El delicioso hedor de la burguesía. Apuntes sobre “Inspecteur Lavardin” (Claude Chabrol, 1986)

Retratar la burguesía de provincias era una de las aficiones favoritas de Claude Chabrol. El escenario es casi siempre el mismo: caminos rurales, una vieja casona cubierta de hiedra, antiguos coches de colección, anónimas empleadas domésticas sin rostro ni voz, y una galería de personajes hieráticos y bien vestidos que se dedican a comer exquisiteces, beber copiosamente, fumar cigarros y conspirar por fuera de toda ética para sostener sus privilegios de clase.

Dentro de la tradición chabroliana, lo novedoso en Inspecteur Lavardin es el tono de comedia cáustica que atraviesa cada diálogo y situación de la película, revelando de manera más mordaz que dramática la trama de mentiras, traiciones y contubernios que configuran el centro de la vida burguesa. Mediante comentarios que nunca reclaman protagonismo excluyente ni desvían del eje argumental, Chabrol se divierte desnudando miserias, dejando en claro que lejos de ser una anomalía disfuncional, este comportamiento hipócrita surge y forma parte de un estilo de relacionamiento de clase marcado por la dinámica de su propia vida familiar y social, promotora de principios morales jamás encarnados personalmente.

El personaje de Lavardin había hecho su primera aparición un año antes en Poulet au vinaigre (1985), otro murder mystery basado en una novela de Dominique Roulet, para el que Chabrol modeló un investigador sagaz e infalible alla Holmes, aunque sin el rasgo metódico y obsesivo de éste, sino endiabladamente simpático y taimado. Para esta segunda vuelta redobló la apuesta del protagónico, desarrollando un personaje aún más colorido y complejo, tan querible como despreciable, a quien sólo le interesa conocer la verdad para poder utilizarla luego a su antojo, manipulando pruebas y personas bajo la forma de una justicia que se ajusta únicamente a sus propios códigos morales.

Luego de mover sus hilos para prohibir el estreno de una obra de teatro independiente llamada “Padre Nuestro que coges en el Cielo”, un líder comunitario aristócrata y ultracatólico es asesinado. Su cadáver aparece sobre las rocas de la playa, desnudo y con la palabra “cerdo” escrita con rouge sobre su espalda. Aunque las principales sospechas recaen sobre el grupo de actores, el sagaz detective desanuda el ovillo de encubrimientos en forma implacable, a través de dos líneas de investigación: la del crimen propiamente dicho y la de una red de corrupción de menores y tráfico de drogas que involucra al asesinado patrón de la ciudad. Lavardin, un conservador romántico, deberá decidir entre castigar a los involuntarios culpables o torcer las evidencias para hacer pagar a quienes de otra manera seguirían prodigando crímenes protegidos por las fuerzas vivas de la ciudad.

Fiel a las exigencias del género, Chabrol aporta la ligereza necesaria para que la película sea además muy amena y divertida. Las redes de encubrimiento del asesinato, así como el aún más enredado enigma que subyace a su trama, son ingeniosas y atrapantes. El recorrido por ese laberinto inserto en la mejor tradición del whodunit es guiado por un enorme Jean Poiret, que encarna el cinismo de su Lavardin con un talento humorístico de gran sutileza. Junto al encantador viudo alegre pintor de ojos —compuesto con maestría por Jean-Claude Brialy— y la deliciosamente corrupta Hélène —interpretada por una Bernadette Lafont rubia y estirada— conforma un irresistible trío de personajes decadentes, matizado por el policía provinciano protagonizado por Pierre-François Dumeniaud, su partenaire por inconveniencia, con quien se permite algunos pasos de slapstick.

28 años y cuarenta films después de su primera realización, una película de Chabrol es siempre una película de Chabrol. Esta tautología pretende señalar que el grado alcanzado por su maestría le permite deambular con gracia por una comedia de asesinatos sin perder un ápice de su estilo. Ajeno a cualquier presunción, desafiando lo que tradicionalmente entendemos como comedia —ejercicio que llevaría aún más lejos al año siguiente, con Masques (1987)— el viejo Claude nos invita a divertirnos con la traición, la mentira, el desencanto y la perversidad, o dicho de otra manera, a penetrar lúdicamente las pútridas entrañas del mundo burgués mediante un humor tan sutil como corrosivo.

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