La fertilidad de la niebla

El niño se llama Wenceslao y llega con su padre a la isla por primera vez. El hombre va a poner allí, en ese territorio despoblado, las trampas para las nutrias. La isla es una promesa no solo de alimentos y de pieles, sino también de un hogar: el padre le cuenta a su hijo, ese día, su plan de limpiar, hay que abrir a golpe de machete la espesura, para levantar un rancho, y mudarse definitivamente en el verano. Este viaje iniciático a la isla, donde Wenceslao, el protagonista de El limonero real, la novela de Juan José Saer, vivirá para siempre, ocurre en el medio de una niebla tan espesa que apenas le permite al niño ver el contorno del cuerpo de su padre, algo del rostro por momentos, y la canoa. Dice Saer:

Sus ojos escrutan la masa blanca y espesa de la niebla, entrecerrándose. El aire líquido ha ido empapándolos, gradual. Wenceslao tiembla aunque en noviembre no hace frío, y mira con ansiedad la cara de su padre para encontrar en ella la explicación de esa niebla blanca que ha borrado lo que ellos conocían hasta media hora antes como “el río” y “la isla”, pero el padre no ve la mirada de Wenceslao; se incorpora, con gran lentitud y cuidado, y recoge la cadena. La canoa varada apenas se mueve. El cuerpo del padre se recorta nítido y lleno de relieves contra ese fondo de niebla que muerde los contornos de la figura.

Sin nombre (Lucila Rivas)

Podemos pensar esta escena como un centro neurálgico de la idea de literatura para Saer: si el mundo es opaco, si lo que se sabe está siempre acuciado por lo que no se sabe, si en el mundo, como en la niebla, no vemos, sino que vislumbramos, si el misterio está inscripto en la materia y la experiencia del contacto, con el mundo en general y con la naturaleza en particular, está problematizada, la literatura debe conservar, como programa, esta condición.

Pienso en esta idea de Saer porque Paisajes opacos. Sobre las nubes en el cine, el libro que hoy nos convoca, se hace cargo, desde el título y desde la elección del elemento en el que pone la mirada, de esa condición inestable del mundo y del lenguaje con el que el cine habla del mundo. Los paisajes, como un saber que se nombra, no son transparentes, no son postales tranquilizadoras que se agencian una belleza muerta, sino que resguardan, para la escritura, la fertilidad de la niebla. Podemos decir entonces que este libro, hermoso y sugerente, editado por Álvaro Bretal, nos viene a decir, antes que nada, que la crítica cinematográfica, por la elección de su objeto de análisis, por la condición de la mirada y por la forma de enunciar sus argumentos, puede no ser ajena a la poesía. 

Dice Álvaro Bretal en el prólogo:

¿Cuál será el sentido de reunir varios textos sin ninguna preocupación teórica o histórica común, solo conectados por la presencia, a veces más obvia y otras más críptica, de los cielos grises, plomizos, y los anticipos de tormenta? La primera razón es que no hay razón: la investigación y la rigurosidad analítica no tienen por qué ser los únicos modos de acercarse a la reflexión cinematográfica.

Nueve trabajos forman parte del libro. Los cielos se transfiguran mientras leemos, pasan ante nuestra mirada con todo su poder, convocados por las palabras.

Cielos sin nubes, porque lo que importa son las cuestiones de la tierra, cielos que se vuelven relatos sobre la tristeza, nubes convertidas en niebla que rodean a los alcohólicos en la noche. En estos cielos y en estas nubes repara Lucía Salas a partir de películas de Daniéle Huillet y Jean-Marie Straub, y John Ford.

Las nubes escasean en el sertón. Adquieren la forma de la esperanza y de los sueños. Son bienvenidas cuando llegan con su promesa e imploradas cuando brillan por su ausencia: cómo se desea la lluvia en la sed más extrema, que amenaza con la muerte a todo lo viviente. También las nubes en los cielos de las películas del cinema novo, sobre los que escribe Milagros Porta, adquieren, a veces, la forma de la niebla, en este caso benigna y fértil.

Seven Days (Chris Welsby, 1974)

“La serpiente es una nube que vuelta serpiente también se vuelve río”, dice Federico Bianchetti en su lectura de una película de Arnold Fanck, de 1924: El fenómeno de la nube de Maloja. La segunda parte de su ensayo pone la atención en Masanao Abe, físico y meteorólogo japonés que produjo una inmensa cantidad de material fotográfico y fílmico, fascinado por el movimiento de las nubes que rodean el monte Fuji.

Truenos y relámpagos, cielos bajos, nubes amenazantes, neblina. El cielo colabora con el estremecimiento en las películas de terror en las que repara Nuria Silva. La atmósfera no es inocente, nos alcanza y nos inquieta. También, las nubes fascinan por su movimiento. Lo que es, pronto deja de ser. Conjetura Silva: “Tal vez la mutabilidad de las nubes sea el mayor de sus atractivos, porque no sólo son imágenes en movimiento: el acto de observarlas delineando sobre ellas formas surgidas de nuestro imaginario puede ser fácilmente comparable al de la cinefilia, que se entrega al juego de deformar las imágenes que desfilan ante su mirada y resulta, a su vez, deformada por ellas”.

A partir de textos literarios, ensayos y películas, Patricio Fontana se pregunta cómo se filma la pampa, esa extensión vacía, plana, que se vuelve inconmensurable cuando la presencia de nubes en el horizonte impide discernir dónde termina la tierra y empieza el cielo. Pampa bárbara, de Lucas Demare y Hugo Fregonese, Juan Moreira, de Leonardo Favio, e Historias extraordinarias, de Mariano Llinás, le permiten a Fontana dar cuenta de modos distintos de responder a la misma pregunta: “¿Qué importancia tienen las nubes en la postulación de la llanura como espectáculo cinematográfico?”

Miguel Muñoz Garnica pone la atención en la relación paisaje-personaje en el western, a partir de películas de John Ford y Budd Boetticher. El desierto, tierra y rocas, moldea a los personajes y los constituye. Para que el paisaje, incluyendo el cielo y las nubes, sea además materia del lenguaje cinematográfico, piensa Muñoz Garnica, el director debe experimentar esa tierra y esas montañas hasta conocerlas de corazón.

La atención o no a las leyes de la física en el cine de animación es la línea central del trabajo de Héctor Oyarzún. ¿Cuál es la resistencia de una sandía cortada por un cuchillo? ¿Por dónde sale el sol? ¿Qué pasa con el salto de un niño? ¿Y el cielo y las nubes? ¿Apego o no a las reglas del mundo material? A partir de diversas películas, Oyarzún repara en distintos modos de resolver esta tensión.

Miguel Savransky hace un recorrido por distintas películas del cine experimental en las que el paisaje y el cielo borrascoso se transforman en el elemento central de la poética. Intensificación de lo sensorial, contemplación de lo que muta, construcción de rimas visuales, son algunos de los modos y funciones que descubre Savransky en su ensayo.

La lluvia en las películas de Béla Tarr erosiona, destruye y ensucia. Los cielos se encapotan y viran hacia la noche definitiva. Estas manifestaciones de la naturaleza tienen un carácter material y metafórico. Son símbolos materiales del devenir del siglo XXI. En esto se enfoca el trabajo de Ezequiel Iván Duarte.

Juan Moreira (Leonardo Favio, 1973)

Es probable que en todos nosotros la lectura del libro active la memoria de otros cielos, otras nubes, otras nieblas, reales o cinematográficas. El libro adquiere, por su metodología y por la ideología que detenta, un carácter expansivo, centrífugo. Los cielos y las nubes rompen los límites de los textos, mutan y nos alcanzan. Es este un valor que se agrega a la agudeza de los ensayos. 

A mí su lectura me ha llevado a un momento del rodaje de La orilla que se abisma. Íbamos en un pequeño bote por el río Paraná en el medio de la niebla. La cámara percibía un paisaje húmedo, desfigurado, cuando mirábamos hacia la orilla. En el río, sólo la vibración de la nube, un abismo blanco. De pronto, en el encuadre, no en nuestros ojos, apareció un pescador, de pie sobre un bote, revisando el espinel. Lo filmamos alejándonos muy lentamente, a la deriva. Recuerdo nuestro silencio y el chapoteo del agua, leve, contra la madera de nuestro bote. El pescador, que estaría a no más de diez metros, pronto empezó a aparecer y desaparecer, tragado por la niebla, en un vaivén maravilloso. Cuerpo y niebla, visión y ceguera. Cuando ya no fue posible verlo, Luis Cámara, nuestro fotógrafo, paneó lentamente hacia la orilla. De pronto, un pájaro inmenso se alzó de la nada, apareció en el encuadre, y acompañó, en la misma dirección, el movimiento de la cámara. Era para nosotros el encuentro material con las palabras de Juan L. Ortiz que guiaban nuestra búsqueda: “Se trata de cierto sentido brumoso que disuelve el contorno de las cosas para hacer sentir la unidad viviente”.

Celebro la aparición de Paisajes opacos. Sobre las nubes en el cine y le agradezco enfáticamente a quienes son parte de Taipei: Álvaro Bretal, Iván Bustinduy, Milagros Porta, Agustín Durruty y Pablo Ceccarelli, por esta iniciativa maravillosa. Por muchos libros más, salú.

Buenos Aires, abril de 2023

La orilla que se abisma (Gustavo Fontán, 2008)

Nota: La fotografía de Lucila Rivas forma parte del libro Paisajes opacos. Sobre las nubes en el cine. Cada ejemplar incluye una foto-postal en su interior. Lxs autorxs de las nueve fotos seleccionadas son: Marco Catullo, Pablo Ceccarelli, Daniela Eliana Flores, Paula Fratton, María Aime Mouján, Clara Nerone, Lucila Rivas, Julia Russo Martínez y Lara Seijas.

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