8 de enero
El lunes pasan Años cortos, días eternos. Ópera prima de Silvina Estévez, el documental empieza con el puerperio y sigue con cuatro años en la maternidad de un conjunto de mujeres que de a poco van renegando de ser filmadas. Un topos que a esta altura es casi un género: documentales que ponen en abismo su propio fracaso. Sobre lo indocumentable, sobre la resistencia del objeto. Promediando la media hora de película, Años cortos, días eternos se queda sin madres. Ninguna quiere ser registrada mientras lava los platos o cambia un pañal. Brenda Howlin, coguionista de la película y amiga de la directora que amaga con volverse sujeto principal del largometraje, también se cansa. “No me molesta que vengas a mi casa, pero siempre me agarrás en momentos que no están buenos”, dice. “Pensé que iba a poder, pero la verdad es que estoy muy cansada. ¿Qué imagen estamos dando?”.
El documental, entonces, se pliega. Deja de ser una observación de maternidades ajenas y empieza a abordar el vínculo de la directora, Silvina Estévez, con la maternidad. La nena del póster, de hecho, es ella de chiquita con una beba en brazos. En lugar de insistir frente al sujeto que se resiste, Años cortos, días eternos cierra la puerta e interroga el entorno doméstico de Estévez durante los cuarenta minutos restantes. Se agradece que la directora haya insistido en hacer la película pase lo que pase, y en la búsqueda intrafamiliar no deja de recolectar testimonios, miradas y preguntas sobre la maternidad enunciadas por mujeres de distintas generaciones sin perder de vista el crecimiento de la hija de Howlin; pero de fondo hay una desorientación. Las experiencias de las puérperas mostradas al principio se igualan con la situación socioeconómica francamente estable de Estévez como mujer que no sabe si quiere ser mamá y mide riesgos y beneficios desde afuera de la zona de peligro.
Hay una escena donde Años cortos, días eternos permite que emerja un relato que contrasta con las otras experiencias registradas. Una personal de limpieza de un polideportivo le cuenta a Brenda Howlin, nadadora en el club, cómo fue criar ocho nenes en la calle. Pero su presencia se codifica como una excepción a la regla instaurada por la maternidad de clase media urbana; una otredad a la que sin embargo la película no está interesada en escuchar por mucho tiempo y que, a partir de esa escena, pesa desde el fuera de campo. Estévez prefiere registrar el nado de Howlin en la pileta del polideportivo. La plástica de los planos y el campo sonoro en esta escena son expresivos y hablan sobre una maternidad aislada, agotadora, aguada. Pero no dejan de traslucir otro tipo de aislamiento, de un feminismo blanco resguardado entre burbujas.
22 de marzo
Ya no estoy enojada con Años cortos, días eternos. Conviven dos películas en ella: el documental de escucha y el documental de introspección. Lo llamativo es el modo en que el segundo rebalsa sobre el primero. Nuestra época le hizo un altar a la introspección, y por momentos desdeña la escucha. Ahí es donde Estévez concuerda con el tiempo que le toca. Un poema de Rodolfo Benasso dice: “El río se pierde en lo otro / y el mar se resuelve en el mar”(1). Años cortos, días eternos se parece más al mar que al río. Cuando las madres reniegan de la cámara, el documental se queda sin objeto, y entonces hace el “salto hacia adentro” que en Argentina, según Pablo Piedras, inauguró La fe del volcán. Solo que, en ese salto, pierde de vista que adentro y afuera —lo íntimo y lo público— mantienen una relación dialéctica.
El problema de la mujer como sujeto de la enunciación arrastra siglos de reparto desigual del acceso a la palabra y la mirada. Parece haber un gesto de reparación histórica en los documentales subjetivos dirigidos por mujeres y disidencias que se permiten poner en escena las vicisitudes o el eventual fracaso de su realización; pero, ahora que el procedimiento se empieza a institucionalizar, después de años tanto de su utilización en estrenos locales como de su investigación en ámbitos críticos y académicos, y teniendo en cuenta la incorporación paulatina de la interseccionalidad de clase, raza, etnia, género y nacionalidad a las discusiones de los feminismos para empezar a cuestionar no solo el acceso de las mujeres al cine sino cuáles acceden y por qué, quizás el hecho en sí de hacerse visible ya no alcance. Una cineasta se corporiza, hace del temblor de la mano que filma un temblor de la imagen, ¿para mostrar qué?
“Desde el ámbito cinematográfico es necesario preguntarse no ya cómo representar a la Mujer, sino cómo representar la heterogeneidad de las mujeres y las relaciones de poder que las atraviesan, cómo no reducirlas a una identidad fija y universal que anule sus diferencias”, escribió Ximena González en un dossier de la DocuDAC(2). En el intento de reivindicar lo doméstico en tanto zona de conflicto y terreno en disputa, algunos documentales se repliegan sobre una esfera de intimidad signada por el privilegio y terminan reproduciendo en su forma algunos discursos que pretendían discutir. ¿Qué decisiones formales podrían desatar en el nivel de la experiencia estética el reconocimiento de un ser mujer (o un devenir mujer, o incluso un estar mujer) abierto y contradictorio? Ciñéndome de nuevo a los documentales sobre maternidad, ¿es necesario un borramiento del sujeto de la enunciación para que acontezca la escucha, como sucede en el registro observacional de Niña mamá (Andrea Testa, 2019), donde, en lugar de corporizarse, la instancia enunciativa se oculta para conseguir una especie de narración omnisciente?
Me pregunto si decir nosotras siempre va a excluir alguna forma de otras, alguna forma de ellas.
17 de julio
Pasan Silvia en el Gaumont. Parece que el documental de María Silvia Esteve, con première mundial en 2018, en Argentina se estrenó vía streaming recién en marzo de 2020 a través de Puentes de Cine, y tuvo que esperar otros tres años para llegar a salas presenciales. Su relación con Años cortos, días eternos excede el parecido, por demás curioso, entre los nombres de las directoras (Silvina Estévez, María Silvia Esteve): las dos están preocupadas por el potencial micropolítico de lo doméstico, trabajan su condición de hijas, rodean la autoridad de sus madres y esperan hallar, en sus hogares modelo, el brillo de lo siniestro, la palpitación de lo reprimido.
Es frecuente, en la crítica, la pregunta acerca de quiénes acceden a hacer una película con VHS heredados. En los ochenta no todas las familias podían dedicarse al registro de sus vidas. Silvia retorna con insistencia sobre casamientos, fiestas, cenas en restaurantes caros, actos escolares de nenas uniformadas y casonas con jardín. Asedia el corazón del privilegio. Glitchea, distorsiona y manipula las grabaciones familiares caseras como si el found-footage fuera un gajo de limón entre unos dedos que lo exprimen hasta sacarle gotas de acidez. Con la intención de abrir las imágenes, Esteve exige la complicidad de sus hermanas, quienes discuten en off cómo debería ser un retrato cinematográfico de la vida de su madre, Silvia Zabaljáuregui. Esteve no dice yo: dice nosotras. Las conversaciones en off desconfían de las películas caseras y funcionan como foto en negativo de la imagen. Cada hermana se acuerda de fragmentos distintos de la historia materna, el matrimonio forzoso con un tipo violento, la depresión, la dismorfia, las pastillas. Silvia escenifica la puesta en discusión de esa espuma resbaladiza que es cualquier narrativa heredada. Incluso Carlos, marido de Silvia, presta su voz para contar otra versión de su noviazgo y matrimonio.
Durante las últimas secuencias Esteve aparece de chica con sus hermanas. Juegan, pelean y bailan en un patio inmenso vestidas como las nenas de Miss Mary de María Luisa Bemberg, película con la que Silvia comparte el deseo de mostrar una clase alta descuajeringada. Algunos planos me hicieron pensar en la foto de Silvina Estévez con la beba en brazos. En ambas películas —en muchas películas— es difícil encontrar el borde entre la fuerza experiencial de lo íntimo y la motivación narcisista que insiste sobre la propia imagen. A veces pareciera importar más que Silvia Zabaljáuregui le haya puesto “María Silvia” a su hija por su parecido temperamental con la Silvia de Gone With the Wind, cuando en realidad es el parecido de la propia Zabaljáuregui con ese personaje de ficción lo relevante en el drama de su vida. Como en otros documentales subjetivos, la enunciación en primera persona, aunque plural por compartirse con las hermanas, por momentos acapara la atención y obstaculiza el encuentro con Silvia como sujeto irrepresentable. Acaso sea un efecto intencional: toda madre, en los ojos de sus hijas, es a fin de cuentas una desconocida.
Notas
0 Columna escrita originalmente para el Dossier #5 de la revista DocuDAC, “¿Quién mira y quién escucha en el cine de lo real?”, publicado acá.
1 Citado por Susana Thénon en “Dos poetas”, Sur, N° 312, Buenos Aires, junio de 1968. De El olor de las hojas, Rodolfo Benasso, Instituto Amigos del Libro Argentino, 1967.
2 Ximena González, “Tres definiciones en suspenso sobre una imagen latente: El Cine, las Mujeres y el Proyecto de un nuevo Sujeto de la Mirada”, revista DocuDAC, Dossier #4.