Cuentos de ruido y furia (Thomas Elsaesser, 1972/91)

El siguiente texto fue publicado por primera vez en la revista Monogram, nº 4 (1972) con el título “Tales of Sound and Fury: Observations on the Family Melodrama” (“Cuentos de ruido y furia. Observaciones sobre el melodrama familiar”). Luego formó parte de los libros Home Is Where the Heart Is. Studies in Melodrama and the Woman’s Film (Christine Gledhill, ed., 1987) e Imitations of Life: A Reader on Film & Television Melodrama (Marcia Landy, ed., 1991), de donde procede esta traducción.

Traducción: Santiago Gruber


Cómo hacer que las piedras lloren

Cuando le preguntaron sobre el color en Written on the Wind, Douglas Sirk respondió: “En casi toda la película usé lentes de enfoque profundo, que dan un efecto de aspereza a los objetos y una especie de superficie esmaltada y dura a los colores. Quería que esto sacara la violencia interna, la energía de los personajes, que está dentro de ellos y no puede salir”. Sería difícil pensar una mejor forma de describir de qué se trata esta película en particular y, de hecho, de qué trata la mayoría de los mejores melodramas de los cincuenta y principios de los sesenta. O, para el caso, hasta qué punto en esta película el estilo y la técnica se relacionan con el tema.

Quiero seguir un tema difícil en dos direcciones: primero, para indicar el desarrollo de lo que uno podría llamar imaginación melodramática a través de diferentes formas artísticas y en distintas épocas; segundo, impulsado por el comentario de Sirk, para buscar constantes estructurales y estilísticas en un medio durante un período particular (los melodramas familiares de Hollywood entre, aproximadamente, 1940 y 1963) y especular sobre el contexto psicológico y cultural que esta forma de melodrama reflejó y ayudó a articular de manera tan manifiesta. Sin embargo, este no es un estudio histórico en un sentido estricto ni un catálogo razonado de nombres y títulos, por razones que tienen que ver en parte con mi método general, como también con las limitaciones obvias que tiene la investigación cinematográfica debido a la indisponibilidad de la mayoría de las películas. Por lo tanto, me voy a basar fundamentalmente en una media docena de películas, sobre todo en Written on the Wind, para desarrollar mis argumentos. Dicho esto, sería difícil de creer que los argumentos se volverían más veraces si hiciese referencia a veinte películas más. Para mejor o peor, lo que tengo para decir en este momento debería tomarse como una provocación más que como evidencia.

Written on the Wind (Sirk, 1956)

Teniendo en cuenta que todo el mundo tiene una idea de lo que se entiende por “melodramático”, cualquier debate sobre el melodrama como modo específico de expresión cinematográfica tiene que empezar por sus antecedentes (la novela y ciertos tipos de dramas de “entretenimiento”) de los que los guionistas y directores tomaron sus modelos.

Lo primero que se observa es que los medios y las formas literarias que habitualmente encarnaron las situaciones melodramáticas cambiaron considerablemente a través de la historia y, además, difieren de un país a otro. En Inglaterra, los tópicos melodramáticos aparecen persistentemente en la novela y en la literatura gótica (aunque, en la época victoriana, especialmente en las décadas de 1880 y 1890, hubo una moda sin precedentes por los melodramas de R. Buchanan y G. R. Sims, obras en las que “una pasarela sobre un torrente se rompe bajo los pasos del villano; un trozo de muro cae para destrozarlo; una caldera estalla y lo hace volar en pedazos”)(1). En Francia, aparecen en los dramas de época y novelas históricas; en Alemania, en el drama refinado y la balada, como también en formas más populares como las moritat (canciones callejeras); por último, en Italia, fue la ópera en lugar de la novela la que alcanzó el mayor grado de sofisticación en cuanto al trato de situaciones melodramáticas.

Dos corrientes componen la genealogía. Una surge de las moralidades de la Baja Edad Media, los cantares de gesta y otras formas de narrativa y drama oral, como los cuentos de hadas y las canciones folclóricas hasta su renacimiento romántico y el culto de lo pintoresco en Scott, Byron, Heine y Victor Hugo, que tiene su eco vulgar en las canciones de organillo, el music hall y en lo que en Alemania se conoce como Bánkellied, que alcanzó honores literarios tardíos a través de Brecht en sus canciones y musicales como La ópera de los tres centavos o Mahagonny. Los rasgos característicos de esta tradición no son tanto las tácticas de conmoción emocional y el juego descarado con las simpatías y antipatías ya conocidas del público, sino más bien la concepción no psicológica de los dramatis personae, que, en lugar de figurar como individuos autónomos, están para transmitir la acción y vincular los diversos lugares dentro de una constelación total. En este sentido, los melodramas tienen una función de creación de mitos, en la medida en que su significado reside en la estructura y la articulación de la acción y no en una psicológicamente motivada correspondencia con la experiencia individualizada.

Sin embargo, lo que caracteriza a la balada o al Bánkellied, es decir, a las narrativas acompañadas por música, es que el patrón moral/moralista, que proporciona el contenido primario (crímenes pasionales con venganzas sangrientas, asesinos enloquecidos que se ahogan por la culpa, villanos que arrebatan los hijos a sus descuidadas madres, sirvientes que matan a sus injustos amos), está superpuesto no solo a una proliferación de detalles caseros “realistas”, sino también a una “parodia” o relativización por la forma de verso muy repetitiva o los ritmos mecánicos que suben y bajan del organillo, a los que la voz del cantante se adapta (conscientemente o no), produciendo así un paralelismo vocal que tiene un efecto distanciador o irónico, hasta el punto de entrecruzar a menudo la moraleja de la historia mediante un “falso”, e inesperado, énfasis. El melodrama alemán más exitoso de Sirk, Zu Neuen Ufern [La golondrina cautiva, 1937], hace un uso excelente de la balada callejera para resaltar la ironía trágica en la escena del juicio, y la melodía que Walter Brennan toca sucesivamente en una armónica en Ruby Gentry de King Vidor funciona de una forma muy similar. Una variante de esto es el uso de ferias y calesitas en películas como Some Came Running y The Tarnished Angels, o más autoconscientemente en algunas películas de Alfred Hitchcock (Strangers On a Train, Stage Fright) y de Welles (Lady from Shanghai, The Stranger), para subrayar la acción principal y, al mismo tiempo, “aliviar” el impacto melodramático al proveer un paralelismo irónico. Sirk utiliza el tópico frecuentemente en, por ejemplo, Scandal in Paris y Take Me to Town. Lo que estos dispositivos señalan es que en el melodrama el ritmo de la experiencia se establece a menudo en contra de su valor (moral, intelectual).

De todas formas, la corriente que conduce más directamente al melodrama familiar sofisticado de los 40 y 50 tal vez derive del drama romántico, que tuvo su apogeo después de la Revolución francesa y posteriormente proporcionó muchas de las tramas de las óperas, pero que a su vez es impensable sin la novela sentimental del siglo XVIII y el énfasis que se ponía en sentimientos privados y en códigos interiorizados (puritanos, pietistas) de moralidad y conciencia. Históricamente, un dato interesante de esta tradición es que su pico de popularidad parece coincidir (y esto se mantiene durante el siglo XIX) con períodos de intensidad social y crisis ideológicas. La novela sentimental prerrevolucionaria (Clarissa de Samuel Richardson o Julia, o la nueva Eloísa de Jean-Jacques Rousseau, por ejemplo) se esfuerza por defender formas extremas de comportamiento y de sentimientos al mostrar de manera muy explícita ciertas limitaciones y presiones externas que pesan sobre los personajes, y al poner de manifiesto la violencia casi totalitaria ejercida por (los agentes del) “sistema” (Lovelace, que intenta de todo, desde sobornar a su familia hasta contratar proxenetas, prostitutas y secuestradores para lograr que Clarissa se convierta en su esposa, solo para tener que finalmente violarla). El mismo patrón se ve en las tragedias burguesas de Lessing (Emilia Galotti, 1768) y en las primeras obras de Schiller (Intriga y amor, 1776): ambas derivan su fuerza dramática del conflicto entre una forma extrema y muy individualizada de idealismo moral en los héroes (otra vez, sin que sea psicológicamente motivada) y una clase social completamente corrupta que de todas formas parece omnipotente (compuesta de príncipes feudales y pequeños funcionarios del Estado). Los elementos melodramáticos son claramente visibles en las tramas, que tratan sobre relaciones familiares, amantes desventurados y matrimonios forzados. El villano (a menudo de origen noble) demuestra su poderío político y económico invariablemente a través de agresiones sexuales e intentos de violación, lo que deja a la heroína sin otra opción más que suicidarse o tomar veneno en compañía de su amante. El “mensaje” ideológico de estas tragedias, como en el caso de Clarissa, es transparente: registran la lucha de una conciencia burguesa emancipada moral y emocionalmente contra los restos del feudalismo. Plantean el problema en términos políticos y se concentran en la compleja interacción entre principios éticos, polaridades religioso-metafísicas y aspiraciones idealistas típicas de la burguesía en su fase militante, a medida que los protagonistas se pierden en un laberinto de necesidades económicas, realpolitik, lealtades familiares y abusos de privilegio aristocrático de una autoridad absolutista todavía divinamente ordenada, y por lo tanto doblemente depravada.

Aunque estas obras y novelas pertenecen a las formas de melodrama más intelectualmente demandantes, ya que usan la trama melodramática-emocional solo como su estructura más rudimentaria de significado, los elementos de interiorización y personalización de conflictos principalmente ideológicos, junto con la interpretación metafórica de los conflictos de clase como explotación sexual y violación, son importantes en todas las formas posteriores de melodrama, entre las que se encuentra la cinematográfica (en Estados Unidos, por supuesto, esta interpretación metafórica es un tema habitual de novelas y películas de ambientación “sureña”).

Paradójicamente, la Revolución francesa fracasó en producir una nueva forma de tragedia o drama social. El período de la Restauración (cuando los teatros de París recibieron una licencia especial para representar “melodramas”) trivializó la forma al utilizar tramas melodramáticas en escenarios exóticos y proporcionar un entretenimiento escapista con escasa relevancia social. Las obras animaron el tópico estándar de la ficción y el drama francés del siglo XVIII: el de la inocencia perseguida y la virtud recompensada, y las convenciones del melodrama funcionaban en su forma más estéril como mecánica del suspenso puro.

Lo que antes de la Revolución había servido para concentrarse en el sufrimiento y la victimización (las reivindicaciones del individuo en una sociedad absolutista) fue reducido a vidrio molido en avena, pañuelos envenenados y rescates a último momento de los calabozos. Los repentinos reveses de la fortuna, la intrusión del azar y la casualidad habían señalado en un principio la forma arbitraria en que las instituciones feudales podían arruinar al individuo no protegido por los derechos y libertades civiles. Se acusaba al sistema de codicia, voluntariedad e irracionalidad a través del sufrimiento cristiano de la virgen pura y el heroísmo desinteresado de la persona de bien en medio de intrigas cortesanas y crueles indiferencias. Luego, con la burguesía triunfante, esta forma de drama perdió su carga subversiva y funcionó como medio para consolidar una posición ideológica aún débil e incoherente. Mientras que los melodramas prerrevolucionarios tenían a menudo un final trágico, los de la Restauración tenían finales felices, reconciliaban al individuo que sufría con su posición social, al afirmar una sociedad “abierta” donde todo era posible. Una y otra vez, la victoria del ciudadano “bueno” sobre los aristócratas “malvados”, los clérigos lascivos y los villanos aun más convencionales extraídos del lumpenproletariado, se representaba en espectáculos sentimentales llenos de lágrimas y elevados tonos morales. Procesos sociales complejos se simplificaban ya sea porque se culpaba a la malvada disposición de individuos o porque se manipulaban tramas e ingeniaban coincidencias y otros dei ex machina como la conversión instantánea del villano, conmovido por la difícil situación de su víctima o asaltado por una súbita gracia divina en las escaleras de Notre-Dame.

Como la estrategia abiertamente “conformista” de tales dramas es evidente, lo que es interesante, desde ya, no es la trama, sino si las convenciones permitían al autor dramatizar en sus episodios contradicciones reales en la sociedad y auténticos conflictos de intereses en los personajes. Ya en la Revolución obras como Les victimes cloítrées de Monvel o L’Ami des lois de Jean-Louis Laya, a pesar de que tenían tramas muy estereotípicas, mostraban simpatías políticas muy definidas (la segunda, por ejemplo, apoyaba a los moderados girondinos en el proceso de Luis XIV contra los jacobinos) y así era entendido por su público(2).

Incluso si la forma reforzaba actitudes sumisas, el desarrollo de las escenas podía, sin embargo, presentar males sociales fundamentales. Muchas de las piezas también buscaban la simpatía popular al darle a los villanos los diálogos más graciosos, al igual que los dramas victorianos que se representaban al este de Drury Lane solían estar amenizados por comedias burlescas que hacían de teloneras y por farsas de sirvientes en los intermedios.

Todo esto significa que parece haber una ambigüedad radical en el melodrama, y más aun en el melodrama cinematográfico. Dependiendo de si el énfasis estuviera puesto en la odisea del sufrimiento o en el final feliz, según el lugar y el contexto de la ruptura (conversión moral del villano, aparición inesperada de un monje capuchino benévolo que se despoja de su disfraz de proxeneta), es decir, dependiendo del rendimiento dramático que se haya sacado de las peripecias de la heroína antes del final (basta pensar en Justine de Sade para ver lo que se puede hacer con el tema de la inocencia desprotegida), el melodrama parece funcionar como subversivo o como evasión, categorías siempre relativas al contexto histórico y social(3).

En el cine, Griffith es un buen ejemplo. Usando técnicas cinematográficas y recursos dramáticos idénticos, en Intolerance, Way Down East o Broken Blossoms pudo crear melodramas que, aunque tal vez no eran exactamente subversivos, sí eran socialmente comprometidos, mientras que Birth of a Nation y Orphans of the Storm son ejemplos clásicos de cómo los efectos melodramáticos pueden trasladar con éxito temas políticos explícitos a un plano personalizado. En ambos casos, Griffith adaptó conflictos ideológicos a situaciones familiares cargadas emocionalmente.

La persistencia del melodrama podría indicar no solo las formas en las que la cultura popular tomó nota de las crisis sociales y del hecho de que los perdedores no siempre son los que más lo merecen, sino también los modos en que se ha rehusado a entender el cambio social, salvo en contextos privados y en términos emocionales. En este sentido, hay obviamente una desconfianza saludable en la intelectualización y la teoría social abstracta, al insistir en que otras estructuras de experiencia (como las del sufrimiento, por ejemplo) se adecúan más a la realidad. Pero también significó ignorar las dimensiones políticas y sociales apropiadas de estos cambios y su causalidad, y en consecuencia alentó formas cada vez más escapistas de entretenimiento masivo.

De todas formas, esta ambivalencia en torno a las “estructuras” de experiencia, endémica en el modo melodramático, le sirvió a los artistas del siglo XIX para la representación de una variedad de temas y fenómenos sociales, sin salirse del lenguaje popular. La industrialización, la urbanización y el capitalismo empresarial naciente encontraron su encarnación literaria más elocuente en un tipo de novela claramente deudora del melodrama, y los liberales nacionales de la Italia del Risorgimento, por ejemplo, vieron reflejadas sus aspiraciones políticas en las óperas de Verdi (véase el comienzo de Senso, de Visconti). En Inglaterra, Dickens, Collins y Reade dependieron mucho de las tramas melodramáticas para agudizar conflictos sociales y mostrar un ambiente urbano donde los encuentros casuales, las coincidencias y la existencia paralela de contrastes morales y sociales extremos eran el producto natural de las meras condiciones de existencia: los conventillos abarrotados, las calles estrechas que dan a las mejores propiedades residenciales y otras características de la demografía urbana de la época. Dickens en particular utiliza el elemento de la casualidad, los cambios de sueño y vigilia y de horror y felicidad en Oliver Twist o Historia de dos ciudades en parte para encaminarse hacia un retrato de la inseguridad existencial y la angustia moral que la ficción no había abarcado anteriormente, pero también para explorar fenómenos psicológicos profundos, para los que el melodrama, como Freud confirmaría más tarde, suministró los tópicos dinámicos y el decorado emocional-pictórico. Lo que me parece importante en esta forma de melodrama (y uno se encuentra con una concepción similar en los melodramas sofisticados de Hollywood) es el énfasis que Dickens pone en la discontinuidad, en la evidencia de fisuras y rupturas en el tejido de la experiencia, y en la apelación a una realidad de la psiquis a la que las nociones de cambio repentino, inversión y exceso le confieren una plausibilidad simbólica.

Portada de una partitura vocal de La Traviata de Giuseppe Verdi
con un grabado de Leopoldo Ratti, c. 1855

En Francia, las obras de Sue, Hugo y Balzac son las que más claramente reflejan la relación entre el melodrama y los grandes cambios sociales. Sue, por ejemplo, utiliza las desgastadas trampas del melodrama de misterio para un periodismo explícitamente sensacionalista pero comprometido. De formato popular y políticamente aceptable por el trato ficticio, Les Mystères de Paris de Sue pretendía abordar de manera convincente temas como la salud pública, la prostitución, la superpoblación y las viviendas precarias, la sanidad, las extorsiones en el mercado negro, la corrupción en los círculos gubernamentales, el consumo de opio y las apuestas. Sue aprovechó una forma “reaccionaria” con fines reformistas, y su éxito, tanto literario como práctico, le dio la razón. Veinte años después, Victor Hugo, que había aprendido tanto de Sue como Sue había aprendido de Notre-Dame de Paris, produjo en Les Misérables un supermelodrama espectacular, que debe ser la obra cumbre del género en la novela. El camino de Jean Valjean, de convicto y galeote a propietario de una fábrica y capitalista, su caída y escape de las cloacas de París para convertirse en un activista algo involuntario de la Revolución de 1848, se realiza con la ayuda de identidades equivocadas, huérfanos que de repente descubren su sangre nobiliaria, la reaparición inconveniente de personas que se creían muertas, escapes y rescates milagrosos, mujeres que mueren de tuberculosis o vagan durante días por las calles en busca de sus hijos. Sin embargo, a través de todo esto, Hugo expresa una visión alucinante de la ansiedad, la confusión moral, las demandas emocionales: en resumen, la metafísica de los cambios sociales y la vida urbana entre la época de Waterloo y 1848. Hugo, es evidente, quería reunir en un formato popular las experiencias subjetivas de crisis sin dejar de seguir las grandes líneas de la historia de Francia, y triunfa particularmente en reproducir las formas en que individuos con distintos trasfondos sociales, concientización e imaginación responden a cambios objetivos en el tejido social de sus vidas. Para esto, el melodrama, con sus cambios de humor, sus diferentes ritmos y la mezcla de niveles estilísticos, es ideal: Les Misérables, aun más que las novelas de Dickens, deja entrever una dimensión simbólica de la verdad psíquica, en la que el héroe casi que representa el ello, el superyó y finalmente el yo sacrificado de una sociedad paranoica y reprimida.

Balzac, por otro lado, usa tramas melodramáticas con otro fin. Muchas de sus novelas lidian con las dinámicas de las economías capitalistas tempranas. La dicotomía del bien y el mal casi desaparece y los conflictos maniqueos se desplazan de cuestiones de moralidad a paradojas psicológicas y económicas. Lo que se puede ver es una lucha schopenhaueriana de la voluntad: la crueldad de los empresarios industriales y los bancos; el espectáculo de una aristocracia desarraigada y “decadente” que sigue teniendo un enorme poder político; los bruscos giros de la fortuna, con parásitos inútiles que se convierten en millonarios de un día para el otro (o viceversa) gracias a la especulación y la bolsa; las travesuras de aduladores sicofantes, trepadores advenedizos y artistas intelectuales cínicos; la demoníaca y deslumbrante potencia del dinero y el capital; los contrastes entre la pobreza abismal y la afluencia y el despilfarro que caracterizaron a la fase “anárquica” de la industrialización y las altas finanzas. Balzac experimentó todo esto como vital y melodramático a la vez. Su obra refleja esto más a través del estilo que de comentarios directos.

En resumen, estos autores entendían el melodrama como una forma portadora de valores propios que ya encarnaba su propio contenido significativo: servía como el equivalente literario de un modo de experiencia particular, histórica y socialmente condicionada. Incluso si las situaciones y sentimientos desafiaban cualquier categoría de verosimilitud y fueran totalmente diferentes a la vida real, sus estructuras poseían una verdad y una vida propias y los artistas podían incluirlas en sus obras. Esto significaba que quienes adoptaban conscientemente técnicas melodramáticas de presentación no lo hacían necesariamente por incompetencia ni siempre desde una distancia cínica, sino que, al transformar técnicas en un principio estilístico que conllevaba los matices distintivos de una crisis espiritual, podían señalar la textura de su material social y humano sin dejar de ser libres para dar forma a este material. No hay ninguna duda de que la concepción de la vida en Europa e Inglaterra en el siglo XIX, y especialmente los conflictos espirituales de ese período, eran usualmente vistos a través de categorías que podríamos llamar melodramáticas: esto se puede observar en la pintura, la arquitectura, la ornamentación de artilugios y muebles, la puesta en escena doméstica y pública de acontecimientos, la oratoria en los parlamentos, la retórica tractariana desde el púlpito, así como las manifestaciones más privadas de sentimiento religioso. Igualmente, los temas atemporales que Dostoyevski trata una y otra vez en sus novelas (culpa, redención, justicia, inocencia, libertad) se hacen específicos e históricamente reales, entre otras cosas porque era un gran escritor de escenas y enfrentamientos melodramáticos, y definen más que ninguna otra cosa esa poderosa lógica irracional en la motivación y la perspectiva moral de, por ejemplo, Raskolnikov, Iván Karamazov o Kirilov. Finalmente, qué tan distintas serían las novelas de Kafka si no contuviesen situaciones familiares melodramáticas, llevadas al límite en el que revelan una dimensión cómica y trágicamente absurda a la vez, tal vez la cualidad existencial de cualquier melodrama genuino.

Cartel publicitario de Jules Chéret para una edición de Los miserables
de Victor Hugo publicada por Jules Rouff, 1886

Poniéndole melos(4) al drama

Una definición de diccionario de melodrama podría decir que es una narración dramática en la que los efectos emocionales son marcados por acompañamiento musical. Tal vez sea la definición más útil, porque le permite a los elementos melodramáticos ser considerados como constituyentes de un sistema de puntuación que da color expresivo y contraste cromático a la trama al orquestar sus altibajos emocionales. La ventaja de este enfoque es que formula los problemas del melodrama como problemas de estilo y articulación.

La música en el melodrama, como dispositivo para dramatizar una narración determinada, es subjetiva, programática. Pero como también es una forma de puntuación en el sentido que se comentaba antes, es a la vez funcional (es decir, de importancia estructural) y temática (es decir, perteneciente al contenido expresivo) porque se usa para formular ciertos estados de ánimo como dolor, violencia, terror, suspenso, felicidad. La función sintáctica de la música, como bien se sabe, sobrevivió en las películas sonoras y los experimentos realizados por Hanns Eisler y T. W. Adorno son muy instructivos en ese sentido. Una demostración práctica del problema puede encontrarse en el relato que Lilian Ross hace de cómo Gottfried Reinhardt y Dore Schary reeditaron Red Badge of Courage, de John Huston, para darle una forma dramática suave, con desarrollo y clímax en el orden adecuado, que es exactamente lo que Huston había querido evitar cuando la filmó(6).

Como tenía que basarse en acompañamiento pianístico para la puntuación, se puede decir que todo el cine de drama mudo es “melodramático”, desde True Heart Susie hasta Foolish Wives o The Lodger. Los directores tenían que desarrollar un lenguaje formal extremadamente sutil y preciso (de iluminación, puesta en escena, decorado, interpretación, primeros planos, montaje y movimiento de cámara) porque estaban buscando deliberadamente formas para compensar la expresividad, la gama de inflexiones y tonalidades, la tensión y el énfasis rítmico normalmente presentes en el habla. Al tener que sustituir esa parte del lenguaje que es el sonido, directores como Murnau, Renoir, Hitchcock, Mizoguchi, Hawks, Lang, Sternberg, consiguieron en sus películas un alto grado (bien reconocido en la época) de plasticidad en la modulación de los planos ópticos y las masas espaciales que Panofsky identificó acertadamente como una “dinamización del espacio”.

True Heart Susie (Griffith, 1919)

Entre directores menos talentosos, esta sensibilidad en el desarrollo de recursos expresivos se perdió parcialmente con la llegada del sonido directo, ya que no parecía necesaria en un sentido estrictamente técnico: las películas trabajaban sobre los espectadores a través del diálogo y la fuerza semántica de la lengua eclipsaba los efectos pictóricos más sofisticados y los valores arquitectónicos. Tal vez esto ayude a explicar por qué algunas de las innovaciones técnicas más importantes, como el color, la pantalla ancha y los lentes de enfoque profundo, la grúa y el dolly, han fomentado una nueva forma de melodrama sofisticado: los directores (una parte considerable de los cuales procedía de Alemania en los años 30, y otros eran claramente deudores del expresionismo alemán y de los métodos de puesta en escena teatral de Max Reinhardt) empezaron a mostrar un grado de cultura visual similar al de los maestros del drama mudo: Ophüls, Lubitsch, Sirk, Preminger, Welles, Losey, Ray, Minnelli, Cukor.

Entonces, el melodrama, como código expresivo, puede definirse como una forma particular de puesta en escena, caracterizada por un uso dinámico del espacio y la música, en lugar de usos intelectuales o literarios. A las situaciones dramáticas se les da una orquestación que les permite patrones estéticos complejos: de hecho, la orquestación es fundamental para el cine estadounidense (considerando que es esencialmente un cine dramático, espectacular y basado en atraer a las masas) porque ha incorporado las consecuencias estéticas de tener la palabra hablada más como una dimensión “melódica” suplementaria que como un discurso semántico autónomo. El sonido, ya sea musical o verbal, funciona en primer lugar para brindar una ilusión de profundidad a la imagen en movimiento y para ayudar a crear la tercera dimensión del espectáculo; el diálogo se vuelve un elemento escénico, junto con recursos más directamente visuales de la puesta en escena. Cualquiera que haya tenido la mala suerte de haber visto una película de Hollywood doblada al francés o al alemán sabe qué tan importante es la dicción para la resonancia emocional y la continuidad dramática. El doblaje hace que incluso las mejores películas parezcan chatas y desincronizadas: destruye la fluidez sobre la que se construye la coherencia del espectáculo ilusionista.

Se sabe que los directores usan conscientemente la plasticidad de la voz humana con fines temáticos: Hawks entrenó la voz de Lauren Bacall para poder darle diálogos “masculinos” en To Have and Have Not, un efecto que Sternberg anticipó cuando se esmeró en cultivar la dicción de Marlene Dietrich, y es difícil pasar por alto la importancia psicoanalítica de la voz de Robert Stack en Written on the Wind, que suena como si cada palabra tuviese que ser dolorosamente bombeada desde el fondo de uno de sus pozos de petróleo.

Si es verdad que el habla en el cine estadounidense pierde una parte de su importancia semántica a favor de sus aspectos materiales como el sonido, entonces la iluminación, la composición y el decorado incrementan su contribución semántica y sintáctica al efecto estético. Se vuelven elementos integrales y funcionales en la construcción del significado. Esta es la justificación para darle importancia crítica a la puesta en escena por sobre el contenido intelectual o al valor de la historia. Es también la razón por la que el melodrama doméstico a color y en pantalla ancha, como era en los 40 y 50, es tal vez el más elaborado y complejo modo de significación cinematográfica que el cine estadounidense ha producido, por el restringido margen de acción exterior determinado por el sujeto, y porque todo, como decía Sirk, sucede “adentro”. A la “sublimación” de la acción y del musical de Busby Berkeley/Lloyd Bacon en melodrama doméstico y familiar correspondió una sublimación del conflicto dramático en el decorado, el color, el gesto y la composición del encuadre, que se tematiza perfectamente en los mejores melodramas en cuanto a la situación emocional y psicológica de los personajes.

Por ejemplo, cuando en la vida cotidiana se dice que algo es melodramático, usualmente significa un patrón exagerado de altibajos en acciones humanas y respuestas emocionales, un movimiento de lo sublime a lo ridículo, un acortamiento del tiempo vivido en favor de la intensidad, todo lo cual produce un esquema con una fluctuación mucho mayor, una oscilación más rápida de un extremo a otro de lo que se considera natural, realista o conforme a los estándares literarios de verosimilitud: en la novela nos gusta sorber nuestros placeres en lugar de devorarlos. Pero si se ve a, por ejemplo, Minnelli, que adaptó algunos de sus mejores melodramas (The Cobweb, Some Came Running, Home from the Hill, Two Weeks in Another Town, The Four Horsemen of the Apocalypse) de novelas populares, en general largas y exhaustivamente detalladas (por James Jones, Irving Shaw, etc.), es fácil ver cómo en el proceso de tener que reducir un material de lectura de entre 7 y 9 horas a 90 minutos y pico, se produce casi inevitablemente un esquema “melodramático” más violento, sin que la narración se vuelva incoherente. Mientras que en las novelas, particularmente cuando son novelas pulp, el tamaño connota una sólida implicación emocional para el lector, los valores específicos del cine residen en sus metáforas visuales concentradas y en la aceleración dramática más que en las técnicas ficcionales de dilatación. La necesidad comercial de comprimir (que es también una necesidad formal) es llevada por Minnelli a las películas y desarrollada como tema: la omnipresente presión psicológica sobre los personajes. Un sentido agudo de claustrofobia en la decoración y los lugares se traduce en una energía turbulenta y a la vez reprimida que aflora esporádicamente en las acciones y el comportamiento de los protagonistas (que forma parte del tema de una película como Two Weeks in Another Town, con la histeria burbujeando todo el tiempo debajo de la superficie). La sensación de que siempre hay algo más que decir lleva a narraciones muy conscientemente elípticas, que proceden a menudo condensando visualmente la motivación de los personajes en secuencias de imágenes que no parecen hacer avanzar la trama. El plano de la Fontana di Trevi al final de una compleja escena en la que Kirk Douglas toma una decisión en Two Weeks in Another Town es una condensación metafórica de este tipo, y también lo es la secuencia muda, compuesta en su totalidad por lo que podrían parecer fundidos encadenados meramente impresionistas, en The Four Horsemen of the Apocalypse, cuando Glenn Ford e Ingrid Thulin van de paseo a Versalles, pero que en realidad cuenta y predice toda la trayectoria de su relación.

Sirk también suele construir sus películas de esta forma: la inquietud de Written on the Wind está conectada con que Sirk casi siempre corta en movimiento. Sus metáforas visuales deberían tener un capítulo aparte: un auto amarillo de lujo que sube por un camino de grava para detenerse frente a un par de columnas dóricas blancas y brillantes afuera de la mansión Hadley no solo es una poderosa pieza de iconografía estadounidense, particularmente cuando se filma en un plano picado, sino que la asociación opuesta entre esplendor imperial y materiales vulgares (placa de cromo pulido y estuco de yeso) crea una tensión de correspondencias y disimilitudes en la misma imagen, que se cristaliza perfectamente como la opulencia decadente y la energía melancólica que dan a la película su extraña fascinación. Sirk tiene un ojo peculiarmente bueno para los contrastes emocionales de las texturas y los materiales, y los combina o los hace chocar con un efecto muy sorprendente, especialmente cuando se producen en una secuencia no dramática: de nuevo en Written on the Wind, luego del funeral de Hadley padre, se ve a un criado negro quitando una corona de adelfas de la puerta principal. Una cinta de seda negra se despega y es arrastrada por el viento a lo largo del camino de cemento. La cámara sigue el movimiento, se disuelve y se acerca a una ventana, donde Lauren Bacall, con un vestido verde, está a punto de desaparecer tras las cortinas. La escena no tiene ninguna importancia argumental. Pero los paralelismos cromáticos negro/verde, verde/verde, hormigón blanco/cortinas de encaje blanco proporcionan una resonancia emocional extremadamente fuerte en la que el contraste de la suave seda que se desliza sobre el duro hormigón se registra de manera contundente como una asociación visual inquietante. La desolación de la escena se traslada al personaje de Bacall, y la tradicional asociación del viento con la fatalidad nos recuerda la futilidad implícita en el título de la película.

Estos efectos, por supuesto, requieren un estilista muy autoconsciente, pero directores así no son raros en Hollywood. Las necesidades comerciales, la censura política y los diversos códigos morales restringían las temáticas que los directores podían trabajar y esto conllevó una conciencia diferente de lo que constituía un tema digno de abordar, un cambio de orientación del que el melodrama sofisticado quizá haya sido el más beneficiado. No solo proporcionaron un parámetro temático definido, sino que alentaron el uso consciente del estilo como significado, que es una marca de lo que se puede considerar la condición misma de una sensibilidad modernista en la cultura popular. Para tomar otro ejemplo de Minnelli: su tema existencial de un personaje que trata de armar su mundo a imagen de su yo interior, solo para descubrir que el mundo se ha vuelto inhabitable porque es aterradoramente sofocante e insoportablemente solitario (The Long, Long Trailer; The Cobweb), es transformado y provisto de un significado social en el tema típico del melodrama de la mujer que, habiendo fracasado en la gran ciudad, vuelve a su pequeño pueblo con la esperanza de encontrar por fin su lugar verdadero, pero que se ve abatida por la mezquindad y la intolerancia, y luego sofocada por el peso de un pasado no demasiado glorioso que aún recuerda con pesar (Hilda Crane, Beyond the Forest, All I Desire)(7). Pero en las películas de Minnelli, se vuelve una oportunidad para explorar en circunstancias concretas las cuestiones más filosóficas de la libertad y el determinismo, en particular cuando se toca el problema estético de cómo representar un personaje que no se exterioriza constantemente en la acción sin dejarlo atrapado en un entorno de simbolismo prefabricado.

Del mismo modo, cuando Robert Stack le muestra a Lauren Bacall su suite de hotel en Written on the Wind, donde le provee de todo, desde flores y cuadros en la pared hasta ropa interior, esmalte de uñas y carteras, Sirk no solo está caracterizando a un hombre rico que quiere apoderarse en cuerpo y alma de la mujer que le apetece, o el carácter opresivo de un regalo no deseado. También está haciendo un comentario sobre el estilo de Hollywood de “crear” un personaje a partir de los elementos del decorado, que prefiere actores que puedan proveer una superficie facial lo más vacía posible y casi sin nada de personalidad.

Cualquiera que haya pensado aunque sea un poco sobre la estética de Hollywood notaría uno de sus aspectos peculiares: el de la implicación emocional directa, más allá de que lo llamemos “darle resonancia a las situaciones dramáticas” o “darle cuerpo al cliché”, o de que hablemos, de forma más abstracta, en términos de pautas de identificación, empatía y catarsis. Dado que el cine estadounidense, basado en una ideología del espectáculo, es esencialmente dramático (en lugar de lírico, es decir, relacionado con el estado de ánimo o el yo interior) y no es conceptual (que trata las ideas y estructuras de cognición y percepción), la creación o recreación de situaciones con las que el espectador se pueda identificar y reconocer (si este reconocimiento es consciente o no es otro tema) depende en gran medida de la idoneidad de la iconografía (la “visualización”) y de la calidad (complejidad, sutileza, ambigüedad) de la orquestación de experiencias y estructuras argumentales transindividuales, de mitología popular (generalmente consideradas, por eso, poco cultas). En otras palabras, este tipo de cine depende de la forma en la que se le agrega melos al drama a través de la iluminación, montaje, ritmo visual, decorado, estilo de actuación, música: es decir, las formas en las que la puesta en escena traduce el personaje en acción (no muy diferente a la novela prejamesiana) y la acción en gestos y espacio dinámico (comparable a la ópera y el ballet del siglo XIX).

A pesar de ello, parece haber otro problema que afecta a la cuestión del melodrama: aunque las técnicas para orientar al público y la posibilidad de proyección psíquica por parte del espectador son tan evidentes en melodramas como Home from the Hill o Splendor in the Grass como en un western o en una película de aventuras, la diferencia de escenario y de entorno afecta a la dinámica de la acción. En el western, particularmente, la suposición de espacios “abiertos” es casi axiomática: de hecho, es una de las constantes que hacen que la forma sea siempre atractiva para un público en gran medida urbano. Esta apertura de espacios se vuelve problemática en películas que lidian con temas potencialmente “melodramáticos” y con situaciones familiares. Las complicadas relaciones padre-hijo en The Left-Handed Gun, el tópico de Caín y Abel en los westerns de Mann (Winchester 73, Bend of the River), el conflicto de la virilidad y la obsesión materna en algunos westerns de Tourneur (Great Day in the Morning, Wichita) o la búsqueda de la madre (y de identidad) en Run of the Arrow de Fuller parecen encontrar resolución porque el héroe puede actuar con seguridad en cada situación que se presente. En las películas de aventuras de Raoul Walsh, como lo remarcó Peter Lloyd(8), la identidad surge en un proceso a menudo paradójico de autoconfirmación y extralimitación, pero siempre a través de la acción directa, mientras que el impulso generado por los conflictos empuja a los protagonistas hacia adelante en un curso lineal implacable.

El melodrama familiar, por otra parte, aunque aborda en gran medida los mismos temas edípicos de identidad emocional y moral, registra más a menudo el fracaso del protagonista de determinar el rumbo de los acontecimientos e influir en el ambiente emocional, por no hablar de cambiar el asfixiante entorno social. El mundo es cerrado y actúa sobre los personajes. El melodrama les confiere una identidad negativa a través del sufrimiento, y la progresiva autoinmolación y desilusión generalmente deviene en resignación: emergen como seres humanos inferiores por haberse vuelto sabios y complacientes con los hábitos del mundo.

La diferencia se puede demostrar de otro modo. Por un lado, el drama se resuelve al externalizar sucesivamente los conflictos centrales y proyectarlos en acción directa. Un escape de la cárcel, un robo a un banco, una persecusión o carga de caballería de western e incluso una investigación criminal se prestan a representaciones psicologizadas y tematizadas de los dilemas internos de los héroes, y con frecuencia aparecen así (White Heat o They Died with Their Boots On de Walsh, The Criminal de Losey, Where the Sidewalk Ends de Preminger). Lo mismo pasa en los melodramas noir, donde el héroe es incitado o chantajeado por la femme fatale (el olor de la madreselva y la muerte en Double Indemnity, Out of the Past o Detour) hacia acciones que lo empujan más y más en una sola dirección, abriendo un margen cada vez más estrecho de consecuencias ineluctables que suelen llevar al héroe a desear su propia muerte como máximo acto de liberación, pero donde el mecanismo del destino al menos le permite expresar su revuelta existencial en un comportamiento potente y fuertemente antisocial.

No así en el melodrama doméstico: las presiones sociales son tan grandes, el marco de respetabilidad tan nítidamente definido, que el rango de acciones “fuertes” es limitado. El gesto revelador de impotencia, la metedura de pata social y el arrebato de histeria sustituyen cualquier acción más directamente liberadora o autoaniquiladora, y la violencia catártica de un tiroteo o una persecución se convierte en una violencia interior, una violencia que los personajes a menudo vuelven contra sí mismos. La configuración dramática, el patrón de la trama, independientemente de los intentos de liberarse, los hace mirar constantemente hacia adentro, los unos a los otros y a sí mismos. Los personajes son, por así decir, el único referente de los demás, no hay un mundo externo en el que accionar, no hay una realidad que definir o asumir sin ambigüedad. En Sirk, por supuesto, están encerrados en un universo de espejos reales y metafóricos, pero, generalmente, lo típico de esta forma de melodrama es que la conducta de los personajes sea muchas veces patéticamente discordante con los objetivos reales que quieren alcanzar. Una secuencia de acciones sustitutorias crea una especie de círculo vicioso en el que el estrecho nexo de causa y efecto de algún modo se rompe y, en un sentido a menudo abiertamente freudiano, se desplaza. James Dean, en East of Eden, inventa un método de almacenamiento en frío para la hiel, cultiva frijoles para vender al ejército y se enamora de Julie Harris, no para ganar mucho dinero y vivir feliz con una bella esposa, sino para ganarse el amor de su padre y expulsar a su hermano, y no lo consigue. Aunque muy en la superficie de la película de Kazan, se trata de una conjunción de ética puritana capitalista y psicoanálisis lo suficientemente pertinente para el melodrama estadounidense como para seguir siendo ejemplar.

Los melodramas de Ray, Sirk o Minnelli no tratan este desplazamiento por sustitución directamente, pero sí a través de lo que uno podría llamar una simbolización intensificada de acciones cotidianas, un aumento de gestos ordinarios y un uso del espacio y la decoración para reflejar las fijaciones fetichistas de los personajes. Los sentimientos violentos se descargan en objetos “sobredeterminados” (como cuando James Dean patea el retrato de su padre al salir furioso de su casa en Rebel Without a Cause) y la agresividad se desarrolla a través de otros. En películas así, las tramas son propensas a formar patrones circulares, que en las películas de Ray significa una variación casi geométrica del triángulo en círculo y viceversa(9), mientras que Sirk (el nombre lo dice todo) suele sugerir en sus círculos la posibilidad de que una tangente se desprenda: el círculo completo en Written on the Wind con su coda lineal de la relación Hudson-Bacall al final, o, incluso más evidente visualmente, la carrera circular alrededor de los pilones en The Tarnished Angels, que termina cuando el avión de Dorothy Malone en la última imagen se eleva más allá del pilón fatal hacia un cielo ilimitado.

Tal vez no sea caprichoso sugerir que los cambios estructurales desde la externalización de la acción hacia una sublimación de los valores dramáticos en formas de simbolización más complejas, que considero una característica central de la tradición melodramática en el cine estadounidense, se pueden seguir a un nivel más general en el que se refleja un cambio en la historia de las formas dramáticas y la articulación de energía en el cine estadounidense en su totalidad.

Como traté de evidenciar en otro artículo (Monogram, nº 1), una de las características típicas de las películas de Hollywood era que el héroe se definía dinámicamente, como el centro de un movimiento continuo, a menudo tanto de secuencia en secuencia como dentro de cada plano. Es un hecho perceptivo que para orientarse el ojo se ajusta automáticamente a cualquier cosa que se mueva y el movimiento, al igual que el sonido, completa la ilusión realista. Fue a base de puro movimiento físico, por ejemplo, que los musicales de los 30 (42nd Street de Lloyd Bacon tal vez es el ejemplo más espectacular), las películas de gangsters y los thrillers clase B de los 40 y principios de los 50 podían subsistir con tramas de lo más endebles, una ausencia casi total de caracterización individual y casi ninguna gran estrella. Estas deficiencias se compensaban concentrándose incluso exageradamente en el impulso, la obsesión, la idée fixe, es decir, en los elementos puramente cinético-mecánicos de la motivación humana. El patrón es sobre todo evidente en el género de gangsters, en el que a la búsqueda de dinero y poder le sigue la de supervivencia física, igual de obstinada y perentoria, que termina con la apoteosis del héroe a través de la muerte violenta. Esta curva de altibajos (un modelo totalmente estilizado y externo que adquiere un significado moral) se puede ver en películas como Underworld, Little Caesar, The Roaring Twenties o Legs Diamond, y depende esencialmente del ritmo narrativo, aunque permite variaciones y complejidades interesantes, como en Underworld USA de Fuller. Hawks, un director sofisticado, usó la velocidad de pronunciación y la energía pulsante de la acción para producir efectos cómicos (Scarface, 20th Century) e incluso lo aplicó a películas cuya estructura dramática no exigía naturalmente ese tratamiento (en particular, His Girl Friday). De hecho, el reputado estoicismo de Hawks es en sí mismo un recurso dramatúrgico, mediante el cual el sentimentalismo y el cinismo se tocan tan de cerca y tan deprisa que el resultado es una ducha emocional de frío-calor apta para adormecer la sensibilidad del espectador hasta hacerle sentir una carga moral sostenida, cuando lo más frecuente es simplemente una manipulación muy hábil de la distribución eléctrica de ese mismo voltaje (estoy pensando sobre todo en películas como Only Angels Have Wings).

Este incesante motor de combustión interna de energía física y psíquica, genéricamente ejemplificado por la agresividad dura y crepitante de las screwball, pero también empleado por Walsh en sus héroes psicóticos interpretados por James Cagney (White Heat), o como vehículo para el republicanismo redneck extremo (A Lion in the Streets), mostró signos de una ralentización definitiva en los 50 y a principios de los 60, cuando la vitalidad estridente y la “lujuria por la vida” instintiva se profundizó psicológicamente hasta llegar a neurosis íntimas e inadaptaciones adolescentes, o no tan adolescentes, de mayor significado social. Las iniciativas individuales pasan a ser percibidas como problemáticas en términos explícitamente políticos (All the King’s Men) luego de haber sostenido un mero carácter estoico y heroicamente antisocial, como en el film noir. El mundo externo está cada vez más plagado de obstáculos que se oponen a las ambiciones personales y que no se dejan vencer fácilmente por la aserción del héroe de una libido musculosa o inteligente. En los westerns de Mann, la locura en el centro del personaje de James Stewart solo ocasionalmente rompe su superficie tranquila y controlada, como una fuerte corriente subterránea que de repente emerge del suelo en forma de una inhumana, aunque poéticamente apropiada, sed de venganza y de justicia bíblica primitiva, en la que la voluntad de sobrevivir está conectada con algunos valores culturales y morales anticuados: dignidad, honor y respeto. En las películas de Sirk, una energía intransigente y fundamentalmente inocente se aparta poco a poco de su curso simple y directo por la emergencia de una conciencia, un sentido de culpa y responsabilidad, o por el conocimiento de complejidades morales, como en Magnificent Obsession, Sign of the Pagan, All That Heaven Allows e incluso Interlude, un tema que en Sirk siempre se interpreta en términos de decadencia cultural.

Written on the Wind (Sirk, 1956)

Freud y Marx en el hogar estadounidense

Hay pocas dudas de que la popularidad del melodrama familiar en Hollywood durante la posguerra está conectada en parte con que por esos años Estados Unidos descubrió a Freud. No voy a analizar en este texto las razones por las que Estados Unidos se convirtió en el país en el que sus teorías encontraron la recepción más entusiasta o por qué influyeron tan decisivamente en la cultura estadounidense, pero la conexión entre Freud y el melodrama es tan compleja como indiscutible. Un dato interesante, por ejemplo, es que Hollywood abordó las ideas de Freud de un modo particularmente “romántico” o gótico, a través de una serie de películas inaugurada posiblemente por el primer gran éxito estadounidense de Hitchcock, Rebecca. Al relacionar su victorianismo con la “película femenina” del estilo de Joan Crawford, Barbara Stanwyck o Bette Davis, que, por razones obvias, se convirtió en una de las principales preocupaciones de los estudios durante los años de la guerra y encontró su apoteosis en películas como Since You Went Away (“Desde que te fuiste” refiere, claro, a la guerra) de John Cromwell, Hitchcock impregnó su película, y muchas otras, de una insinuación única de frigidez femenina, al producir fantasías extrañas de persecución, violación y muerte, ensueños y pesadillas masoquistas con el marido en el rol del asesino sádico. Esta proyección de ansiedad sexual y sus mecanismos de desplazamiento y transferencia se traducen en toda una serie de películas que a menudo lidian con la hipnosis y juegan con la ambigüedad y el suspenso de si la esposa solo se está imaginando que su esposo realmente la quiere matar: Notorious y Suspicion de Hitchcock, Undercurrent de Minnelli, Gaslight de Cukor, Sleep, My Love de Sirk, Experiment Perilous de Tourneur, Secret Beyond the Door de Lang. Todas estas películas pertenecen a esta categoría, como también Whirlpool de Preminger y, en un sentido más amplio, Woman on the Beach de Renoir. Lo que llama la atención sobre esta lista no es solo el alto número de inmigrantes europeos a los que se les encargó este tipo de proyectos, sino que casi todos los principales directores de melodramas familiares en los 50 (excepto Ray)(10) tuvieron una oportunidad (en general, no muy exitosa) de dirigir melodramas feministas freudianos en los 40.

Lo que es más desafiante y difícil de probar es la especulación de que ciertas características estilísticas y estructurales del melodrama sofisticado puedan involucrar principios de simbolización y codificación que Freud conceptualizó en sus análisis de sueños y que después aplicó en Psicopatología de la vida cotidiana. No me refiero tanto a la prevalencia de lo que Freud llamaba Symptomhandlungen o Fehlhandlungen, es decir, un acto fallido u otras proyecciones de estados internos en comportamientos manifiestos e interpretables. Este es un modo de simbolizar y señalar actitudes comunes en el cine estadounidense en prácticamente todos los géneros. Sin embargo, en el melodrama hay un cierto refinamiento: pasa a formar parte de la composición del encuadre, es transmitido al espectador de forma más subliminal y discreta. Cuando los personajes de Minnelli se encuentran en un estado emocional precario o en una situación contradictoria, a menudo afecta el “balance” de la composición visual (las copas de vino, un plato de porcelana o una bandeja con bebidas enfatizan la fragilidad de su situación). Por ejemplo, Judy Garland desayunando en The Clock, Richard Widmark en The Cobweb dando explicaciones a Gloria Grahame, o Gregory Peck tratando de que su novia entienda por qué se casó con otra persona en Designing Woman. Cuando Robert Stack en Written on the Wind, parado cerca de la ventana que acaba de abrir para dejar entrar aire en una atmósfera familiar totalmente cargada, escucha que Lauren Bacall está embarazada, su miseria se torna elocuente por el modo en que se aprieta en el marco de la ventana entreabierta; cada palabra que le dice su mujer trae tormento a su alma golpeada y a su cuerpo atormentado.

The Cobweb (Minnelli, 1955)

Del mismo modo, pienso en el tipo de “condensación” de la motivación en imágenes metafóricas o secuencias de imágenes mencionadas anteriormente, la relación que existe en el trabajo del sueño freudiano entre el material onírico manifiesto y el contenido onírico latente. Así como en los sueños ciertos gestos y situaciones significan algo por su estructura y secuencia, en lugar de por lo que representan literalmente, el melodrama a menudo funciona, como he intentado demostrar, por un énfasis desplazado y actos sustitutos, por situaciones paralelas y conexiones metafóricas. En los sueños, uno tiende a “usar” como material situaciones y circunstancias sacadas de las experiencias vividas el día anterior, para poder “codificarlas”, pero manteniendo una especie de lógica emocional e incluso condensando las imágenes en lo que, por lo menos durante el sueño, parece una secuencia inevitable. Los melodramas usualmente utilizan a la clase media estadunidense, su iconografía y la experiencia familiar, como su “material” manifiesto, pero lo “desplazan” a patrones muy diferentes, yuxtaponen situaciones estereotípicas en extrañas configuraciones, provocan choques y rupturas que no solo abren nuevas asociaciones, sino que también redistribuyen energías emocionales que el suspenso y las tensiones acumulan, en direcciones inquietantemente diferentes. Las películas estadounidenses, por ejemplo, con frecuencia manipulan de forma muy astuta situaciones de vergüenza extrema (un bloqueo de energía emocional) y actos o gestos de violencia (descarga directa o indirecta) para crear patrones de significancia estética que solo un vocabulario musical podría ser capaz de describir con precisión y para los que un psicólogo o un antropólogo podrían ofrecer alguna explicación.

Uno de los principios es el de continuidad y discontinuidad (lo que Sirk llamó “el ritmo de la trama”). Una situación típica en los melodramas estadounidenses es que la trama se construye hacia una colisión catastrófica de sentimientos opuestos, mediante una serie de retrasos que deriva en el mayor efecto posible del choque cuando este ocurre. En The Bad and the Beautiful, de Minnelli, Lana Turner interpreta a una actriz alcohólica que ha sido “rescatada” por el productor interpretado por Kirk Douglas, quien le proporciona un nuevo comienzo en el cine. Luego del estreno, sonrojada por el éxito, con confianza por primera vez en años y en la feliz anticipación de celebrar con Douglas, de quien se ha enamorado, conduce a su casa armada de una botella de champagne. Sin embargo, el espectador sabe que Douglas no está emocionalmente interesado en ella (“necesito una actriz, no una esposa”, le dice después) y que está pasando la noche con otra mujer en su habitación. Lana Turner, que no sospecha nada, se encuentra con Douglas al pie de la escalera y, al principio demasiado absorta en sí misma para notar su frialdad, se derrumba cuando la otra mujer aparece de repente en lo alto de la escalera con la bata de Douglas. Su ataque de nervios en el auto se transmite a través de los faros que destellan contra su parabrisas como un aluvión de luces.

Este recurso de dejar que las emociones suban y luego bajen de golpe es un ejemplo extremo de discontinuidad dramática, y un vertiginoso descenso similar de la temperatura emocional es parte de muchos melodramas, casi siempre contra el eje vertical de una escalera(11). En una de las secuencias de montaje más paroxísticas del cine estadounidense, Sirk hace que Dorothy Malone en Written on the Wind baile sola, como una diosa condenada y de un misterio dionisíaco, mientras su padre colapsa en las escaleras y muere de un infarto. Otra vez, en Imitation of Life, John Gavin es rechazado por Lana Turner mientras bajan las escaleras y, en All I Desire, Barbara Stanwyck no puede evitar decepcionar a su hija al no llevarla a Nueva York para convertirse en actriz luego de que la hija haya corrido escaleras abajo para contarle a su padre las buenas noticias. El uso de las escaleras con fines emocionales similares por parte de Ray es conocido y el ejemplo más espectacular se da en Bigger Than Life, pero, para dar un ejemplo de otro director, Henry King, me gustaría citar una escena de Margie, una película que dialoga estrechamente con Meet Me in St. Louis de Minnelli, en la que la heroína, Jeanne Crain, quien está por ir a su graduación con una cita a ciegas (que el espectador sabe que es su padre) dado que su novio de anteojos, amante de la poesía, se ha resfriado, baja corriendo de su dormitorio cuando se entera de que el maestro francés, del que está enamorada, ha venido a visitarla. Prácticamente le arranca el ramo de flores de las manos y está llena de alegría. Un poco avergonzado, él le explica que va a llevar a otra persona al baile, que solo pasó por la casa para devolver unos papeles, y Margie, mortificada, humillada y muerta de vergüenza, tiene el tiempo justo de volver arriba antes de deshacerse en lágrimas.

A pesar de que esto pueda no sonar demasiado profundo en principio, la orquestación visual de una escena de este tipo puede producir efectos emocionales bastante fuertes y la estrategia de llegar al clímax para estrangularlo bruscamente es una inversión dramática con la que directores de Hollywood criticaron la racha de idealismo moral y emocional incurablemente ingenuo en la psiquis estadounidense, primero al mostrarlo a menudo indistinguible del tipo más burdo de ilusión y autoengaño y luego por forzar una confrontación cuando este es más doloroso y contradictorio. Los extremos emocionales son interpretados de tal manera que revelan una dialéctica inherente, y la innegable energía psíquica contenida en este sentimentalismo aparentemente tan vulnerable se utiliza para proporcionar su propio antídoto, para poner de manifiesto las discontinuidades en las estructuras de la experiencia emocional que dan un tipo de realismo y dureza raros, si no impensables, en el cine europeo.

Lo que hace que estas discontinuidades en el melodrama sean tan efectivas es que ocurren, por así decir, bajo presión. Aunque la cinética del cine estadounidense en general está dirigida a crear presión y manipularla (como el suspenso, por ejemplo), el melodrama es un caso particular. En el western o en el thriller, el suspenso se genera por la organización lineal de la trama y la acción, junto con el tipo de “presión” que el espectador aporta a la película a través de la anticipación y las expectativas a priori de lo que espera ver. El melodrama, sin embargo, tiene que acomodar el último tipo de presión, como ya se ha señalado, en lo que viene a ser un mundo relativamente “cerrado”.

La función del decorado y la simbolización de objetos enfatizan esto: el entorno del melodrama familiar es, casi por definición, una casa de clase media, llena de objetos que, en una película como Hilda Crane de Philip Dunne, típica del género en este sentido, envuelven a la heroína en una jerarquía de orden aparente que se vuelve cada vez más sofocante. Desde la silla del padre y el tejido de la madre en la sala de estar hasta el cuarto de arriba, donde, luego de cinco años de ausencia, las muñecas y los osos de peluche permanecen ordenados sobre la colcha, la casa no solo abruma a Hilda con imágenes de opresión parental y de un pasado reprimido (que indirectamente provocan los exabruptos explosivos que sostienen la acción), sino que también pone de manifiesto el intento característico del hogar burgués de detener el tiempo, inmovilizar la vida y fijar para siempre las relaciones domésticas de propiedad como modelo de vida social y baluarte contra los aspectos más perturbadores de la naturaleza humana. El tema es particularmente conmovedor en muchas películas sobre la victimización y la pasividad forzada en las mujeres: mujeres que esperan en sus casas, paradas junto a la ventana, atrapadas en un mundo de objetos en los que se supone que tienen que poner sus sentimientos. Since You Went Away tiene una secuencia reveladora en la que Claudette Colbert, luego de llevar a su esposo al tren de las tropas en la estación, vuelve a su casa a limpiar después de la prisa de la mañana. Todo lo que ve o toca (un vestido, una pipa, una foto de casamiento, una taza de desayuno, unas pantuflas, una brocha de afeitar, el perro) le recuerda a su esposo, hasta que ya no puede soportar la tensión y cae en su cama llorando. La banalidad de los objetos, combinada con las emociones y la ansiedad reprimida, fuerza un contraste que hace que la escena casi personifique la relación del decorado con los personajes en el melodrama: cuanto más esté el entorno lleno de objetos a los que la trama les da significado simbólico, más se encierra a los personajes en situaciones aparentemente ineludibles. La presión se genera por las cosas que se apilan sobre ellos, la vida se vuelve cada vez más complicada porque está llena de obstáculos y objetos que invaden sus personalidades, se apoderan de ellas, las sustituyen, se vuelven más reales que las relaciones humanas o las emociones que pretendían simbolizar.

Es, otra vez, un caso de recursos estilísticos de Hollywood que sostienen la trama o que se comentan entre sí. El melodrama se fija iconográficamente en la atmósfera claustrofóbica del hogar burgués y/o de un ambiente de pueblo, su patrón emocional es de pánico e histeria latente, estilísticamente reforzado por una compleja gestión del espacio en interiores (Sirk, Ray y Losey son particularmente buenos en esto) hasta el punto en el que el mundo parece totalmente predeterminado e impregnado de “sentido” y de signos interpretables.

Esto marca otro rasgo recurrente ya mencionado, el del deseo que se enfoca en un objeto inconseguible. Los mecanismos de desplazamiento y transferencia, en un campo de presión cerrado, abren un ciclo de insatisfacción altamente dinámico pero discontinuo, en el que la discontinuidad crea un universo de fijaciones muy emocionales pero relacionadas entre sí de manera oblicua. En el melodrama, la violencia, la acción fuerte, el movimiento dinámico, la articulación completa y las emociones descarnadas (tan características del cine estadounidense) se vuelven signos de la alienación de los personajes y por lo tanto sirven para formular una crítica devastadora de la ideología que la apoya.

Hilda Crane (Dunne, 1956)

Minnelli y Sirk son directores excepcionales en este sentido, sobre todo porque manejan historias con cuatro, cinco o hasta seis personajes que están en la misma configuración y sin embargo logran darle a cada uno un énfasis temático parejo y un punto de vista independiente. Esa habilidad involucra un don “musical” particular y una perspicacia muy sensible del potencial armonizador en el material contrastante y las implicaciones estructurales de los motivos de los personajes. Películas como Home from the Hill, The Cobweb, The Tarnished Angels o Written on the Wind dan la sensación de ser “objetivas” porque no tienen un héroe principal (a pesar de que puede ser que un personaje genere más atracción) y, sin embargo, son cohesivas, principalmente porque los predicamentos de cada personaje son plausibles en cuanto a que se relacionan con los problemas del resto. Las películas están construidas arquitectónicamente, por combinación de tensiones estructurales y partes articuladas, y el diseño general aparece sólo retrospectivamente, por así decir, cuando con la coda final de apaciguamiento el edificio se completa y el espectador puede retroceder y ver el patrón. Pero también hay, sobre todo en las películas de Minnelli, una dimensión totalmente “subjetiva”. Las películas (ya que las partes están tan íntimamente organizadas alrededor de un dilema o tema central) se pueden interpretar como emanadas de una conciencia única, que ensaya o experimenta de forma dramática las distintas opciones y posibilidades derivadas de una contradicción moral o existencial inicialmente esbozada. En The Cobweb, John Kerr anhela tanto una autoexpresión total como un marco humano definido en el que esa libertad tenga sentido y, en Home from the Hill, George Hamilton desea asumir responsabilidades adultas al mismo tiempo que rechaza estándares de adultez implícitos en la masculinidad agresiva de su padre. En esta última película, el drama termina en una resolución “freudiana” en la que el padre es eliminado justo en el momento en el que se resigna ante su pérdida de supremacía, pero se apoya en un desenlace “bíblico” que funde la mitología de Caín y Abel con la de Abraham bendiciendo a su primogénito. El entrelazamiento de temas se consigue mediante una serie de paralelismos y contrastes. Ambientada en el sur de Estados Unidos, la historia trata sobre la relación entre un niño de mamá con su duro padre, interpretado por Robert Mitchum, cuya esposa resiente tanto tener un hijo bastardo (George Pappard) que se rehúsa a volver a acostarse con él. La trama progresa a través de todas las permutaciones posibles de la situación básica: hijo legítimo/hijo natural, George Hamilton sensible/madre hipocondríaca, George Peppard duro/Robert Mitchum duro, a los dos les gusta la misma chica, Hamilton la deja embarazada, Peppard se casa con ella, el padre de la chica se vuelve desagradable contra el hijo legítimo por la notoria vida sexual de su padre, etc. Sin embargo, como la trama está estructurada como una serie de reflejos sobre padres e hijos, lazos de sangre y afinidades naturales, la película de Minnelli es un retrato psicoanalítico de un adolescente sensible, pero situado en un contexto social e ideológico definido. La conciencia del chico, nos damos cuenta, está hecha de circunstancias y fuerzas externas, su dilema es el resultado de su posición social como heredero del patrimonio de su padre, que él rechaza porque considera que no lo merece, y una crianza deliberadamente explotada por su madre para poder vengarse de su padre, cuya posición de terrateniente texano y pez gordo local le obliga a compensar la frigidez de su esposa demostrando su virilidad con otras mujeres. El melodrama se convierte en un vehículo para diagnosticar a un individuo en términos ideológicos y en categorías objetivas mientras que el drama emocional crea el segundo nivel, en el que el aspecto subjetivo (la experiencia inmediata y necesariamente irreflexiva de los personajes) permanece intacto. La identidad del héroe, por otra parte, emerge como una especie de rompecabezas a partir de las diversas piezas de la acción dramática.

Home from the Hill también es un ejemplo perfecto del principio de actos sustitutos mencionado antes, que es la manera de Hollywood de representar las dinámicas de alienación. La historia se sostiene en una presión aplicada indirectamente y en deseos que siempre persiguen objetivos inconseguibles: Mitchum fuerza a George Hamilton a “convertirse en un hombre” aunque es temperamentalmente el hijo de su madre, mientras que el hijo “real” de Mitchum en cuanto a actitudes y personalidad es George Peppard, a quien no puede reconocer por razones sociales. Asimismo, Eleanor Parker presiona a su hijo para molestar a Mitchum y Everett Sloane (el padre de la chica) descarga sobre George Hamilton el odio sexual que él siente hacia Mitchum. Finalmente, después de que la hija se embaraza, él va a ver a Mitchum para presionarlo con el propósito de que su hijo se case con la chica, para desplomarse cuando Mitchum da la vuelta a la situación y lo acusa de extorsión. Es un patrón que incluso en una forma más pura aparece en Written on the Wind. Dorothy Malone quiere a Rock Hudson, él quiere a Lauren Bacall, ella quiere a Robert Stack y él solo quiere morir. La ronde á l’américaine. El punto es que el dinamismo melodramático de estas situaciones es usado por Sirk y Minnelli para hacer que el impacto emocional “se traslade” a las secuencias de imágenes muy tenues, aparentemente neutras, que tan a menudo completan una escena y que, por lo tanto, tienen una fuerte calidad lírica.

Uno de los rasgos característicos del melodrama es que se concentra en el punto de vista de la víctima: lo que hace que las películas mencionadas antes sean excepcionales es que logran presentar a todos los personajes de manera convincente como víctimas. La crítica (las cuestiones de la “maldad”, de la responsabilidad) está firmemente puesta en un nivel social y existencial, lejos de la lógica arbitraria y obtusa de motivos privados y psicología individual. Por eso es que el melodrama, en sus mejores casos, parece capaz de reproducir los patrones de dominación y explotación que existen en una determinada sociedad de forma más directa que otros géneros, y en particular la relación entre psicología, moralidad y conciencia de clase, al enfatizar una dinámica emocional cuya correlación social es una red de fuerzas externas opresivas con las que los propios personajes se confabulan sin saberlo para convertirse en sus agentes. En el cine de Minnelli, Sirk, Ray y Cukor, entre otros, la alienación se reconoce como una condición básica, el destino se seculariza en la prisión de la conformidad social y la neurosis psicológica, y la trayectoria lineal de autorrealización, tan potente en la ideología estadounidense, se retuerce en la espiral descendente de un impulso autodestructivo que parece poseer a toda una clase social.

Este masoquismo típico del melodrama, con sus incesantes actos de violación interna, sus mecanismos de frustración y sobrecompensación, tal vez se pone más de manifiesto a través de personajes alcohólicos (por ejemplo, en Written on the Wind, Hilda Crane, Days of Wine and Roses). Aunque el alcoholismo es un emblema demasiado común en las películas y demasiado típico de la clase media estadounidense como para merecer un análisis minucioso, la bebida se vuelve interesante en películas en las que se desarrolla su importancia dinámica y se reconocen sus cualidades como metáfora visual: cuando vemos a los personajes engullir sus bebidas como si se estuvieran tragando sus humillaciones junto con su orgullo, entendemos que la vitalidad y la fuerza de vida se han vuelto palpablemente destructivas, y que una libido falsa se ha convertido en ansiedad real. Written on the Wind es quizá la película que se apoya con mayor constancia en las posibilidades metafóricas del alcohol (liquidez, potencia, la forma fálica de las botellas). No solo despliega el tema de una sequía emocional que no puede saciarse con alcohol, petróleo o la gasolina de los coches y aviones, sino que también hace que Robert Stack, cada vez que se siente suicida, compense su impotencia sexual y sus sentimientos de culpa infantiles abrazando una botella que luego procede a estrellar con asco contra la mansión patemal. En una escena, Stack hace gestos inequívocos con una botella vacía de Martini en dirección a su esposa, y una relación no consumada queda visualmente subrayada cuando dos vasos llenos hasta el tope permanecen sobre la mesa sin ser tocados, mientras Dorothy Malone hace todo lo posible por seducir a un ensimismado Rock Hudson en la fiesta familiar, tras haber vertido previamente su whisky en el jarrón de flores de su rival, Lauren Bacall.

El melodrama se usa a menudo para describir tragedias que no terminan de tener efecto, ya sea porque los personajes se consideran a sí mismos trágicos de manera muy autoconsciente o porque el problema está fabricado de una forma demasiado evidente a nivel de trama y dramaturgia como para llevar el tipo de convicción que normalmente se denomina “necesidad interior”.  En algunos melodramas familiares estadounidenses, la inadecuación de las respuestas de los personajes a su situación se convierte en parte del tema. En The Chapman Report de Cukor y en The Cobweb de Minnelli, dos películas que se ocupan explícitamente de las nociones freudianas de la sociedad estadounidense, la autocomprensión de los protagonistas, así como los intentos de análisis y terapia de los médicos, se muestran trágica o cómicamente inadecuados para las situaciones que los personajes deben afrontar en la vida cotidiana. Como héroes y heroínas trágicos de bolsillo, enfrentan a ciegas un destino lo suficientemente real como para causar una intensa angustia humana, que sin embargo, como el espectador puede ver, se encuentra agravada por los prejuicios sociales, la ignorancia, la insensibilidad y la falsa pretensión de objetividad científica por parte de los médicos. La ninfomanía de Claire Bloom y la frigidez de Jane Fonda en la película de Cukor son vistas como dos reacciones diferentes pero igualmente histéricas a las presiones ideológicas que la sociedad estadounidense impone en las relaciones entre personas de distinto género. The Chapman Report, a pesar de que aparentemente fue cortada por Darryl F. Zanuck Jr., sigue siendo una película extremadamente importante en parte porque trata su tema tanto de forma trágica como cómica sin desintegrarse y subraya así las ambigüedades de la discrepancia entre la manifestación de sentimientos intensos y las circunstancias en las que resultan inadecuados, un motivo habitualmente cómico pero trágico en sus implicaciones emocionales.

Tanto Cukor como Minnelli, sin embargo, se concentran en cómo las contradicciones ideológicas se reflejan en las conductas aparentemente espontáneas de los personajes, la forma en la que los sentimientos de pena y odio hacia sí mismos alternan con un impulso violento hacia alguna forma de acción liberadora, que inevitablemente fracasa en resolver el conflicto. Los personajes experimentan como un estigma vergonzosamente personal aquello que el espectador se ve obligado a reconocer como parte de un dilema social más general (por los paralelismos entre los distintos episodios de The Chapman Report y las analogías en los destinos de los siete personajes principales de The Cobweb). La pobreza de los recursos intelectuales en algunos de los personajes se contrasta con la abundancia correspondiente de recursos emocionales, y mientras uno los ve luchar con impotencia dentro de sus prisiones emocionales sin esperanzas de darse cuenta de hasta qué punto son víctimas de la sociedad, también obtiene una idea clara de cómo un cierto individualismo refuerza la alienación emocional y social y de cómo la economía de la psiquis es tan vulnerable a la manipulación y a la explotación como lo es la mano de obra de una persona.

El punto es que esta inadecuación tiene un nombre, que es relevante para el melodrama como forma: ironía o pathos, que tanto en el melodrama como en la tragedia es la respuesta al reconocimiento de diversos niveles de conciencia. La ironía privilegia al espectador frente a los protagonistas, pues registra la diferencia desde una posición superior. El pathos resulta de la falta de comunicación o el silencio hecho elocuencia: personas que hablan en sentido contrario (Robert Stack y Lauren Bacall cuando ella le dice que está embarazada en Written on the Wind), una madre que observa el casamiento de su hija de lejos (Barbara Stanwyck en Stella Dallas) o una mujer que vuelve y pasa desapercibida frente a su familia, mientras los observa desde la ventana (otra vez Barbara Stanwyck, en All I Desire), donde se subestiman situaciones muy emotivas para presentar una discontinuidad irónica de sentimientos o una diferencia cualitativa de intensidad, normalmente visualizada en términos de distancia y separación espacial.

Estas situaciones melodramáticas arquetípicas activan una fuerte participación del público, ya que hay un deseo de compensar la carencia afectiva, de impartir una conciencia diferente, que en otros géneros se frustra sistemáticamente para producir suspenso: el deseo primitivo de advertir a la heroína de los peligros que se ciernen visiblemente sobre ella en la forma de la sombra del villano. Pero en los melodramas más sofisticados este pathos se produce de forma más aguda a través de una puesta en escena “liberal” que equilibra diferentes puntos de vista, para que el espectador esté en una posición en la que pueda ver y evaluar actitudes contrarias dentro de un marco temático; un marco que es el resultado de la configuración total y por lo tanto es inaccesible a los protagonistas. El espectador de, por ejemplo, Daisy Kenyon de Otto Preminger o de una película de Nicholas Ray, se da cuenta del desequilibrio cualitativo más pequeño en una relación y también se sensibiliza ante las implicaciones trágicas que puede tener un malentendido radical o una concepción errónea de motivos, incluso cuando esto no termina en un final trágico.

Si el pathos es el resultado de un énfasis emocional hábilmente desplazado, en los melodramas muchas veces se utiliza para explorar la represión sexual y psicológica, en general junto con la inferioridad. La inadecuación de respuesta en el cine estadounidense a menudo tiene un significado sexual: impotencia masculina y frigidez femenina, asuntos que permiten tematizaciones en varias direcciones, no solo como indicadores de los tipos de ansiedad psicológica y presiones sociales que generalmente vuelven a las personas sexualmente receptivas, sino como metáforas de falta de libertad o de una “extralimitación” casi metafísica (como en Bigger Than Life de Ray). En el cine de Sirk, donde el tema tiene un tratamiento ejemplar, se lo trabaja como un problema de “decadencia”, en el que la intención, la conciencia y el anhelo superan el rendimiento sexual, social, moral. Del personaje de Willi Birgel de Zu Neuen Ufern en adelante, los personajes más logrados de Sirk nunca están a la altura de las exigencias que les impone la vida, aunque algunos son lo suficientemente sensibles, vivaces e inteligentes como para conocer y sentir esta inadecuación de gestos y respuestas. Esto confiere a su pathos un matiz trágico, porque asumen el sufrimiento y la angustia moral a sabiendas, como el justo precio por haber vislumbrado un mundo mejor y no haber sabido vivirlo. Se apela a una autoconciencia trágica para compensar la pérdida de espontaneidad y energía, y en películas como All I Desire o There’s Always Tomorrow, en las que, como pasa seguido, la ironía fundamental está en los títulos, este tema, que ha acechado a la imaginación europea por lo menos desde Nietzsche, se absorbe en una atmósfera de pequeño pueblo estadounidense, y a menudo gira en torno a las cuestiones de la dignidad y la responsabilidad, de cómo ceder ante el verdadero talento y la verdadera vitalidad, aquellas cualidades que, en definitiva, la dignidad está llamada a suplir.

En el melodrama de Hollywood, personajes operetescos interpretan las tragedias de la humanidad, y así es como experimentan las contradicciones de la sociedad estadounidense. No es extraño que constantemente se asombren o desconcierten, como Lana Turner en Imitation of Life, sobre lo que ocurre alrededor de ellos y dentro de ellos. La discrepancia entre parecer y ser, entre intención y resultado, se registra como una perpleja frustración y se abre una brecha cada vez mayor entre las emociones y la realidad que pretenden alcanzar. Lo que resalta como el verdadero pathos es la mediocridad misma de los humanos involucrados, que se imponen exigencias muy grandes a sí mismos y que tratan de estar a la altura de una visión exaltada del hombre, pero en cambio viven las contradicciones imposibles que convirtieron el “sueño americano”(12) en una pesadilla. Esto hace que los mejores melodramas estadounidenses de los años cincuenta no sean solo documentos sociales críticos, sino auténticas tragedias, a pesar del “final feliz”, o más bien a causa de él: registran algunas de las agonías que han acompañado a la desaparición de la “cultura afirmativa”. Engendradas por el idealismo liberal, defienden con abierta y consciente ironía que el remedio es aplicar más de lo mismo. Pero incluso sin los desastres nacionales que invadirían a Estados Unidos en los 60, también esta ironía casi parece pertenecer a una época diferente.

Imitation of Life (Sirk, 1959)

Notas

1  A. Filon, The English Stage, Londres, 1897. Filon también ofrece una interesante definición del melodrama: “Al hablar sobre Irving, planteé la cuestión, tantas veces discutida, de si vamos al teatro para ver una representación de la vida, o para olvidar la vida y buscar alivio de ella. El melodrama resuelve esta cuestión y demuestra que ambas teorías tienen razón, al dar satisfacción a ambos deseos, en cuanto que ofrece el extremo del realismo en la escenografía y el lenguaje junto con los sentimientos y sucesos más infrecuentes”.

2  Ver J. Duvignaud, Sociologie du théâtre, París, 1965, IV, 3, “Théâtre sans révolution, révolution sans théátre”.

3 Sobre la función ideológica del melodrama victoriano del siglo XIX, ver M. W. Disher: “Incluso en los garitos y salones, el melodrama insistía tanto en la recompensa segura que se otorgaría en esta vida a los respetuosos de la ley que los sociólogos ven ahora en ello un complot maquiavélico para mantener la democracia servil a la Iglesia y al Estado. (…) En la imaginación de las masas del siglo XIX no hay separación entre las dos tendencias, moral y política. Están desesperadamente enredadas. La democracia dio forma a sus propios entretenimientos en un momento en que la moda de la Virtud Triunfante estaba en su apogeo y tomaron su modelo de ella. (…) Aquí están los errores concomitantes de la Virtud Triunfante: confusión entre lo sagrado y lo profano, entre el avance mundano y el espiritual, entre el interés propio y el autosacrificio” (Blood and Thunder, Londres, 1949, pp. 13-14). Sin embargo, hay que recordar que existen tradiciones melodramáticas ajenas a la cosmovisión puritano-democrática. Los países católicos, como España, México (cf.: las películas mexicanas de Buñuel) tienen una línea muy fuerte en melodramas, basados en los temas de la expiación y la redención. Los melodramas japoneses han sido “cultos” desde las historias monogatari del siglo XVI, y en las películas de Mizoguchi (O-Haru, Shin heike monogatari) alcanzan una trascendencia y una sublimación estilística solo rivalizadas por los mejores melodramas de Hollywood.

4 Del griego, “canto con acompañamiento de música”. (N. del T.).

5 Hans Eisler, Composing for Film, Londres, 1951.

6 Lilian Ross, Picture, Londres, 1958.

7 El impacto de Madame Bovary a través de Willa Cather en el cine estadounidense y en la imaginación popular merecería un análisis más detallado.

8 Brighton Film Review, nº 14, 15, 21.

9 Ibid, nº 19, 20.

10 No he visto A Woman’s Secret (1949) ni Born to Be Bad (1950), que tal vez incluirían a Ray en esta categoría, y el personaje de Ida Lupino en On Dangerous Ground (1952) —ciega, que vive con un hermano homicida— recuerda claramente a esta corriente masoquista del feminismo de Hollywood.

11 Como principio de la mise-en-scène, la utilización dramática de las escaleras recuerda a las famosas Jessnertreppe [“escaleras de Jessner”] del teatro alemán. La conjunción temática entre familia y el simbolismo altura/profundidad está muy bien descrita por Max Tesier: “El héroe o la heroína son arrastrados por un verdadero tren escénico social, donde las clases están rigurosamente compartimentadas. Su ambición es abandonar para siempre un entorno moralmente depravado y físicamente agotador para acceder al Nirvana de la alta burguesía… ¡Sin familia, sin melodrama! Para que haya melodrama tiene que haber sobre todo culpa, pecado, transgresión social. Ahora bien, ¿cuál es el ambiente ideal para que se desarrolle esta gangrena sino esta unidad familiar, ligada a una concepción jerárquica de la sociedad?”. (Cinéma 71, nº 161, p. 46).

12 El “sueño americano” (American dream) se refiere a la idea de que existe una igualdad de oportunidades para todos los estadounidenses, lo que en teoría permitiría a cualquiera, a través del trabajo y el esfuerzo, lograr toda meta que se proponga, sin importar el género, orientación sexual, raza, etnia o posición social de la persona. (N. del T.).

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *