La segunda parte del dossier dedicado a David Lynch aborda sus últimos cinco largometrajes, desde la precuela de la serie-suceso Twin Peaks, que decepcionó a quienes esperaban una resolución de las historias desplegadas durante sus dos primeras temporadas, hasta Inland Empire, largo de ficción final, experimental y anómalo, que marcó una suerte de límite irrevocable en su filmografía: ¿qué hacer después de semejante monstruo? (Si existe una respuesta, justamente reside en los pliegos estallados de la tercera temporada de Twin Peaks, de la que hablaremos dentro de unas semanas). Por lo pronto, es en esta segunda etapa de su carrera que Lynch, ya un cineasta reconocido y relativamente confiable, pudo gozar de mayor libertad y profundizar su obsesión por el contraste suburbano entre luces falsas y sombras terribles que ya había explorado en Blue Velvet. Sobre esa libertad, de alguna forma, escriben lxs colaboradores de Taipei.

LAURA PALMER MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL
Twin Peaks: Fire Walk With Me (1992)
La película más oscura de David Lynch, y la primera de sus obras de madurez, puede resumirse en una breve escena en la que dos chicas adolescentes hablan por la mañana en un sillón después de haberse quedado despiertas toda la noche. Una simple conversación filmada de manera muy austera sirve como punto y aparte, como frontera entre los dos mundos que Lynch quiere escindir, como lugar límite entre el mito norteamericano de la familia tipo y la realidad de los bajos mundos del Pacífico Noroeste. Este límite entre los dos mundos de la película había sido explicitado en la escena inmediatamente anterior del Roadhouse: “Questions in a World of Blue” de Julee Cruise y “The Pink Room” de Angelo Badalamenti suenan de fondo, y son el soundtrack perfecto para la mezcla de sentimientos, realidades y puntos de vista que Lynch combina en esta película. La tristeza melancólica de la primera canción se contrasta con la violencia de la segunda, la repetición obstinada del ritmo de la batería y del riff del bajo mientras Laura le muestra a Donna su mundo personal, su realidad secreta. Y Laura ve a su amiga sometida a ese mundo que tan efectivamente tenía escondido, y el orden se rompe con una canción de rock de fondo. Es la escena más descorazonadora que ha filmado Lynch, prueba de que ya no se puede volver más a casa.
Laura es, entonces, el personaje que atraviesa los dos mundos, siguiendo la manera lukácsiana de pensar el realismo novelado; es una heroína con un final trágico que la cámara de Lynch intenta revertir de todas las maneras posibles. Una de las formas que el director encuentra para otorgarle otro final a Laura es esa conversación después de la catarsis nocturna. Como si ella aún pudiera tener conversaciones por la mañana con una amiga, después de haberse quedado despiertas toda la noche. Fire Walk With Me es la forma más esperanzadora posible de esta historia: el intento de la cámara por otorgarle otra vida a Laura (y hay muchos más: las escenas con James y Bobby, la caminata a su casa en el comienzo, el ángel redentor del final, cada expresión de Sheryl Lee, cada risa y cada lágrima) al final vale más que todo el calvario, el sufrimiento y la tortura. Después de la conversación en el sillón aparece Leland y las ve, y en su mirada aparece ese otro mundo que tan bien había sido olvidado por unos segundos. “I love you, Donna, but I don’t want you to be like me”: hay realidades que a veces no pueden ser separadas, que simplemente existen superpuestas. Fire Walk With Me es una prueba de que el cine puede hacerlas coincidir.

HACER IMPOSIBLE LO REAL
Lost Highway (1997)
Alguien como él ya tomó una decisión
Y ahora viaja en otro motor, copiloto de su propio destino.Sué Mon Mont, “Copiloto”
We are such stuff / As dreams are made on, and our little life / Is rounded with a sleep. El Próspero de Shakespeare en La Tempestad es invocado por Benjamin Horne en el One Eyed Jack’s de Twin Peaks como carta de presentación ante la misteriosa chica enmascarada del puterío (su hija y agente voluntaria Audrey). El magnate dice, socarrón, close your eyes / this is such stuff that dreams are made of. Curiosamente, buena parte de las elegías dedicadas a Lynch versan sobre lo opuesto: insisten en cómo sus películas y todo aquello referido como lyncheano nos ha dado la materia prima para configurar, antes que nuestros sueños, nuestras más atribuladas pesadillas.
El summum del ethos pesadillesco en Lynch tal vez sea, en más de un sentido, Lost Highway. Como en otras de sus películas, la primera parte desplegará recursos del cine de género, que podrían configurar un thriller o un policial, para luego barajar y jugar otro juego. Fred y Renee, una pareja aséptica y desapasionada que vive en una casa de arquitectura moderna y minimalista, comienza a recibir unos VHS con misteriosas filmaciones. Alguien parece estar espiándolos. La policía interviene. Fred, además, desconfía de la relación de su mujer con un tal Andy. Todo el tiempo se mueve como quien trata de entender algo o de recordar por qué está ahí, qué pasó la noche anterior, qué es eso que dicen las otras personas. Sólo demuestra vitalidad o desahogo tocando el saxo tenor en clubes nocturnos. En un parpadeo (para nosotros y para él), ha asesinado a su mujer. La elipsis, más que un recurso narrativo de la película, es propia de una pesadilla: las imágenes de su mujer desmembrada por sus propias manos le resultan ininteligibles. Ese de ahí no soy yo. La frase podría funcionar como hipótesis de lectura para toda la película, o como salto hacia adelante: minutos después, Fred ya no es Fred. Su lugar lo ocupa otro, un tal Pete Dayton. La intriga, ahora, ya no es la del policial. This is some spooky shit we got here.
Si el despojo de la voluntad parece ser el castigo de Fred (“Díganme que no la maté”, le suplica a los detectives), la negación del deseo ante su clímax será el de Pete: “Nunca me tendrás”, le dice Alice/Renee, casi como el martillo del juez luego de pronunciar una sentencia. Esa que los ha condenado a vagar por un lugar del que no pueden escapar, sin saber cuándo puede aparecer el verdugo. Ese loop en el que se mueven sus personajes es lo que configura el núcleo de la pesadilla lyncheana, más que los seres extraños, los juegos de dobles o los sucesos paranormales. La miseria de los personajes más humanos en todo ese universo onírico: Fred con las manos ensangrentadas capturado por una cámara de video. La conciencia de ser, en parte, artífice de su propio destino. Allí yace lo terrorífico. Cuando toca el timbre y pronuncia Dick Laurent está muerto.

UN PUÑADO DE RAMITAS
The Straight Story (1999)
May you always do for others
And let others do for youBob Dylan, “Forever Young”
Es una película de vigilia, de superficie, diurna; de fundidos suaves, tonos cálidos y notas tenues. Es la road movie más lenta del mundo. Es la obstinación de Alvin, el infarto de su hermano Lyle, diez años de silencio entre ambos y una máquina de cortar pasto que apenas alcanza los ocho kilómetros por hora. La urgencia no es apuro, porque dejar atrás esa distancia tiene condiciones que se parecen mucho a las de un sacrificio. Y ese tipo de cosas cada quien las hace a su manera.
Alvin avanza tan, tan despacio que el viaje adquiere la comicidad de lo absurdo. El truco está en correr apenas el eje de la situación pero seguir haciendo como si no hubiera pasado nada. En ese corrimiento la velocidad aparente de las cosas se invierte y lo que parece lento empieza a moverse rápido y lo que parece rápido, lento. Así es el humor de esta película, tan de pausas y destiempos, de malos entendidos y reacciones inesperadas, y funciona como perfecto contraste al espesor melancólico de las conversaciones. Porque Alvin no maneja de noche y no conversa manejando, entonces avanza y se detiene, avanza y se detiene, y es como si avanzara para detenerse, como si las pausas fueran más necesarias para decir y escuchar que para otra cosa, como si en las conversaciones se manifestara una verdad que, como un espejismo de ruta, desaparece apenas empezamos a andar. Encontrarse a alguien en esta película es participar de algo superior; es ofrecer una lección de vida, una reflexión sin respuesta, un silencio diminuto; es despellejarse vivo y vomitar el corazón sobre la mesa.
Las palabras y los actos se realizan con tanta honestidad, con tanta buena predisposición, tan desprovistos de maldad que incluso algunos planos, esos que insistimos en llamar lyncheanos, abandonan la ominosidad, las rispideces, el doble fondo que supieron tener y se pliegan a la luz. Lo que pierden en profundidad lo ganan en certeza, porque son planos que apuntan más al corazón que a la fantasía. Un enorme silo de trigo que ronronea grave es solo eso; un paneo que revela que durante toda la escena hubo alguien más sentado al otro extremo de la barra es solo eso; un puñado de ramitas atadas con una soga son solo eso, y también una analogía didáctica sobre la familia. Es como si el mal en esta película se hubiera tomado un descanso, como si la película misma dijera basta, hoy no, aunque permanezca en los resabios, las cicatrices y los traumas de todos y cada uno.
Construir un mundo así no es muestra de ingenuidad, sino de anhelo. Es una invitación a buscarle la vuelta; es la afirmación violenta de que hay otra forma de hacer las cosas, de que hay un camino a seguir que no es solitario, ni cínico, ni malicioso, sino uno en el que los lazos de sangre, las amistades, la comunidad, los desconocidos, los animales, las plantas, el clima, pero principalmente los rotos, los achacados, los del costado, encuentran un terreno común sobre el cual empezar a andar. Después las diferencias, las críticas, las discrepancias, claro, pero primero lo primero y después vamos viendo y siempre, siempre, recordando lo que alguien, alguna vez, le dijo a alguien más pero que en realidad se lo estaba diciendo al mundo entero: “Recuerda, Bob: sin miedo, sin envidia y sin maldad”.

LA LUZ ROTA
Mulholland Dr. (2001)
David Lynch supo habitar como ningún otro el mundo de los sueños. Dentro de su filmografía, Mulholland Dr. se presenta como la película en la que expone la lógica (si lo existiera) inherente al mecanismo de lo onírico. Como ocurre a medida de su gusto, el análisis es desdoblado: se detiene en lo concerniente a la irrealidad de las imágenes que se construyen al poner una cortina negra sobre las pestañas y, a su vez, realiza una cruda disección de una industria artística corrupta por el dinero, destinada a comercializar y banalizar los anhelos de quienes depositan sus esperanzas en ojos ajenos. La secuencia que abre la película desnuda el artificio de la construcción arquetípica de un musical, feliz gracias a su falsedad, cuyo efecto similar al de una droga lleva a que personas como Betty se alejen de la realidad y no puedan juzgarla críticamente. Toda la primera parte de la película mantiene esa lógica naif, pronunciada por la artificialidad de la puesta en escena, vinculada al sueño hollywoodense de Betty y su investigación (y enamoramiento) de Rita. Estas imágenes contienen una falsedad impostada por el brillo excesivo que emula las que se proyectan en la mente de una persona que sueña con los ojos abiertos. Sin embargo, elementos de la realidad se filtran paulatinamente para derrumbar el idilio de Betty. Subtramas sin mucha relación esclarecen la presencia de fuerzas malignas que, cuando se cruzan con ella, desestabilizan su sueño y alertan la oscuridad subyacente sobre la fantasía. La ruptura de la relación imagen-sonido en el teatro termina por indicar el quiebre consciente de la ensoñación y la obligación de despertar. Entonces el panorama se esclarece, las subtramas cobran sentido y la negra realidad opaca la luz onírica. La romantización de Hollywood se quiebra por completo; la posible salvación provista por el amor verdadero es destruida por la maquinaria de ascenso social capitalista. Al final, todo lo que queda en el mundo real es dolor y desolación.
Mulholland Dr. era un proyecto televisivo, un piloto de final abierto. La serie fue cancelada y Lynch convirtió su obra en un largometraje cerrado. La presentación del título de la película retrotrae a otra mirada corrosiva de la industria cinematográfica, Sunset Boulevard; si se quiere, la obra de Lynch se puede ver como una reversión de la de Wilder, en la que Watts/Harring/Theroux reemplazan respectivamente a Swanson/Holden/Olson. Lynch insiste en que la película cuenta una historia comprensible y coherente. Lo hace. Es fácil y tentador dejarse llevar por lo lúdico de descifrar la lógica narrativa concerniente a los dos relatos, pero hacerlo significa perderse en un mar de insignificancia. Pocas veces se habla de Lynch como un cineasta sentimental, pero claramente lo es. Mulholland Dr., antes que nada, es una película sobre el dolor, no físico sino emocional, de tener que vivir en un mundo sin por quién ni para quien vivir (por eso es clave Roy Orbison, la voz de todas aquellas almas involuntariamente solitarias). La fantasía es la válvula de escape a la triste realidad y su ruptura significa el reinado del más oscuro y maligno de los sueños: la pesadilla. La falta de amor lleva a la muerte. Silencio. Entonces surge la pregunta de para qué sirve soñar. No lo sabemos. Sin embargo, lo seguimos haciendo.

EL TERRITORIO SIN CONTROL
(Inland Empire, 2006)
Las pinceladas impresionistas son cortas, gruesas, marcadas y cargadas de pintura. Se aplican de forma suelta, sin utilizar línea y se van realizando por medio de pequeñas manchas de colores, una junto a la otra. Como si estuvieran plasmadas de forma rápida sobre un lienzo, las escenas de Inland Empire se componen de imágenes sueltas sin trazos uniformes y parejos en donde las figuras se forman por medio de salpicaduras plásticas inconexas: planos angulares, secuencias filmadas en baja velocidad y juegos de luz en los escenarios surrealistas típicamente misteriosos y ambiguos del director. ¿Cómo fue que nadie frenó a Lynch mientras filmaba las esquinas? ¿O siquiera después, mientras unía esas imágenes en la sala de montaje?
Un lente zigzagueante se mueve por las calles de Hollywood siguiendo a uno de los distintos personajes que Laura Dern interpreta a lo largo de la película. En esta escena es una prostituta que acaba de ser apuñalada en el estómago con un destornillador en plena avenida, y que luego de caminar unas cuadras cae al lado de una mujer y una pareja sin hogar. Tirada junto a ellos bajo un techo, escupe sangre que salpica sobre algunas de las estrellas del Paseo de la Fama. Mientras agoniza, una de las dos mujeres le dice:
Todo está bien. Te estás muriendo, nada más. [Pausa y prende un encendedor] Ahora te mostraré la luz. Brillará para siempre. No más mañanas tristes. Ya estás en lo alto, amor.
La joven cierra los ojos, abre la boca y deja caer su cabeza a la vez que la cámara se aleja sin perderla de vista. No, no murió. Por primera vez en todo el film, los diálogos anárquicos y las mezclas entre persona y diégesis tienen sentido: la escena pertenece a la película que Nikkie Grace, el personaje principal de Dern, comienza a grabar en las primeras secuencias. Pero nunca nadie frenó a Lynch. No quisieron o no pudieron. Y la actriz escapa corriendo del set para seguir protagonizando rompecabezas que nos confunden en el qué y el cómo pasó. El collage impresionista de líneas argumentales aparentemente separadas se fusiona de manera perfecta con nuestra propia (in)comprensión, fragmentada y engañada. En el punto máximo de la confusión, no sentimos angustia ni enojo, sino unas ganas cómplices de seguir doblando en la próxima esquina y ver qué puede llegar a haber, qué será de todo esto, hasta dónde nos llevará.

Accedé a la primera entrega del Dossier David Lynch acá.