Dossier David Lynch #1

Este año, sumergidos en distintos proyectos vinculados a Taipei, decidimos retomar las publicaciones en marzo, un poco más tarde que de costumbre. A mediados de enero nos sorprendimos, como todo el mundo, con la noticia del fallecimiento de David Lynch, uno de los cineastas más personales e imaginativos de las últimas décadas: rápidamente entendimos que no podíamos sino dedicarle el regreso de nuestras publicaciones. Además de diez largometrajes y la serie de culto Twin Peaks, Lynch dirigió incontables cortos e incluso creó otras series, de menor impacto pero igualmente valiosas para comprender a fondo sus preocupaciones temáticas y estéticas. Con el objetivo de dar cuenta tanto de sus obras más conocidas como de sectores recónditos de su filmografía, le dedicamos este extenso dossier, que cuenta con casi treinta firmas y será publicado en cinco partes. Así como Lynch fragmenta, elipsa, oculta, nosotros decidimos quebrar, al menos parcialmente, la lógica de la cronología estricta. Comenzamos por la punta del iceberg: sus largometrajes.


MI HIJO, EL ENGENDRO

Eraserhead (1977)

Cristhian Flores

¿Cómo hablar del primer largometraje de un director de renombre esquivando la sombra terrible que proyecta en retrospectiva una obra ya inexorablemente completa? ¿Cómo deshacerse de la idea del autor, de la política de los autores y de todo ese ejercicio que consiste en buscar regularidades en un corpus artístico para atribuírselas al genio, a un conjunto de decisiones de un solo ser humano? La operación crítico-cinéfila es la siguiente: decimos todo el tiempo “ya están acá, en su primera película, todas las ideas y obsesiones que el autor desarrollará luego a lo largo de su carrera” y omitimos que al momento de hacer esa ópera prima el artista no era aún reconocido como autor, sus obsesiones no estaban aún pensadas como conjunto y su carrera no tenía ni largo, ni ancho, ni profundidad. ¿Qué pasaría si pensamos que lo que ese director tenía no era un dominio absoluto de sus decisiones sino, y sobre todo, una inmensa cantidad de miedos? 

Hay óperas primas y óperas primas, desde ya. Uno ve La Ciénaga, de Lucrecia Martel, y es imposible pensarla como el primer largometraje de una joven salteña que no finalizó sus estudios en la escuela de cine. Es imposible no reconocer la maestría, no pensar en la intuición total de una obra completa efectivamente concentrada ahí no como germen ni como crisálida sino como animal ya desarrollado y perfecto, no creer que Martel ya tenía un dominio absoluto de los elementos cinematográficos puestos en función de un ideario respecto de lo que la narración con imágenes y sonidos es y puede ser. 

Pero hay otras óperas primas menos programáticas, menos preocupadas por el estatus autoral y quizás por eso mismo más inopinadamente vivas. Pienso en Shadows, de John Cassavetes, que no tiene nada que ver con la seguridad total del genio sino con lo contrario: con las dudas de los hombres de carne y hueso. La leyenda cuenta que Cassavetes filmó y montó una primera versión de Shadows que tenía un montón de planos fascinantes y complejos pero que no iba narrativamente a ningún lado; la proyectó para pocas personas en algún antro de Nueva York, le pareció una aberración que no debía volver a ver la luz e hizo una segunda versión completamente diferente, que es la que nos llegó a nosotros. Jonas Mekas, acaso el único ser humano que atestiguó haber estado en aquella proyección, dijo que la primera versión era una obra maestra y que la segunda era, apenas, buena. 

Eraserhead pertenece a este segundo grupo, sin dudas. Su tema podría resumirse muy fácilmente sin faltarle a la verdad: es una película sobre los miedos de un hombre a la paternidad. Pero también es sobre los miedos de un hombre, que en este caso se llama Henry Spencer pero podría llamarse David Lynch, a que su primogénito —que para colmo no recuerda cómo fue concebido— sea horrible.  ¿Cómo no amarla ya por ese arrojo de poner en escena el terror ontológico a darle vida a un monstruo? ¿Cómo no amarla por lo que tiene de amateur, de estudiantil incluso, de libertad? Es imposible no amar esos efectos prácticos hechos seguramente con un puñado de dólares y toneladas de amor, no hay forma de no seguir hasta los confines de la mente humana a un hombre que se presenta al mundo así. 

Claro que podemos reconocer en ella al autor que vendría. Obvio que podemos percibir una extraordinaria y temprana comprensión del sonido como herramienta que desestabiliza la omnipotencia de la mirada y una apuesta a que las pesadillas del sueño y de la vigilia también constituyen aquello que llamamos realidad, y que a esa operación política responde el surrealismo. Por supuesto que es propio del genio intuir la extrañeza en la composición química de todas las cosas en tanto misteriosa fundición de la materia. Pero, por favor, no se nos ocurra negar que antes que todo eso, antes de ser un autor, un maestro, un genio, un surrealista y un referente de filosofías extrañísimas, David Lynch fue ese hombre que escribió a mano “Mamá, papá, no vean la película Eraserhead y no le digan a nadie que la hice yo”.


IMAGINAR CATEDRALES

The Elephant Man (1980)

Rosario Pilar Roig

Tras el éxito de Eraserhead, Lynch aceptó dirigir un guion basado en la historia de vida de Joseph Merrick, un inglés nacido en 1862 con Síndrome de Proteus. El guion había sido escrito por Christopher De Vore y Eric Bergren, y fue el productor Mel Brooks quien se lo ofreció. El consenso de que The Elephant Man (1980) no es el mejor ingreso a la obra de Lynch se sostiene en que la película reproduce la prosa del cine clásico, a diferencia del resto de su filmografía. En efecto, el verosímil de la puesta en escena y una temporalidad fundamentalmente racional hacen de esta su película más dócil a las demandas de un espectador sensibilizado por los circuitos del mainstream. Pero la protesta lyncheana contra el orden instituido se percibe en la tematización que realiza sobre lo que cabe pensar en dos categorías: lo público y lo privado. 

Merrick —renombrado John e interpretado por J. Hurt— tiene malformaciones y tumores que lo condenaron a una vida de esclavitud digitada por Bytes, que lo exhibe como un monstruo de circo. Por una curiosidad médica, el Dr. Treves (Anthony Hopkins) visita a John y lo lleva al hospital de Londres para curar su bronquitis. Pero a partir de ese momento, el burgués incurre en más exhibiciones, como cuando lo presenta desnudo frente a colegas, quienes lo observan con expresión de asco mientras se lo describe con la terminología propia de quienes estudian, entre bigotes y moñitos al cuello, carne en mal estado. Así, en las instituciones donde se reproduce el sentido común, en un principio John es desubjetivado por pobres y ricos a través de la tortura y la cosificación; aun con ceremonias y públicos distintos, el hospital se equipara al circo. 

La dimensión privada aparece con el habla de Merrick. Como el misterio que se devela tras correr el velo de los prejuicios del mundo, a medida que los personajes lo escuchan y la cámara deja de esquivarlo su existencia empieza a ser narrada por sus propios sentimientos, saberes y fantasías. A pesar de la barbarie externa, su mundo interno resplandece como un diamante cuando es posible la intimidad con los otros —el médico, las enfermeras y los artistas de la alta sociedad que lo visitan—, ahora cercanos. Y la libertad que se dispara encuentra su objetivación en la creación de una obra: la maqueta de una catedral que observa desde su ventana, porque ahora puede imaginarse en ella.  

En la historia verídica, Merrick encuentra la paz en el hospital, donde muere. Pero al guion basado en estas biografías Lynch le realizó injertos creativos: una vez mudado al hospital, Bytes lo secuestra para explotarlo y encerrarlo en una jaula con monos, de donde se escapa gracias a sus compañeros de circo. Es decir: los otros monstruos. El punto de vista de Lynch no es la dicotomía dada, sino su relativización. The Elephant Man progresa diluyendo los límites hasta admitir la fuga, la profanación de la norma: el médico devenido en amigo, los freaks que lo liberan. De manera que en su segundo largometraje Lynch trabaja anclado en las estructuras clásicas del cine y la sociedad, pero con la certeza flotante de que no es la institución ni la clase social lo que nos hace (o no) seres humanos. Es la fe.


NI LÓGICA NI MÍSTICA

Dune (1984)

Ezequiel Iván Duarte

Somos como el soñador que sueña y vive dentro del sueño. Una idea muy americana, un movimiento de adentro hacia afuera que envuelve al propio adentro ahora vuelto afuera. Una topología que hubiera interesado al mismísimo Raúl Ruiz. Una topología que aparece inquietada en una historia de Jorge Acha: el polímata prusiano Alexander von Humboldt, en proceso de “descubrir” América científicamente, produce un sueño que atrapa al indígena Salcaghua. Porque ¿qué pasa cuando el sueño del que somos parte no es el nuestro propio? La importancia de saber quién es el soñador.

Dune (1984), basado en la novela de ciencia ficción de Frank Herbert, fue el tercer largometraje de David Lynch, el segundo hecho por encargo tras The Elephant Man. Su producción consistió en un conflicto de sueños en el que ninguno terminó por prevalecer. El resultado fue inconsistente, desparejo.

El productor Dino de Laurentiis le ofreció a Lynch el trabajo a la luz del éxito de su película anterior. Eso sí, de Laurentiis no había visto el primer largometraje del director, Eraserhead, personal e independiente. Y cuando lo vio, lo odió. Por su parte, Lynch ha confesado que ni siquiera le interesaba demasiado la ciencia ficción (George Lucas ya le había ofrecido dirigir la tercera Star Wars). Pero, a instancias del productor italiano, leyó la novela de Herbert y encontró un punto de apoyo en el personaje de Paul Atreides, el soñador que debe despertar. 

No obstante, “despertar” aquí equivale a controlar el propio sueño en todo su potencial en la vigilia, para de esta manera consumar la profecía y convertirse en realizador de la “terraformación” del desértico planeta Arrakis, de donde se extrae la especia, la commodity más preciada de la galaxia.

Sin embargo, con un presupuesto de 40 millones y un personal de mil individuos, entre elenco y equipo técnico, distribuidos en los gigantescos sets de los estudios Churubusco de la Ciudad de México, David Lynch jamás pudo envolver el proceso en su propio sueño, en su propia visión. Tampoco tuvo potestad sobre el corte final. De hecho, existen al menos cuatro versiones: el corte de cine (137 minutos), una versión de 186 minutos para la televisión (emitida por primera vez en 1988, de la que Lynch pidió que retiraran su nombre), un corte específico del canal de televisión KTVU, y un montaje de 178 minutos hecho por un fan (conocido como SpiceDiver) que ha sido incluido en ediciones en disco de la película.

El resultado final, en el corte para cine, es un film narrativamente defectuoso, que se apoya en voice-overs explicativos que subestiman al espectador y que, hacia la segunda mitad, se apresura en apretar los hechos de manera tal que el efecto no es disímil a los videos de resúmenes que abundan hoy día en YouTube.

En otros términos: la parte lógica, esto es, lo que se dice, empobrece porque busca suplir lo que no consigue la parte mística, esto es, lo que se muestra. Y la lógica nunca puede suplir a la mística (ni viceversa): deben apoyarse la una en la otra. Y si la lógica aquí es caricaturesca, la mística apenas en unos pocos momentos logra presentar visiones auténticas.


VAIVÉN TELÓN

Blue Velvet (1986)

Ramiro Pérez Ríos

Está todo bien hasta que está todo mal. Una cuestión de umbrales: ¿se puede volver al mismo lugar? Digo, a que esté todo bien, como si el mal no hubiera acontecido. Creería que no, que la experiencia mancha. Nada volverá a ser lo mismo porque siempre se acarreará el recuerdo de aquello que no tendría que haber sido pero aun así, a pesar de todo, fue. 

Coquetear con el mal supone jugar al límite de cruzar una frontera. El problema está en la curiosidad, en querer apreciar aquello que está del otro lado. Una cuestión de distancias: para ver mejor es inevitable acercarse. El problema es que estando cerca es más fácil terminar cruzando la línea que delimita el acá del allá. Aun así, ese arrime hacia el mal puede suponer beneficios: perspectivas nuevas desde las que mirar. Otro par de anteojos para filtrar la realidad. 

En las calles las motos se protegen con fundas holgadas que las cubren en su totalidad. Las fundas bailan al viento y sus pliegues se retuercen. En estos instantes fugaces la forma de lo contenido multiplica sus posibilidades. La supuesta moto cubierta cobra formas que prometen fantasía evocando siluetas de cosas que aún no sabemos nombrar. Lo innombrable: problema existencial para la literatura y ventaja metafísica del cine. 

Algo puede no ser nombrado pero sí mirado. La imagen innombrable es una constante en el cine de Lynch. Se intenta retener su cine con las etiquetas de lo onírico y ominoso, pero va más allá: evade la interpretación posible para permanecer en punto, línea y color. Es decir, forma. Se puede describir lo que se ve pero no su por qué. Puedo decir que abajo de la alfombra de pasto que cubre el jardín de una casa suburbana hay un mar de insectos vibrando. También puedo decir que adentro de una oreja mutilada se contiene una narración. Dimes y diretes que bordean lo que veo pero imposibilitan atravesarlo en certezas, de la misma forma en que no se puede saber lo que hay del otro lado del telón con el que comienza y termina la película (ya sea abrirlo o atravesarlo por la cámara). No, la presentación se hilvana con fundidos encadenados que empastan el origen de lo narrado. 

¿Presentación? ¿Representación? ¿Puesta en abismo? Se traspasan capas para llegar al corazón del corazón de la mugre que esconde el suburbio. Mugre que salpica y mancha en una permanencia que ningún detergente puede borrar. No queda más que entregarse y confiar en el saldo de sabiduría que la peripecia a lo oscuro dejó.


UN MUNDO EN LLAMAS

Wild at Heart (1990)

Paula García Cherep

Lynch cuenta la historia de amor de Sailor y Lula de forma sacadísima. Los títulos van apareciendo sobre la imagen de un fuego inmenso rojo (y amarillo y negro) que parece querer desbordar la pantalla. En la primera escena, en una fiesta medio paqueta, de la nada, alguien saca un cuchillo y amenaza con matar a Sailor. Lula grita su nombre desaforadamente —grito que va a repetir algunas veces más a lo largo de la película, con la misma intensidad—. Suena heavy metal. Sailor ataja a su atacante, lo golpea, lo azota. Lo deja muerto en el piso, con la cabeza abierta, sangrando, y recién ahí, todavía un poco cansado por el forcejeo, se prende un cigarrillo. Ahí van los primeros cuatro minutos.

Todo lo que tiene que pasar, como todo lo que pasó, y que aparece como un recuerdo evocado por alguno de los personajes, pasa así: estrepitosa e inevitablemente, pero, sobre todo, rápido. Hay una trama que está llena de sucesos, revelaciones y resoluciones. Pero toda esa acción, por la rapidez con que acontece, queda en un segundo plano. Lo que ocupa la centralidad del discurrir de Wild at Heart es más bien el no hacer nada. Sailor y Lula tirados en la cama, yendo por la ruta, tomando algo en un bar, bailando, prendiendo un cigarrillo. Marietta hablando por teléfono. Tipos que van en auto a matar a otro tipo, pero que todavía no lo matan. Todo ese no-hacer-nada resulta magnético porque tiene su propia intensidad, que no es de la acción sino de las formas: de los colores, la música, las emociones.

Sailor y Lula se mueven porque Sailor sospecha que lo están siguiendo. En el pasado vio cosas que no debería haber visto, hizo cosas que no debería haber hecho y sabe algo que otros prefieren que no sepa nadie. El motor que pone todo en marcha en Wild at Heart es el Mal, encarnado principalmente en Marietta, la mamá de Lula —mostrada en su semejanza, una y otra vez, con la Bruja Mala del Oeste de El Mago de Oz—. Sin embargo, no se termina en ella: guarda una estructura con niveles, grados, redes, complicidades, enemistades. Lo que es especialmente tenebroso de este Mal es su radicalidad. Incluso en los niveles más bajos de esa estructura, lejos de la élite del Mal, con su oscuridad, su poder, sus lujos. Tiene las raíces sin teñir y los labios mal pintados. Es un Mal terrenal y, así y todo, sin matices.

Entre Sailor y Lula hay una armonía hermosa, pero eso no los hace iguales. Sailor está contaminado por el salvajismo y la locura del mundo, mientras que Lula tiene sentimientos puros. No es una cuestión de inocencia. A sus veinte años, Lula experimentó el Mal en muchas de sus modalidades. Su sensibilidad es tan intensa que hay cosas que no soporta decir, entonces las escribe o las susurra. Hay cosas que no soporta escuchar, como las noticias en la radio. Su amor por Sailor no se ve modificado por las circunstancias: no deja de quererlo aunque esté preso, ni por criminal ni por reincidente. Aunque nadie pueda ver al Mago de Oz, la Bruja Buena del Sur acude en su ayuda cuando ella menos lo espera.


Segunda entrega del dossier

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