Nos han dado tantas falsas esperanzas que sólo podemos imaginar alguna catástrofe
Chris Marker, 2084
Aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor,
¡mañana es mejor!
Luis Alberto Spinetta, “Cantata de puentes amarillos”
En 1984 la Confédération Française Démocratique du Travail le encargó a Chris Marker la realización de una película con motivo del centenario de las leyes laborales que habilitaron la organización sindical. Lejos de devolverles un trabajo celebratorio o conmemorativo, Marker les entrega 2084, un corto en el que ensaya un salto hacia adelante: un grupo de personas se hacen de las armas tecnológicas de la época para proyectar los escenarios posibles para lxs trabajadorxs del futuro. El francés dobla una misma metodología en dos planos: así como los personajes del corto vuelcan materiales de archivo en una computadora que les devuelve hipótesis sobre la vida en 2084, el cineasta toma su propio balance de la historia del movimiento obrero francés para reflexionar sobre el porvenir, haciendo pie en una fuerte crítica al sindicalismo de entonces. En las hipótesis que devolvía la máquina de lxs obreros encargados de realizar la película, el sindicalismo era caracterizado de una manera que podríamos encontrar familiar a la burocracia sindical moderna: organizaciones poderosas, que en un marco de crisis económica crónica gestiona las emergencias de la clase a través del miedo. Si la supervivencia es la meta cotidiana, no hay resto para inventar un futuro: todo tiempo pasado fue mejor. Dice Marker: “La nostalgia del pasado reemplaza la nostalgia del futuro, antes llamada revolución”.
Un fantasma recorre Mar del Plata
Entre la retrospectiva de Helke Misselwitz y las referencias a la Rusia soviética presentes en las distintas competencias del último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, podemos imaginar el estremecimiento que recorrió las espaldas de críticos y tuiteros que abrazaron —en el gesto de rechazarla— su pertenencia al espectro político de derecha. Sin embargo, de la misma manera que llama la atención la aparición hic et nunc en diversos discursos y proclamas de un sistema político derrotado en los papeles hace más de treinta años, lo hace también su constitución como referente en distintas películas argentinas contemporáneas. Las óperas primas Estrella roja, de Sofía Bordenave, y Danubio, de Agustina Pérez Rial, reviven en sus películas a la Unión Soviética con estilos y objetivos diferentes, pero que abrevan en una mirada al pasado de las izquierdas que excede al cine y que las ha vuelto, en algunos casos, un objeto de consumo y, en otros, signo de una nostalgia propia de la impotencia política de extrapolar al presente las ideas de lxs revolucionarixs del siglo XX.
La idea rectora de Estrella roja es la pregunta por el futuro: qué ha pasado con los imaginarios colectivos del porvenir, hoy teñidos por la inminencia de la extinción, la autodestrucción, la distopía. El film de Bordenave fue rodado casi íntegramente en Rusia durante 2017, año del centenario de la Revolución de Octubre. Porta, en ese sentido, un afán de registro documental, observando las calles de San Petersburgo en busca de las huellas de aquella gesta. La directora construye, a su vez, dos narradoras que serán las encargadas de exponer sus tesis en torno a la revolución y la celebración de su centenario. Al comienzo de la película, la voz de Anastasia repone las distintas formas que la imaginación humana ha creado como potencial corolario de la existencia: la caída de un meteorito, el apocalipsis zombi, la invasión extraterrestre, inundaciones, la rebelión de las máquinas, etc. Nada ha quedado entonces de aquella explosión creativa de la intelligentsia de la Revolución de 1917, en la que arte y ciencia conspiraban en la consecución de un futuro superador. La película ilustra ese ímpetu cristalizado en el anhelo soviético de la existencia de vida en Marte: el error de traducción de los estudios del astrónomo italiano Schiaparelli y la novela de Aleksandr Bogdánov que da nombre a la película son presentados como acontecimientos que daban cuenta de una fuerza que no conocía límites, que había llegado para crear nuevos posibles.
Estrella roja
La derrota del socialismo soviético, seguida de la dudosa —cuando no trágica— supervivencia de los llamados socialismos reales, sepultó esa idea del futuro y la malvendió a cambio de la del progreso: ya no hay adelante, sólo hay arriba. Si la utopía, parafraseando a Eduardo Galeano, servía para caminar, el progreso se presenta como un analgésico para soportar el loop anodino del tardocapitalismo, ese vivir para sobrevivir del corto de Marker. La caída de los grandes relatos revolucionarios devino en la configuración de un futuro como fatalidad: la certeza de la muerte se torna angustiante en tanto no hay otro proyecto que la autorrealización. Ya no pensamos cómo queremos vivir, sino cómo vamos a morir. Si el futuro sólo nos depara la extinción, el pasado se presenta como un cálido estar adónde ir. De allí las nuevas narrativas de amplios espectros políticos, también presentes en el cine contemporáneo. La historia se visita en tanto archivo, en tanto museo, sea para una puesta en valor o para una denuncia en retrospectiva.
Hacia el final de su película, la realizadora cordobesa registra las calles vacías de San Petersburgo al cumplirse el centenario de la Revolución: la celebración fue recluida en los museos. El registro de las desérticas inmediaciones del Palacio de Invierno (musicalizado por la monumental Sinfonía de las Sirenas de Avraamov) nos recuerda la derrota del socialismo soviético, pero también enuncia lo problemático de ciertos abordajes del pasado. En línea con ese señalamiento, la película elude el llamamiento del material de archivo y se lanza a otras estrategias formales: las construcciones ficcionales como la mencionada voz en off o el personaje de Katya Vidre, los planos generales del otrora escenario de la revolución encuadrados con una simetría asociada al imaginario soviético, el rescate de los roofers Karl y Nikita, que recorren techos encontrando grietas por donde entrar e inspeccionar las ruinas de la era socialista, ciertos pasos de comedia —como el gag con el nombre de Karl— y las imágenes del planeta rojo, que con tenue rebeldía insisten en crear otro futuro en el acto de imaginarlo.
Artefactos
Allí donde Bordenave construye una narrativa díscola forjada en parte por el extrañamiento de rodar una película argentina a trece mil kilómetros de distancia y en parte por las decisiones formales antedichas, Agustina Pérez Rial realiza en Danubio el recorrido inverso. La voz en off no es en ruso como en Estrella roja, sino en un español hablado con torsiones eslavas. La narradora acompaña con su relato una serie de cables de inteligencia del archivo de la División de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPBA), que se intercalan con el archivo fotográfico de distintas ediciones del Festival de Mar del Plata de aquellos años. La película elude, también a su manera, el mandato del material de archivo, la tácita convención de sólo dejarlo hablar, describirlo o subrayarlo mediante el montaje. La directora pone en imágenes la vigilancia policial hacia las delegaciones de países socialistas y crea mediante la narración y el sonido sus propias situaciones inspiradas en hechos reales. El cruce de géneros y voluntades redondea una factura formal novedosa aunque desdibujada en su carácter político. La clandestinidad de la Sociedad Cultural Danubio, la existencia de la censura como marca del valor que se le adjudicaba al cine, el boicot de la Sociedad de Actores y hasta cierto glamour de la red carpet marplatense participan de la mirada nostálgica, que junto con una construcción ficcional que no aporta capas nuevas de profundidad (más bien adereza las imágenes de archivo), terminan por licuar un enfoque original de una problemática ya bastante visitada (la de la censura en contexto dictatorial en los 60 y 70). Un resultado similar recoge la película Jogo de Cena (2007) de Eduardo Coutinho. A partir de una convocatoria publicada en un diario, el director realiza decenas de entrevistas a mujeres que narran historias de vida, algunas bastante dramáticas, y las pone en pantalla a la par de otras mujeres, actrices, que construyen personajes que duplican esos testimonios. Coutinho intercala el registro documental y el ficcional para hacer su statement en torno a la representación y cuestionar el estatuto de verdad del registro documental. En ese juego de escena que el director propone para hablar de las imágenes, las historias de esas mujeres, relatos materiales y concretos antes de que la cámara se encienda, terminan siendo manipuladas, utilizadas para ilustrar una idea. Dice Mark Fisher que “a través de la conversión general de prácticas y rituales en objetos meramente estéticos, las creencias de las culturas previas quedan objetivamente ironizadas, transformadas en artefactos”(1). Así ocurre con las salas del Museo Británico, y también con las películas en cuestión. La operatoria del realismo capitalista señalada por el crítico inglés comprende un sistema de equivalencia general que puede observarse en un cine que parece igualar una rebelión obrera con un VHS familiar, la gesta con el gesto, todo bajo el inocuo concepto de materiales.
Es curioso que Danubio aparezca un año después de los debates suscitados por la película ganadora de la edición pasada del mismo festival: El año del descubrimiento. En particular, de aquellos intercambios que sobrevinieron algunos días después, con la confección de los rankings cinéfilos que ya son tradición de fin de año, como las películas navideñas o los pronósticos de estallido social. Allí, Nicolás Prividera colocaba en la palestra a quienes habían erigido a la película de Luis López Carrasco entre las mejores del año, en un gesto que el director de Adiós a la memoria (2020) le adjudica a la corrección política y a cierta hipocresía culposa de la cinefilia vernácula. “Sospecho que muchos votantes [de esos rankings] detestarían una película como El año del descubrimiento, o no le habrían prestado la menor atención, si fuera de su propio país”, señala el crítico y cineasta. En los comentarios, Oscar Cuervo ilustraba la tesis del texto con la propuesta/demanda de rodar un documental sobre uno de los tantos episodios repudiables del ex Secretario de Cultura de la gestión de Cambiemos, Pablo Avelluto, ponderando “el interés que tendría un documental que registre los mecanismos de control en el corazón mismo de los festivales”. Está claro que no son comparables los mecanismos de control policiales en períodos dictatoriales con los modernos (aun cuando buena parte de las estructuras policiales de entonces permanecen incólumes, la suspensión de garantías constitucionales tiene distintos niveles tanto como su impacto público en cada período) y que la denuncia de Prividera venía a cuento del abstencionismo de cierto cine argentino contemporáneo al momento de dialogar con la matriz neoliberal que lo vio nacer. Sin embargo, hay en estos cruces algunos puntos interesantes para seguir pensando, más en la variable tiempo que en la variable distancia. Danubio responde cabalmente a ese interés por los mecanismos de control en el corazón de los festivales, pero el salto temporal nos lleva de nuevo otra vez a los años 60. Cabe preguntarse si el problema está tanto en el afuera-adentro (como quienes aplaudían a los gilets jaunes y despotricaban contra las movilizaciones en oposición a la Reforma previsional del macrismo) como en la distancia entre pasado y presente —o, mejor dicho, en la mirada hacia el pasado que lo aísla del presente, que lo momifica y exhibe en museos o galerías.
El año del descubrimiento reconstruye el relato de la clase obrera española en torno a los sucesos ocurridos en Cartagena, Murcia, en 1992. Ese año el Estado español celebraba los 500 años de la colonización de América con una Exposición Universal en la Ciudad de Sevilla y con la realización de los Juegos Olímpicos en Barcelona. Al mismo tiempo, se ultimaban los detalles para la integración de España en la Unión Europea con un plan de reconversión industrial que se manifestó en recortes, pérdida de empleo y privatizaciones. Cualquier similitud con la revolución productiva de estas pampas no es coincidencia: el muro de Berlín había caído y el capitalismo se preparaba para mostrar su verdadero rostro. En ese marco, una revuelta obrera terminó por prender fuego el Parlamento de Murcia. El éxito de la película, sin embargo, no viene tanto dado por el hecho histórico referido como por las decisiones formales que toma el director para narrarlo. Carrasco recupera, más que un acontecimiento, el espíritu de una época: sienta a trabajadorxs y militantes de entonces a conversar durante horas sobre lo sucedido. Aunque es el director quien interroga y de alguna manera coordina las conversaciones, el registro es el de la observación. En una operación homóloga a la realizada en su anterior largometraje, El futuro (2013), Carrasco se hace del video y caracteriza a los protagonistas para potenciar su viaje en el tiempo. Construye su artefacto. Hasta la conversación (oral, presencial, tête-à-tête) en tanto género parece puesto ahí para significar los años del fin de siglo. El recurso es tan prolijo que nos empuja a dudar si no estamos en verdad ante material de archivo recuperado, una ilusión que desecha, además de las marcas de la época que emergen en los distintos intercambios, el carácter de balance postrero que motiva buena parte de las conversaciones. Sin embargo, donde El futuro mete el dedo en la llaga de la contracultura española en los años de la transición democrática, El año del descubrimiento celebra una victoria pírrica en el marco de una derrota histórica. La primera pone en el centro el germen de un problema del presente: los primeros pasos de una cultura política que validó -por acción u omisión- los usos y abusos de los grandes partidos gobernantes que devinieron en la gran crisis política y económica contemporánea de España. La segunda, en cambio, rescata el último acto de un movimiento obrero que estaba viendo caer poco a poco sus grandes banderas mientras se tipeaban las nuevas narrativas globales del confort y la meritocracia que apenas si dejaban lugar a discutir la redistribución de la ganancia. El artefacto de Carrasco nos invita a mirar de lejos ese archivo —el documental y el creado por él— pero construye en sí mismo una mirada melancólica: no hay una mirada proyectiva, puesto que la conversación es retrospectiva, aun cuando se trazan comparaciones con el presente.
La gesta de los obreros murcianos se disuelve en el gesto estético de Carrasco, del mismo modo en que la de los revolucionarios de 1917 es esterilizada al ser montada en un Museo de una de las potencias del capitalismo global, y la persecución política y el anticomunismo pueden ser endulzados con una comedia de enredos. Fisher retoma a T. S. Eliot cuando dice que “el agotamiento de lo nuevo nos priva hasta del pasado. La tradición pierde sentido una vez que nada la desafía o modifica”. La mirada nostálgica la vuelve inofensiva y pasible de ser exhibida, montada o programada como artefacto. “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”(2): el célebre apotegma puede sintetizar algunas ideas de este texto. La pregunta es si el cine, que supo aportar a la construcción de imaginarios (y organizaciones) revulsivos, romperá los mandatos del realismo capitalista y permitirá volver a imaginar; no (sólo) a recordar tiempos felices o temer por los que vendrán.
El año del descubrimiento
Notas:
1 “El capitalismo es lo que queda en pie cuando las creencias colapsan en el nivel de la elaboración ritual o simbólica, dejando como resto solamente al consumidor-espectador que camina a tientas entre reliquias y ruinas”. Mark Fisher, Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, Caja negra, 2018. pp. 26-27.
2 La frase, según Fisher, es atribuida tanto a Frederic Jameson como a Slavoj Žižek.
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