A mediados de los años 60, el periodista, teórico y crítico de cine (y futuro cineasta) inglés Peter Wollen publicó, bajo el pseudónimo “Lee Russell”, una serie de nueve artículos para la revista New Left Review sobre nueve cineastas diferentes, cada nota con el nombre del director en cuestión como único título. La New Left Review había sido fundada en 1960 tras la fusión de las revistas The New Reasoner y Universities and Left Review, representantes de la Nueva Izquierda británica, con Stuart Hall como editor en jefe (reemplazado en 1962 por Perry Anderson). Wollen es reconocido por incorporar ideas del estructuralismo y la semiótica al análisis cinematográfico. Tras su paso por la New Left Review, comenzó su labor docente en el departamento de educación del British Film Institute. Esta institución editó, en 1969, el primer libro de Wollen, Signs and Meaning in the Cinema, de donde recuperamos para su traducción los textos originalmente publicados por NLR. En los años 70 incursionó en la realización de películas junto a su esposa, la famosa teórica feminista Laura Mulvey, además de haber sido coguionista del largometraje Professione: reporter (estrenada como El pasajero en la Argentina) de Michelangelo Antonioni. Wollen falleció en 2019 tras padecer Alzheimer por varios años.
Para esta traducción se ha optado por colocar los títulos originales de las películas mencionadas por el autor, con el título de su estreno en la Argentina entre corchetes tras la primera mención, cuando éste haya diferido del original, y según lo señalado en IMDb. De no haber título argentino se optó por el título de estreno en algún otro país latinoamericano. Como última opción, se recurrió al título español.
Introducción y traducción: Ezequiel Iván Duarte
Louis Malle
[Publicado originalmente en NLR nº 30, marzo/abril de 1965, pp. 73-76]
La nouvelle vague tiene ahora al menos seis años y ha llegado el momento de hacer un balance. Quizás la mejor manera de hacerlo sea considerar el trabajo de Louis Malle, que nunca estuvo en el centro del grupo que ocupó los titulares, pero en cierto modo fue el máximo exponente de la nouvelle vague y, sin duda, su más consistentemente exitoso representante en términos tanto de taquilla como de premios. En su última película, Le feu follet [El fuego fatuo], Malle se mostró quizás más cercano al espíritu original del movimiento que otros que se han desviado en direcciones personales o hiperpersonales. Malle, el más ecléctico, es también el más típico. La paradoja no tiene por qué sorprender: incapaz de desarrollar un estilo con su propia dinámica, el ecléctico idea un compuesto, cuya superficie brilla con tensiones no resueltas, pero que es fácilmente asimilable. En las circunstancias equivocadas, el ecléctico se vuelve académico o grotesco. Malle, un director inteligente, se ha salvado de estos extremos tanto por el ambiente progresista que lo rodea como por su propio buen criterio. Pero, mientras Godard es Godard y Truffaut es Truffaut, Malle es la nouvelle vague.
Vale la pena recapitular por qué las primeras películas del movimiento crearon una impresión tan vívida de novedad. En parte era una cuestión de puesta en escena: semi-noticiero, a menudo cámara en mano; un descuido en el encuadre y una insistencia mucho mayor en la textura; la creencia de que la cámara debería seguir a los actores alentados a actuar con naturalidad en lugar de a actuar frente a una cámara autocrática; una nueva voluntad de utilizar efectos poco ortodoxos más o menos casualmente en lugar de como piezas fijas. En parte fue una nueva aproximación al contenido y un nuevo tipo de contenido: construcción episódica, a menudo con muchos paréntesis; valentía a la hora de introducir material, conversaciones y alusiones “intelectuales”; una aproximación fenomenológica a los problemas psicológicos domésticos; un tratamiento más sincero de la sexualidad; una preferencia por el diálogo natural, “espontáneo”, a menudo improvisado en el acto, en lugar de instrumental, que avanza la trama. Otras características eran más superficiales: chistes internos, homenajes a las películas de gánsteres estadounidense, retruécanos visuales. También hubo una clara insistencia, a menudo hasta el punto de la flagrancia, en tener una cultura cinematográfica desarrollada, lo que llevó a una insistencia en un control direccional claro.
Casi todas estas cualidades y características se encuentran en las películas de Malle. Su primera película, Ascenseur pour l’échafaud [Ascensor para el cadalso], no le satisfizo del todo: a diferencia de otros directores de la nouvelle vague, que lograron realizar sus propios proyectos como óperas primas, a Malle le impusieron el guión. Fue una película a la que se le dio un tratamiento de nouvelle vague (la banda sonora de Miles Davis, por ejemplo), que estableció el talento de Malle, pero no le dio la oportunidad de hacer su propia película. Les Amants [Los amantes], su siguiente película y su propio proyecto, estaba claramente demasiado interesada por el tipo de preocupaciones que debería tener una película de la nouvelle vague. Su momento central, una larga secuencia erótica de sexo, señalaba una nueva libertad sin hacer ningún avance real. La trama, a pesar de sus elementos modernos (el 2CV y el baño), era esencialmente ultrarromántica y anacrónica. Como suele ocurrir con Malle, el rasgo más distintivo de la película era su ornamentación: el polo, el baño, etc.
Zazie dans le métro [Zazie en el metro] fue una obra más importante, no precisamente por sus méritos, sino porque fue un intento descarado de hacer una película de dos niveles, que atrajera a los cinéfilos y al público en general, pero por razones diferentes. Por un lado, se trataba de una antología de alusiones y citas de numerosas películas históricas; por el otro, era una comedia estrafalaria y descabellada, con muchas persecuciones y payasadas. La película también mostró el creciente interés de Malle por el trabajo de cámara; trama y personaje apenas existen y se evita que la película se hunda casi por completo estimulando el ojo y no permitiendo que se asiente. Zazie mostró cómo era posible utilizar recursos típicos de la nouvelle vague para animar una acción de poco interés para el director en sí misma y convertirla en un ejercicio estilístico virtuoso. (Esto, por supuesto, es lo que Richardson intentó hacer con Tom Jones.) Debe decirse que, dado que el libro original de Queneau era poco más que un ejercicio semántico virtuoso en sí mismo, es argüible que Malle lo estuviera traduciendo fielmente a términos cinematográficos. Pero esto simplemente subraya el hecho de que Malle ha sido incapaz de encontrar su propia dinámica.
La nouvelle vague siempre tuvo cuidado de no parecer temerosa del comercialismo; su admiración por el cine estadounidense implicaba la creencia de que el buen cine también podía ser una buena taquilla. Sin embargo, pronto quedó bastante claro que los principales directores de la nouvelle vague, lejos de ser figuras oscuras en la jungla de Hollywood, iban a ser entronizados como ídolos de la intelectualidad, en pleno foco de atención y aplaudidos por los mismos críticos que despreciaban el cine estadounidense. Además, casi todos ellos eran intelectuales en sí mismos y, aunque una cosa es insistir en que el cine —pese a todos los méritos de los directores estadounidenses— todavía carecía de una cierta dimensión intelectual, otra muy distinta es tirar Las palmeras salvajes de Faulkner o Las afinidades electivas de Goethe en pantalla y comentarlos en largos pasajes del guión. En consecuencia, siempre hubo una tensión fundamental en el cine de la nouvelle vague, que a veces se expresa de maneras sorprendentes, aparentemente perversas: así, Godard hace películas con Brigitte Bardot y Eddie Constantine.
Malle también hizo una película con Brigitte Bardot, Vie privée [El amor es asunto privado]. Le Mépris [El desprecio] de Godard era absolutamente paradójica, hasta el punto de la autodestrucción; fue el intento de hacer “una película de Antonioni al estilo de Hitchcock y Hawks”, una extraña yuxtaposición de primeros planos de Brigitte al estilo Playboy con una recóndita alegoría basada en La Odisea. Pero la película de Malle era, como era de esperar, una propiedad comercial más o menos pura, similar en su idea clave a La Vérité [La verdad] de Clouzot, pero con un nuevo tipo de brillo estilístico. Sus dos características más llamativas —la fotografía puntillista experimental de Decaë y una larga secuencia de Brigitte Bardot cayendo por el espacio, basada en el salto en paracaídas en The Tarnished Angels [Los diablos del aire] de Sirk— no tenían relevancia para la trama de la película, que parecía exigir un tratamiento de noticiario o teatralidad ophülsiana absoluta. Una vez más, sin embargo, Malle cayó en momentos cruciales en un débil romanticismo que contradecía las peculiaridades de su experimentación. La película parecía subordinada a la opinión conservadora de la taquilla y no comprometida con la creencia de que el cine avanzado podría pagar bien. Además, parecía bastante incapaz de abordar seriamente cualquiera de los temas —como la naturaleza del estrellato, la cara pública y la privada, etc.— que la película podría haber sugerido.
Después del estreno de Vie privée, parecía que poco más se podía esperar de Malle. Sin embargo, demostró ser lo suficientemente resiliente como para regresar y su película más reciente, Le feu follet, fue bien recibida en casi todas partes. No fue una película extraordinariamente buena, pero sí una película que quizás más que cualquier otra estaba calculada para captar la atención del intelectual. El guión se basó en una adaptación de una novela de Drieu La Rochelle, en la que el héroe pasó de ser un drogadicto a un alcohólico. Este cambio alineó la película con el estado de ánimo predominante, que quedó claramente señalado por una serie de alusiones a Scott Fitzgerald. Aunque la película, como el libro, termina con el suicidio del héroe, no fue tanto el suicidio de un hombre oprimido o destrozado sino el de un hombre privilegiado pero condenado, un hombre que oscuramente siente que no tiene más tiempo para vivir y que continuar viviendo, perversamente, sería vivir en una condición de separación radical de los demás que difícilmente podría considerarse vida en absoluto. La película no considera los orígenes de este sentimiento de fatalidad y de separación, sino que narra una serie de episodios en los que se manifiesta. La cámara, por tanto, es la típica cámara de seguimiento de la nouvelle vague, pero también está dotada, durante períodos bastante largos, de la propia subjetividad del héroe.
Los episodios principales tienen la forma de viñetas de los amigos del héroe: un serio adepto de la cábala, una chica beatnik y un mecenas al que le gusta entretener a los ricos y a los ingeniosos. Como el héroe, todos son intelectuales. Durante el día, el héroe, que acaba de someterse a una cura alcohólica, se emborracha hasta la incapacidad. Sin embargo, este no es el centro de la película; el alcoholismo, es evidente, es un síntoma y no una enfermedad. Lo que realmente está en juego es el carácter esencial del intelectual, su obsesión por lo problemático, su miedo a que el problema sea un problema falso. La película debe su éxito al hecho de que su público —un público de intelectuales—, a través de la cámara obsesiva, es obligado a compartir las actividades de otros intelectuales y a verlos como ininteligibles, fantasmales. Así, Malle hace uso del proceso de identificación del público con la cámara y de la separación radical entre el público y las sombras en la pantalla. El cine, en este sentido, se convierte en el rito central de una secta, mediante el cual un grupo definido hace su autocrítica, su confesión de miedo de que la vida no pueda hacerse inteligible, y representa el suicidio en las sombras que no querrá —no necesita— hacer en sustancia.
Evidentemente, detrás de un cine de este tipo hay un hastío y una falta de energía fundamentales. Busca evocar un estado mental, una cualidad de sentimiento, que está saturado de intelectualidad pero que no da a su material ninguna estructura inteligible. Es esta falta básica de orientación la que permite a Malle oscilar tan violentamente entre lo hiperintelectual y lo vulgar. Su próxima película, Viva Maria, protagonizada por Brigitte Bardot y Jeanne Moreau, promete ser otro paseo por la cuerda floja. Sin duda, será a la vez un éxito comercial y una fuerte candidata al León de Oro. Pero probablemente hará poco para resolver los problemas que acosan a Malle y a la nouvelle vague, que se disipa rápidamente. Ahora no sólo se necesitan nuevas ideas sobre el cine, sino también nuevas ideas sobre la sociedad, sobre las personas, sobre el mundo. Un nuevo cine exige una nueva antropología.
Budd Boetticher
[Publicado originalmente en NLR nº 32, julio/agosto de 1965, pp. 78-84]
Budd Boetticher no es un director muy conocido; de hecho, incluso un crítico tan conocedor como Andrew Sarris lo clasifica entre los “esotéricos”. La mayoría de los críticos se inclinarían a descartarlo como responsable de sólo unos pocos westerns rutinarios, difícilmente distinguibles de los de sus colegas igualmente anónimos: un típico técnico de Hollywood, un nombre que aparece en los créditos y pronto es olvidado. Esto sería juzgar mal a Boetticher. Sus obras son, de hecho, distintivas, homogéneas en tema y tratamiento, y de un interés más que habitual. Él es un autor y él mismo lo sabe muy bien; es lúcido acerca de sus propias películas. Ya es hora de que los críticos sean igualmente lúcidos.
El primer contacto de Budd Boetticher con el cine fue en 1941, cuando Mamoulian viajó a México para rodar Blood and Sand [Sangre y arena]. Boetticher ya había estado en México algunos años —fue allí para recuperarse después de una temporada de fútbol americano— y mientras estaba allí se dedicó a la tauromaquia y finalmente se convirtió en profesional. Mamoulian lo contrató, siendo estadounidense y torero, como asesor técnico taurino para su película. Boetticher se entusiasmó tanto con el cine como con las corridas de toros y, después de tres años como mensajero y asistente de dirección, hizo su primera película, One Mysterious Night [Una noche misteriosa], en 1944. Durante varios años realizó quickies efímeras(1); su prise de conscience como autor por derecho propio no llegó hasta 1951, cuando realizó Bullfighter and the Lady [Muerte en la arena]. Para esta película, cambió su firma de Oscar Boetticher Jr. a Budd Boetticher; él mismo lo ha reconocido como el punto de inflexión en su carrera. Incluso entonces, tuvieron que pasar otros cinco años antes de que Boetticher encontrara las condiciones que realmente le convenían. El gran avance se produjo en 1956 con 7 Men from Now [Hombres sin destino]; su primera película para Ranown Productions, The Tall T [Los cautivos], llegó al año siguiente. Durante estas dos películas se formó el equipo con el que Boetticher realizaría su trabajo más característico: Randolph Scott como protagonista, Harry Joe Brown como productor, Burt Kennedy como guionista. 7 Men from Now fue también la primera película de Boetticher que obtuvo el reconocimiento de la crítica: André Bazin la reseñó en Cahiers du cinéma bajo el título “Un western ejemplar”. Boetticher hizo cinco westerns con Ranown; son el núcleo de su logro. Finalmente, en 1960, realizó su obra más célebre, The Rise and Fall of Legs Diamond [Fin del rey del crimen], para Warner. Para hacer esta película, tuvo que romper un guión de Philip Yordan frente a la cara de Yordan y filmarlo de tal manera que el productor no pudiera descifrar cómo hacer el montaje. Exasperado, abandonó Hollywood y los Estados Unidos, decidido a trabajar en el futuro en las condiciones que él mismo eligiera. Desde entonces sólo ha realizado en México la inédita Arruza, tras dificultades considerables(2). Ahora tiene numerosos proyectos pero perspectivas inciertas.
El típico western de Boetticher-Ranown puede parecer muy poco sofisticado. Comienza con el héroe (Randolph Scott) cabalgando tranquilamente a través de un laberinto de enormes rocas redondeadas, un terreno clásico de tierras baldías, y emergiendo para acercarse a una estación de relevo aislada. Luego, gradualmente, se van dando a conocer más personajes; por lo general, el héroe demuestra tener una misión de venganza: matar a quienes mataron a su esposa. Él y su pequeño grupo de compañeros de viaje, reunidos por accidente, tienen que enfrentarse a diversos peligros: bandidos, indios, etc. Las películas se desarrollan, en palabras de Andrew Sarris, en “juegos de póquer flotantes, donde cada personaje se turna para fanfarronear sobre su mano hasta el enfrentamiento final”. El héroe expresa una “serenidad cansada”, tiene una constante sonrisa paciente y está dispuesto a preparar una olla de café, lo que desarma a su turno a cada adversario a medida que se ve alejado de los demás. Finalmente, después del enfrentamiento, el héroe cabalga de nuevo a través de las mismas rocas redondeadas, todavía solo, ciertamente sin ningún júbilo por su victoria.
A primera vista, estos westerns no son más que ejercicios extremadamente conservadores de un tipo de western que ha quedado obsoleto. Esta impresión se ve reforzada por el parecido de Randolph Scott con William Hart, observado inmediatamente por Bazin. Los westerns de Ince y Hart eran simples enfrentamientos morales, en los que el bien vencía al mal; desde entonces, el western se ha enriquecido con temas sociológicos y psicológicos más complejos. The Iron Horse [El caballo de hierro] (1924), de John Ford, ya presagiaba nuevos desarrollos, que él mismo llevaría a cabo cuando el western se convirtió en el género clave para la creación de un mito popular de la sociedad y la historia estadounidenses. Hoy en día, westerns tan diversos como The Left-Handed Gun [El zurdo] de Penn, casi un estudio psicológico de la delincuencia, o Run of the Arrow [El vuelo de la flecha] de Fuller han transformado completamente el género. Bazin vio, en Boetticher y Anthony Mann, una tendencia paralela hacia el refinamiento cada vez más sutil de la forma prístina del género; no se puede negar que había una cierta nostalgia por la inocencia en su actitud. De hecho, las obras de Boetticher son algo más que las expresiones de “clasicismo” de Bazin, la “esencia” de una tradición, no distraída por el intelectualismo, el simbolismo, el formalismo barroco, etc. La forma clásica que elige es la que mejor se adapta a sus temas: presenta un mundo ahistórico en el que cada hombre es dueño de su propio destino individual. Y es la crisis histórica del individualismo la que es crucial para las preocupaciones de Boetticher y su visión del mundo.
“No me interesa hacer películas sobre sentimientos de masas. Estoy a favor del individuo”. El problema central de las películas de Boetticher es el problema del individuo en una época —cada vez más colectivizada— en la que el individualismo ya no es en absoluto evidente, en la que la acción individual es cada vez más problemática y el individuo ya no es concebido como un valor per se. Este problema también es central, como se ha señalado a menudo, en la obra de escritores como Hemingway y Malraux (el propio Boetticher ha expresado su simpatía por algunos aspectos de Hemingway). Esta crisis del individualismo ha conducido, como ha demostrado Lucien Goldmann, a dos problemas principales: el problema de la muerte y el problema de la acción. Para el individualismo, la muerte es un límite absoluto que no se puede trascender; hace absurda la vida que la precede. ¿Cómo puede entonces haber alguna acción individual significativa durante la vida? ¿Cómo puede la acción individual tener algún valor, si no puede tener valor trascendente, a causa del límite absolutamente devaluador de la muerte? Estos problemas se encuentran en las películas de Boetticher. De hecho, Boetticher insiste en expresarlos de manera muy cruda; no permite ningún compromiso con ningún tipo de colectivismo, ningún tipo de trascendencia del individuo. Dos ejemplos lo demostrarán.
Boetticher sólo ha hecho una película de guerra, Red Ball Express [Hermanos ante el peligro], con la que estaba extremadamente descontento. Más tarde contrastó el western “en el que los individuos (la historia debe ser muy personal) aceptan afrontar peligros en los que corren el riesgo de morir para lograr un objetivo definido” con la película de guerra “en la que los ejércitos son arrojados al peligro y la destrucción por el destino al comando de los países involucrados en la guerra”.
“En otras palabras, prefiero que mis películas se basen en héroes que quieren hacer lo que hacen, a pesar del peligro y del riesgo de muerte. … En la guerra, nadie quiere morir y odio hacer películas sobre personas que se ven obligadas a hacer tal o cual cosa”. El coraje en la guerra no es coraje auténtico, porque no se elige auténticamente; es una reacción desesperada. El mismo punto surge en The Man from the Alamo [Por la patria], sobre un texano que abandona el Álamo justo antes de la famosa batalla; se le tacha de cobarde y desertor. Pero para Boetticher muestra más coraje que los que se quedaron; tomó la decisión individual de irse, para tratar de salvar a su familia en su granja en la frontera. Arriesgó su vida —y su reputación— por un objetivo personal preciso en lugar de quedarse, bajo la presión del sentimiento de masas, a luchar por una causa colectiva. Es un héroe típico de Boetticher. “Cumplió con su deber, que era tan difícil y peligroso para él como para los que se quedaron.” (En el mismo sentido, Boetticher habla de Enrique V de Shakespeare y de la escena en la que el rey recorre el campamento la noche anterior a la batalla, cuando Shakespeare plantea toda la cuestión de la implicación personal de los soldados en la guerra del rey.)
El riesgo de muerte es esencial para cualquier acción en las películas de Boetticher. Es a la vez la garantía de la seriedad de la acción del héroe y la burla final que hace que esa acción sea absurda. Una acción significativa depende del riesgo de muerte y al mismo tiempo es desprovista de sentido por él. Goldmann ha descrito cómo, en las primeras novelas de Malraux, la solución a esta paradoja se encuentra en la inmersión total del héroe en la acción histórica y colectiva (la revolución china de 1927) hasta el momento de la muerte, no en los valores de la revolución misma, bastante ajena a un héroe que no es ni chino ni revolucionario por convicción, salvo por la oportunidad que ofrece de acción auténticamente significativa. Boetticher, como hemos visto, rechaza esta solución; no puede identificarse, en ningún caso, con una causa histórica o una acción colectiva. Se refugia, por tanto, en un mundo ahistórico, en el que los individuos todavía pueden actuar auténticamente como individuos, pueden todavía ser dueños de su propio destino.
El objetivo de venganza por una esposa asesinada que tan a menudo se han fijado los héroes de Boetticher ofrece, en una sociedad en la que la justicia no está colectivizada, la oportunidad de una acción personal significativa. Por supuesto, esta significación todavía se ve destruida retroactivamente en el momento de la muerte. Todo el absurdo de la muerte se muestra de manera bastante despiadada en The Tall T, en el que los cuerpos son arrojados a un pozo —“Muy pronto, ese pozo estará que revienta”— y en el que el asesino (Henry Silva) invita a una víctima a correr hacia el pozo y ver si puede llegar allí antes de que le disparen, “medio que para hacerlo más interesante”. La eliminación de un individuo equivale exactamente a la eliminación de todo significado de su vida.
Por supuesto, está bastante claro que la estructura moral del mundo de Boetticher es completamente diferente del simple moralismo de Ince y Hart. No hay una línea divisoria clara entre el bien y el mal en las películas de Boetticher. “Todas mis películas con Randy Scott tienen prácticamente la misma historia, con variantes. Un hombre cuya esposa ha sido asesinada está buscando al asesino. De esta manera puedo mostrar relaciones bastante sutiles entre un héroe, erróneamente empeñado en vengarse, y bandidos que, por el contrario, quieren romper con sus pasados”. Y, sobre los “hombres malos” de sus westerns: “Han cometido errores como todos; pero son seres humanos, a veces más humanos que Scott.”
La cuestión del bien y del mal no es para Boetticher una cuestión de principios morales abstractos y eternos; es una cuestión de elección individual en una situación dada. Lo importante, además, es el valor que reside en una determinada clase de acción; no acción hacia valores de cierto tipo. Evidentemente, se trata de una especie de ética existencialista, que por naturaleza es impura e imperfecta, pero que lo reconoce. De ahí la ironía que caracteriza a las películas de Boetticher y, en particular, su actitud hacia sus héroes. Los personajes interpretados por Randolph Scott son siempre falibles y vulnerables; avanzan centímetro a centímetro, sin la confianza sublime de los cruzados. Sin embargo, a Andrew Sarris le es posible hablar de la “certeza moral” de los héroes de Boetticher; de hecho, confunde la integridad filosófica que estructura las películas con lo que considera el respaldo moral absoluto del héroe. Boetticher simpatiza con casi todos sus personajes; todos se encuentran en la misma situación en la que los principales errores son la falta de autenticidad y el autoengaño, más que la infracción de cualquier código colectivamente reconocido. El hecho de que algunos acaben muertos y otros vivos no indica necesariamente ningún juicio moral, sino una tragedia subyacente que Boetticher prefiere tratar con ironía.
Algo debería decirse sobre el estilo de acción de los héroes; esto no se destaca por su estilo en sí mismo sino como la forma más eficaz de realizar la acción necesaria para alcanzar el objetivo elegido. Los héroes de Boetticher actúan disolviendo grupos y colectividades de cualquier tipo en sus individuos constituyentes. Así, en 7 Men from Now y The Tall T, el héroe elimina a los forajidos uno por uno, separando a cada miembro de la banda por turno. Y en Buchanan Rides Alone [Ese soy yo] se aplica el mismo método a los tres hermanos Agry que dirigen Agry Town, quienes, al principio agrupados contra Buchanan (Randolph Scott), terminan, después de sus insinuaciones y comentarios, en conflicto entre sí. De manera similar, en la misma película, cuando Buchanan está a punto de ser fusilado, logra aliarse con uno de los pistoleros contra el otro, confiándole a Lafe, del este de Texas, que lo único que quiere es irse y conseguirse un campo junto al río Pecos. La técnica de Buchanan es, mediante su acercamiento personal a Lafe, revelarle su propia individualidad de modo que ya no esté dispuesto a actuar como un agente para alguien más o para la colectividad en general, imponente e impuesta.
Evidentemente, los temas y problemas que he discutido tienen una estrecha conexión con el espíritu del toreo, sobre el cual Boetticher ha hecho tres películas y que personalmente es de gran importancia para él. El espíritu del toreo también contiene trampas y peligros obvios; a su alrededor ha cristalizado un elitismo extremadamente repugnante, que rápidamente degenera en un culto a la violencia, la tradición y la sobrehumanidad. Boetticher no escapa a estas trampas. Es imposible separar el encuentro personal entre el torero y el toro, el drama individual de acción y muerte, de la sociedad y el contexto social que lo rodea y explota. Así, en The Bullfighter and the Lady, el papel de la multitud, incapaz en sí misma de actuar, es provocar al torero a la acción, incluso cuando está herido. En este sentido, la multitud en las películas taurinas de Boetticher es similar a las mujeres de sus westerns: fantasmas, sin ningún significado auténtico. “Lo que cuenta es lo que la heroína provoca, o más bien lo que representa. Es ella, o más bien el amor o el miedo que inspira al héroe, o bien la preocupación que éste siente por ella, la que lo hace actuar como lo hace. En sí misma, la mujer no tiene la más mínima importancia”. La multitud, como la heroína, representa la pasividad en contraste con el héroe, el torero, que es el hombre de acción. El peligro es claro; no es tan improbable que Boetticher pudiera seguir a Malraux hacia un elitismo en el que se piensa que los hombres de acción crean valores. Es una pena que aún no se haya estrenado Arruza, la última y más personal película taurina; ayudaría a aclarar este punto.
Finalmente, está The Rise and Fall of Legs Diamond. Legs Diamond (Ray Danton) es el último individualista, el último rey del crimen; al final es sustituido por el sindicato, por la confederación de jefes criminales sentados alrededor de una mesa redonda, en la que no hay silla para Legs. En la cual, de hecho, no quiere ninguna silla. Legs Diamond, además, se cree invulnerable, a prueba de balas, inmortal; cree, de hecho, que es imposible que la muerte prive su vida de todo significado. Para él su propia individualidad es un absoluto; de ahí su crueldad: temeroso de que su hermano, enfermo de tuberculosis, sea utilizado como peón en su contra, lo abandona, se niega a pagar las facturas de la clínica y se encoge de hombros cuando lo matan a tiros en su silla de ruedas. En cambio, se jacta de que nadie puede hacerle daño, porque no tiene vínculos con nadie. Y ésta, al final, es su perdición. “Eras invulnerable mientras alguien te amara” y “Él no amaba a nadie; por eso está muerto”. Boetticher parece condenar a Legs Diamond por ser incapaz de mantener relaciones interpersonales y parece sostener que el individualismo sólo tiene significado en la medida en que reconoce la individualidad y la personalidad de los demás y, por tanto, su propia relatividad. “En la última toma, sólo queda el fango y el aguanieve. Eso es todo lo que queda de Diamond. Pero es Alice quien tiene que afrontarlo. Diamond nunca más volverá a preocuparse por el frío de la noche”. Su vida, de hecho, fue una farsa trágica, y así es como está concebida la película, no como una historia didáctica como la mayoría de las películas de gánsteres. En Legs Diamond, a diferencia de los westerns, la heroína, Alice (Karen Steele), es más auténtica que el héroe, en el sentido de que ella está dispuesta a arriesgar su vida para salvarlo, pero él no está dispuesto a hacer lo mismo por ella. No tiene otro objetivo que su propio engrandecimiento absoluto; se engaña a sí mismo pensando que ya no hay más problemas.
Legs Diamond es técnica y estilísticamente la película más notable de Boetticher. Está rodada íntegramente con las técnicas realmente disponibles y utilizadas en la década de 1920; profundidad de campo, iluminación uniforme, sin travellings, sin dolly, etc. Esto también le permite integrar tomas de archivo y secuencias de noticieros en la película con mucho más éxito de lo habitual. Está construido con gran habilidad dramática, economía y talento para los gags. Boetticher ha dicho que no le gustaría que hubiera ningún “toque Boetticher” como hay un “toque Lubitsch”. Desconfía de las composiciones elegantes y de los “efectos Frankenheimer” y pone a la narrativa como su primera prioridad; no le interesa el estilo como tal. Sin embargo, Legs Diamond tiene un estilo extremadamente original. El otro gran activo de Boetticher es su manejo de los actores: Ray Danton tuvo tal éxito en Legs Diamond que incluso hizo un cameo en el mismo papel en Portrait of a Mobster [Ratas humanas] de Pevney, sobre Dutch Schultz. Boetticher ha dado oportunidades de éxito a un gran número de buenos actores: Lee Marvin, Richard Boone, Henry Silva, Skip Homeier, etc. Con las mujeres está mucho menos seguro: para Boetticher, la interpretación y la acción, tal como él las entiende, van de la mano. Siempre está muy interesado en lo que los actores pueden hacer bien en la vida real y trata de encajarlo en la película (Robert Stack y el manejo de armas de fuego en The Bullfighter and the Lady); se queja de tener que utilizar dobles de actores que no saben montar, torear, etc. (él mismo sustituyó a Stack en The Bullfighter and the Lady). Finalmente, Boetticher siempre ha insistido en que el cine es un arte visual; ha expresado más de una vez su admiración por Cézanne, Van Gogh, Gauguin, etc., y lamentó que nunca pudieran hacer una película.
Hay mucho más que podría decirse, por ejemplo sobre la actitud de Boetticher hacia su país favorito, México. Pero lo importante es reconocer la naturaleza de los logros de Boetticher hasta ahora. En muchos sentidos, es un miniaturista: no tiene un gran vigor imaginativo ni un gran alcance panorámico ni una dolorosa autoconciencia, sino que trabaja en una escala mucho menor y en un tono mucho más bajo. En muchos sentidos, su preocupación por el individualismo es anacrónica, aunque tal vez no lo sea tanto en Estados Unidos, donde los viejos mitos no mueren con facilidad. Pero sería completamente erróneo suponer que, debido a que sus películas no tratan de los problemas sociológicos y psicológicos con los que estamos más en sintonía, carecen de tema o contenido. Me doy cuenta de que en esta reseña he cometido el pecado capital de hablar de westerns y de filosofía al mismo tiempo; no me arrepiento demasiado. André Bazin describió a 7 Men from Now como “uno de los westerns más inteligentes que conozco, pero también uno de los menos intelectuales”. Boetticher, siempre un hombre de acción (torero, jinete, etc.) no da a sus películas una dimensión abiertamente intelectual; sin embargo, siempre ha insistido en que el western es más que vaqueros e indios, es una expresión de actitudes morales. Siempre, al menos desde The Bullfighter and the Lady, se ha tomado en serio el cine, hasta el punto de poner en peligro su carrera. Y constantemente ha hecho películas inteligentes, tratando —aunque sea intuitivamente— temas fundamentales con gran lucidez. Siente que todavía no ha hecho una película realmente exitosa; ciertamente, algunas de sus películas son fracasos, otras —he mencionado sus películas taurinas— contienen defectos peligrosos. Es de esperar que pueda completar The Long Hard Year of the White Rolls-Royce, que según él será la película. Entonces podremos hacer una valoración mucho más precisa de su lugar y de toda su obra. Bien podría sorprender a muchos que hasta ahora lo habían ignorado(3).
Alfred Hitchcock
[Publicado originalmente en NLR nº 35, enero/febrero de 1966, pp. 89-92]
Hitchcock, por supuesto, es un nombre muy conocido. Su primera película se realizó en 1921, su primera película sonora (Blackmail [Chantaje]) en 1929, su primera película estadounidense (Rebecca) en 1940. Ha llegado a dominar por completo el género del thriller de suspenso; su silueta en los carteles publicitarios es suficiente para estremecerse de anticipación. Pero él no es sólo un nombre familiar; sus películas también son, posiblemente, la cima del arte cinematográfico. Se han dedicado al menos tres libros, exégesis serias y extremadamente interesantes a la obra de Hitchcock; el clásico Hitchcock (París, 1965) de Rohmer y Chabrol, Hitchcock (París, 1965) de Jean Douchet y Hitchcock’s Films (Londres, 1965) de Robin Wood. Todos estos libros contienen relatos y teorías exhaustivas sobre los principales temas de Hitchcock: el libro de Wood, aunque no el más brillante, es quizás el mejor. Por lo tanto, el crítico que ahora elige escribir sobre Hitchcock no comienza, como suele ocurrir con la crítica acerca de autores, ex nihilo; ya existe un área establecida de acuerdo crítico y una serie de debates críticos embrionarios están en marcha. Por otra parte, aún queda por realizar una importante tarea de popularización de este debate crítico. Quizás el siguiente paso debería ser, en la medida en que el espacio lo permita, esbozar los principales temas que se han discernido en las películas de Hitchcock —particularmente en sus películas recientes— y luego, en conclusión, hacer algunas observaciones generales y sintetizadoras sobre sus implicaciones, conexiones e importancia.
En primer lugar, está el tema de la culpa: de la culpa común y de la culpa intercambiada. Un patrón recurrente en las películas de Hitchcock es el del hombre acusado injustamente de algún crimen que no ha cometido; el ejemplo más claro es The Wrong Man [El hombre equivocado]. Este tema suele desarrollarse revelando cómo el hombre acusado injustamente bien podría haber sido culpable; está comprometido en todo tipo de formas. Y al identificarse con el héroe, el público también se ve comprometido; este es el tema de la culpa común. Una dimensión frecuente de este tema es la transición del juego a la realidad; tanto en Rope [La soga] como en Strangers on a Train [Pacto siniestro], gente común en una fiesta juega con la idea del asesinato, deleitándose con ella; en ambos casos están hablando con un verdadero asesino: las palabras se han involucrado de manera desagradable y ambivalente con los hechos. Strangers on a Train lleva el tema más allá con la noción de culpabilidad intercambiada: Guy y Bruno tienen ambos fuertes motivos para cometer un asesinato, como lo admiten mutuamente, aunque de manera tácita; cuando Bruno comete un asesinato de verdad, Guy queda inevitablemente implicado en su culpa. El mundo de Hitchcock nunca se caracteriza por una simple división entre el bien y el mal, la pureza y la corrupción; sus héroes siempre están involucrados en las acciones de los villanos; sólo están separados de ellos por una convención social y moral. Durante la película se vuelven culpables, y esta culpa nunca podrá abandonarlos por completo. En I Confess [Mi secreto me condena], por ejemplo, el sacerdote héroe es declarado legalmente culpable de asesinato —había un motivo claro—, pero más tarde se revela el verdadero asesino y el sacerdote es liberado; mas, aunque la culpa jurídica queda así anulada, la culpa moral permanece.
Segundo, está el tema del caos que subyace estrechamente al orden. Las películas de Hitchcock suelen comenzar con algunos acontecimientos banales de la vida normal y corriente. Los personajes están firmemente asentados en su escenario habitual, un escenario más o menos igual a aquel en el que debe transcurrir la vida del público. Luego, por un truco del destino, un encuentro casual o una elección arbitraria, se ven sumergidos en un antimundo de caos y desorden, un mundo monstruoso en el que las categorías normales cambian abrupta y desconcertantemente, en el que el héroe queda aislado de todo sustento, de toda relación social, y arrojado, desprevenido y solitario, a un mundo de constante trauma físico y psicológico. En los detalles contingentes, este antimundo es igual que el mundo normal, pero su esencia es completamente contraria. Es un mundo de excitación frente a la banalidad, pero también es un mundo de maldad, de sinrazón. Así, en The Birds [Los pájaros], el mundo bastante ordinario de la pequeña ciudad de Bodega Bay se ve abruptamente destrozado por los ataques sin sentido de los pájaros. Todo está patas arriba: en lugar de que el hombre civilizado enjaule a los pájaros salvajes, los pájaros salvajes enjaulan al hombre civilizado, en cabinas telefónicas y en casas tapiadas. Esta no es sólo una imagen del fin del mundo o de la venganza; es también una imagen de la precariedad del orden civilizado y racional. Incluso una película como North by Northwest [Intriga internacional], generalmente considerada nada más que un divertimento, muestra el mismo tema: Thornhill es secuestrado en el vestíbulo de un hotel y de repente se ve arrojado a un mundo de intriga política internacional y asesinato calculado. El monumento absolutamente público y común del Monte Rushmore se convierte en el escenario de un intenso drama privado, bastante surrealista e incomprensible para un extraño, un espectador normal. (Hitchcock utiliza con frecuencia estos monumentos públicos para episodios sorprendentes en las intrigas del mundo-caos: el Albert Hall, las Naciones Unidas, etc.; su uso universaliza el caos.)
Tercero, está el tema de la tentación, la obsesión, la fascinación y el vértigo. Una vez que los héroes han abandonado el mundo del orden y la realidad para ir al mundo del caos y la ilusión, son incapaces de retroceder. Están cautivados, aterrorizados pero emocionados; el caos y el pánico parecen satisfacer alguna necesidad interior no expresada; hay una especie de liberación obsesiva. En North by Northwest, Thornhill insiste en volver a entrar en el mundo-caos cuando, después de su juicio por embriaguez, tiene la oportunidad de volver a la vida normal; es como si debiera descubrir el significado de los acontecimientos absurdos que le sobrevinieron y capturarlos de algún modo para el mundo de la razón. De hecho, se adentra cada vez más en el mundo de la sinrazón, de la ininteligibilidad y del absurdo. En Rear Window [La ventana indiscreta] Jeffries se involucra obsesivamente en la sinrazón que observa en el edificio de enfrente hasta que irrumpe en su propia habitación privada. Y en Vertigo, cuando Scottie es despojado de su sueño, intenta reconstruirlo a partir de la realidad, casi exigiendo el desastre que finalmente ocurre. La película, como ha señalado Rohmer, está llena de imágenes en espiral, imágenes de inestabilidad y fascinación, imágenes de giros hacia la oscuridad. (Estas imágenes en espiral en las películas de Hitchcock generalmente se asocian con el ojo, saliendo de la luz hacia la pupila oscura y nuevamente —con un significado especial en el contexto del cine— quedando hipnotizado por el mundo de las apariencias.)
Cuarto, está el tema de la identidad incierta y cambiante y la búsqueda de una identidad segura. En la gran mayoría de las películas de Hitchcock hay casos repetidos y complicados de identidad equivocada o alterada. Claramente, esto se vincula tanto con el tema del intercambio de culpa como con el tema del mundo-caos. Una implicación es que la identidad es un atributo social puramente formal, rápidamente destruido por cambios caleidoscópicos en las coordenadas sociales; sólo en raras ocasiones se puede decir que representa un núcleo de ser relativamente autónomo. Y no sólo es un atributo formal, sino que se confunde fácilmente y se fusiona con la identidad de los demás. Meros accidentes de fisonomía, vestimenta, documentos, etc., no sólo confieren la identidad formal de alguien, sino incluso su ser moral, su historia y su culpa. Y, de la misma manera que las identidades se fusionan, también se dividen y desintegran en identidades separadas y paralelas: en Marnie, por ejemplo, la heroína cambió su identidad cambiándose de ropa y tiñéndose el pelo. Lo mismo ocurre con la transformación de Madeleine en Judy en Vertigo.
Quinto, está el tema de la experiencia terapéutica, en la que Robin Wood insiste fuertemente, pero sobre la cual tengo más dudas. Wood se basa particularmente en el caso de Marnie que, en lugar de representar un desarrollo en el pensamiento moral de Hitchcock, un reconocimiento de que el descenso al mundo-caos no es irrevocable, que la identidad se puede asegurar, que la culpa se puede purgar, podría resultar ser simplemente una película más superficial con una confianza más bien poco profunda. Una vez más, me parece bastante dudoso sostener, como lo hace Wood, que Jeffries pasa por una experiencia terapéutica en Rear Window. Wood cita la opinión de Douchet de que el edificio de enfrente es como una pantalla de cine en la que Jeffries proyecta sus propios deseos subconscientes en una especie de sueño —particularmente su deseo de deshacerse de Lisa, su futura esposa— y que estos deseos irrumpen de manera destructiva en su propia vida, castigándolo. Y, en particular, castigándolo a él (y por implicación a la audiencia cinematográfica involucrada) tanto por el pecado de la curiosidad como por la necesidad de desarrollar deseos interiores en una fantasía exteriorizada. Wood insiste en que en realidad se detecta un asesinato y se confirma un matrimonio. Pero, por otro lado, admite que, en cierto sentido, nada ha cambiado: Lisa, al final, mira las mismas fotos de moda, aunque esta vez en la portada de una revista de actualidad: su nueva comprensión es hipócrita e ilusoria. Y, aunque los asesinos son llevados ante la justicia en las películas de Hitchcock, esto no significa simplemente un triunfo del orden y la razón; la mayoría de las veces, la razón sólo puede reafirmarse mediante la entrada violenta e inextricable de la sinrazón en su mundo: una paradoja dialéctica vívidamente expresada en los sorprendentes y locos desenlaces de tantas películas de Hitchcock: la monja en Vertigo, el clímax del Monte Rushmore en North by Northwest.
Finalmente, está el notorio tema de la madre, importante en Strangers on a Train y que llega a su macabra conclusión final en Psycho [Psicosis]. Incluso en la familia, lo que se presume es la relación más segura y amorosa se revela, de la manera más grotesca y macabra, como potencialmente horrible y destructiva. El mundo del caos habita en la propia familia. Cabe señalar que el tema de la madre ha cobrado gran importancia en las películas estadounidenses: presumiblemente, la legendaria madre estadounidense causó una fuerte impresión en Hitchcock.
De hecho, el pesimismo de Hitchcock y su énfasis en la sinrazón y el caos se han vuelto inmensamente más fuertes durante su período estadounidense. Sus películas británicas, en comparación, son alegres y divertidas, sin los matices siniestros de las películas estadounidenses ni, lo que es más importante, los temas serios que las configuran. Hitchcock parece haber sido bastante afectuoso con la sociedad de clases jerarquizada inglesa y más bien admirado de su continuidad y estabilidad. No fue hasta que llegó a Estados Unidos que comenzó a ver la sociedad como precaria y frágil, constantemente amenazada por la sinrazón.
También hay que decir algo sobre otras dos dimensiones de Hitchcock: su educación católica y su actitud hacia la psicología. Rohmer y Chabrol insistieron en que Hitchcock sigue siendo un director católico; no creo que esto pueda sostenerse, aunque claramente ha estado muy influenciado por el catolicismo. Esto se confirma fácilmente con la evidencia abierta de I Confess o The Wrong Man; el tema de la culpa es particularmente pertinente. Por otra parte, no existe un tema paralelo al de la redención, y menos aún a través de los canales adecuados.
Muchos críticos han atacado a Hitchcock por su actitud bastante torpe hacia la teoría psicológica freudiana: sus vulgarizaciones de la experiencia onírica y la psicoterapia en Spellbound [Cuéntame tu vida] y Vertigo, su interpretación del trauma en, digamos, Marnie y la conclusión simplista de Psycho. Hay que admitir que hay pocas sutilezas en la psicología de Hitchcock; ha adoptado varias ideas freudianas clave que utiliza sin vergüenza alguna en la forma que le parece adecuada. Pero la cuestión es que a Hitchcock no le interesa principalmente el diagnóstico médico y la terapia de la psicosis; de hecho, éste es precisamente el tipo de triunfo ordenado y racional de la razón sobre el desorden que él rechaza. Le preocupa mostrar la proximidad del caos al orden y su interpenetración recurrente, arbitraria (irracional), su subordinación mutua entre sí. Le interesa la realidad moral de la sinrazón y no las categorías médicas de la locura. El vocabulario y las imágenes freudianos son necesarios para ubicar sus temas en el mundo moderno; pero él mismo está ubicando a Freud en un mundo propio y diferente.
Las películas de Hitchcock son principalmente morales. Retratan un mundo dialéctico en el que la sinrazón de la naturaleza subyace estrechamente al orden de la civilización, no sólo en el mundo exterior sino también en el interior. Esta sinrazón es común a todos los hombres, irrumpe en todos los hombres. Nos fascina y necesitamos involucrarnos en ella para intentar hacerla inteligible. No puede haber pureza ni retraimiento. Debemos reconocer la precariedad de nuestra seguridad. La visión de Hitchcock es intensamente pesimista, en un sentido casi nihilista, pero está elaborada en varios niveles y en varias dimensiones. Es un gran cineasta.
Acá pueden leerse los artículos de Wollen/Russell dedicados a Samuel Fuller, Jean Renoir y Stanley Kubrick.
Acá, los dedicados a Josef von Sternberg, Jean-Luc Godard y Roberto Rossellini.
Notas
1 En Hollywood, una quickie era una película hecha rápido y con poco presupuesto. [N. del T.]
2 Arruza es un documental sobre el torero mexicano Carlos Arruza que Boetticher comenzó a rodar en 1959 pero que recién pudo estrenar en 1972, seis años después de la muerte de su protagonista. [N. del T.]
3 Es difícil encontrar en la Internet información sobre esta última obra. Es claro que Boetticher nunca realizó la película The Long Hard Year of the White Rolls-Royce. Pero la búsqueda online, además de la referencia al texto de Wollen, dirige a una transcripción de un artículo de la revista Primera Plana del 8 de octubre de 1963, publicada en la web Mágicas Ruinas. Allí puede leerse que dicha obra de Boetticher sería no una película sino una novela: “Sólo ahora, tras 4 años de inactividad (su última obra fue Fin del rey del crimen, admirable documento sobre un caudillo del hampa), pudo volver a lo que quiere. A principios de agosto puso fin a una novela suntuosamente llamada El largo y difícil año de los Rolls Royce blancos (The Long Hard Year Of The White Rolls Royce), en la que refiere las ácidas dificultades que afrontó en Hollywood cuando intentó filmar la biografía del torero Carlos Arruga [sic].” Asimismo, en una página de tumblr con textos del crítico español Miguel Marías (la página lleva el nombre del propio Marías, pero desconozco si se trata de una web oficial), también hay una referencia a una novela de Boetticher con ese título, y a que la “quería rodar en Europa”, cosa que, evidentemente, nunca consiguió. Tampoco parece que la novela se haya publicado, a diferencia de la conocida autobiografía de Boetticher, When In Disgrace, escrita en los mismos años. [N. del T.]