A comienzos de 1982, el periodista Oscar Bosetti entrevistó a Adolfo Aristarain y José Pablo Feinmann para las páginas de Crear en la cultura nacional, revista fundada en 1980 por Oscar Castellucci, y entre cuyos colaboradores había peronistas y miembros del Partido Comunista.
Crear, tal su nombre original, se había enfocado mayormente en temas culturales —en la portada de sus primeros números se señalan los siguientes ejes temáticos: “teatro / medios / literatura / música / plástica / cine”— para empezar a incorporar, a partir del número tres, notas de índole política que fueron acaparando cada vez más espacio con el correr del tiempo. También su nombre atravesó mutaciones, del simple Crear —o CREAR, todo en mayúscula, como solía escribirse— a Crear en la cultura nacional a partir del número cuatro, y más adelante, tras la derrota electoral del peronismo en 1983, Crear para el proyecto nacional. Durante su primer período fue una publicación relevante, de cierta gravitación en los debates político-culturales del ocaso de la dictadura y el regreso a la democracia. Prueba de esto, y de la dificultad para encasillar ideológicamente a la revista, son las polémicas sostenidas con distintas figuras y publicaciones, tanto por izquierda como por derecha: en un programa radial vinculado a la infame Cabildo, de notoria circulación por aquellos años, se llamó a Crear “zurdaje reagrupado” y “cueva de montoneros”, mientras que en una discusión tal vez más atendible, a raíz del artículo “El exilio y las vísperas” (firmado por Alejandro Guetti y Domingo Arcomano, publicado en el número doce), Osvaldo Bayer los señaló como “peronistas de derecha”, acusándolos, por el hecho de haberse quedado en el país, de tener cierto grado de cercanía con la dictadura militar. A fines de 1984 Crear entró en pausa, para regresar en 1987 bajo el nuevo nombre Crear para el pensamiento nacional. Esta última etapa duró cerca de dos años. A mediados de 1989, con Carlos Saúl Menem a punto de asumir la presidencia, la revista dejó de existir para siempre(1).
En el momento en que Bosetti realizó la entrevista, Feinmann, licenciado en Filosofía y militante peronista, venía de atravesar un autodescubrimiento intelectual: en los primeros años de la dictadura había pausado la escritura de su segundo libro de ensayos, Filosofía y Nación, para abocarse a su primera novela, un policial oscuro que se publicó en 1979 bajo el título Últimos días de la víctima. El recorrido de Aristarain, apenas siete meses menor que Feinmann, había sido muy distinto. Sin formación académica —sus inicios en el cine tuvieron lugar a comienzos de los sesenta, cuando su interés por la nueva ola lo llevó a curiosear en el rodaje de Dar la cara, donde participó como extra—, se mudó a España en 1967, país en el que trabajó en películas muy diversas como asistente de dirección. Tras siete años regresó a Argentina, y en 1978, momento particularmente duro para el cine nacional, logró dirigir su primer largometraje: La parte del león, un film económico y asfixiante, con guion propio y realizado sin el amparo de ninguna compañía productora. Recién al año siguiente comenzó una asociación con Aries Cinematográfica que duraría cuatro películas; las dos primeras realizadas por encargo —La playa del amor y La discoteca del amor— y las dos siguientes, proyectos propios —Tiempo de revancha y Últimos días de la víctima, adaptación de la novela de Feinmann, con guion escrito por ambos—.
En esta entrevista, publicada en el número ocho de Crear y realizada mientras el film se encontraba en plena producción —se estrenaría, finalmente, en abril de 1982, pocas semanas antes de que el número saliera a la calle—, Feinmann y Aristarain hablan sobre sus carreras, sobre la adaptación y sobre sus proyectos futuros, además de posicionarse en relación a tendencias cinematográficas modernas que habían comenzado a tomar forma y ganar reputación a partir de los años sesenta. Es fácil, desde el presente, tachar de conservadoras a sus posturas críticas ante cineastas europeos que hoy forman parte del canon. En cualquier caso, vale la pena detenerse en ellas para conocer de primera mano disputas relevantes de aquellos años y que recién comenzarían a desdibujarse, al menos en el ámbito de la crítica cinematográfica, a mediados de los ochenta, cuando críticos como Ángel Faretta o Rodrigo Tarruella se posicionaran abiertamente a favor del cine norteamericano y, en particular, del cine de género —línea continuada en los noventa por revistas como El Amante/Cine—. Aquellas disputas, por cierto, no eran aisladas ni de nicho; por el contrario, formaban parte de las discusiones ideológicas de la época. En cierto momento Feinmann cuenta que, cuando fue a ver al cine El ocaso de los cheyennes de Ford —sospecho que en su estreno, en 1964—, sus compañeros de la facultad se habían matado de risa, y remata: “creo que no les alcancé a decir que trabajaba Richard Widmark, porque si no me iban a empezar a patear”.
Introducción y transcripción: Álvaro Bretal
A propósito de Últimos días de la víctima y otras cuestiones
Oscar Bosetti
Posiblemente, en estos tiempos que corren, Adolfo Aristarain tenga para sí la dura tarea de ser casi él sólo todo el cine argentino. A poco de observar la paupérrima actividad cinematográfica en nuestro país, esta particular presunción se acentúa aún más ante las que parecieran ser las dos variables casi excluyentes de esa producción. Por un lado, las burdas “comedias de tono picaresco”, que repiten indefinidamente la mediocridad y la chabacanería y poco o absolutamente nada tienen que ver con el lenguaje cinematográfico. Por otro lado, la aparente alternativa: los filmes que se erigen como pretendidamente artísticos en los que la prepotencia del “mensaje” contenido los convierte en discursos francamente soporíferos. Frente a este panorama, el cine de Aristarain se va desarrollando lentamente, pero sin pausas, reivindicando una práctica que lo relaciona con las grandes obras del cine y a las cuales él alude en múltiples “citas” y “homenajes”, acudiendo a la complicidad de la memoria cinéfila. En definitiva, esa clave consiste en contar historias que atrapen el interés del espectador y lo hagan participar en esa otra realidad mayor a la vida, que se sucede en el rectángulo de la pantalla, bajo un titilante haz de luz y en medio de la oscuridad de esas Arcadias modernas: las salas de cine.
Actualmente Aristarain está filmando su quinta película, cuyo guión está basado en Últimos días de la víctima, una novela —la primera— escrita por José Pablo Feinmann, un lúcido licenciado en filosofía de la línea nacional. La siguiente es una transcripción de los momentos más interesantes de una larga conversación que mantuvimos, con ambos creadores, una calurosa tarde de enero, pocos días antes del inicio del rodaje. Mientras la charla se deslizaba por temas varios como los laberintos de la creación, la relación entre el cine y la literatura o los pasos a seguir de ahora en más en sus respectivas obras, justo en ese momento —decíamos— Mendizábal, frío, implacable, seguía al acecho de los rastros de su próxima víctima.
¿Tuvo algo que ver tu paso por el teatro para vincularte con el cine?
Adolfo Aristarain: Yo entré en el teatro como actor en el “Fray Mocho” pero por muy poco tiempo. Habré estado unos cinco o seis meses. Antes también había hecho radio, entre otras tantas cosas, hasta que después de esa experiencia en teatro me metí directamente en cine, pero no por vinculación del teatro sino por otra gente que conocía. Mi introducción fue La herencia que produjo Luis Bellaba, quien, en el 64, dirigió un cortometraje llamado Borges cuyo guion era mío.
¿Cómo nace la relación con Mario Camus y tu idea de irte a Europa?
AA: La relación con Camus empezó acá. Él había venido a hacer una película con Raphael que era Digan lo que digan. Ya por esa época tenía ganas de rajarme y Mario me embaló. Entonces decidí irme para Almería en donde había mucha producción italiana (era la época de los westerns “spaghetti”) y también trabajaban actores norteamericanos. Efectivamente, un mes después que Mario terminó de filmar me saqué el pasaje y a los veinte días de estar había enganchado trabajo.
¿En qué consistió tu trabajo en España?
AA: La mayor parte del trabajo lo hice en producciones norteamericanas e inglesas (en gran parte gracias al idioma que manejaba por lo aprendido en la secundaria) que se coproducían y se filmaban en España. Hice una serie que durante mucho tiempo se dio acá: Los camioneros. También participé en una serie filmada en 35 mm, que produjo la TV española junto con la alemana. Pero, aunque trabajé con Sergio Leone, Peter Collinson o Robert Parrish —entre otros—, con el tipo que más aprendí fue con Camus. Con él hice, entre otros títulos que ahora recuerdo, La cólera del viento y El alcalde de Zalamea, que hace poco se dio por televisión.
Después de casi siete años de estadía española decidís el regreso. ¿A qué se debe la vuelta?
AA: En enero del 74 hago mi última película como asistente del inglés Peter Collinson. El film era Temporada de caza y trabajaban Peter Fonda, William Holden y Alberto de Mendoza. El problema que tenía en España era que allá iba a morir como asistente de dirección. Acá hay una ventaja, que es una de las causas por las que me vine: al ser el ambiente tan chico es más fácil destacarte en tu laburo. Cuando sos un asistente que aporta algo más que una simple organización tenés gente que te empieza a decir: “Y flaco, ¿cuándo te largás?, ¿cuándo dirigís?”.
Una vez acá, ¿te costó relacionarte nuevamente con el medio?
AA: Mirá, lo que más me costó fue haberme ido como primer ayudante y haber vuelto como asistente de dirección. Tardé unos cinco o seis meses para entrar en algo hasta que me enganché en La Mary de Tinayre, cuando iban por la mitad de la filmación. A partir de ahí consigo cierta continuidad.
¿Por esa época comenzás a tener alguna idea sobre La parte del león?
AA: Yo no me acuerdo bien. Creo que la idea habrá arrancado por el setenta y seis, cuando ya había conseguido cierta continuidad de laburo como asistente de dirección. Entonces empecé a cocinar la historia de La parte del león y, una vez que la tuve, me empecé a mover para tratar de filmarla. Así me relacioné con tres abogados que alquilaban una oficina para preparar una película sobre Rosaura (Un idilio de estación). En ese momento los créditos eran bastante buenos y mi proyecto costaba 80.000 dólares, que era casi la mitad de lo que costaban las otras películas que se hacían por entonces. Según el proyecto no había manera de perder guita. Lo peor que podía pasar, suponiendo que la película se quedara en la lata por ser tan mala y que nadie la quisiera estrenar, era intentar refinanciar la deuda.
Es decir que para filmar La parte del león partiste de una idea de producción…
AA: Claro; mi idea fue una idea de producción. No estaba basada en que el libro fuera brillante, sino en que costaba poca guita. Esto se da porque la única manera de convencer a la gente es en base al bajo costo y no en cuanto a la calidad de lo que hacés. Además la historia era comercial, entendible; o sea, que se podía correr el riesgo. Por otra parte, en esta película no cobré sueldo; iba a porcentaje.
Ya es bastante conocido y comentado lo que ocurrió con la película: el unánime éxito crítico no fue acompañado por una masiva concurrencia masiva de espectadores. ¿Hay algo que pueda explicar lo sucedido con La parte del león?
AA: Mi idea era que si se estrenaba en plena temporada (supongamos en el mes de julio) y con mucha guita de publicidad iba a ocurrir exactamente lo mismo: una semana y la levantan. En esto hay algo que creo que nadie lo puede explicar: la película funciona o no funciona y esto se relaciona con la siguiente cuestión: “¿por qué va la gente al cine y ve o deja de ver una determinada película?”. Te repito: pienso que nadie en el mundo lo puede contestar.
Creo que algo parecido ocurrió con tu novela.
José Pablo Feinmann: Sí, literariamente a mí me ocurrió lo mismo con Últimos días de la víctima. Fue un éxito en los bien informados circuitos críticos, pero en cuanto a libros vendidos no pasó la primera edición. Si tengo que buscar alguna causa que lo explique, puede que haya estado mal distribuida.
Después de tu primer largometraje viene la relación con Aries para hacer películas de la serie “…del amor”.
AA: La relación con Aries surgió a través de Mario Kaminsky y de Microfón. Él me conocía por haber trabajado en Los gauchos judíos y por La parte del león. Cuando me llaman, ellos ya habían hecho dos musicales pero la segunda película había aflojado bastante de público y por eso querían levantar la puntería haciendo algo que no fuera, simplemente, canciones pegadas una atrás de la otra. La idea que manejaban era que hubiera un hilo narrativo; una historia. Olivera siempre comenta con Ayala que les daba calor llamarme y ofrecerme una película. Es un preconcepto que acá está bastante generalizado.
En parte eso se debe a la dicotomía entre “cine comercial” y “cine artístico”, que todavía parece funcionar en la Argentina.
AA: Hacer esa división entre cine “comercial” y “artístico” es un disparate. El cine, desde que responde a los mecanismos de una industria, es necesariamente comercial.
Entonces, retomando, primero filmás La playa del amor, compartiendo el guión con Gius y, después, La discoteca del amor ya con un guión totalmente tuyo y creo que conseguís la más lograda de las dos, la más redonda.
AA: Sí, es la más redonda. En La playa… era más difícil meter los números musicales sin que detuvieran la historia que se contaba. Eso estaba logrado en partes y en otras, decididamente, no. En cambio, en La discoteca… el hecho de integrar a la historia la cuestión “música” y “cassettes” ayudaba. Para la historia no molestaba que los protagonistas entraran a una boite y encontraran a alguien cantando, porque había una acción paralela. Cosa que no había en La playa… en donde, como te decía, había situaciones livianitas, sin peso. Así, en La discoteca… las canciones pasaban como tiros y ni te enterabas.
Había una mayor continuidad y se lograba coherencia en el relato.
AA: Claro. Es más: si quería contar la historia de La discoteca… tenía que meter canciones. Esas o cualquier otras, pero en la historia tenía que haber canciones.
Mientras filmaban La discoteca… le presentaste a Olivera la sinopsis de Tiempo de revancha y se enganchó con la historia. Ahora bien: ¿cómo generás ese guión? ¿a partir de qué lo creás?
AA: Ese guión se genera como se generan un poco todas las historias. Es decir: sin que nunca sepas muy bien el por qué. En este caso hay una historia que me contaron en España, que es la que cuenta Julio de Grazia en la película: la del tipo que se cayó del caballo y se fue a Lourdes. Realmente era una historia muy graciosa, que me quedó muy grabada, pero estaba ahí y nunca fue una historia que —tomada tal cual— me diera pie para hacer un guión. Por ahí apareció una nota sobre unos accidentes en una cantera y empecé a relacionar cosas y así arrancó la historia.
Es decir que siempre había algo que te da una punta para seguirla.
AA: Siempre hay algo que te da pie para escribir una historia y con eso hasta podés llegar a escribir una novela. Por otra parte, a partir de esa punta te aparecen algunos personajes; esos personajes te llevan a nuevas situaciones; después aparecen otros personajes y cuando te querés acordar, a los tres meses, tenés armada una historia. Es un proceso donde todo está encadenado.
Y cuando ya se piensa en filmar esa historia, ¿no aparecen imposibilidades para trasladarla al plano cinematográfico?
AA: Puede que no tengas los medios para hacer algo que tenías pensado. Pero si sos un tipo que conoce el mercado, que conoce el negocio del cine, debés tener una idea de las dimensiones que puede tener la historia en relación al costo. Por otra parte, hay ciertas cosas con las que no te podés meter y si el proyecto es más complicado puede caer en el terreno de la locura. Por ejemplo, plantearte hoy una película de diez semanas y que cueste 1.000.000 de dólares, porque sabés que vas a pérdida, salvo que encuentres un “mecenas” que quiera perder guita con el cine. Ahora, si querés moverte dentro de un ambiente profesional y con productores que sacan la guita del cine, tenés que ir con costos realistas y filmar en cinco semanas.
Ese costo realista del que habías hoy anda alrededor de los 250.000 dólares, ¿cómo se recupera esa guita?
AA: Hay que calcular un dólar por espectador. Es decir: la película tiene que ser un éxito. Además, para cubrir publicidad y copias tenés que “meter” arriba de 300.000 espectadores. Tiempo de revancha anda por los 700.000 y, por consecuencia, ganando sobre lo invertido para hacerla.
Mendizábal, la Luger, Külpe y el cine
¿Cuándo escribiste Últimos días de la víctima?
JPF: Es la novela que escribo durante los años 77 y 78, en un momento en que el país está terminando de atravesar la época más violenta y trágica de su historia.
Tal vez —no casualmente— es una novela que trata sobre la historia de un asesino a sueldo.
JPF: Exacto, es una novela en donde la violencia es primordial. Creo que la violencia de la novela, en definitiva, es una reflexión sobre La Violencia.
¿A qué se debe que, teniendo una trayectoria en otro campo de trabajo, decidas escribir una novela?
JPF: Yo vengo del campo de la filosofía, desde donde escribí ensayos filosóficos sobre historia del pensamiento argentino. Además, tenía mis cátedras en la Facultad. Pero, a partir del descalabro universitario que se inicia a fines del 74 (aunque antes había también bastante intolerancia ideológica por todos lados), y luego del 76 en donde todo eso se oficializa y se acentúa aún más, dejo de escribir ensayos.
¿En ese momento estabas escribiendo algún libro?
JPF: Estaba por terminar un libro que pensaba publicar por el 76. Se llama Filosofía y Nación y ahora lo estoy retomando.
Frente al trágico panorama que vivía el país, ¿qué actitud tomás?
JPF: En principio, me quedo en mi casa sin hacer nada; como todo el mundo: inseguro, con miedo. Preguntándome: ¿me voy? ¿me quedo? ¿qué hago en este país? Hasta que, finalmente, me quedo en el país a ver qué pasa. Así, a fines del 77 me planteo: “Ensayos no puedo escribir, entonces ¿qué hago?”. Y decido escribir una novela sobre la historia de un asesino que a medida que mata va muriendo.
Las novelas que tratan sobre la violencia son “las novelas policiales”.
JPF: Exactamente; y las que lo han hecho en forma más magistral son “las novelas policiales negras”; las “novelas duras” de toda la escuela yanki. Aparte, yo era muy afecto, no solamente a este tipo de novelas sino también a todo el cine norteamericano. En este sentido compartimos muchas cosas con Aristarain. Como él tengo una anécdota con El ocaso de los Cheyenne: en ese momento —te hablo de la década del 60— era la apoteosis de Bergman, Godard y Antonioni. Del primero algo veía; Antonioni era insoportable y a Godard yo no lo toleraba. Bueno, un día estaba en una rueda de amigos en la Facultad y dije que iba al cine; me preguntaron qué iba a ver y les contesté El ocaso de los Cheyenne. Ahí mismo se largaron a reír y me traté de defender diciendo que era una película de John Ford. Me miraban azorados sin entender nada. Creo que no les alcancé a decir que trabajaba Richard Widmark, porque si no me iban a empezar a patear.
Esto que contás tiene mucho que ver con el “deslumbramiento” por toda la cultura y las ideologías europeas que tuvo la “generación del 60”…
JPF: Eso es cierto, pero es algo que se da igual en todas las generaciones argentinas. En ese sentido yo no compartí para nada ese punto de vista. Lo que siempre me fascinó fue el cine norteamericano porque cuenta historias y lo hace bien.
Tal vez porque él solo sea el cine.
JPF: Sí; además porque es la cultura y el patrimonio de ellos. Y esto se ha reflejado mucho en la literatura, a la que también frecuenté mucho. Aunque también frecuenté bastante la literatura policial clásica a la que respeto mucho. Es más: me gusta la novela de “enigma” y leo con placer las novelas de S. S. Van Dine; creo que Chandler no se explica si no es a partir de Van Dine.
Lo que decís sobre la “novela negra” y la “novela de enigma”, en cierta forma, está manifestado en las dos citas con las que iniciás tu novela: la de Hammett y la de Borges.
JPF: Esas citas tienen que ver con dos aspectos: en todo el aspecto violento de la novela, incluso en el aspecto literario como el uso de frases cortas que difícilmente se extiendan más de un renglón, que se relaciona con la novela negra.
Era el título estilo de Dashiell Hammett.
JPF: Y, también, de Hemingway que no se regodea para nada en la prosa. Y el segundo aspecto está dado en que el final tiene connotaciones borgeanas.
Incluso, la cita de Borges es la que cierra “La muerte y la brújula”.
JPF: Es el final de “La muerte y la brújula”. A mí me gusta mucho Borges, al que considero un gran cuentista. Lo que lamento es que no pueda escribir novelas y en esto coincido con Olivera cuando dice que no las puede escribir porque carece de un universo humano más rico. Borges no ha creado un personaje; sí tiene mucho ingenio y es brillante como prosista, pero no tiene toda una carga vital más profunda.
Volvamos a la época en que escribías la novela: estábamos en que Últimos días de la víctima nace como una imposibilidad tuya de escribir un ensayo en la Argentina de esos años.
JPF: Esa imposibilidad me obligó a buscar un vericueto y como amo la “novela policial” escribo un policial. En ese relato decido no poner ni una sola idea, teniendo que trabajar contra mí mismo, contra mis propias tendencias de poner ideas y trabajar con ellas. Mi propósito era que en la novela no figurara ni una sola idea. Lo que me propuse fue narrar una historia. Por otra parte, nadie puede escribir una “novela policial” sin estar obligado a contar una historia. En este sentido lo policial, como estructura narrativa, me parece fundamental en la literatura.
Lo policial vendría a ser “la historia”, “lo narrativo”.
JPF: Y eso es lo que nosotros tenemos que hacer: contar historias. Esto lo digo a propósito de declaraciones de gente talentosa, como Ricardo Piglia, que dice que la “literatura es la imposibilidad de narrar”. Esto es realmente sorprendente.
AA: Es una “sanata” que parece que está empezando a tomar cuerpo. El otro día leí algo al respecto donde se defendía El hombre del subsuelo, una película que es un bodrio y por sí misma es indefendible. Se basaban para defenderla en que es una película —decían— que estaba hecha de “espaldas al público”. Entonces, ahora parece que es una aberración contar una historia con principio, desarrollo y final, y que se entienda. Eso parece que estuviera mal hecho porque resulta criticadísimo y yo ya no entiendo nada.
JPF: Hablando sobre eso de “espaldas al público”, Piglia dice que el lector de hoy está tan deformado por el “best-sellerismo” que hay que escribir “contra el público”, contra los “gustos” del público. Y esto es un disparate. Nosotros tenemos que partir de lo que existe y, ante esto, hay dos posiciones: o entrás o te vas. Si te vas, quedás con tres locos que forman una vanguardia, que se felicitan y se ven entre ellos. Y si te quedás, te metés en lo que le gusta al público pero tratando de hacer algo bueno.
AA: Yo creo que tenés que hacer lo que te gusta a vos. Es más: creo que el secreto de todo esto está en no escribir ni “para el público” ni “a espaldas del público”, porque si en el momento de filmar una película considerás al público es cuando perdiste. En ese caso yo me pregunto, ¿cómo hacés para satisfacer los millones de gustos distintos que hay en el público?
JPF: Acá todos se quejan del problema del “best-seller”. Pues bien: la reacción no es regalarle al “best-seller” la misión de narrar historias, de ser entretenidos, de agarrar a los lectores o el ser masivos. Esa no es la reacción que tenemos que adoptar los escritores argentinos. ¿Acaso nosotros no podemos hacer todo eso? Yo creo que lo tenemos que hacer, pero bien hecho, con honestidad, con dignidad y, sobre todo, escribiendo bien. Pero nunca regalarles el campo de la narración, ni del interés, ni del entretenimiento. De lo contrario vamos “muertos” y no entramos en carrera con ellos.
Entonces, ¿cuál es el patrón a tener en cuenta?
AA: Lo único que te tiene que mover es: “Yo espectador, ¿qué quiero ver?” o “Yo lector, ¿qué quiero leer?”. Ahora fijate esto: vamos a suponer que los antecedentes del cine son los narradores orales; olvidémonos de la literatura y quedémonos con la narración oral, con un tipo que sentado a una mesa te cuenta una historia. Ese tipo: ¿qué va a intentar?: en principio, interesarte en la historia; si es un narrador hábil va a tratar de ocultarte ciertas cosas para hacerte pensar e integrarte más a la historia. Después, va a intentar sorprenderte, emocionarte, hacerte reír. En definitiva: va a tratar de engancharte para que lo escuches con atención. Ahora yo pregunto: ¿existe algún tipo que cuente oralmente una historia y lo haga de atrás para adelante o que te la cuente con una sintaxis tal que no entiendas nada de lo que te está contando? Ciertamente creo que no existe ninguno que elija ese camino, porque sería absurdo y para eso da lo mismo que no te cuenten nada.
Se supone que se cuenta algo para que te entiendan.
AA: Por supuesto. Pero de esta manera ya no vas al “gusto” del público sino a otra cuestión: al uso de una sintaxis o una gramática que va a ser personal porque no es que vos estés escribiendo en un estilo neutro para agradarle a todo el mundo, sino que estás escribiendo como sentís que debés de escribir, tratando de que te entiendan.
JPF: Por otra parte está el propósito de que no se te escapen los lectores o los espectadores. Cuando yo escribo quiero, desde la primera oración, agarrar al lector y entretenerlo contándole una historia narrada lo mejor posible. Lo que no quiero es perderlo aburriéndolo, mufándolo o abotagándolo de cosas.
Aristarain, ¿cómo es esa “sintaxis personal” a la que hacías referencia?
AA: Yo estoy usando una sintaxis que es cada vez más elíptica. Es decir: yo no hago un cine descriptivo y elemental sino bastante complejo, pero, no obstante, creo que es claro. Al menos se entiende y llega tanto a un tipo superintelectual que te analiza la película, te habla del sub-texto y encuentra ochenta mil implicancias y también le llega a un tipo prácticamente iletrado que la lee como un “western” en donde hay “buenos” y “malos”.
De esta manera se volvería a algo que cada vez parece más perdido en los relatos: el placer del entretenimiento y la aventura.
AA: Si hacés cine es para que te vean millones de personas; ése es el verdadero sentido de existir del cine.
El maestro Hitchcock decía que él siempre filmaba pensando en un matrimonio de espectadores japoneses…
AA: Claro, para que lo entiendan en Japón. Pero eso para mí entra en otra cosa: entra en algo que también me preocupa mucho y es el no usar claves entendibles únicamente para un porteño o un argentino. Eso sería una cosa fácil, sobre todo en una historia como la de Tiempo de revancha. En esa película o cuando veas Últimos días de la víctima hay ciertos detalles de ambientación que sugieren muchas más cosas que las que están ahí, en apariencia, o de lo que se está diciendo. El problema mío es encontrar que, también, lo entiendan en Japón. Porque, a lo mejor, para un argentino es muy fácil de entender, pero lo ve uno que no es argentino y no entiende ni jota. Y así puede ocurrir que cada implicancia que le quiero dar a la historia ese tipo la va a perder. Por eso creo que lo de Hitchcock va por ese lado.
Acá surge otra cuestión, que es la de romper con la función de “la temporalidad” que se le quiere asignar al aire. Eso de que “el arte debe servir para este momento”, cuando —en realidad— la función del arte —si es arte— es la de servir a todos los tiempos.
AA: Eso surge, indudablemente, si es una buena historia. Por ejemplo: hoy uno lee a Conrad y parece que lo hubiese escrito ayer porque no perdió ninguna vigencia. Y esto casi siempre ocurre con las buenas historias.
Antes hablábamos de las citas de Hammett y Borges que abren la novela de Feinmann. En tus películas hay citas y homenajes que remiten al mundo del cine norteamericano, desde la dedicatoria de La parte del león, pasando por los nombres de algunos personajes que, en realidad, son los nombres de directores preferentemente de “clase B” (Beaudine, Ulmer) hasta llegar a Viena, el personaje de Joan Crawford en Johnny Guitar. ¿Cómo vas integrando esas citas y homenajes en tus obras?
AA: En principio las tomo como un acto de admiración y, por otra parte, al ser absolutamente inocuas no molestan en la historia. Al respecto pienso que del nombre de un personaje no dependen la claridad de una situación o la personalidad del tipo. Para el cinéfilo pueden ser citas divertidas pero para el resto del público no le agrega ni le quita nada. Entonces, como no tienen ningún peligro las utilizo y me quedo contento.
¿Cuál es la relación entre la novela y el guión de Últimos días…? ¿Hay sustituciones, agregados, variaciones de un mismo asunto, personajes que aparecen o desaparecen?
AA: A nosotros la novela nos sirvió como base y, a partir de ahí, a cada uno se le empezaron a ocurrir cosas. Se plantearon dos o tres cambios y esos cambios, después, trajeron a otros hasta que la película se convirtió en una nueva historia. Sí, se mantienen muchos elementos de la novela; por ejemplo, su intención. Esto, de alguna manera, demuestra lo distintos que son la literatura y el cine. La novela tiene una apariencia cinematográfica pero, en cuanto entramos a desglosarla y a llevar punto por punto cada situación, nos dimos cuenta que era absolutamente literaria. Entonces, decidimos tomar a la novela como un punto de partida para contar una historia en cine.
¿El punto de vista del narrador lo tuvieron que modificar?
AA: El punto de vista de la novela es algo fundamental, y por eso se respeta en la película. O sea: está contada desde el punto de vista de Mendizábal. Nada de lo que se ve en la historia es lo que ve otro personaje o lo que veo yo como autor omnisciente. Ahora, en la novela había una ventaja: se sabía lo que pensaba Mendizábal, cosa que en cine es prácticamente imposible hacerlo. Entonces ahí, por ejemplo, hubo que reestructurar todo para contar con hechos y con situaciones y llegar a lo mismo que le pasaba a Mendizábal en la novela.
JPF: En esa transformación que hubo entre la novela y el guión hay personajes que ganaron mayor desarrollo en el guión cinematográfico. Por ejemplo: el personaje de Viena creció muchísimo. Algo parecido ocurrió con el del “Gato” Funes. Esto ya lo habíamos visto desde el comienzo; una de las primeras cosas que vimos fue que era necesario que el “Gato” apareciera, en el libro cinematográfico, desde el comienzo mientras que en la novela aparece más allá de la mitad de la historia. En la novela hay algunos “raccontos” de los cuales, literariamente, estoy muy orgulloso pero que tuvimos que suprimirlos porque eran muy embromados. Por ejemplo: cuando Mendizábal explica por qué se largó a trabajar solo y hace toda una narración de cuando al jefe de la banda lo meten en un celular y lo van a rescatar. Esto en la novela estaba resuelto en veinte renglones pero en el guión hubo que buscar otras cosas para llegar a la misma idea.
¿Queda alguna utilización del “flashback”?
AA: No, no hay ningún uso.
Es un recuerdo que nunca te lo vi utilizar en tus films.
AA: Es un recurso que me gusta mucho pero cuyo uso tiene que estar muy bien justificado. En mis películas nunca lo utilicé.
JPF: En cambio, en la novela el “racconto” es un recurso literario muy importante ya que justifica el “por qué” Mendizábal se largó solo en lo suyo.
¿Resultó difícil lograr el personaje de Mendizábal?
AA: Ocurre que Mendizábal es un personaje muy duro; no es un personaje confesional. Es decir: un tipo que hable de sí mismo, que pienso o recuerde cuándo empezó.
JPF: Uno lee El túnel de Sabato o las novelas de Dostoievski y hay personajes, en primera persona, que se la pasan hablando todo el tiempo de sí mismos y contando sus vivencias. Últimos días de la víctima está escrita desde el personaje pero en tercera persona.
Y con una visión muy limitada.
JPF: Diría, totalmente, objetiva. Aún así algunas cosas se pueden explicar en la historia de Mendizábal. Pero, al trasladarlas al plano cinematográfico, hubo que echar mano a algunos recursos. De ahí la aparición, en el film, el “cubo mágico” que acentúa caracteres obsesivos de Mendizábal: que un personaje obsesivo esté con ese jueguito, que es un juego para obsesivos y matemático y preciso como él quiere ser, es una imagen visual que ayuda para resolver muchas explicaciones. Otra de las cosas que se dan es que el tipo, continuamente, está mirándose y cortándose las uñas; eso es algo que se da visualmente pero, sin duda, transmitiendo un concepto.
Para después del 8 de abril, que es la fecha de estreno del film, ¿qué planes pensás realizar?
AA: Son todos proyectos. Está la posibilidad de trabajar con la segunda novela de Feinmann —Ni el tiro del final— pero no hay nada concreto. Y hay otro proyecto que, si se puede realizar, va a armar un gran quilombo: es El caso Pesic.
¿Y los tuyos?
JPF: Como te decía antes, en este momento estoy escribiendo un libro sobre estudios del pensamiento argentino que se va a llamar Filosofía y Nación. Está compuesto por distintos trabajos sobre Mariano Moreno, el joven Alberdi, la generación del 37, el Facundo y el Martín Fierro. Este trabajo espero terminarlo en un par de meses. Creo que antes te comenté que este libro lo tenía listo para publicar en el año 76, pero por los acontecimientos de ese año y la intolerancia absoluta que reinaba me fue imposible hacerlo. Ahora lo estoy reelaborando y veo que es muy útil, más aún al observar que es prácticamente nulo lo que se ha publicado, en los últimos años, sobre estos temas. También tengo planificada una tercera novela de tipo “histórica”. Va a narrar la historia de dos generaciones: la del 70 (la mía) y su relación frente a un gran caudillo como fue Perón y también, paralelamente, la historia de la generación romántica del 37 y su relación con otro gran caudillo político como fue Rosas.
Notas
1 Para profundizar en la historia de Crear recomiendo el artículo de Julián Otal Landi “Las raíces revisionistas en la transición democrática: el caso de la revista ‘Crear’”.