Desde hace demasiado tiempo a los cortometrajes se les suele ofrecer un rol secundario en la historia del cine. Si bien las posibilidades del corto son infinitas, salvo algunas excepciones hoy encuentran sus límites entre las primeras exploraciones de estudiantes de cine, el cine experimental y trabajos realizados por encargo de empresas (también conocidos como publicidades, más allá de que a veces, por la supuesta impronta “autoral”, pasen a formar parte de la filmografía oficial de sus realizadores). Incluso es cada vez más difícil encontrar mediometrajes, es decir, films que duran entre 30 y 60 minutos, por la sencilla razón de que cuando un cineasta tiene entre sus manos un mediometraje tiende a estirarlo con el objetivo de llegar al minuto 61 y así poder presentar la película en muestras y competencias de largos, la zona más reconocida de los festivales. Como se señala cada tanto, aunque no con la frecuencia suficiente, los cortos de estudiantes o de cineastas que están comenzando sus carreras son valiosos porque nos permiten sospechar cómo podría ser el cine del futuro, o al menos cuáles son las búsquedas y preocupaciones actuales de quienes van a dirigir los largos del mañana. Sin embargo, al menos si pensamos en términos de cines nacionales —una categoría que, por otra parte, tal vez no tenga hoy la misma validez que tuvo durante el siglo XX—, los cortos de cineastas primerizos pueden tener otro valor: el de explorar el otro lado del cine que se hace en un país en un momento determinado. Esta hipótesis cobra centralidad, sobre todo, cuando el cine mayoritario sigue criterios industriales o está sostenido por un apoyo estatal muy fuerte y direccionado. En esos casos, es razonable que los directores jóvenes busquen no tanto emular las tendencias principales del cine realizado en el país, sino más bien oponerse, o al menos proponer algo nuevo y diferente.

En el caso argentino hubo dos momentos en que los cortometrajes exploraron de forma explícita zonas no abarcadas por el cine mainstream: entre mediados de los cincuenta y mediados de los sesenta, con las corrientes modernizadoras y los flamantes institutos de educación cinematográfica (la Escuela Documental de Santa Fe y la Escuela de Cinematografía de La Plata) dando lugar a lo que luego se llamó la Generación del 60, y a mediados de los noventa, con la primera edición de Historias breves y los primeros cortos de los exponentes de lo que hoy conocemos como Nuevo Cine Argentino. Sin embargo, así como numerosos cortos de la primera mitad de los noventa eran lo suficientemente valiosos como para más adelante ser agrupados en un Historias breves 0, también podemos preguntarnos qué ocurrió con el cortometraje durante la década de los ochenta. Más allá del ya mencionado cine experimental y de los cortos de colectivos abocados al documental de orientación etnográfica —que abordamos, al menos de forma parcial, en la entrega número seis de esta columna—, hay trabajos de ficción, específicamente de géneros como el terror, la ciencia ficción o el fantástico, que permiten pensar las zonas vacías de la década y la potencialidad de un conjunto de directores que tuvieron muy poca o nula continuidad, al menos como realizadores, durante las décadas siguientes.
El caso más obvio es el de Gustavo Mosquera R., estudiante del CERC a inicios de los ochenta, quien antes de pasar al largometraje con Lo que vendrá dirigió al menos dos cortos de ficción: Las garras del tiempo (1982), filmado en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, y el mucho más conocido Arden los juegos (1985). En ambos Mosquera R. demuestra una capacidad excepcional para hacer un uso creativo de recursos escasos, pero es en Arden los juegos donde este talento es llevado al extremo. La temática postapocalíptica marca, desde el vamos, una distancia con el cine argentino pasado y contemporáneo. Mosquera R. prioriza el clima por encima del relato, y para eso le saca el máximo jugo posible a tres escenarios claramente definidos: una avenida, el pasillo de un edificio, y un galpón abandonado. El movimiento de cámara continuo sugiere que, aunque los personajes están casi solos en el mundo, un peligro constante los acecha. El plano inicial, un extenso travelling por una avenida casi desierta, llena de objetos alborotados por el viento, ratas, humo rojo y, como golpe final, el cadáver de un tiburón, marca el pulso de todo el corto. Más allá de las ideas estéticas, que podrían sintetizarse en un desequilibrio potente entre minimalismo narrativo y maximalismo formal, es interesante que, a poco de finalizada la última dictadura militar, Mosquera R. decidiera narrar una historia de la cual lo único que puede comprenderse con claridad es la sensación de amenaza y la violencia de unos personajes por sobre otros, decisión similar a la de otros dos cortos de juventud de la primera mitad de los ochenta, más cercanos al cine policial: Testigos en cadena (1983), lectura directa y temprana de la brutalidad del golpe militar filmada por Fernando Spiner poco después de su regreso de Italia, donde había estudiado en el Centro Sperimentale di Cinematografia, y La espera (1983), de Fabián Bielinsky, basado en el cuento homónimo de Borges.


La temática postapocalíptica se reitera en IV E.D.E.N., el debut de Esteban Sapir, realizado en 1990, cuando la ciencia ficción se constituía como un foco importante de curiosidad entre los jóvenes argentinos gracias a la llegada de cuantiosa literatura del género a través de editoriales como Minotauro y de una revista fundamental como El péndulo. En 1988, por ejemplo, además de Lo que vendrá se habían estrenado Sinfín (la muerte no es ninguna solución), de Cristian Pauls, y Alguien te está mirando, de Gustavo Cova y Horacio Maldonado, films que, al margen de sus diferencias —la cercanía con el policial o el horror, dependiendo del caso; la tendencia hacia la acción o la reflexión—, se preocupaban por la inestabilidad del futuro, un interrogante máximo en una época marcada por el neoliberalismo y la inminencia del cambio de siglo. En IV E.D.E.N. dos jóvenes escapan por un bosque, perseguidos por un hombre con una cámara. A veces vemos un fragmento del cuerpo del perseguidor y otras, sencillamente, se nos confiere su punto de vista por medio de planos subjetivos. Si en Testigos en cadena el perseguido era el fotógrafo, quien usaba su equipo como herramienta de registro y denuncia, acá la cámara tiene el oscuro poder de absorber y convertir a quienes captura: en el plano inicial vemos a la protagonista en cuclillas comiendo carne cruda, señal de que ya fue apresada, y todo lo que veremos a continuación es un extenso flashback. El corto de Sapir funciona como una reflexión sobre el cine y, fundamentalmente, sobre una violencia de la que, en efecto, no íbamos a poder escapar: la ausencia creciente de privacidad. Todavía peor: en un juego de espejos violento, los que se persiguen con la cámara parecen ser las mismas víctimas. A diferencia de los jóvenes de las primeras películas de Raúl Perrone, de Pizza, birra, faso, o incluso de Picado fino, el largo debut de Sapir, los protagonistas de IV E.D.E.N., con sus camperas y sobretodos de cuero, no se caracterizan por su autenticidad sino por parecer modernos y tener onda —una onda un tanto publicitaria, tal vez—. En todo caso, el aspecto de los personajes es un signo de coherencia, porque la idea de modernidad cool impregna todo el corto, desde la tipografía de informática primitiva de los créditos hasta la textura de VHS y las imágenes de los protagonistas proyectadas en un televisor de tubo.

Si es fácil ver en IV E.D.E.N. eso que se suele llamar, a veces con cierta malicia, un ejercicio de estilo —sin ir más lejos, Sapir retomó varios recursos de montaje y encuadre en Picado fino—, otros dos cortos de terror de estudiantes del CERC se ubican en una zona muy distante: la de la crudeza punk. Flash sangriento, de Fabio Manes, y Soghoth, de Diego Curubeto, ambos de 1986, son films hermanos, o en todo caso primos. El dato obvio que sostiene esta idea es que Curubeto fue asistente de dirección del corto de Manes y viceversa. Pero podemos ir un poco más allá: con duraciones brevísimas, cercanas a los tres minutos, y sin diálogos, Soghoth y Flash sangriento pintan un universo oscuro y brutal, con pasión gore y sin los golpes de efecto a los que otros realizadores de terror nos acostumbrarían a partir de la década siguiente1. Soghoth es el retrato de un ritual caníbal perpetrado por un grupo de jóvenes góticos, entre cielos opacos y un paisaje desolador insólito de monolitos de cemento, que refleja desde su arquitectura la oscuridad de los personajes. Flash sangriento muestra a una mujer (Sandra Ballesteros) que en medio de una cena familiar, mientras un niño devora un higo con fruición, se retira al baño, donde tiene una hemorragia eterna que la termina matando. El plano del chico llenándose la cara con los jugos del fruto y el de la vagina sangrienta de Ballesteros vuelven a Flash sangriento una de las películas más explícitas y sexuales de la década. La aparición, al final, de varios jóvenes góticos con los rostros pintados de blanco, que observan el cadáver de la mujer con cierto placer, conectan con Soghoth, pero sobre todo con Testigos en cadena y con la posterior IV E.D.E.N.; una conexión que señala el carácter político de estos cortos posdictadura y que se podría sintetizar, vuelta de tuerca mediante, en el título del largo de Cova y Maldonado: alguien nos sigue mirando.
El vínculo más relevante entre estos dos cortos de terror es, sin embargo, bastante general. Hace poco, en un charla en el marco de una cátedra universitaria, Darío Lavia sugería que uno de los primeros largometrajes de terror de los ochenta, La casa de las siete tumbas (Pedro Stocki, 1982), debía haber nacido del interés por explotar en un film local el éxito descomunal de Halloween (estrenada en Argentina en 1980)2. Esa orientación netamente mercantil, impulsada por cineastas sin mayor preocupación por el género, es evidente en el resultado final3. Los cortos de Manes y Curubeto, por su parte, son expresión no solo del entusiasmo juvenil sino fundamentalmente de un amor por el género y una sensibilidad genuina a la hora de explorar sus tópicos. Si bien, como demostró buena parte del terror argentino posterior, la pasión no basta para hacer buen cine, sí ofrece la receptividad necesaria para alinear la propia mirada a la de un potencial espectador que debe ser perturbado. En todo caso, existe una distancia evidente entre utilizar el terror como una caja de herramientas a la cual recurrir para construir planos, personajes, giros de la trama, ideas de montaje o usos de la música, y la capacidad creativa para hacer algo valioso con esos recursos. Así como hasta los setenta muchas grandes películas de terror fueron realizadas por cineastas formados en diversas tradiciones genéricas, se puede sospechar que la tendencia de los ochenta a esta parte, tanto a nivel nacional como internacional, a dejar el terror exclusivamente en manos de fanáticos irredentos del género es lo que define, en términos contextuales, lógicas endogámicas y, en términos textuales, ideas demasiado asentadas en la tradición y en códigos añejos.




Felizmente, la capacidad de perturbar no es exclusiva del terror. Al contrario, el horror cotidiano es con frecuencia el material de films genéricamente indefinidos, que a falta de una palabra mejor se suelen categorizar bajo la inútil etiqueta de drama. Es el caso de GuachoAbel (1987), cortometraje de Víctor A. “Kino” González, quien luego realizó tres largos, incluido el reciente Tortuga persigue a tortuga —también rodado en los ochenta—, y se desempeñó mayormente como director de fotografía. En menos de nueve minutos, González narra, con “Every Breath You Take” de The Police como trasfondo, el viaje de un muchacho en tren a una zona suburbana, de calles de tierra, donde, escapando de la policía tras haber robado un almacén, se trenza en una relación sexual con una menor de edad aparentemente autista. La chica vive con un hombre mayor que la emborracha para, aparentemente, abusar de ella. Si todo es aparente es porque González, jugando el viejo juego de mostrar lo justo y necesario, construye imágenes que navegan con libertad entre la crudeza y el simbolismo, en busca de una potencia estética perpetua. Todos los personajes parecen abstraídos de la realidad, al punto de que nos preguntamos si son neurodivergentes o si, por el contrario, la abstracción misma es una parte esencial del universo del film. En medio de una secuencia onírica en un tren, con pies desnudos que asoman por doquier acariciando la entrepierna del protagonista, la irrupción de la policía en el mundo real, es decir, la realidad absoluta, marca una ruptura con todo lo que venimos viendo. Las andanzas de Abel se terminan —ya no más alcohol, no más sexo, no más abofetear y robarle a niños de la calle—, pero el horror persiste: el anciano sigue emborrachando a la niña al ritmo de The Police. Ahí están, todavía, las calles de tierra, los cuchillos, las botellas de vino, los chiquitos durmiendo solos en el tren. La última imagen que vemos de Abel lo muestra recostado en el piso boca arriba y con los brazos abiertos, como Cristo en la cruz.
Lo verdaderamente insólito es que González no recurre ni a la crudeza neorrealista ni al esteticismo vacío. Cada plano está pensado con detalle. La fotografía de Salvador Melita y la cámara de Gustavo Mosquera R. tienen el desafío de descifrar una pregunta rectora: ¿cómo transmitir decadencia sin languidez, solo a través de imágenes poderosas y diagonales? El resultado son algunos de los planos más insólitos y, por lo tanto, imborrables del cine argentino de los ochenta: Abel sentado en medio de la casa suburbana, bañado en vino, atravesado por las piernas de la niña mientras ella le lame la cabeza; Abel pinchando con un cuchillo burbujas en la boca de la niña; la niña en medio de una habitación oscurecida tratando de morder una bombita de luz, casi rozándola con la punta de la lengua. En GuachoAbel nada de lo que pasa es agradable, y sin embargo no podemos dejar de observar, embelesados, porque lo que rige es una tensión imposible entre horror y belleza. El final de la historia es bastante conocido: el corto, que era la tesis de González como estudiante del CERC, molestó tanto a las autoridades que le prohibieron seguir dirigiendo dentro de la institución.


Cuando uno compara estos cortometrajes con la mayoría de los films argentinos de la época, al menos con aquellos que tenían intenciones comerciales, parecen nacidos en mundos diferentes. Lejos de la impronta callejera de parte del Nuevo Cine Argentino de los noventa, acá encontramos ideas sobre la realidad social y política del país encriptadas en metáforas, alegorías y simbolismos (¿es posible leer de otra forma, sin ir más lejos, la constante referencia al canibalismo o los recurrentes enfrentamientos entre bandos?). La diferencia es que estos recursos nunca funcionan como un salvoconducto de la potencia visual. Cada uno de estos cortos respeta los géneros cinematográficos con los que dialoga, preguntándose al mismo tiempo qué aportar de nuevo y específico en el contexto de la Argentina contemporánea. ¿Qué imágenes faltan?, ¿qué se ve en las pantallas del país y qué no?, ¿qué películas nos gustaría ver y no se están haciendo?, ¿cómo sacudir al espectador de forma auténtica y sin sensiblerías? Al mismo tiempo, todos cumplen con un requisito clave de los films de bajo presupuesto: usar a su favor las limitaciones presupuestarias. Así, la ausencia de sonido diegético se convierte en una herramienta que combate el exceso de palabrerío tantas veces asociado al cine de la década. Si alguna vez se señaló que una de las características centrales del NCA era que se trataba de un cine sin vueltas, en estos cortos las vueltas son infinitas: no buscan un minimalismo o un naturalismo exacerbado a través de la economía de elementos narrativos, al contrario: entienden que, para que el cine funcione como una caja de resonancia de las mutaciones estéticas y sociales de una época, es fundamental crear imágenes a su altura. Justamente: crear imágenes mutantes.

Notas:
- Pueden verse, por ejemplo, algunos de los primeros cortometrajes de Daniel de la Vega (Sueño profundo, 1997) o Adrián García Bogliano (La forma, 1999). ↩︎
- Tal vez sea similar la historia del otro largometraje de terror de la época: la insólita Seis pasajes al infierno (Fernando Siro, 1981), que al igual que algunos films de Emilio Vieyra de los sesenta está hablada en inglés, probablemente para triunfar en el mercado angloparlante. ↩︎
- Esto no significa, desde ya, que solo los obsesos del terror puedan hacer buenas películas. Hasta comienzos de los ochenta era frecuente que los cineastas industriales alternaran con libertad entre diferentes géneros. Esto permitía que en muchas ocasiones en las propias películas se abordara el terror de forma híbrida. Podemos pensar en directores tan diversos como Jacques Tourneur, William Friedkin, Stanley Kubrick, Brian De Palma, Monte Hellman, Michael Powell, Robert Mulligan, Richard Donner o John Boorman. Incluso íconos del horror como John Carpenter, Mario Bava o Lucio Fulci abordaron numerosos géneros durante sus carreras. ↩︎