de La aventura (1960, de Michelangelo Antonioni)17, aunque ese cine modernista no es un cine de género. Una vez más, como con todos los modelos que conforman el tópico de la mujer desaparecida, el film hace otra cosa: si en Antonioni la búsqueda de la mujer desaparecida se pierde en el olvido y en la relación erótica que establece la pareja misma que la busca, y de la mujer no sabemos nada; en Trenque Lauquen, en cambio, la búsqueda fracasa porque los motivos de la emancipación son incomprensibles allí donde no se pueden capturar ni por los varones que emprenden la pesquisa ni por las mujeres que no la buscan, ni por Laura misma porque deja de hablar. Y de Laura sabemos casi todo, salvo los sentidos de su decisión, porque el film la sigue hasta que ya no la encuentra. Es una ética del desapego que no tiene palabras.

Notas:
- Sobre esto cf. La figura en el tapiz I. 1. “Salir del cine. Devenir y mutación de las imágenes”. ↩︎
- Los vampiros (1915) de Feuillade; Las arañas (1919-1920) de Fritz Lang; La mano de la momia (1940) de Christy Cabanne; Un día de campo (1946) de Jean Renoir; Desde Rusia con amor (1963) de Terence Young, por ejemplo, como se desprende de la programación del ciclo organizado en la sala Lugones, en el que se proyectaron esas películas, en paralelo al nuevo estreno de La flor. ↩︎
- Se ha señalado que la continuidad estaría dada por la presencia en todos los episodios (salvo uno) de las cuatro actrices del grupo Piel de Lava (Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa), pero esa continuidad es exterior, no interna a los relatos. ↩︎
- Cf. La figura en el tapiz II. 1. “Las series de televisión y lo cinematográfico”. ↩︎
- En Petróleo, de Piel de Lava —que se reestrenó con el tercer estreno de La flor— , una comedia de deconstrucción de la masculinidad y el machismo, hay una política de género feminista (aun cuando las actrices no se reconozcan necesariamente en ese sentido) que es en todo ajena al film de Llinás, articulado sobre los géneros narrativos cinematográficos que, en sí mismos, construyen mundos cuyas concepciones de la mujer son precisamente aquellas que critica el feminismo. Sobre los roles de la mujer en el cine de géneros, cf. Linda Williams, “Film Bodies: Gender, Genre, and Excess”, Film Quarterly, 44, 4, 1991, pp. 2-13. ↩︎
- Citado por Emiliano Gullo en “Spregelburd y una nueva ética de la ficción”. ↩︎
- Ya el fascista de La terquedad con su plan humanista de transformación del lenguaje; ya el debate sobre el arte nacional entre un pintor y un crítico en Apátrida; ya el robo a un banco, comentado por las docentes de una escuela de Merlo, en Acassuso; ya la amnesia, en Spam, del profesor universitario que pierde la memoria, etcétera. ↩︎
- Debo agradecer a mis amigos Edgardo Pígoli y Daniel Navarro, sin cuyas ideas sobre la película este estudio no sería el mismo. La idea, precisa, de sustracción es de Daniel Navarro. ↩︎
- Paula Vazquez Prieto, “‘Trenque Lauquen’. Un rompecabezas que aloja en su centro el camino de una mujer”. ↩︎
- El libro de la autora rusa procede del documental de Citarella y Mercedes Halfon, Las poetas visitan a Juana Bignozzi (2019) donde la directora, en efecto, lo conoce. ↩︎
- Véase Diana Coole y Samantha Frost (eds.), New Materialisms, Ontology, Agency, and Politics, Durham, London, Duke University Press, 2010, p. 21. ↩︎
- Julieta Greco lo enunció con una hermosa síntesis: “Esa es la ‘aventura’ a la que se lanza Laura: la de la mímesis con lo que le es ajeno y el abandono de lo que le es propio”. Véase “Ella baila sobre el mar, ella se va”, Anfibia. ↩︎
- En La dama desaparece (Alfred Hitchcock, 1938), el tópico está también inescindiblemente ligado al crimen. ↩︎
- “Creo que esa idea de la mutación está ligada a cierta estructura de la naturaleza, que es misteriosa y confusa. Que a veces se vuelve inclasificable, que no se puede determinar. La transformación como un orden, el desgobierno”, en Paula Vazquez Prieto, “Trenque Lauquen”, op. cit. Mi énfasis. ↩︎
- “El elemento fantástico es lo que desborda la narración, lo que establece hasta dónde puede llegar esa mutación. Y es también aquello por lo que el personaje de Laura se va y empieza a peregrinar. Después de todo el derrotero, ¿qué va a hacer? ¿Va a volver a esa vida que tenía? ¿Cómo podría llevarla? Casi como si la película estableciera que después de la ciencia ficción no hay vuelta atrás. Hay que desarmar cualquier género posible y la película tiene que llegar a su final”. Cf. P. Vazquez Prieto, op. cit. Los énfasis son del original. ↩︎
- Bill Nichols, La representación de la realidad. Cuestiones y conceptos sobre el documental, Paidós, 1997, pp. 65-114. Para una discusión de la taxonomía, cf. Stella Bruzzi, New Documentary, London, New York, Routledge, 2006, pp. 3-5 y p. 48. ↩︎
- Cf. Julieta Greco, op. cit. ↩︎