Plata quemada

Hace varios años que la lógica financiera es parte del habla común: todo el mundo entiende, por lo menos, que hay que seguir el valor de más de un tipo de dólar. El sistema en el que estamos inmersxs nos quiere hacer creer que el dinero es el ordenador absoluto de la vida cotidiana, y el cine se encargó de dejar clara esa tendencia social en más de una ocasión: los fajos de billetes yendo de un lado a otro en el cine de Scorsese, el silencio que se rompe única y ocasionalmente para hablar de cómo hacer dinero en Vive l’amour o las locuras que se hacen por ganarlo en películas como Fargo o Diamantes en bruto. En esas películas, y en tantas otras, el dinero se asocia al crimen violento y al despilfarro económico, al lujo y la ostentación. Por eso no es menor que dos películas estrenadas comercialmente el año pasado decidan centrarse en el dinero en relación a algo mucho más ausente de las temáticas de la ficción: el trabajo, ya sea filmando su actividad o la posibilidad de su fuga. Tanto Cambio cambio, de Lautaro García Candela, como Los delincuentes, de Rodrigo Moreno, parecen centrarse en la fascinación que produce la plata, en la especulación financiera y en contar grandes fajos cancheramente, cuando su preocupación parte de una ambición mucho mayor de sus protagonistas: la de vivir mejor dándole la vuelta a las formas legales del sistema. Pero este escape, casi como una reparación histórica, no es la aventura de ladrones de guante blanco de El robo del siglo ni la épica clasemediera de La odisea de los giles: es una declaración sobre el malestar frente al trabajo de la sociedad contemporánea, desde la precariedad de la calle a las oficinas de un banco.

Los delincuentes

Cambio cambio es un documento de una época cercana, acaso sin quererlo. La salida de la pandemia, cuando todavía no se normalizaba del todo la situación y existía un miedo latente a las nuevas oleadas del virus, configura el tiempo de la película. Como dice Marcos Rodríguez en su crítica para Calanda, su tiempo no la deja demodé (siendo que el dólar hoy en día está mucho más alto que cuando se filmó la película), sino que configura una ética que consiste en dar cuenta de la textura del presente como solo el cine puede hacerlo. Su espacio es claro: la calle, la esquina, el lugar donde se desarrolla el trabajo informal (y hasta ilegal). García Candela conjuga una poética del trabajo precario, atendiendo a los códigos de la calle Florida donde se filma la acción, con un clasicismo formal principalmente enfocado en los códigos del cine de género (lejos del cine de la liviandad de otra película argentina reciente que también filma el trabajo, Sobre las nubes). Cambio cambio es un romance con cuerpo de thriller: Pablo labura repartiendo volantes en una rotisería, tiene una banda de punk mitad cabeza, mitad new wave, y conoce a Florencia, que trabaja en una tienda de fundas de celulares. Se enamora y, buscando hacer más plata para impresionarla, decide empezar a trabajar de arbolito en la calle Florida, ofreciéndole cambio de divisas a la gente que pasa. A partir de ahí, descubre un hueco por donde hacer más dinero a espaldas de su jefe, lo que inaugura la dosis de tensión que la película maneja con fluidez, en una suerte de Nueve reinas reconvertida por la trama romántica. Como dice José Luis Visconti en su crítica del film, lo que se pone en juego para Pablo es perderlo todo, mientras que para su jefe es solamente no ganar tanto. Pablo no solo busca impresionar a Florencia, sino que él mismo se impresiona, no tanto por el dinero en sí como por las posibilidades de emancipación que da ese dinero. Ante la imposibilidad de una salida colectiva, el protagonista busca las fisuras del sistema en el que juega para encontrar una salida que, si es individual, al menos es en pareja. La organización que aparece en Cambio cambio —la búsqueda de hacer más plata entre él y sus amigos a espaldas de su jefe— no busca hacerle la contra al sistema, sino explotarlo para beneficio de lxs de abajo, lxs que tienen más que perder, lxs últimos en la escala de jerarquías. Por eso es, también, un documento del ethos neoliberal inescapable que permea incluso los sectores más progresistas.

Pero más allá del palabrerío financiero que ocupa gran parte del film, lo que prima en Cambio cambio es que la ambición del protagonista está propulsada por su historia de amor con Florencia: lo que él más quiere es poder pasarla a buscar en taxi para que no se tome el colectivo y acompañarla a Francia con su beca de estudio. Esta ambición —que, en su charla con el director luego de la proyección en el Cine Cacodelphia, el crítico Lucas Granero definió como “corta”, limitada— está en la orilla opuesta de la del protagonista de Los delincuentes. Morán es un empleado bancario que decide robar la suficiente plata como para que ni él ni su cómplice tengan que volver a trabajar nunca más en su vida. Luego de entregarse y pasar tres años y medio en la cárcel, se repartirían el dinero y vivirían en paz, cada uno por su cuenta. Mientras que Pablo sueña con lo que tiene al alcance, Morán va por más. Si en Cambio cambio la preocupación es por las condiciones precarias del trabajo y por cómo zafar de esa lógica en donde los arbolitos son el eslabón más chico de la bicicleta financiera, en Los delincuentes la cuestión es escaparle a la rutina y el hartazgo que someten a las personas en el trabajo. 

Morán no se roba todo el dinero que puede, sino que hace la cuenta exacta que equivale a 25 años de trabajo de él y su cómplice obligado, Román. No busca una vida lujosa, espejo de los dueños del banco o de los grandes capitalistas que, además, detentan poder. Morán solamente quiere lo suficiente para vivir sin tener que trabajar, con la plata justa para vivir bien. Por eso la película se centra menos en el dinero y más en las aventuras que van a vivir los personajes a partir del robo, que funciona como un simple disparador de la narración. En su crítica, Visconti reconoce el lugar del dinero diferenciado en dos partes: en la primera, aparece como síntesis del sistema y como factor de presión social, lo que desaparece una vez que los protagonistas se liberan simbólicamente de él en la segunda parte, cuando Román lo esconde en Córdoba y Morán se encuentra impedido de alcanzarlo hasta que salga de la cárcel. Esa liberación lleva a la película a inclinarse por la aventura y la deriva: Morán descubre que la vida en la cárcel no es tan libre de preocupaciones como él pensaba, porque debe rendirle cuentas a Garrincha, mandamás de la institución —interpretado por el mismo actor que hace de su jefe en el banco, representando la misma autoridad a la que deben obedecer él y Román—. Ambos tienen que soportar tragos amargos si quieren volver a ver esa plata que les permita vivir sin trabajar: Morán debe someterse a la lógica del capo de la cárcel, pagarle y soportar sus malos tratos; a Román le pasa lo mismo con la inquisidora que manda la central del Banco, quien investiga hostilmente quién fue el cómplice del robo, haciéndole la vida imposible a los trabajadores a través de vigilancia estrecha, reducción de sueldos y despidos. También debe lidiar con las sospechas de su esposa por sus ausencias prolongadas cuando va a esconder el dinero. Esto nos lleva a lo que verdaderamente une las esferas aparentemente separadas de ambos personajes: la historia de amor con Norma, con quien establecen un vínculo en sendos viajes a Alpa Corral, lugar de escondite del botín. Morán la conoce, se enamora y le promete volver en tres años, cuando cumpla su condena. En ese tiempo, la misma chica conoce a Román, de quien también se enamora, y se van a vivir juntos cuando ella viene a Buenos Aires y él se separa de su mujer.

Como en Cambio cambio, las relaciones afectivas que mantienen los personajes entre ellos priman por sobre el lugar del dinero. En la de García Candela, gran parte de la plata acaba quemada y, como buena película romántica, Pablo y Florencia terminan separados; en Los delincuentes, Morán va galopando a buscar a su amada, en lugar de a la plata que Román —a quien nunca vemos desenterrar el botín— dejó escondida bajo las rocas. Ya sea filmando los carteles luminosos de la 9 de Julio o los pastizales de las sierras cordobesas, ambas películas dejan la sensación de que hay algo que importa más que la plata. Ahí es donde debe estar la libertad.

Los delincuentes

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