Miradas externas. Sobre el retrato del interior en el cine uruguayo

¿Cuál es la obsesión de ciertos cineastas uruguayos con el interior, representado con generalizaciones, a partir de sus diferencias con la capital? 

En la breve historia de nuestra filmografía, desde la sistematización de la producción cinematográfica a inicios de los 2000, pero ya con exponentes regulares desde los años 90 e intermitentes en décadas previas, se puede detectar una tendencia en la relación que entablan cineastas, muchos de ellos residentes en Montevideo, con todos los departamentos que les son ajenos. Sin que falten las narraciones de localización metropolitana, como son las obras de Federico Veiroj, Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll o Mauro Sarser y Marcela Matta, abundan peripecias situadas en las especificidades de escenarios lejanos a la capital. Con una inclinación por los balnearios, sin necesariamente limitarse a ellos.

El cine de Manolo Nieto reluce por ser un ejemplar primigenio: La perrera produce su representación a partir de las adversidades materiales de David, un joven forzado por su padre, debido a su indignante incapacidad académica, a construir junto a un grupo de albañiles una residencia desde cero durante sus vacaciones en La Pedrera, Rocha. El lugar del hijo sigue a Ariel luego de que su padre perezca a modo de tragedia repentina, obligándolo a trasladarse de Montevideo a Salto para saldar asuntos inconclusos, siguiendo su militancia estudiantil en una facultad local que muestra solidaridad por el duelo de su ahora compañero. El empleado y el patrón, acatando a esa jerarquía social explícita, observa las rivalidades entre un terrateniente campestre que hereda las tierras de su padre y un hombre a quien contrata por necesidad de reemplazo; ambos en situación de paternidad temprana, por tanto, perseverando por el bienestar de los lazos sanguíneos.

Lo que podría parecer la obsesión de un único realizador (uno de los más reconocidos de la república oriental en el panorama internacional) por orbitar la ruralidad despliega rápido otros exponentes que recurren a escenarios semejantes: el díptico de inestabilidad familiar de Leticia Jorge conformado por Tanta agua (codirigida con Ana Guevara) y Alelí, así como el de Diego “Parker” Fernández, definido por su irreverencia, en Rincón de Darwin y La teoría de los vidrios rotos. Se manifiesta en el cine de terror, con La casa muda de Gustavo Hernández o la venidera El tema del verano (excepción a la continuidad espacial que había recorrido Stoll en sus películas anteriores, a pesar de no serle extraño a la escapatoria de esas calles de asfalto pobladas por el desasosiego debido a digresiones como el segmento de Piriápolis en Whisky), farsas disparatadas en la clave de Mateína, dirigida por Joaquín Peñagaricano y Pablo Abdala Richero, o Clever, con autoría de Federico Borgia y Guillermo Madeiro, piezas en clave de sutileza preocupadas por exteriorizar la introspección. He ahí Los tiburones de Lucía Garibaldi o 9 de Martín Barrenechea y Nicolás Branca; la obsesión incluso se reitera en cortometrajes, como los recientes Antes de Madrid (Nicolás Botana e Ilén Juambeltz), estrenado en el festival de Berlín, o Maleza (Andrés Boero Madrid). 

Nina & Emma, largometraje debut de la fotógrafa, escritora y profesora Mercedes Cosco —apodada “Mer Cosco”— responde ante esta genealogía y sirve de síntoma paradigmático del modo en que varios cineastas montevideanos filman el interior, haciéndolo lugar de ficción. Dos muchachas comparten un lazo que se remonta desde la tierna infancia y las ha mantenido aferradas cual imán, casi en unidad simbiótica, desde que su cerebro les permite retener memorias. Nina estudia arquitectura, a Emma le apasionan las melodías y poder producirlas; atiende a un conservatorio, o al menos eso presumimos de su discurso en ciertas escenas (por ejemplo, la primera fiesta) donde lo que hace de su vida se vuelve motivo de pregunta. Un verano, las dos deciden pasar los días de calor juntas, y eluden cualquier presencia de autoridad paternal en un hospedaje que, salvo por su funcionalidad de balneario, no se termina de definir (pero que, por ciertos delatores geográficos, podemos asociar con La Paloma).

Nina & Emma

El film construye una poética que anhela encarnar la afección de una Polaroid; abrir la llave del baúl que guarda memorias de remordimiento y felicidad explosiva, con la jovialidad como matriz que tematiza su retrato. La idea fotográfica está plasmada en la tímida obsesión de uno de sus personajes principales, Nina, por capturar instantes de la naturaleza con una cámara de rollo hallada en algún rincón oscuro del hogar materno. Esas fotografías cargan con su cicatriz; mediante las emociones que atravesará Nina a lo largo del metraje, se volverán el índice de dolores y alegrías veraniegas. No es incidental que, como ocurre en La perrera, Tanta agua o la segunda mitad de Las vacaciones de Hilda, se configure la acción desde esa mirada del interior como sitio vacacional. 

Hay una codificación dentro de algunos signos frecuentados por cierto cine nacional donde las vacaciones se vuelven sujeto de representación desde una óptica que les permita darles concreción a las aflicciones de sus personajes. La vacación funciona por su distinción contra la rutina. Es su opuesto complementario, el tiempo de reposo de la vida laboral o estudiantil. La mayor parte del año se cumple con el rol social adjudicado al sujeto político, y se le concede como recompensa la posibilidad de descanso. Al menos, esa es la teoría que propone la ideología del capitalismo (debido a situaciones de precariedad que lo pueden circunscribir; no todo trabajador puede, per se, permitirse vacaciones). Esta teoría se cumple respecto a diversas experiencias de vida. Tanto Nina como Emma cursan carreras universitarias, pero lo que la película hace acción, lo que utiliza de material para sus escenas, es el momento del receso, no el del estudio.

Sin embargo, lo que le atribuye esa atracción de potencialidad ficcional a las vacaciones es, precisamente, su definición de contracara de la moneda de lo rutinario y, por ende, de los estímulos incesantes de la cotidianeidad. Despeja las cargas que rodean la organización diaria y propone un espacio para la reflexión. Sin trascurrir estrictamente en vacaciones, esa es la utilidad que cumple el barrio privado de Solanas, Punta del Este, en 9; Christian, futbolista que en su juventud ha cosechado una reputación internacional desmedida, se aleja de las candentes luces blancas y los micrófonos de reporteros cargosos tras haber violentado a un jugador de un equipo rival. Es ese detenimiento de las redes mercantiles focalizadas en cosificar su figura lo que da pie para que el personaje pueda aislarse y entrar en una introspección (todavía rodeado por un grupo considerable de gente, parásitos que succionan su energía vital). Así vislumbra la posibilidad de un desinterés por aquello a lo que dedica su existencia. Sin el receso, no habría lugar para la introspección. 

No habría que omitir el costado menos severo de las vacaciones: el espacio lúdico. Lo juguetón seduce a la ficción por el propio goce de las narraciones que muestran el disfrute organizado y, con esa chispa para la interioridad, proveen posibilidades de contraste. En Nina & Emma, Cosco se apoya en esa dimensión de lo lúdico en complicidad con sus actrices: las chicas se enfiestan en boliches nocturnos con amplia reverberación y luces estroboscópicas en tonalidad púrpura; comparten el helado de palito de agua de la otra en un gesto de provocación con la excusa de querer “ver si el otro está mejor” mientras observan las frecuencias marítimas del Río de la Plata, el toque de la línea aérea que limita agua y aire; escuchan la música que les entusiasma; conocen gente; buscan, en resumen, que cada día sea mejor que el anterior. Instancias de calidez que, además de encontrar imágenes vitales en la sinergia entre las actrices Alfonsina Carrocio (Nina) y Valentina Pereyra (Emma), configuran un contraste que revelará comportamientos de sus personajes cuando las dolencias por el deseo reprimido salgan a la luz. Pero aquellas observaciones son permitidas por las vacaciones como escenario en el que son posibles esas dinámicas e interacciones.

Los balnearios, por esa concurrencia regular en algunas películas, son localidades impregnadas por los realizadores con un deje de erotismo. El prisma que se les aplica es menos conceptual y más textural: la aspereza del suelo arenoso en las playas, la irregularidad del agua y lo voluptuoso de las sustancias líquidas, tal vez por su paralelismo con la fluctuación de la sangre y su forma de recordarnos la dependencia del agua para los cuerpos. Llevar ropas ligeras, transpirar por el calor, reposar bajo una sombrilla con el sol como acompañante. Hay algo de las playas, por su asociación al verano, que irradia una atmósfera y desprende esa sensualidad al circular por las aguas del deseo. Puede producirse una evocación de Éric Rohmer por Pauline à la plage, La Collectionneuse o Conte d’été, pero sería más pertinente convocar a la realizadora Gabriela Guillermo, que con Irina Raffo se encuentra desarrollando su tetralogía de las estaciones en homenaje al francés. Historias de verano, la primera de esa colección (compuesta también por Historia de otoño, Historia de invierno y la venidera Historia de primavera), usa Maldonado, con atención a Bella Vista y Playa Verde, como catalizadores para que, en esa dispersión, distintos jóvenes puedan tener sus aproximaciones al deseo, acercarse al amorío por un otro al que hacen objeto de su pasión, que les propulsa a arrimarse, a disminuir la distancia entre pieles. Lo que se particulariza de esa atención al deseo para hacerla relevante a la discusión sobre Nina & Emma, que la enlaza con otras pocas iteraciones a partir de esta preponderancia de la etiqueta coming-of-age, es una codificación del balneario y de texturas del verano a partir de la mirada femenina sobre el crecimiento.

“No vamos a ser jóvenes para siempre”

Uno podría, de manera un tanto azarosa, trazar una continuidad entre ideas del crecimiento ligadas al deseo que palpitan entre Tanta agua y Los tiburones. Tres exponentes, incluyendo al filme de Cosco, donde el deseo se explaya y desestabiliza. Todas plantean una distinción según la cual sus protagonistas procuran dividirse de un entorno por el que no sienten pertenencia alguna, y una agresividad en su separación del mundo conocido para forjar sus identidades. Es el sentimiento común en la adolescencia, con toda su seriedad ahogante, de querer separarse de las figuras de autoridad como manera de encontrar una expresión de individualidad. 

Tanta agua sigue las vacaciones de Lucía junto a su hermano y su padre divorciado en un resort de Salto, donde padecen la mala fortuna de ser bienvenidos con múltiples días de lluvia intensa que anulan varias de las actividades posibles. Lucía parece siempre querer encerrarse en sí misma, hastiada de su entorno, enunciando en sus ojos una apatía habitual en la pubertad, hasta que conoce a una joven de su edad y entabla una amistad que la hace asistir a una fiesta lejana. Esa amistad la saca de la comodidad de su indiferencia, pero la hace atravesar desilusiones y aprender a vivir con esas bofetadas. Parte de la ambigüedad que hace al film es no tener certeza de si Lucía desea a los chicos que se encuentra o a su propia amiga, debido a las dagas que siente en su espalda cuando la ve con alguien más sin avisar. Ese anhelo frustrado de reciprocidad también es el eje de Nina & Emma, con los planos de las dos junto a un bonaerense que estudia cine interpretado por Santiago Musetti, que colocan a Emma y al chico en los costados mientras Nina observa, apartada desde el centro del cuadro, con ojeras carcomidas por una envidia peor que mil leones feroces. La diferencia está en la falta de ambigüedad: en vez de habitarla y sentirla, Nina opera directo sobre esa frustración.

Tanta agua

Pero tal vez sea la narración de Garibaldi en Los tiburones la que más exponga y acentúe esa agresividad hacia lo externo. Su protagonista Rosina (Romina Bentancur), mientras atraviesa confrontaciones en cenas familiares o corta el césped de aquellos para quienes trabaja, demuestra una ajenidad, un rechazo hacia las personas, sean familiares o desconocidos. Esa divergencia hace del deseo su gesto rebelde, a partir de la torpeza a la hora de accionarlo. Es el deseo en su costado más violento, que se vuelve peligroso cuando lo expresa hacia un joven adulto (Joselo, interpretado por Federico Morosini) que no siente pudor por aprovecharse de muchachas menores de edad: señala su propio bulto, se insinúa groseramente a través de comportamientos abusivos. Garibaldi construye este vínculo mediante una dinámica ambigua, de problematización moral, que remite a La niña santa de Lucrecia Martel, por cómo fragmenta  los cuerpos y construye desde la complementariedad de campos y contracampos.

Sin adentrarse en esa misma peligrosidad, hay algo de la rebeldía que se traslada al ejercicio de Cosco. Nótese la interacción entre Nina y su madre en la única escena que comparten. Antes de partir, la progenitora le pregunta con preocupación sobre los particulares de su viaje; acercamientos que Nina interpreta como posesivos, como una protección que la infantiliza cuando trata de emanciparse y vivir una libertad plena. Libertad para la que su madre es un estorbo. Podrá concederle un beso en la mejilla para despedirse, pero hay una actitud de diferenciación, una ida lejos del hogar materno para torcer el rumbo indicado por los padres, que define su motivación respecto al mundo.

Su último saboreo del aire montevideano antes de partir a La Paloma es una fiesta que convoca múltiples amigos del pasado. Las dos amigas son invitadas a emborracharse y a bailar sin parar. Pero una vez que llegan a la residencia lo único que les suscita es un resguardado rechazo, de conversaciones incómodas y respuestas vagas, que las hace apartarse. Cuando encuentran un lugar para ellas solas, mientras el resto baila en el fondo al ritmo de una cumbia, se acarician las orejas con tacto grácil mientras, con auriculares in-ear blancos que emiten melodías sintéticas, se transportan a una ensoñación. Un trance en el que solo ellas existen. Más tarde, emiten su juicio despectivo y alarmado, el remordimiento de haber aceptado asistir, lo estupefactas que están ante gente que les resulta tan poco interesante. El desprecio que insinuaban los comportamientos de Rosina, su mirada perdida al asistir junto a gente que le es indiferente y la ocasional violencia ante su misma familia son verbalizados por Nina y Emma. Las dos jóvenes adultas hacen expresión, usando la palabra como medio, de su inadaptabilidad a los términos sociales que las circunscriben, agobiadas por la monotonía de la ciudad. 

Nina y Emma combaten su sentido de inadecuación mediante el escape. Se fugan de toda normalidad para construir un lugar apropiable, diseñado según sus urgencias, aislado de aquello que les resulta repugnante; un espacio en el que se cruzan las intimidades y los afectos. El momento de los auriculares en la fiesta es una de varias modalidades de escapatoria de las que se aferran los personajes con tal de encerrarse en su propia burbuja, para flotar por los alrededores manteniéndose inmutables, a pesar de la imposibilidad de impedir que el mundo incida en esa burbuja. Gran parte de esa diferencia se expresa en sus consumos culturales: usan la música que les gusta como afirmación, aserción de una identidad construida a partir de signos que pretenden denotar esa divergencia. Por algo lo que escuchan es un indie-pop que se contrapone a la cumbia de la fiesta; música popular, estimulante al exterior, diferente por antonomasia a un género que se entiende por oposición. Una categoría irónica: en su nombre se conjuga lo independiente con lo popular

Nina & Emma

Referentes ajenos

Es consecuente que el film se apoye tanto en canciones para sus gestos afirmativos. Estas canciones encapsulan un espíritu inherente a lo indie, denominación que nace en el panorama musical para referirse a bandas que no publican bajo los sellos discográficos hegemónicos de la industria musical, como por ejemplo los británicos Buzzcocks. Sin embargo, lo indie se ha esparcido a otras artes y ha tenido resonancia en lo cinematográfico. Así como siempre hubo cantantes o bandas trabajando fuera del mainstream, siempre existieron cineastas fuera de los estudios. No obstante, esta vitalidad puesta en crear a pesar de la inseguridad financiera encontró un emblema en John Cassavetes. La gente que participó en la producción de Faces rememora en entrevistas que, para financiarla, Cassavetes actuó en películas ajenas o incluso hipotecó su casa para cobrar dinero que usaría en comprar latas de película y así seguir filmando. Invirtiendo su propio dinero, trabajando con gente cercana, filmando en locaciones de amigos o propias, buscó el modo de producción que se adecuara a las necesidades de la puesta en escena.

Con el paso de los años, la categoría de indie ha diluido su connotación originaria, respecto a la realidad material de la realización y/o distribución, para asociarse a un conjunto de principios poéticos; es más una identidad definida por oposición que una precariedad aprehendida con orgullo. Cuando ahora se habla de lo indie, no es desde una óptica productiva, sino desde un sello de autonomía, un así llamado espíritu de originalidad y frescura, una diferencia. Una independencia no necesariamente comercial, sino sobre todo identitaria. Por ende, se vuelve pertinente, aun con lo disparatado que suene, separar lo independiente de lo indie. ¿Qué puede ser más independiente que Hong Sang-soo y su ardua empresa, autofinanciada con las ganancias de sus películas previas? Incluso, para su más reciente lanzamiento, In Our Day, Hong prescinde de la figura del sonidista, último acompañante técnico que permanecía detrás de cámara. Aun así, nadie lo asociaría con la idea que se tiene de indie. Es distinto el caso de un cineasta de la talla de Wes Anderson, quien a pesar de sus inicios humildes con Bottle Rocket ahora tiene el honor de perdurar como uno de los pocos cineastas de gran alcance en Hollywood tan asertivos con su idiosincrasia.

Con esto no se le debe negar a la obra de Cosco el hecho de que cumple con ser independiente desde la óptica de los medios de producción. Sin recibir apoyo estatal en su preproducción, financiada en principio con los ahorros de su realizadora y su productor, la modalidad fue la de una película cooperativa; cada integrante del equipo técnico disponía su fuerza de trabajo sin la expectativa de una remuneración. Procedimiento cada vez más importante de reconocer, con las adversidades infernales que igual conlleva, en su alternativa a la burocracia del universo de los fondos. Sin embargo, es también la realidad de otro film con el que comparte cartelera, Amores pendientes de Oscar Estévez, al que nunca se calificaría de indie, por recordar a comedias románticas protagonizadas por Adam Sandler. El indie de Nina & Emma es uno que se ilustra con los signos que propone la película en la dirección de arte: un póster de Death Proof, una remera de Unknown Pleasures, una prenda que declara (en inglés, para colmo) “I want to be a character in a Wes Anderson film”. Estéticamente, hay una búsqueda tonal que apela a las emociones tratando de evadir la cursilería de brocha gruesa, una particularidad en la construcción de esas paletas de colores llamativas que denotan un espíritu de libertad, una estructura narrativa que permite la digresión por querer abarcar las vicisitudes del vivir. 

9

Estas observaciones pueden aplicarse a algunos de los objetos culturales mencionados, pero no tienen sentido si se intentan adjudicar, por ejemplo, a la película de Tarantino, que parecería querer ser integrada al conjunto por su bocanada de libertad y rebeldía, incluso si se quisiera fundamentar que su inclusión es un capricho; algo dice en su mera presencia. El problema es que lo indie es vago, y por eso se delata más como categoría mercantil, una que enuncia en su diferencia otro tipo de conformidad. A este punto, no hay nada menos nicho que lo indie.

Por más que las invocaciones rioplatenses sean ilustrativas, la mirada parece dirigirnos a otro continente. Cuando las dos amigas reposan en la playa, Nina leyendo un libro y Emma, con lentes de sol negros, apreciando el color rosa luminoso del esmalte en sus uñas, la reminiscencia está lejos de las manos que cargan el peso de podar el césped de múltiples patios que nos hace ver Garibaldi en Los tiburones. Se acerca más al ennui glamuroso de la obra de Sofia Coppola, figurado en esa Kristen Dunst adolescente de The Virgin Suicides que yace sobre el pasto rodeada por un tinte azulado. Los personajes de Cosco, resguardando su tristeza, casi parecen posar para una revista de modelaje o un anuncio de perfumes. La iluminación neón de los interiores durante los festejos y los atardeceres a contraluz con cámara en mano emanados por eslóganes hedonistas remiten a una construcción de la productora estadounidense A24. 

En esta línea, es difícil eludir la reminiscencia a la oscilación entre amistad y amorío de Rue y Jules en Euphoria, a pesar de que Nina & Emma haya sido concebida antes del hito de HBO (según testimonio de Cosco, los primeros bocetos emergieron entre 2017 y 2018). En la creación de Sam Levinson se entabla un vínculo que parte de la confianza en exhibir la propia vulnerabilidad ante la otra persona, porque entre sí logran arroparse y resguardarse de los horrores que las rodean. Una amistad hecha de recostarse juntas sobre la cama en ropa interior sabiendo que hay una seguridad recíproca en ese encuentro. Ambas producciones divergen en el hecho de que la amistad de Nina y Emma es un proceso cultivado con años, mientras la de Rue y Jules es un encuentro inmediato que se produce desde la confianza de dejar que la otra entre por la ventana de la habitación propia. Además, los personajes de Cosco no se exponen al trauma de la usurpación paternal, la dependencia a la adicción o la transfobia de los protagonistas de Euphoria. Sin embargo, el lazo está ahí; la amiga como refugio, la dependencia construida en la confianza y el cariño. Una afección que, en la visceralidad de esa intimidad, desborda la amistad y filtra una dimensión del deseo amoroso. 

El final de temporada de Euphoria se informa por una exaltación de la fuga que estructura el film de Cosco. Luego del baile escolar, adquiere vigencia una propuesta que ya recorría las mentes de las dos amigas: marcharse de los barrios de California a la metrópolis y ahí forjar sus vidas, acorde a sus deseos. Sin embargo, al llegar a la estación, en el último segundo antes de la partida del tranvía, Rue se rehúsa a viajar; desde el suelo observa a Jules alejarse mientras sus caminos se bifurcan. Lo que en la conclusión del primer arco de Euphoria se juega en la cohibición y su efecto en los otros, en Nina & Emma se juega en el exceso de la intensidad del auto-descubrimiento, que expone la incapacidad de lidiar con sentimientos complejos.

Cuando asiste a su primer boliche en La Paloma, Emma le informa a Nina que la espere, que volverá en poco tiempo. Pasa el rato, horas o minutos eternos; el desconocimiento de ese entorno, la ausencia de rostros reconocibles, abruma a Nina hasta el extremo de un ataque de ansiedad, convirtiendo el ruido de la música y las vibraciones de la luz en una fuerza inaguantable. Se retira para respirar aire campestre. En otro segmento narrativo de la película, al observar desde una puerta semi abierta que Emma está entablando cercanía carnal con el estudiante de cine, Nina corre lo más lejos que puede. Deambula en la oscuridad, compra un Colet y un alfajor pasada la medianoche en un negocio veinticuatro horas; no vuelve al hospedaje hasta la mañana siguiente. 

Una curva dramática hegemónica propondría que Nina aprendería de este conflicto interno, superándose como persona, suturando su vicio por no afrontar los problemas. No es el caso. Durante la cima climática, cuando Nina logra por fin conciliar un gesto de afecto que demuestra su pasión hacia Emma, la ansiedad la ahoga apenas nota en la otra esquina de la fiesta al estudiante de cine. Hay una ambigüedad en el  acontecimiento: puede ser alegoría o literalidad. No obstante, lo que le sigue es concreto: apenas sale el sol, en vez de volver con Emma en su automóvil a Montevideo, Nina espera en una parada hasta la llegada del primer interdepartamental para regresar a casa. El plano final la muestra con la cabeza apoyada contra la ventana del transporte mientras escucha música en sus auriculares. Estará regresando, pero, en la reimplementación de ese signo que connota encierro, es devuelta a su significación temprana: Ella no cesa de eludir las cosas, de eludirse, corriendo para chocar contra un espejo. Más que resolver, escapa. De ahí su tragedia. 

Nina & Emma

Llamados de escape

El escape no es mero gesto simbólico, sino que se traduce en términos espaciales a partir del juego entre locaciones. Hay una noción monomítica en estas ideas del viaje del héroe con un personaje en una trayectoria que lo lleve a la actualización personal y la virtud, óptica que puede ser reductiva pero tiene su utilidad en casos particulares: una dicotomía entre el mundo conocido y el exterior desconocido al que el personaje heroico parte para recorrer su travesía. Es un común denominador compartido en varias narrativas indie. Por volver a A24, tenemos American Honey, Spring Breakers o Never Goin’ Back. Tres películas en las que se establece un mundo desalentador, de rutinas soporíferas, hasta que sus personajes parten en un viaje fuera de lo reconocible para recolectar experiencias que las puedan nutrir como personas. El llamado del héroe, si quisiéramos entenderlo en esos términos, se motiva por la necesidad de libertad plena en la aspiración a una vida mejor o, aunque sea, a un breve instante enérgico y explosivo. 

Esta misma lectura puede aplicarse a varias obras de la república oriental, integrando estas concepciones espaciales de Montevideo con el interior. En su cortometraje de egreso, Pehuajó, la realizadora Catalina Marín apuesta a esta idea epopéyica atravesada por el fantasma de Sans toit ni loi de Agnès Varda, en esos movimientos de cámara que siguen a una mujer sola que se aventura fuera de la ciudad. En este caso, acompañamos a Albertina, que responde a la llamada telefónica de su pareja y emprende una mudanza fuera de la Capital para compartir el fin de milenio con él, hasta que se desilusiona. Asimismo, La teoría de los vidrios rotos de Diego “Parker” Fernández incursiona por las mareas de esta herencia narrativa, siguiendo a un empleado de una compañía de seguros de automóviles que es ascendido a costa de tener que ocupar el cargo en un pueblo lejos de su comodidad. Salvando las distancias entre el cortometraje de Marín y la comedia de Parker, se ve en ese mundo desconocido una potencialidad de peligro. Solo que Marín lo emplea para recurrir a una impresión propia del cine de Jarmusch en la semejanza del desasosiego entre lugares, por mayor que sea la diferencia geográfica. El lugar del hijo, por su parte, le proporciona un elemento odiseico a su recorrido: Ariel deja de asistir a las ocupaciones universitarias montevideanas para trasladarse a Salto; en ese acto hay un gesto homérico de retorno a un lugar en el que alguna vez vivió, pero que ya no es el mismo. Lo constante es la necesidad de comprender que la omisión no es posible. Para que coexista el contraste, Montevideo requiere una representación, por más breve que sea. Eso es lo que le confiere lo monomítico: el hogar materno de Nina, al resultarle conocido, es conciso en su tiempo de aparición, pero igual se presenta elemental para las necesidades de la composición del relato. Esa presencia de lo conocido es insuficiente en su extensión para hacer ver sus excentricidades, pactos y rituales, pero muestra lo indispensable para dar una impresión de qué es el lugar del que se escapan.

Aun así, no es casual que los términos se pacten desde esa relación. Al ser tantos los narradores de estas ficciones que habitan Montevideo, hay por experiencia personal una asociación que se presume e inclina a valorizar desde esa dicotomía: la capital como hogar, y toda su periferia como ajenidad. Es un sesgo que nos lleva de vuelta al binomio de Montevideo como rutina y el interior definido a partir de su carácter de sitio vacacional. Al predisponer a la capital con esa jerarquización, el interior se define por oposición ante una centralidad asumida, discriminado como fenómeno de alteridad o mistificado fuera de su materialidad. Como si fuese un sitio anormal en vez de ser, en sí mismo, una normalidad. Ese es el rasgo que las comedias acentúan con hipérbole: La teoría de los vidrios rotos retrata un pueblo de excentricidades maliciosas, una colectividad antagónica que hace peligrar la sanidad del protagonista en las múltiples humillaciones que se le infringe, siendo los habitantes estrambóticos, a su vez, caricaturas desde estereotipos desprendidos de la mirada montevideana de lo que se asume que es un habitante del interior. Mateína no concede comodidad en la identificación con el capitalino para explorar tierras desconocidas, pero su mirada cumple con las propiedades de la burla en el film de Parker. Clever esboza personajes a los que, desde el privilegio de la superioridad moral del espectador, podemos designar —aplicando un infantilismo asertivo— como una manada de ridículos

Tal vez la incriminación no sea tan directa, pero es una concepción fijada en la misma raíz: foráneos que, de tránsito momentáneo, ven ahí solo el goce del turismo sin involucrarse con el tipo de vida que puede existir. ¿Qué motivo suscita que se vacacione en el interior? No es carencia de divertimentos en la capital. Para deleitarse con el receso, el capitalino tiene que escapar de su rutina. En Nina & Emma, el interior existe solo como instrumento de las protagonistas en su viaje de actualización personal. Incluso fuera de ese círculo inmediato del dúo, los otros personajes comparten la ajenidad con el lugar. Para ellos, no es más que un balneario. Nos encontramos lejos de lo que hizo que Los tiburones fuera una bocanada de aire fresco: un contraplano de la mirada vacacional, que muestra la organización de un pueblo ante distintas disyuntivas y, en una nota más microscópica, de una familia obrera que poda el césped de los afortunados mientras tienen que amontonar bidones para mantener un flujo de agua en el hogar (una imagen de relevancia accidental para los habitantes de Montevideo de 2023). Lo particular era que alguien bajo esas condiciones pudiera emerger como protagonista de un film sobre el deseo. 

Whisky

No se trata de condenar ciertas películas por provenir de estratos sociales abastecidos. La mirada de Manolo Nieto, por volver a un director ya mencionado, siempre designa con especificidad las condiciones de sus personajes, incluso cuando la acción es guiada por otra pulsión que no sea la sociológica. El lugar del hijo, su trabajo más logrado, aun con su núcleo emocional en la aflicción del protagonista por la pérdida paterna, nos ubica con precisión ante su situación de clase y sus actividades políticas para incorporarlas a la acción y nutrir el sentido que adquieren esos signos de ausencia. Ariel tiene que heredar de su padre terrateniente tanto las fortunas como las deudas, las cuentas a medio pagar, que caen sobre sus hombros indefensos sin habérsele heredado las herramientas para soldar lo irresoluto. Metáfora que Nieto extrapola, a partir de la militancia de Ariel, como síntoma de la globalidad del Uruguay en tanto nación de viejos, en la que los jóvenes deben lidiar con las falencias que heredan de generaciones previas. La propiedad campestre es también una circunstancia vital para las vicisitudes de su debut, La perrera. El padre, pudiente, le exige a su hijo que tome responsabilidad para no deshonrar los supuestos esfuerzos paternos por recolectar bienes. Sin la especificidad de clase, no habría narración que nos guíe por los afectos joviales de un muchacho que busca su lugar en el mundo. Se le puede señalar una visión meritocrática, pero no una abstención a comprometerse con el tipo de personaje retratado. 

No está mal que los personajes de Cosco sean opulentos. Puede ser una característica del relato, si se mantiene una mirada crítica (no es lo mismo que sentenciadora; nadie busca culpables). Pero su manera de observar a los protagonistas parece sesgada de cualquier entendimiento politizado de los enredos del sentimiento. Como indica un diálogo entre Nina y su reflejo en el retrovisor del automóvil, fantaseando de qué entablará conversación en la fiesta, el lugar en el que se hospedan durante los amaneceres de verano y las noches de clima húmedo es propiedad de Emma. Cuando nos adentramos, encontramos que es una casa amueblada casi en cada esquina, con todos los utensilios necesarios para vivir. ¿Quiénes son los padres de Emma? ¿Por qué tienen un lugar así? No podríamos declarar que ella vive ahí, al carecer las habitaciones de la personalización que tiene cualquier espacio habitado. Pero ese hecho, que parece tangencial, es delator de un sesgo: el privilegio de clase como una presunción general. ¿Qué neutralidad puede tener una casa de esas características, siendo Uruguay el país con mayor costo de vida de Latinoamérica, y siendo la inflación cada vez más grave? Lo personal es —y no deja de ser, por mayor que sea el ansia de desligar— político.

Espectros del cine nacional

En 1994, Pablo Dotta estrenó su película El dirigible, filmada en 35 mm, en la Semana de la Crítica del festival de Cannes; una excursión imposible, si consideramos lo ambicioso de su escala en el marco de un cine nacional hasta ese momento no sistematizado a través de redes que lo afiancen. La existencia de un objeto con tales propiedades y su promoción como primera película uruguaya dio lugar a una expectativa descomunal. Se trataba de un título erróneo, parte de una tendencia local por declarar nacimientos incesantes pese a haber exponentes desde 1898 (Carrera de bicicletas en el velódromo de Arroyo Seco) en adelante, si bien espaciados en el tiempo. Sin embargo, esa etiqueta de fenómeno sin precedentes se corresponde con la mencionada magnificencia de su alcance, que repercutió en las expectativas que se proyectaron sobre ella de cómo debía ser la primera película uruguaya, llevándola a la defenestración pública. Lo cierto es que el film de Dotta no pretendía acatar ninguna voluntad más que la sensibilidad personal por una serie de ponderaciones e introspecciones tanto políticas como sentimentales de un afecto político remitido a la memoria.

El foco de esos apaleamientos llama la atención de inmediato, porque, junto con reproches por el hermetismo de la película, su poética y su así discriminado “esoterismo elitista”, se le reclamó una falta de potencial turístico. La película muestra una Montevideo desolada, casi inhóspita salvo por la frialdad del viento, mientras foráneos traspasan negocios cerrados y avenidas sin un alma que las recorra, como si se tratara de un sitio atormentado por el apocalipsis (¿o tal vez la inseguridad de un entorno reprimido por vigilancia policial, en el que nadie quiere o puede salir de su hogar?). ¿Esa es la imagen que se muestra de nosotros al extranjero? Se le incriminó, por no mostrar el goce veraniego de nuestras hermosas playas y, en su lugar, representar una imagen sollozada, decaída en tristeza. Desde entonces, el fantasma de aquellas frustraciones, afianzadas con la llegada y popularidad de Whisky, ha plagado el imaginario de un cine nacional más variado de lo que piensan sus detractores. Pero como ese imaginario es más fuerte que su realidad material, poco importa que existan variantes que lo invaliden; su prevalencia, incluso si ahora ha disminuido, retorna cada vez que sale un proyecto y se le recrimina su presunta uruguayez, de una uniformidad grisácea infrecuente.

El dirigible

Tal vez por eso existan ciertos films sobre balnearios que intentan exponer su belleza turística como respuesta (incluso incidental) de un cierto cine nacional. Durante los 2000, a los emprendimientos de la productora Control Z, con las obras de Adrián Biniez, Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, Leticia Jorge, Federico Veiroj y varios más, se les asignó la categoría de Nuevo Cine Uruguayo. Pero la clasificación de novedad, fuera de su contemporaneidad por la cercanía temporal, no responde ante un supuesto Viejo Cine Uruguayo que haya seguido ciertas tendencias rechazadas por otra generación, como sí ocurrió con el Nuevo Cine Argentino. No hay reformulación dialéctica ni una tesis a la que ser antítesis, como si el panorama nacional se hubiese volcado a la posmodernidad sin una modernidad previa. ¿No serían, entonces, las producciones de hoy en día las que encapsulan ese ser antitético? Películas como Amores pendientes, Julio, felices por siempre, Años luz, Muerto con gloria o Carmen Vidal: mujer detective. Algunas de estas son comedias, pero no quieren caer en ese tono grisáceo que se le adjudicó a Control Z, apelando a un sentimentalismo que no genera muchas ambigüedades en el relato, con un arco narrativo que se esfuerza en no dejar a nadie atrás. Varias de ellas son invadidas por una autoconsciencia de los géneros a los que pertenecen, pero abogando por ellos desde una actitud reivindicadora, que se adhiere a un presunto clasicismo que apela a una vena popular a priori poco desafiante en sus formas. Películas diseñadas para llegar a un público mayor, aunque podamos dudar de que haya verdadera inaccesibilidad en un film como 25 Watts si vemos su recurrencia en el inconsciente colectivo y lo mucho que convocan sus proyecciones (una se dio en febrero de 2023, a las afueras del cine universitario, y el flujo de gente era tal que la mayoría ni siquiera era capaz de ver la película correctamente por la aglomeración). Nina & Emma se posiciona por afinidad entre este grupo de largometrajes recientes, aun cuando ciertos elementos estructurales en su soltura narrativa tampoco difieren de ese cine nacional antagonizado por emprendimientos actuales. 

Por lo tanto, resuena una pregunta: ¿de qué se ocupa esta nueva ola de cine nacional a la hora de retratar ciertos espacios y asignarles una identidad colectiva? ¿En qué público piensa para ponderar esa nueva accesibilidad? ¿No puede ser esa aspiración de accesibilidad la que la hace caer ante cegueras tramposas? Tampoco quiero promover la idea de que el cine nacional falla globalmente en la representación de sus territorios. Menos tratar de sentenciar a las películas discutidas por su valoración más inmediata, que es la impresión que podría asignar una lectura perezosa. ¿Pero no hay un reflejo de esa oposición a cierto cine, del que El dirigible es insignia pese a su rareza (una película que no creó escuela, pese a asociársela con lo grisáceo del Nuevo Cine Uruguayo), cuando se embellece el paisaje rochense o de Maldonado sin un ápice de conciencia sobre el carácter mercantil de la propiedad? 

Nina & Emma, en su mirada sobre el interior, se asemeja más a una postal, una que excluye la vida que puede tener ese territorio fuera del pasaje del montevideano, quien la anexa a una condición de clase que descuida la consciencia. Lo mismo ocurre en Años luz, donde el interior se vuelve sitio para la actualización espiritual en la conciliación familiar de sus personajes. Esto, a su vez, comulga con la mirada de films como La teoría de los vidrios rotos, no por un desprecio directo, sino por una idealización del terreno, ya sea despectivo o tan maravillado que ignora sus características particulares para poner de protagonista a algún montevideano. Ese es el lugar en el que se deja al interior.

Nina & Emma

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