Informe desde Cannes (Pietro Bianchi, 2023)

Las dos partes de “Informe desde Cannes”, tituladas originalmente “Cannes Dispatch, Pt. 1: Data and the Crisis of the Symbolic Order” y “Cannes Dispatch, Pt. 2: The Awards and Their Ghosts”, fueron publicadas en inglés entre el 24 y el 31 de mayo de 2023 en el sitio web e-flux. Pueden leerse aquí y aquí. La traducción fue realizada dentro del marco del Máster de Comisariado de Elías Querejeta Zine Eskola (EQZE). Agradecemos al autor su permiso para traducirlo y publicarlo en Taipei.

Traducción: Iván Bustinduy(1)


Primera parte: Datos y crisis del orden simbólico

Basta hablar con cualquier veinteañero de hoy —como me pasa a mí mientras enseño estudios sobre cine en una universidad pública estadounidense— para darse una idea de cómo ha evolucionado el discurso en torno al cine y las imágenes en movimiento en la última generación. Los veinteañeros de hoy ya han pasado la mayor parte de sus años de formación, en términos de educación audiovisual, en la era de las plataformas de streaming: donde pantallas e imágenes en movimiento son yuxtapuestas sin canon ni jerarquías. Ya son streamers nativos, por así decirlo. El cambio en la mediación social de las imágenes también ha transformado la manera en la que las imágenes se analizan y comprenden colectivamente, y en consecuencia la manera en la que escribimos sobre ellas.

Parece un sinsentido hablar hoy en día de una crisis en el ámbito de la crítica de cine, cuando en el Festival de Cannes el número de periodistas acreditados se ha disparado en los últimos años. (Junto a la vieja escuela de diarios y revistas de cine, hay cada vez más blogs, reseñistas de YouTube, cuentas en las redes sociales, podcasts, etc.). Como resultado, la experiencia de los festivales se ha convertido en un infierno, desde las salas sobrepobladas hasta la creciente dificultad para conseguir entradas. Sin embargo, la transformación de la crítica cinematográfica no supone su desaparición, sino la redefinición de su función social: ahora se trata de un “punto de vista” indistinguible del del espectador corriente, porque puede ser intercambiado por el suyo. La crítica cinematográfica “ya no critica”. Esto no significa que se abstenga de emitir juicios valorativos (en todo caso, lo hace cada vez de forma más subjetiva e idiosincrática). Más bien, ya no puede producir una jerarquización de las imágenes (aunque “jerarquización” quizá no sea el mejor término, dado que los apologistas de este proceso responderían que lo que se está ocurriendo es una democratización y subversión de las jerarquías). Los críticos de cine ya no son capaces de interrogar adecuadamente a unas imágenes que son cada vez menos mediadoras del mundo —lo que también significa cuestionarlo y darle sentido— sino más bien indistinguibles de él.

Un colega mío, durante un descanso entre proyecciones, comentó que el programa de Cannes de este año parece la página de inicio de una plataforma tipo Netflix: hay un montón de material, pero todo está amontonado caóticamente, sin orden ni forma. Todo parece estar ahí, pero no se tiene ganas de ver nada. La programación del festival es ahora un monstruo aterrador en el que se puede encontrar de todo y su opuesto: donde las secciones de Estrenos, Fuera de Competición y Proyecciones Especiales —que solían ser “añadidos” a las curadas secciones oficiales de la Competencia y Una Cierta Mirada— son ahora tan voluminosas que se han convertido en otro festival dentro del festival. Este año, para que se hagan una idea, las secciones Proyecciones Especiales y Estrenos incluyen la nueva película de Indiana Jones, Killers of the Flower Moon de Scorsese, el esperadísimo estreno mundial de The Idol —la serie de televisión de Sam Levinson para la HBO—, y las películas de Valérie Donzelli, Lisandro Alonso, Takeshi Kitano, Wim Wenders, Pedro Costa, Steve McQueen, Kleber Mendonça Filho, Wang Bing, Pedro Almodovar, Anurag Kashyap, Robert Rodriguez, etc. El exceso de películas se ha vuelto tan grande que muchas de ellas se convierten de facto en “invisibles”, relegadas a salas marginales con proyecciones a horas imposibles. Da la impresión que para esas películas es más importante estar en Cannes que realmente ser vistas. El análisis de una película ahora es secundario: basta con estar en el programa (y esto también aplica para la gran ventaja simbólica para muchos periodistas acreditados: poder ver una película antes que los demás y postear sobre ella en redes sociales).

Killers of the Flower Moon (Scorsese)

Cannes —que se jacta de ser la alternativa más renombrada al cine de los gigantes del streaming, que ahora son las verdaderas nuevas majors de Hollywood— termina reproduciendo así no tanto el contenido de las plataformas (las películas que se estrenan directamente en Netflix y no cuentan con estreno en salas siguen sin poder participar de la competencia), sino, de forma mucho más insidiosa, su forma. Es como si el propio festival, de ser una institución a cargo de la mediación social y la canonización de las imágenes, hubiera sido engullido por la violenta desintermediación social que caracteriza al conjunto de las sociedades neoliberales en las últimas décadas (y que en el cine se aceleró específicamente desde el dominio de las imágenes digitales).

De hecho, si preguntáramos a los veinteañeros antes mencionados cómo se “determina” o “da forma” a su elección de imágenes, estos señalarían aplicaciones como Letterboxd, páginas web como IMDb y Rotten Tomatoes con sus sistemas de calificación, o subreddits dedicadas a temas de nicho. El éxito de Letterboxd en este sentido representa un cambio emblemático: el discurso sobre una película ya no está “mediado” por una figura cualificada (con formación formal) o parcialmente cualificada (como en la tradición de la crítica de cine militante), sino por una enorme cantidad de datos que reflejan una opinión “media” (que se establece a partir de un nivel horizontal generado por el usuario, que también es indiferencia). De la misma manera como la página de inicio de Netflix o de Amazon Prime es generada a partir de los datos de los usuarios, Letterboxd representa el paso de la “mediación de la crítica cinematográfica” a la “mediación de datos”. Es como si el orden simbólico de las imágenes ya no estuviera mediado u ordenado, sino que ahora no fuera más que un “promedio” de un discurso general/genérico. En nombre del destronamiento de los privilegios de la palabra y de la democratización de la producción de discurso, el debate sobre las películas está ahora cada vez más organizado y generado por datos.

El hecho es que incluso en Cannes —supuestamente una de las últimas instituciones cinematográficas donde aún prevalece una mediación cualificada y no mercantilista del discurso cinematográfico— reina la yuxtaposición indiscriminada de contenidos sin relación, ahora sin alternativa. Esto es un indicio de que lo que estamos presenciando actualmente es una transformación fundamental del orden simbólico a través del cual mediamos y damos forma a nuestra experiencia de ver imágenes. O quizá sea una señal de que entramos a una crisis estructural de ese mismo orden simbólico.

Entre las películas proyectadas durante los primeros días del festival, una que indirectamente aborda este fenómeno es Occupied City de Steve McQueen (director de 12 Years a Slave, Hunger y Shame). Presentada fuera de competencia, se trata de un documental de cuatro horas sobre la ocupación nazi de Ámsterdam durante la Segunda Guerra Mundial. El gesto de McQueen en esta película consiste en yuxtaponer imágenes contemporáneas de la ciudad con una voice-over que narra —casa por casa, edificio por edificio— lo que ocurrió en ese mismo lugar durante los años de ocupación. El efecto de extrañamiento se produce por el choque entre las imágenes contemporáneas de la vida cotidiana en la ciudad y lo que dicen las palabras sobre lo que ocurrió allí hace ochenta años, de lo que no suele quedar ni rastro. Aunque la insistencia en el presente y la ausencia absoluta de imágenes de archivo podrían sugerir un enfoque casi lanzmanniano de la historia, la película parece tomar en última instancia un rumbo diferente. Las viñetas que crea McQueen —cada una de las cuales dura apenas unos minutos y no suele profundizar más allá de la anécdota— se repiten de la misma forma una y otra vez durante cuatro horas, dando al espectador la impresión de una realidad hecha de muchísimos pequeños detalles yuxtapuestos, carentes de orden simbólico, de cohesión y de sentido. Es como si la historia, compuesta de muchas piezas pequeñas colocadas una al lado de la otra, ya no diera una imagen clara de sí misma, a pesar de la enorme cantidad de información que recibimos durante la película (la voice-over es ininterrumpida durante todo el metraje). McQueen nos ha acostumbrado a narraciones históricas compuestas de sensaciones inmediatas, corporales, casi prelingüísticas; emblemática es la narración de la esclavitud en 12 Years a Slave, centrada en sensaciones de dolor corporal más que en las dimensiones políticas e históricas del fenómeno. Aquí, de forma similar, tenemos una imagen radicalmente opaca de la historia, desprovista de cualquier forma o significado. Cuanto mayor es el número de palabras, más disminuye nuestra comprensión de la historia.

Otra película cuya forma aborda implícitamente una crisis del orden simbólico y la creación de sentido de las imágenes es Eureka, de Lisandro Alonso. Casi diez años después de Jauja, Alonso vuelve a contar una fábula de nativos americanos entrelazando diferentes líneas narrativas, sin explicar ni mostrar nunca la conexión entre ellas. Saltando de un western aparentemente clásico en blanco y negro sobre la ocupación de la frontera (con Viggo Mortensen y Chiara Mastroianni como protagonistas), a la historia de una mujer policía en la actual Dakota del Sur, para terminar con una historia ambientada entre un grupo indígena en la Oaxaca de los años setenta, el director argentino experimenta con la conectividad entre imágenes sin mostrar el principio de orden causal que garantizaría una estructura narrativa cohesionada. La clave es una frase pronunciada por un chamán aproximadamente a mitad de la película, cuando afirma que el tiempo siempre ha sido una ficción humana y que lo que realmente conecta las distintas formas de experiencia es el espacio. Y de hecho las tres líneas argumentales, pertenecientes a temporalidades diferentes (la tercera antecede cronológicamente a la segunda), están desprovistas de una apropiada conexión causal entre ellas. Alonso no es nuevo en la experimentación con líneas argumentales no lineales, pero aquí parece que lo que busca es una forma teórica de contar historias sin remitirse a un principio de jerarquización o a un nexo causal. En realidad, su estilo cinematográfico podría indicar un camino diferente (basado en la epistemología y la estética indígenas) que busca dar forma a las imágenes sin basarse en el orden simbólico modernista de organización jerárquica y sentido, sino en conexiones horizontales más laxas. Pero la pregunta sigue en pie: ¿Es esto suficiente para encontrar una salida a la crisis del orden simbólico visual? ¿Podría ser una forma de conceptualizar un orden simbólico nuevo y diferente entre las imágenes?


Segunda parte: Los premios y sus fantasmas

Los jurados de los festivales de cine son raros. Aunque están compuestos mayormente por profesionales de la industria y artistas que cuentan con un entendimiento impresionista y superficial de la historia del cine, y poco o ningún conocimiento de conceptos estéticos (no son expertos ni intelectuales del cine), son llamados a conceder premios que desencadenan importantes procesos de canonización y de reconocimiento cultural y social. Por eso, a pesar de su escasa fiabilidad —y de sus cuestionables oscilaciones en el pasado reciente— es difícil subestimar su impacto.

Como comenté en mi primer informe desde Cannes, los procesos de canonización cultural están cada vez más en crisis. Nos encontramos ahora en un paisaje cultural en el que coexisten tantos cánones diferentes, con tantos nichos y lenguajes distintos para analizar y discutir las películas, que los veredictos de los jurados son aún más idiosincráticos y subjetivos que en el pasado. Pero quizás, de forma aún más significativa, lo que ocurrió en los últimos años es que estos múltiples “cánones” son cada vez más ajenos entre sí; pertenecen a mundos diferentes, ya no se hablan entre sí o ni siquiera hablan el mismo idioma. Esto hace inoperable la dialéctica modernista entre canon y vanguardia, en la que la provocación, la crítica y el cuestionamiento del canon solían ir de la mano de su reconocimiento (incluso como punto de referencia negativo).

A esto habría que sumar un fenómeno relativamente reciente: el debate sobre si los festivales de cine deben privilegiar las películas por ser objetos culturales genéricos (es decir, formaciones ideológicas) que reflejan procesos de transformación de la sociedad, o si deben fijarse principalmente en la forma de su representación y de la especificidad del lenguaje cinematográfico. Probablemente —aunque no podemos saber a ciencia cierta el razonamiento que hay detrás de los premios— en el primer grupo encontraríamos películas como Touch Me Not de Adina Pintilie, ganadora del Oso de Oro en Berlín en 2018, un documental muy interesante pero formalmente tradicional sobre sexualidad y discapacidad; o All the Beauty and the Bloodshed, de Laura Poitras, ganadora del último Festival de Venecia; o Fahrenheit 9/11, que obtuvo la famosa Palma de Oro en 2004 (en una edición de Cannes en la que competían Tropical Malady, de Apichatpong Weerasethakul, 2046, de Wong Kar-wai, The Ladykillers, de los hermanos Coen, y Clean, de Olivier Assayas). En el segundo grupo estarían directores ganadores de la Palma de Oro y el León de Oro como Nuri Bilge Ceylan, Lav Diaz, Theo Angelopoulos (por Eternity and a Day, de 1998) y Michael Haneke.

Este año, el jurado de Cannes, presidido por Ruben Östlund (ganador de la Palma de Oro en dos ocasiones en los últimos años, con las controvertidas y discutidas películas The Square y Triangle of Sadness), decidió otorgar la Palma de Oro a Anatomie d’une chute de Justine Triet, la cuarta Palma de Oro ganada por una película francesa en estos últimos diez años (mientras que solo cinco películas francesas obtuvieron este premio en los cincuenta años anteriores). El énfasis de Triet en la heterogeneidad radical entre la verdad real y la procesal —en su película, un marido muere tras caer de un balcón, y nunca sabemos si se suicidó o fue asesinado por su mujer, que intentaba divorciarse de él— deja fuera de juego tanto la ética como la verdad, de un modo coherente con el planteamiento cínico y posmoderno del cine de Östlund. Por otro lado, la provocadora The Zone of Interest de Jonathan Glazer, que recibió el segundo premio más importante, el Premio del Jurado, yuxtapone una idílica familia burguesa y el horror del exterminio del pueblo judío. La película, que cuenta la historia de un comandante nazi y su esposa que viven en una casa de campo junto a Auschwitz, resultó ajena al debate que durante décadas existió sobre la relación entre la imagen y los campos de exterminio (al contrario de lo que hizo László Nemes con su sorprendente The Son of Saul en 2015). Si bien estas dos opciones se sitúan en cierto sentido entre una dimensión formal y una dimensión política de la representación, su división y provocación exagerada (especialmente en el caso de Glazer, siendo una de las películas más discutidas del festival) muestran una vez más las dificultades de los procesos contemporáneos de canonización cultural.

The Zone of Interest (Glazer)

Por todas estas razones, para esta segunda parte de mi informe desde Cannes decidí no discutir directamente las películas premiadas por el jurado. En su lugar, me centraré en tres películas en torno a las cuales la elaboración de un discurso crítico, creo, resulta más interesante y productiva.

La primera es Kuru otlar üstüne (About Dry Grasses) de Nuri Bilge Ceylan. Ceylan ganó la Palma de Oro en 2014 con Winter Sleep, pero probablemente sea más recordado por Once Upon a Time in Anatolia (2011), una de las películas más reconocidas y discutidas de los últimos años, y una de las obras más definitorias del cine de autor contemporáneo. A lo largo de tres décadas, el cine de Ceylan ha desarrollado una de las reflexiones más pertinentes sobre la relación entre la palabra y la imagen, con un énfasis en la escritura y el diálogo que es inusual no solo en comparación con la mayoría de las películas de hoy en día, sino también con la forma en que funciona la escritura de guiones en la televisión de prestigio contemporánea. Regularmente, sus larguísimos diálogos tienen una calidad literaria tan extraordinaria que sus películas terminan siendo asombrosamente densas, a pesar de la accesibilidad y la claridad de sus historias. Debido a sus referencias a Chéjov y a la tradición de la literatura decimonónica, Ceylan suele ser considerado (e incluso descartado por algunos) como un director que se acerca peligrosamente al neoclasicismo o al manierismo. De todas maneras, en su nueva película —que es de las más originales que hizo— Ceylan se adentra más explícitamente que nunca en los territorios del modernismo, presentando incluso una secuencia en la que un personaje rompe la cuarta pared y entra en el set, (solo para volver a la ficción luego de unos segundos).

Kuru otlar üstüne tiene lugar, como muchas de las películas de Ceylan, en Anatolia oriental, no lejos del Kurdistán turco, aunque los acontecimientos podrían imaginarse fácilmente en otros contextos históricos o geográficos. Formado por una serie de dicotomías —urbano y rural, individuo y comunidad, bien y mal, masculino y femenino—, el protagonista de la película, Samet, es una figura clásica del cine: neurótico, indeciso y paralizado por los diferentes caminos que podría tomar su vida. Está destinado en una escuela rural, donde termina su cuarto año de servicio obligatorio como profesor de historia del arte antes de trasladarse a Estambul. Samet es un personaje inepto, cínico y manipulador, absolutamente antipático. Pero entonces se enfrenta a un momento “utópico” que podría suspender la indecisión crónica de su vida: entabla una amistad, teñida de seducción, con Sevim, la mejor alumna de su clase, de diez u once años. Samet suele llevarle pequeños regalos, y charlar con ella en su estudio después de clase. Cuando el director de la escuela y el consejo escolar local lo investigan por “conducta inapropiada” (aquí Ceylan da una pista de las patologías del régimen de Erdoğan), la vida de Samet empieza a desmoronarse. Las cosas empeoran cuando intenta seducir a Nuray (interpretada por Merve Dizdar, que ganó el premio a la mejor interpretación femenina), una compañera de izquierdas que cuestiona su egoísmo e individualismo. En la proyección que Samet hace en los demás de las incertidumbres de su vida, es como si experimentara no sólo la profunda contingencia de su propia existencia, sino también cómo su narcisismo se basa fundamentalmente en un rechazo estructural de la muerte. (En esto es un neurótico obsesivo por excelencia). El último acto de la película —un soliloquio con un tono abiertamente filosófico— constituye una de las cumbres del cine de Ceylan y un notable momento de autoconciencia por parte del director.

Uno de los eventos más esperados de Cannes 2023 era la premiere de Cerrar los ojos (Close Your Eyes), la nueva película del director español Víctor Erice, luego de haber pasado treinta y un años desde su anterior película, El sol del membrillo (The Quince Tree Sun). Erice, que ahora tiene ochenta y tres años, representa una especie de mito subterráneo del cine europeo del siglo XX; basta decir que su largometraje El espíritu de la colmena (The Spirit of the Beehive) se realizó cuando Franco aún estaba en el poder en España, y que Cerrar los ojos es solo su cuarta película. Extraordinaria reflexión sobre la memoria y el cine, la nueva película me recordó la frase inicial de La muerte del cine, de Paolo Cherchi Usai: “Una civilización presa de la pesadilla de su memoria visual ya no necesita el cine. Porque el cine es el arte de destruir imágenes en movimiento”. La memoria solo puede basarse en la selectividad y, por tanto, en el borrado, el olvido, la desmemoria. La idea de que todo puede ser recordado y, por tanto, registrado —que nada puede desaparecer— es la pesadilla de una civilización en la que el tiempo no existe y que, por consiguiente, no solo rechaza el pasado como lugar de desaparición, sino también el futuro como lugar de transformación.

Cerrar los ojos es la historia de un ficticio actor español, Julio Arenas, que en 1990, durante el rodaje de la película, desaparece sin dejar rastro. Muchos creen que murió en un accidente junto al mar, otros, como su amigo y director Miguel Garay, piensan que solo quería empezar una nueva vida. La tragedia vuelve en forma de farsa dos décadas después, cuando el misterio de su desaparición se convierte en el tema de un barato y sensacionalista programa de TV. Resulta que Julio sigue vivo, pero perdió la memoria. (¿Es esta amnesia consecuencia o causa de su decisión de cortar lazos con el mundo?). Lleva consigo rastros de su vida pasada (objetos, fotografías y, por supuesto, películas y fragmentos de películas) como si fueran una memoria externa que yace fuera de su cuerpo pero sigue siendo parte de él.

Al perder la memoria, ¿dejamos de ser quienes somos? ¿O hay algo en nosotros que es irreductible a la memoria, entendida como el almacenamiento de información y experiencias pasadas? Estas son las preguntas que el neurólogo de Julio se hace, en uno de los diálogos más densos de la película. Es por lo que muchas familias pasan cuando el Alzheimer o la demencia golpean a sus seres queridos. El problema de la memoria se entrelaza con el de la identidad: ¿qué le ocurre a alguien cuando los recuerdos de su vida parecen haberse “borrado” por completo? ¿Sigue siendo Julio el mismo, o se convirtió en otra persona u otra cosa? ¿Qué le ocurre a una persona cuando desaparece el contenido de su vida? ¿Y cómo se interactúa con esa persona? ¿Se apoya en los trozos dispersos de memoria que quedan, o se radicaliza aún más la heterogeneidad de la memoria y la subjetividad?

Cerrar los ojos (Erice)

Cerrar los ojos presenta una película dentro de otra película: precisamente la de 1990 de la que huyó Julio, que figura como secuencias inicial y final de Cerrar los ojos. La película de 1990 es la historia de un rey triste (su mansión se llama Triste-le-Roy, nombre tomado del cuento de Borges “La muerte y la brújula”) y su hija, desaparecida en China y cuya mirada el rey necesita desesperadamente (es el significante que le falta y en torno al cual gira su subjetividad). En esta historia paradójica y borgeana de una mirada perdida, el detective interpretado por Julio debe encontrar la mirada y devolvérsela al rey al final de la película. Las referencias biográficas son numerosas, y el entrelazamiento de realidad y ficción complejo: por un lado, el recuerdo “ficticio” de la película por parte de Julio forma parte integrante de su vida (las fotos del decorado y el atrezzo se conservan como si fueran fotos y objetos reales); por otro, la película abortada recuerda también biográficamente a El embrujo de Shanghai, que Víctor Erice debía dirigir a finales de los años noventa, pero que finalmente dirigió Fernando Trueba.

Sin embargo, la cuestión que Erice parece perseguir en esta película es más que la anécdota y, desde luego, no se reduce a un juego posmoderno de confusión entre realidad y ficción. Se refiere al problema de cómo sería una experiencia de la subjetividad si todo se olvidara. La mirada en su forma más pura no tiene pasado ni futuro: es, como decía Freud de la pulsión, una zona de indistinción entre lo activo y lo pasivo, o entre el sujeto y el objeto. No concierne al acto de mirar algo, sino al corte de los ojos cuando se cierran o cuando son fugazmente revelados por un abanico oriental, como vemos en la última escena de la película. Quizás, parece insinuar la película, ésta sea la única manera posible de mirar un mundo que se entrega cada vez más a la religión de la memoria absoluta y del registro absoluto, y se deslumbra por el contenido de las imágenes sin poder seguir viendo nada. La visión es una cuestión de mirar con los ojos cerrados y poder finalmente habitar el milagro de una visión sin memoria y sin contenido. Pero en el mundo encantado de lo digital, probablemente ya nadie crea en este tipo de visión. 

Otra película de Cannes que reflexiona sobre la memoria es Retratos Fantasmas, del cineasta brasileño Kleber Mendoça Filho, una de las más inspiradoras del festival. Presentada en la sección Séances Spéciales, se trata de un documental dedicado a Recife, ciudad natal del director y escenario de todas sus películas. Como muchos otros centros urbanos del mundo, Recife está sufriendo un proceso de transformación radical y traumático debido a la gentrificación y a la inflación de los precios inmobiliarios. Retratos Fantasmas es una especie de spin-off documental de Aquarius, de Filho, que se proyectó en Cannes en 2016. En ambas películas, Kleber está obsesionado con los lugares del cine: al principio con los espacios privados, como su propio departamento, donde se filmaron muchas de sus películas, especialmente durante la primera parte de su carrera; y después con los espacios públicos, como las salas de cine de Recife, donde tomó forma su educación sentimental como cinéfilo (y después como cineasta). Los cines de Recife y su multitud clandestina de proyeccionistas, programadores, cinéfilos y propietarios son el núcleo de la película. Kleber se apoya simultáneamente en un registro irónico y sin demasiado esfuerzo. Ofrece una visión de varias décadas de historia del cine, no solo en Recife, sino en muchos otros lugares que han construido parte de su sociabilidad colectiva en torno a las salas de cine públicas y comunitarias.

Retratos Fantasmas es una de esas raras películas cuyo gran logro es el de desarrollar una profunda reflexión manteniendo un tono simple y afable. El viejo centro de Recife, como muchas zonas urbanas de Estados Unidos, ha sido suplantado en gran medida por nuevos y relucientes barrios creados de la nada. Pero quedan algunos lugares públicos en decadencia, y Kleber los interpreta como la imposibilidad de borrar por completo la memoria del espacio urbano, que sigue resistiendo como un oscuro fantasma. Del mismo modo, ¿qué es la imagen cinematográfica sino la memoria encarnada no por un agente consciente y voluntarioso, sino por uno inconsciente y reprimido? ¿Memoria pero sin sujeto que la recuerde, como en la película de Erice? Se trata de la memoria encarnada no por la mente de un individuo, sino por el material fílmico caducado, por un cine abandonado en un centro decadente del noreste de Brasil, o por las hierbas secas de una ciudad de provincias de Anatolia oriental, adonde acude un maestro de escuela primaria para reflexionar sobre su propia existencia.

Retratos Fantasmas (Filho)

Notas:

1 Agradezco especialmente a Dennis Lim por haberme acercado el artículo de Bianchi.

One Comment

  • Excelente artículo, mucho para pensar. Muchas gracias por la traducción.

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *