FestiFreak #19 / Fanzines – Segunda parte

Más fanzines de la edición 2023 del FestiFreak. En esta oportunidad, Lucía Salas y Lucas Granero, de La vida útil, analizan el uso del fundido encadenado en An Evening Song (for Three Voices), de Graham Swon; Karina Solórzano, Candelaria Carreño y Alexandra Vázquez, de La rabia, escriben sobre el corto de Pablo García Canga Por la pista vacía; y Álvaro Bretal y Santiago Damiani se sumergen en las monstruosidades rockeras de Thing from the Factory by the Field, de Joel Potrykus.

Los fanzines correspondientes a la edición #18 del Freak pueden leerse acá.


La última casa a la izquierda

Lucía Salas y Lucas Granero

(sobre An Evening Song (for Three Voices), de Graham Swon)

El arte del fundido encadenado no tiene buena fama. Siempre hubo predilección por el corte directo, su hermano menos descontrolado, prolijo y siempre efectivo. Su origen y apogeo se encuentra en el punto más álgido del cine clásico americano, donde aparecía con regularidad. Como herramienta narrativa, define el momento en que una escena se acaba y aparece la siguiente, dando la sensación de que, al igual que en un libro, se pasa de página hacia una nueva secuencia. Su nombre en inglés, dissolve o cross dissolve, es más útil para definir su acción, no exenta de algún tipo de poesía o, si se quiere, hasta de cierto toque mágico que hace recordar a cuando Méliès utilizaba sus técnicas para hacer desaparecer a un personaje del cuadro de la manera menos evidente posible: la escena se disuelve, se descompone, se desintegra ante nuestros ojos dando paso a una nueva, que va formándose encima de aquello que va dejando de ser, apareciendo entre las ruinas. En el Hollywood clásico hubo algunos cineastas que hicieron de esta herramienta todo un arte en sí mismo (Sirk, Ophüls, Ford en su faceta más pictórica), pero ninguno de ellos pudo superar a los grandes poetas del arte del fundido, aquellos que entrelazaban los planos en busca ya no de de una mejor transición entre escenas sino de la aparición de nuevas formas e incluso fantasmagorías que los planos revelaban en su unión. Murnau en Sunrise, Epstein en Coeur fidèle, Mizoguchi en Ugetsu y Godard, incluyendo a todos, en Histoire(s) du cinèma, son apenas unos cuantos ejemplos de estos conspiradores en contra del corte.

Graham Swon ya exploró las posibilidades del fundido en su ópera prima, The World is Full of Secrets, pero en An Evening Song (for Three Voices) reivindica este recurso como su principal obsesión. El relato le permite llevarlo hasta las últimas consecuencias, a punto tal de transformarse en la única forma que habita en toda la película. Los tres personajes que circulan por allí se vuelven esclavos de los fundidos, no pueden escapar de la marea que los trae y los lleva. La pareja de escritores y su desfigurada mucama van creando por su propia cuenta los invisibles hilos que los unen, una telaraña de ingredientes densos, que incluyen represiones, obsesiones y una buena cuota de perversidad no del todo manifiesta. Los tres prefieren no decirse nada a la cara. La voz en off les sirve de espacio seguro para revelar sus deseos secretos, como si los planos actuaran de hojas de un diario íntimo entrecruzado que se va completando. La oralidad presente en la película de Swon también se desarrolla con la misma idea que impone en sus imágenes: una musicalidad de voces apretadas, que se van sucediendo una tras otra, pensamientos libres que se contaminan mutuamente y que construyen una suerte de literatura polifónica.

Swon, confeso admirador del cine de terror, comprende los alcances del miedo y las diversas formas que éste puede tomar. Más que asustar, prefiere la evocación de lo posible, lo que puede aparecer, la vida en las sombras (su cine, hecho de puras sugerencias, bien puede vivir en la intersección que va de Murnau a Tourneur). Así, la película se transforma en el registro de un pequeño encierro que los personajes se autoimponen. Pegoteados entre ellos, se vuelven una sola unidad parasitaria, que va asfixiándolos hasta que uno logra escapar —aunque no del todo ileso—, buscando una libertad por fuera de esa casa, tratando de perderse en el bosque que los rodea. Ese contexto bucólico no es menos siniestro que el hogar. El paisaje también es culpable de algunos de los trances que alcanzan a los personajes. Hay tormentas furiosas, un monstruo que se esconde entre los árboles, desapariciones de niños… El mundo se transforma en un lugar extraño, sin refugios posibles. Tal vez esa particular compañía que ellos mismos construyen se vuelve una solución posible ante las sombras que acechan. Un fundido eterno.


En cualquier recuerdo

Karina Solórzano, Candelaria Carreño y Alexandra Vázquez

(sobre Por la pista vacía, de Pablo García Canga)

Hojas secas, plantas sin vida, un reloj estropeado. Las paredes desgastadas se mimetizan con el rostro lánguido de Ana. En un repentino arranque de osadía, se levanta y empieza a grabar un mensaje de audio de WhatsApp. De espaldas, el tono de su voz cambia, el enojo se disipa con su sonrisa, y la sonrisa pierde contra la irritación del recuerdo. Swipe y a la papelera. Las palabras dichas se dispersan en la red, junto a tantos otros mensajes borrados que habitan el limbo digital y que con tanta facilidad son desechados con un simple gesto de la mano. “Hola, Juan” se ensaya una y otra vez, y en cada ocasión las formalidades del obligatorio saludo se entregan a recuerdos volátiles que fluctúan entre la nostalgia y el regocijo, el reproche y el asombro.

Juan, el destinatario invisible, adquiere forma y volumen. La mirada de Ana desdobla las aristas de su personalidad: Juan, hoy el legendario, el guapo, el intelectual irresistible, no siempre fue así. Según el relato de Ana, esa construcción fue, en parte, su responsabilidad, cuando ella lo miró primero que otras, acompañándose de manera mutua cuando eran estudiantes; testigo omnisciente de ese cambio, lo pone en palabras: “tu inteligencia de pronto respiraba”. Juan empezó a brillar como el sol, a quemar, dejando un posible reguero de corazones rotos a su paso. Como en un diálogo imaginario, Ana anticipa sus preguntas: “Yo estoy bien también”, afirma, mientras sopesa la reminiscencia de quien había llegado a conocer, quizá, tanto más que un amigo. ¿Cómo pasar al frente tras la ausencia repentina e injustificada del otrx? ¿Cómo ver bien después de estar mirando al sol de frente sin que los ojos queden ofuscados?

Una catarsis sonora, pero solitaria. Hablar sin la posibilidad de que el otro responda. Hay un espacio vacío para aquellas palabras sin destinatario. La imagen de Juan se traza dos veces: en un tiempo pasado, cuando ambos se conocieron en la proyección de una imagen ideal —para ella—, y en el presente: el amigo ausente que “ya no existe”, con el que se puede vivir muy bien sin el recuerdo. Ana camina por el pequeño patio descuidado, su cuerpo toma diferentes posturas habitando los rincones del lugar a medida que graba los audios: “Todo lo que yo contaba, tenía que ver contigo. En el fondo, yo siempre estaba hablando de ti”, en ese momento la cámara la filma más de cerca. Cuando la ausencia atraviesa todas las palabras que una habla, el dolor cala más profundo. Esas mismas palabras que, a modo de soliloquio inmune, de monólogo catártico, nos preguntamos también si efectivamente es necesario enviarlas. Por la pista vacía es ese relato del amor que una misma se construye: “La permanencia del amor como constructor de espacios de palabras”, escribe Julia Kristeva.

La película se moldea y respira a la par de cuatro mensajes de audio para un destinatario que oscila en un tiempo irreal y casi mítico, sin rastros de comunicación previa en el chat abierto. Audios que incluyen la canción “En cualquier fiesta”, de la banda ochentera La Mode, a modo de cierre de un diálogo imposible. La letra y su música comparten elementos con la historia que el cortometraje propone: nostalgia, reencuentro, pasado, una despedida. La memoria dulce y amarga. Ana recuerda la canción previamente en uno de sus audios no enviados. Sale del patio, entramos en el interior, la música suena para ella, y para ese espacio vacío, donde lo no dicho sedimenta el tiempo, y vuelve para encontrarnos una tarde cualquiera, con nuestro propio recuerdo, y el aura de lo perdido.

Como en La nuit d’avant (2019) —y, en general, como en el cine de Pablo García Canga— la película se conjura a través de la palabra y del sonido. Está lo que escuchamos, pero también lo que permanece fuera de campo, en el espacio de lo imaginario: los sueños, los recuerdos, las propias películas. Lo que no se ve, lo que no se dice, lo que no sabemos. “Cuando nuestra riqueza sea solo la memoria, seguro que nos vemos en cualquier fiesta”, dice la letra de la canción. Y después: “Yo me acercaré a tu mesa, te preguntaré si bailas, y daremos vueltas por la pista vacía”. Cerca del parlante el celular, con su objetiva frialdad, graba lo que se reproduce. Ana, por lo bajo, canta.


Los bateristas no escriben canciones

Álvaro Bretal y Santiago Damiani

(sobre Thing from the Factory by the Field, de Joel Potrykus)

“¿Quién es Jim Morrison?” es una pregunta que puede suscitar indignación en cualquier contexto, sobre todo si hablamos de probables compañeros de banda. Y más aún si se está por realizar la prueba a la que, supuestamente, el cantante de The Doors sometía a sus compañeros para testear su confianza y lealtad. Con esta prueba protagonizada por unos adolescentes que bien podrían haber salido de un libro de Stephen King comienza el nuevo corto de Joel Potrykus, Thing from the Factory by the Field: una chica le apunta con una ballesta a la aspirante a bajista de la banda, que tiene los ojos vendados. Si falla, está en la banda (que no sabemos si se llama Blue Moon, Nemesis o Infinite, algo muy en consonancia con el chiste de los Simpson en referencia a que las (feas feas) bandas de hair metal de los 80 sonaban todas iguales: “No somos Whitesnake, somos Poison”. “Creí que éramos Quiet Riot”. “Aquí dice que somos Ratt”). Si le acierta… bueno, no va a poder estar en ninguna banda. Es una versión macabra y llena de metal del cuento de William Tell.

En realidad, el corto inicia con los órganos envolventes y atronadores de “Mr. Crowley” de Ozzy Osbourne, en perfecto par con la intro de Mandy (Panos Cosmatos), en la que suena la hipnótica “Starless” de King Crimson. Es curioso cómo el reparto de personajes y miembros de la banda podría representar tres estilos distintos dentro del rock. El baterista alto y flaco, con rulos y una remera blanca ancha, el más cool y trippy de los cuatro, es el rock clásico y psicodélico. La dueña de la ballesta es el metal, con los ojos delineados y una campera de jean roja con espaldera de Metallica. La que parece la voz de la razón sería el rock “alternativo” —por decir de alguna manera— de los 70 y 80, que engloba al punk, el post punk y el rock gótico, entre varios etcéteras. Tiene los labios pintados de rojo, los ojos sombreados de negro y una remera de The Cure con unas medias de red vueltas remera por debajo. Lo mejor del corto es que la aspirante a bajista, cristiana y que no conoce a Morrison, termina teniendo más rock que todos juntos cuando Pazuzu, el demonio que une a Gorillaz con El exorcista, hace que se pique todo. (S.D.)

La relación entre rock y cine empezó con películas de jóvenes rebeldes, a veces protagonizadas por Elvis Presley o James Dean, que escandalizaban a fuerza de profanidad, violencia y bailes sensuales pero no tenían nada que ver con el terror. Por razones obvias el terror siempre se llevó bien con el metal, aunque el origen del vínculo no es tan temprano como podría sospecharse. En su autobiografía Iron Man: My Journey Through Heaven and Hell with Black Sabbath, Tony Iommi cuenta que no hay ninguna relación entre el nombre de su banda y la película de Mario Bava; en 1968 ninguno de los cuatro miembros sabía de su existencia. La metalización definitiva del terror se concretó en los 80, cuando italianos como Dario Argento empezaron a usar en sus películas canciones de Iron Maiden y Motörhead, Alice Cooper aprovechó su histrionismo para hacer pequeños papeles actorales, y Ozzy Osbourne y Gene Simmons aparecieron, un poco a modo de guiño humorístico, en una película sobre un cantante de metal muerto que cada vez que sonaba una canción suya volvía del más allá para electrificar adolescentes con la guitarra.

Lo de Joel Potrykus es especial: como a otros directores independientes de las últimas décadas le interesa más bucear por distintos géneros que meterse de lleno en alguno en particular. Sus personajes tienen algo slacker, no en el sentido jipón y amable que instaló en los 90 Richard Linklater, sino con un filo paranoico, obsesivo, border. Sus comedias siempre son oscuras y sus abordajes del terror, luminosos. Pero eso no significa que, a tono con ciertas tendencias del cine contemporáneo, las películas de Potrykus apunten a la indeterminación. Al contrario, están determinadas por fuerzas muy concretas; fuerzas en tensión que juegan con los límites, los presionan, rasguñan, mordisquean. Thing from the Factory by the Field respira esa molestia desde los primeros minutos: es evidente que algo terrible está por pasar, pero lo que vemos tiene tanta gracia que todo se vuelve liviano. Lejos del viejo terror climático que sobrecargaba el ambiente con violines, teclados y guitarras eléctricas a la espera del hachazo final, acá priman los grillos del bosque y algún que otro sintetizador tímido. Pegan muy bien con el vestido amarillo de nuestra heroína, que en una bella tarde soleada decide sacarse la cruz del cuello y morfarse las entrañas de un demonio fabril. (A.B.)

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