Acuarela de Cedrón

Sus manos siempre me recordaron a las de mi abuelo y a las de mi viejo, esas palmas amplias y ajadas, manos de laburante que se la pasó mezclando pintura con thinner, lijando madera, levantando paredes. Se ve que eso me hizo sentirlo cercano desde chico. Sus frases se volvieron parte de la vida cotidiana de mi familia, fragmentos de ese repertorio de líneas que decíamos para cualquier cosa en cualquier momento y siempre nos hacían cagar de risa: “está un poco jugado de chapa pero es un cochazo”, “a ese hijo de puta lo voy a agarrar en cualquier momento”, “es todo para ellos”. De pibe me obsesioné con sus personajes. Representaba sus escenas una y otra vez durante horas, acomodándome los huevos en el calzoncillo como buen súperman barrial; causando, incluso, incomodidades pacatas en restoranes o reuniones de compromiso. Tuve la suerte de conocerlo, brevemente; no recuerdo si fue uno o dos años antes de su muerte. Las cosas que había escuchado de él me parecieron ciertas: su candor, su amabilidad, su aura solitaria. Iba a tocar de invitado en un recital por el centro. Apenas llegamos abrió lugar en la mesa y sacó un taper con sánguches vegetarianos que había hecho. Como había invitado, no quería que pagáramos el morfi: “acá te arrancan la cabeza”, dijo arqueando las cejas. Después subió a tocar unos standards. No se lo veía del todo cómodo en el escenario y lo dejaba saber a cada rato. La trompeta le resultaba una afición secundaria, entre tantas otras que hacía mejor: su trabajo en madera, sus pinturas y escritos, sus dotes actorales. Entre tema y tema contaba anécdotas impresionantes, tan ocurrentes y elaboradas que parecían inventos, tan detalladas y vívidas que parecían reales. Sus amigos le pedían una tras otra. Escucharlo era un gusto para los demás, aunque no me resultó claro si era un gusto para él. Detrás de su inocultable magnetismo había algo reservadamente atormentado: sus ojos tristes parecían señalar que nunca estaba del todo ahí, en el mismo lugar que los demás. Quizás algo de esa multiplicidad emocional le permitió construir una plétora de personajes inolvidables: dulces y atemorizantes, amorosos y trágicos, tiernos y violentos. Fue uno de los actores argentinos más grandes que recuerde: de versatilidad infrecuente, con riqueza de detalles en el laburo corporal, con sutilezas y matices en la gestualidad. Le escuché decir hace no tanto que había pocos actores a los que se les pudiera creer cuando hacían de laburantes, porque no tenían claro qué hacer con las manos, porque no se habían tomado el trabajo de conocer el valor particular de la tarea que estaban haciendo, la manera en que se agarran las herramientas, el tipo de esfuerzo físico que convocan. Tenía una intensa vocación de rescatar los gestos, preocupaciones y miradas de la clase obrera, como pocos artistas del cine argentino. Lo invitamos a participar de un cortometraje y nos dijo que “encantado”, cuando anduviera un poco mejor de salud. Es un pensamiento egoísta, lo sé, pero lamento profundamente no haber podido compartir ese tiempo con él. Leí una multiplicidad de despedidas amorosas y reparadoras ante su muerte. También algunos lamentos, por no haberse animado a demostrarle cariño y admiración al cruzárselo, como siempre, caminando solo por Buenos Aires. Me pregunto si, por debajo de los tormentos, habrá sabido que se lo quería tanto.

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